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jueves, 31 de julio de 2014

LAS LÍNEAS DE LA MANO (Julio Cortázar)


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.

PARA QUIEN VA A ESCRIBIR (una crónica de António Lobo Antunes)


Siempre me he quedado cortado cuando me preguntan la edad: por extraño que parezca, tengo la absoluta certidumbre de que he nacido hoy y lo que veo en las fotografías o en los espejos me intriga: una cara que no se asemeja a la mía, un cuerpo que no es el mío, una sonrisa o una expresión seria que me sorprenden. Lo mismo me pasa con el nombre: vacilo antes de responder: ¿seré yo? ¿No seré yo? António, qué vocativo extraño referido a mí. Y, si me presento, la sensación culpable de estar mintiendo. Las personas más próximas a mí, ¿con quién están hablando? Las veo tan seguras de conocerme que me confunden. ¿Quién, por ejemplo, escribe ahora? Hace un tiempo declaré que era la mano y lo hice con total sinceridad. Sólo que no puedo asegurar que la mano me pertenece. Pero, si no me pertenece a mí, ¿a qué persona le pertenece? Usa materiales que me resultan familiares, mejor dicho algunos de ellos, cada vez menos, y todo lo demás ignoro de dónde viene. Palabras que me susurran o la mano, que va trayendo ecos que llegan y se imponen, frases venidas quién sabe de qué lugar cercano o lejano. Después todo se ordena y estructura de acuerdo con una secuencia en la que, ahí sí, intervengo. Ahí sí soy yo el que trabaja con el magma de las primeras versiones, cortando, cortando. Parto hacia un libro sólo con la decisión de completarlo y casi sin ningún elemento. Es esa decisión la que convoca las voces, los sonidos, la estructura. Un libro es un acto de voluntad. Lo hago porque estoy resuelto a hacerlo. Porque lo que leo de los demás muy raramente me satisface, cada vez menos me satisface. Siendo totalmente sincero, no me satisface. De manera que redacto lo que me gustaría leer. El problema es que no leo, es decir, no estoy fuera y por tanto no leo. Me limito a fabricar, y eso no es leer. A intentar acercarme a lo que imagino todas las veces que sean necesarias hasta que las páginas se tornen lo que pretendo. No es, no sé cómo decirlo, no es un trabajo de inocencia

Me refiero a esto con la intención de aclararme a mí mismo y a las personas a quienes le interesa lo que les doy

(de qué un trabajo de inocencia)

sino un trabajo de taller. Me meto entero dentro de la cosa, removiendo en ella. Me despierto con ella, me acuesto con ella, me paso todo el día con ella, ella y yo

(es difícil expresar esto)

somos el mismo organismo, no uno parte del otro, el mismo organismo. Y si de tiempo en tiempo, en las crónicas, me refiero a esto, es con la intención de aclararme a mí mismo y a las personas a quienes les interesa lo que les doy. Al principio de la carrera de médico deseé, por mi cuenta o con Daniel Sampaio, comprender las razones de la creación. Publiqué un primer texto sobre Antero de Quental a los veintiuno o veintidós años. Luego Bocage. Después de la carrera Ângelo de Lima, D. Duarte (con Daniel), Lewis Carroll (también con Daniel), varios autores. Si lo pienso dos veces, creo que no llegué a entender nada sobre ellos ni sobre mí, que era lo que realmente pretendía.

El misterio del acto de crear permanece intacto. Recorrí la prosa de personas que buscaban también comprender, y el misterio del acto de crear permanece intacto. No creo que ningún individuo lo aclare. Y me resigno a duras penas a ese hecho. Cuando una obra es buena se vuelve impermeable a cualquier tipo de abordaje. Sus mecanismos están ocultos. Podemos comprobar los resultados pero nunca alcanzamos las raíces. Ni el tronco. Las hojas sí, a veces, ¿y qué interesan las hojas?

¿Qué hace que haya personas que producen esto? ¿Qué ha sucedido en su vida o qué demonios tienen en el alma para producir esto? ¿Y cuál es el motivo de que esto se convierta en el único elemento importante de sus vidas hasta revelarse, en apariencia, como unos monstruos de egoísmo? Camus

(detesto las citas, no haré ninguna más)

hablaba del egoísmo necesario a la creación y, sin embargo, pensándolo mejor, no me parece que egoísmo sea el término apropiado. Es un estado que se adueña del poseído sin que el poseído se dé cuenta. Me sucede con frecuencia reunirme para cenar con mis hermanos. Es curioso: ceno con ellos y no ceno con ellos, converso y no converso, formo y no formo parte de la familia y, no obstante, siento que estoy muy apegado a ellos. Soy uno de ellos y soy un extraño. Y, sin embargo, si les sucediese algo grave, sufriría como un perro. Y la pregunta regresa, obsesiva

-¿Quién soy?

Y tras esa pregunta borbotones de preguntas igualmente obsesivas

-¿Por qué razón soy este individuo?

-¿Por qué me siento diferente?

o la gran pregunta, que desde que me encontré no ha dejado de perturbarme

-¿Por qué yo?

No es un destino especialmente agradable, no es frecuente asociarlo al placer y, no obstante, ¿qué me ha hecho ser de este barro? He acabado un libro hace poco. Aún no tengo fuerzas para pasarme horas y horas, todos los momentos de la semana, a las vueltas con uno nuevo. Pero dentro de dos o tres meses estaré iniciando el próximo y los inicios de los libros son terribles. Un montón de versiones para las primeras páginas

(-Aún no es lo que yo quiero, aún no es lo que yo quiero)

hasta que la mano coja el tranquillo. Me hace recordar el agua que se derrama en las tablas del suelo, despacio, eligiendo el camino. La primera mitad lleva el triple de tiempo de la segunda mitad, cuando ya va sobre rieles y las palabras casi avanzan solas. Las semanas antes de comenzar y el final son agradables

(sobre todo las semanas antes de comenzar son agradables)

pero el arranque es un trajín lleno de desánimos, de falta de confianza, de miedo, la duda

-¿Me habré agotado?

la sospecha

-Tal vez ya no queda nada la interrogación

-¿Qué hago yo sin esto?

y un pavor

(no exagero)


y un pavor inquieto. Es así desde el principio y será así hasta el final. Ya debería estar habituado a estos sentimientos, pero no lo estoy. Lo curioso es que, aunque me lamente, y me lamento, no me cambiaría por nadie. No me imagino, me resultaría imposible imaginarme viviendo de manera diferente. No cambiaré nunca. Dura desde los siete u ocho años, dura por cierto desde que nací. ¿El bloqueo del artista? No creo en eso: los bloqueos, que son constantes, se solucionan topetando contra el papel, aunque no se obtengan resultados, hasta que los resultados lleguen. Acaban llegando, es una cuestión de porfía y de paciencia. Pido perdón, en lugar de las anécdotas que suelo contar en las crónicas, tan diferentes de los libros en que no hay anécdotas, por haberos agobiado con este discurso. Es que, de tiempo en tiempo, viene la necesidad de recapitular. Y una conversación de este tipo tal vez puede serle útil a quien ha nacido con el mismo sino: en ciertos aspectos, los escritores son monótonamente iguales. Y los que han nacido con el mismo sino comprenderán que no están solos: anda por ahí, la mayor parte de las veces quién sabe dónde, una criatura con las perplejidades, los entusiasmos y las desesperaciones que les pertenecen. Y alivia compartir este hado. Los cancerosos se consuelan entre sí. No sirve para nada, claro, pero da la ilusión de servir y es bueno vivir acompañado. Después cada uno muere en su rincón y ha dejado de tener importancia la muerte, porque algo vivo ha quedado, una especie de lucecita que no se apaga jamás.

Y YA OTRA VEZ NO VERTE (Saiz de Marco)


Procederá el sobreseimiento provisional cuando resulte del sumario haberse cometido un delito y no haya motivos suficientes para acusar a determinadas personas como autores, cómplices o encubridores.

...


Verte cuando te abordaban, cuando te dabas cuenta e intentabas zafarte, cuando agitabas los brazos, cuando gritabas. (Oigo gritos que no suenan.)

Verte cuando eras agarrada, cuando se te caían los libros, cuando te tapaban la boca, cuando te tiraban al suelo, cuando te resistías, cuando ponían el cuchillo en tu cuello, cuando te arrancaban la ropa, cuando te penetraban, cuando volvían a hacerlo.

Éste no lo consigue. Se levanta, con los pantalones bajados. Se agacha sobre tu cabeza. Te obliga a abrir la boca. Tengo que dejar de mirar.

Ver tu cara, tus ojos de niña, tus lágrimas, tu miedo, quizá tu esperanza de que todo acabe y te dejen ir.

(¿En qué pensabas?)

Tus labios se mueven y no sé qué dices. Los mismos que me besaban cada mañana.

Verte cuando comprendías que no iban a dejarte marchar. Ver tu desesperación y tu espanto.

Sigo pese a todo.

Ver a un canalla presionando tu garganta mientras el otro te sujeta por los brazos.

Ver tus espasmos, tus estertores, tu vano amarre a la vida.

Verte, pero no estar allí ni entonces.

Verte y no poder hacer nada, ni cambiar nada.

Verte.

...


-El procedimiento se archivó, el archivo en estos casos es siempre provisional, no puede excluirse que en el futuro aparezcan pruebas. En tal caso el sumario se reabriría.

-Ya sé todo eso.

-Bien, entonces dígame qué quiere.

-No fue usted quien llevó el caso.

-Sólo al final. Cuando me incorporé al juzgado el asunto ya estaba prácticamente ultimado. Con los elementos de que disponía no daba más de sí. No cabía otra posibilidad que el sobreseimiento, quiero decir archivo. Provisional, por supuesto. Nadie propuso ya más diligencias, se indagó hasta donde se pudo. Supongo que lo sabe, imagino que se le fue notificando todo.

-Bueno, yo vengo a traerle una prueba.

-¿Algo nuevo?

-Sí. Nuevo y viejo a la vez.

-Bien, pues dígame. Ya le he dicho que las actuaciones pueden reabrirse en cualquier momento, siempre que haya algo que lo justifique.

-Le traigo las imágenes.

-¿Perdón?

-Las imágenes de todo.

-¿A qué se refiere?

-A la violación y asesinato de mi hija.

-Bueno, verá, comprendo que siga usted muy afectado, no puede recibirse un golpe así y no sufrir tremendamente. Y luego está esa sensación de impotencia, de que un hecho como ése quede sin castigar, impune, y sin haberse aclarado. Cruzarte con cualquiera por la calle y sentir que pudo ser el asesino de tu hija. Yo no puedo imaginar cómo reaccionaría si me pasara.

-Todo eso ya lo he vivido, han sido ocho años así. Y es mucho peor de lo que imagina. Pero no caí en el abatimiento. Aunque sí, al principio. Pero luego empecé a pensar que tenía que haber algún medio. Y entonces reaccioné.

-¿Algún medio para qué?

-Para saberlo.


-¿A qué se refiere?

-A los culpables.

-Bien, pero ¿qué es lo que quiere decirme?

-Mire, en primer lugar necesito que me escuche. Llevo toda mi vida estudiando la física. La luz es parte de la física. Así que empecé a pensar que la verdad tenía que estar en la luz.

-Está bien, explíqueme mejor lo que quiere decir con eso.

-Si no me interrumpe será más fácil. La luz viaja. La luz de las estrellas que vemos no es la que despiden en el momento en que miramos; es la luz que emitieron hace meses, o años. Por la misma razón, si alguien mirara ahora la Tierra desde alguno de esos puntos del cosmos, la luz que vería no es la que ahora proyecta el planeta, sino la emitida hace varios meses, o varios años. O sea, podría ver lo sucedido en el pasado.

-Sí, claro, es interesante pensar en eso.

-La siguiente cuestión consistía en recuperar la luz.

-Recuperar la luz...

-Recuperar la luz que salió de la Tierra hace ocho años. La luz en que viajaban las imágenes. Porque las imágenes son luz. Esa luz se proyectó en algún lugar, tuvo que reflejarse, como en un espejo. ¿Sabe?: el Universo está lleno de espejos, materias que reflejan la luz. Y después esos espejos tenían que enviarla de nuevo a la Tierra. O mejor dicho, la Tierra tenía que recibir su luz. Había que lograr un modo, un instrumento para verla. Esa luz, salida de la Tierra, se reflejó en algún lugar hace cuatro años. Después tardó otros cuatro años en volver a la Tierra. Sólo había que recuperarla. Y yo la he recuperado. Por último, había que amplificarla. Al final todo es una cuestión de aumentos y lentes. Durante mucho tiempo he vivido sólo para eso. Así que aquí tiene las imágenes.

-Bueno, lo que está contándome resulta bastante extraño, la verdad. De todas formas, estoy dispuesto a ver lo que me trae. Le prometo que lo veré y después le comentaré. ¿Cómo puede verse?

-Ésta es una copia, está grabada en un soporte de vídeo. Sólo necesita un reproductor normal.

-Pero aquí no tengo, lo podría ver después, en casa. ¿Y si sufre algún daño?

-Tengo más copias, no se preocupe por eso.

-De todos modos, habrá que hacer una declaración formal. Deberá decir todo eso en una comparecencia. También tendré que avisar al fiscal, para que esté presente. Espere un momento fuera, si hace el favor.

...


Visto el contenido de la anterior declaración, incorpórese a las actuaciones la grabación videográfica aportada. Practíquese dictamen pericial a fin de constatar si su contenido se corresponde con hechos reales así como la autenticidad de lo registrado, a cuyo fin se designará a tres profesores de Física y Óptica. Asimismo se encomienda a la Policía Judicial el examen de la grabación y demás actuaciones conducentes al esclarecimiento de los hechos.


...


la tarde de ayer fueron detenidos por la Policía dos hombres en relación con la violación y asesinato de una joven, hechos ocurridos hace ocho años. Las actuaciones judiciales fueron archivadas un año después, por falta de pruebas. Lo más llamativo del asunto es que, según ha transcendido, la actividad llevada a cabo en este tiempo por el padre de la víctima podría haber resultado decisiva para la resolución del caso. El padre de la muchacha, investigador del Instituto Astrofísico, dejó de trabajar a raíz del crimen y se ha dedicado durante estos años a indagar sobre la muerte de su hija. Según han informado fuentes de la investigación, el padre de la joven habría puesto a la policía sobre la pista de los ahora detenidos, gracias a un ingenio óptico por él creado capaz de obtener imágenes de los hechos. Si bien en su momento los restos hallados en el lugar del crimen no permitieron la identificación de sus autores, las imágenes ofrecidas por el padre de la víctima parecen haber permitido a la policía identificar a los responsables del asesinato. El contraste de los vestigios habría confirmado

...


tiene todavía un nombre definitivo, y el que va prevaleciendo –recuperador espacial de luz- no se ajusta exactamente a sus características técnicas. Pero, como quiera que se le denomine, está ahí y va a cambiar los modos de actuar en múltiples ámbitos.

La posibilidad de reproducir imágenes del pasado es una realidad, y del mismo modo que se ha aplicado a la investigación de un asesinato (de la hija de su inventor) va a utilizarse en otros casos.

Sin duda modificará nuestra concepción de la intimidad, al menos en lugares abiertos, ya que la posibilidad de que las imágenes sean después recuperadas estará siempre presente. Las cautelas que en su día se objetaron en relación con la videovigilancia (instalación de cámaras en lugares públicos) parecen cándidas en comparación con las posibilidades del recuperador de luz.

Resulta ineludible una reforma legal que permita emplear la recuperación lumínica como medio probatorio en juicios –no sólo penales-; y ha de regularse su incidencia sobre los procedimientos ya concluidos. ¿Deberá permitirse que con su uso se corrijan sentencias firmes? La respuesta negativa parece indefendible, sobre todo cuando la revisión fáctica sea pedida, aduciendo error probatorio, por personas condenadas.

También será necesario, al margen ya de su empleo como medio judicial, establecer las condiciones de su uso privado. Habiendo renunciado su inventor –recientemente fallecido- a toda patente industrial, ¿debe permitirse su libre fabricación y venta? Y en tal caso, la posibilidad de que cualquiera pueda ver imágenes de los pasados ajenos ¿no constituirá una intensa lesión de la privacidad?

¿Y qué ocurre con el derecho a la propia imagen?

Nos enfrentamos a la vulnerabilidad retrospectiva de las intimidades ajenas, las de quienes confiábamos en no ser vistos por terceros (ni entonces ni nunca) en un tiempo en que nadie atisbaba la recuperabilidad de imágenes. Piénsese que, aunque en su versión actual el recuperador lumínico no consigue recobrar imágenes más que de unos cuantos años atrás (justo lo que necesitaba su inventor para esclarecer el asesinato de su hija), es posible que en poco tiempo un mayor desarrollo permita recuperar imágenes más


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Podrá instarse la revisión de sentencia firme por persona que haya sido parte en el procedimiento, o por sus herederos, siempre que lo declarado probado en sentencia pueda quedar desvirtuado mediante la recuperación espacial de imágenes.

La petición revisoria deberá indicar el fundamento de la recuperación lumínica y su incidencia en el proceso. También habrá de especificarse el hecho objeto de recuperación así como el lugar, día y hora en que aquél se produjo.

Tal revisión podrá instarse en cualquier tiempo hasta tanto la sentencia no haya sido totalmente ejecutada.

No procederá la revisión de sentencias firmes absolutorias.

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juicio con jurado popular que el Tribunal Superior ordenó repetir, ha vuelto a celebrarse con un jurado distinto. La conclusión del segundo jurado es diferente de la que alcanzó el primero, pese a que en ambos juicios se han practicado idénticas pruebas, a excepción del recuperador lumínico utilizado en la nueva vista. Mientras que en la primera el jurado popular condenó al procesado, en ésta ha emitido veredicto absolutorio, con lo que


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más llamativo de la memoria judicial es el epígrafe de nueva incorporación “Revisiones de sentencias con base en recuperación espacial de luz”, que ascendieron a 1714, y que dieron lugar a anular 1221 sentencias firmes. Asimismo destaca, dentro del apartado Penal, el epígrafe “Sentencias condenatorias por falso testimonio” acreditado mediante recuperación lumínica, que ascendieron a


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restregarse los ojos para asegurarse de no estar soñando. Había que sobreponerse a la turbación. Porque ninguno esperaba presenciar las imágenes que vimos ayer. Todo conduce a pensar que era él. Sin duda que la secuencia no era como cada uno había imaginado, como habíamos recreado mentalmente a partir del relato evangélico. Pero allí estaba lo esencial.

Algunos tópicos de la tradición han sido corregidos, como su aspecto físico (más bajo y desgarbado de lo que pensábamos); o la manera como fue asido a la cruz mediante enormes clavos en muñecas y tarsos, llegando a perder la conciencia; o el casco, más que corona, de espinas en su cabeza. Personalmente me ha impresionado la abundancia de insectos posados en sus heridas.

Pero son detalles accesorios, porque lo sustancial coincide con lo que se nos había narrado: la tortura de un hombre en una cruz.

También hemos visto el traslado de su cuerpo a un sepulcro y su salida, 41 horas más tarde, con andar vacilante.

La jerarquía eclesial, que tantas reticencias ha opuesto a la captación de imágenes biográficas de Cristo, advirtió de que, pasara lo que pasara, nada cambiaría; que la resurrección no es consustancial a la fe, y que el verdadero fundamento de ésta no es la resurrección, sino el sacrificio divino en expiación por la Humanidad.

Pues bien, las imágenes que ayer contemplamos no aclaran si quien aparece llegó a morir o no en la cruz. Muestran un tormento al que difícilmente puede sobrevivir un ser humano, y revelan que esa persona abandonó, después, con vida el sepulcro. La huida de los vigías, que también pudimos presenciar, resulta comprensible ante la irrupción de un cadáver viviente.

Después pudimos verlo dirigirse a un lugar cerrado, quizá una cabaña o cobertizo de pastores, por lo que a partir de ahí se corta la secuencia.

Pero probablemente se conseguirán otras imágenes. Quizás alguien espere ver un hombre elevándose hacia las nubes. En todo caso el recuperador lumínico puede aclarar lo ocurrido después de la crucifixión: cuánto tiempo siguió viviendo el crucificado, cómo y dónde.

Es difícil, en cambio, que pueda contestarnos a la otra parte del enigma: el motivo de


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Ahora es cuando llega al colegio, me espera a la salida. Ese niño soy yo, me da la mano. Estamos saliendo a la calle. Pronto me vendrá el estornudo, los mocos colgarán hasta la barbilla. Papá buscará en sus bolsillos, tampoco él lleva pañuelo.

Me lleva a un sitio apartado, va a quitarse el zapato, se saca ahora el calcetín. Me limpia la cara con él, ahí está su pie desnudo.

Termina de limpiarme. Se pone el calcetín empapado de mocos. Está calzándose, me da otra vez la mano.

Volver a verlo, volver a vivirlo.


...


cuanto a la aducida vulneración de los derechos a la intimidad personal y a la propia imagen, procede hacer las siguientes consideraciones.

En primer lugar, es sabido que no surtirán efecto las pruebas obtenidas violentando derechos o libertades fundamentales.

Pues bien, acerca de la utilización del recuperador lumínico para el esclarecimiento de hechos delictivos, es la primera ocasión en que este Tribunal tiene oportunidad de pronunciarse. Ello es explicable porque precisamente en el procedimiento de que trae causa este recurso, fue donde se utilizó por primera vez dicho ingenio óptico, inventado por el padre de la víctima. La agresión infligida a su hija espoleó su afán por identificar a los autores, llevándole a desarrollar dicha técnica. Justamente ello permitió la reapertura de las actuaciones (previamente archivadas por desconocerse la identidad de los responsables), cuando aún no se había producido la prescripción de los delitos.

La mencionada técnica recuperatoria, que en el tiempo transcurrido desde su invención ha experimentado un notable perfeccionamiento -hasta el punto de haber sido aplicada también para despejar dudas históricas-, permite reproducir imágenes de hechos pretéritos.

Es comprensible que se susciten problemas acerca de su admisibilidad probatoria y respecto a su colisión con otros derechos. Pues bien: aun siendo difícil establecer pautas generales, puede afirmarse que en los casos, como aquí sucede, en que la recuperación lumínica se emplee para esclarecer delitos perpetrados en lugares abiertos (y no en sitios privados o reservados), la aplicación de dicha técnica no es contraria a los derechos a la intimidad y propia imagen.

Y ello porque, al haberse cometido los delitos en lugar de libre tránsito, las imágenes captadas “a posteriori” no constituyen intromisión en la privacidad.

El argumento de que, en caso de haber sabido los ejecutores que posteriormente iba a poderse obtener imágenes, no habrían ejecutado tales acciones, no resulta acogible; pues quien realiza un acto delictivo, incluso cuando busque la ocultación, está asumiendo que sus hechos pueden ser contemplados por terceros (testigos cuya existencia ignore), y por la misma razón debe admitirse la posibilidad, entonces desconocida, de reproducir visualmente los comportamientos mediante recuperación lumínica.

Por lo que se refiere a la propia imagen, claramente no se ha vulnerado tal derecho, ya que las secuencias reproducidas corresponden a muy graves conductas, aparte de que no se ha pretendido la publicación de las imágenes ni de la figura de los imputados, siendo la única finalidad acreditar –de manera en extremo fidedigna- los actos delictivos.

En suma, la utilización del recuperador lumínico no ha vulnerado derechos fundamentales, habiendo constituido un instrumento admisible para la prueba de los hechos.

El padre de la víctima de los delitos que motivaron estas actuaciones ha puesto a disposición de la Humanidad un instrumento complejo, del que, como siempre, habrá que aprovechar sus posibilidades valiosas y repudiar sus usos dañinos.

Procede confirmar la conclusión obtenida mediante dicha técnica y por tanto

LA SECESIÓN (Manuel Rivas)

       
Al doctor Novoa Santos lo llevaron a un hospital para que viese a un paciente al que todos daban por incurable. Desde la puerta, en una ojeada, sin más, el médico diagnosticó: “Este hombre lo que tiene es hambre.” Algunas crónicas hablan esta semana del “primer muerto de hambre en España”, un joven de 23 años, fallecido en Sevilla. Me gustaría tratar un asunto que destile glamour, como el juicio al fantástico Fabra, dotado de tales poderes mágicos que habilitó un campo de aviación para conejos de la suerte y extraterrestres. Pero viene el padre Ángel, un aguafiestas, habla de miles de niños que pasan hambre en España y denuncia el uso del eufemismo “desnutrición” para eludir la cosa fea. La irrupción del hambre coincide con un gran incremento en el consumo de productos de lujo. Es la famosa ley de los vasos incomunicantes. La realidad tiene su estrategia para emitir signos que contradicen el discurso estupefaciente del poder. Estos días, en una de esas llamadas ciudad-dormitorio, me despertó el canto de los gallos. Pensé que los inesperados haikus eran una invención municipal, emitidos por altavoces para animar el amanecer del precariado, antes proletariado. Me informaron que no. Que son gallos de verdad y que se han multiplicado los gallineros clandestinos en terrazas y patios. Me acordé del amigo Moncho Tasende y lo que me contaba de su infancia: siete hermanos alrededor de una gallina esperando la puesta del huevo. Llegó a ser un gran atleta de fondo, estilo etiope, y alguien le sugirió doparse para ser lo máximo. “Pasé mucha hambre”, respondió, “¡a mi denme bocadillos de jamón!” Se habla mucho del secesionismo catalán, pero en España ya se ha producido una secesión. Los ricos se han independizado, no pagan impuestos, desgravan las donaciones ilegales y van a declarar capital Eurovegas. Y hay una nación invisible, en expansión, la del hambre. Cualquier día despierta con los gallos, esos relojes de lujo.


LA MEJOR ES LA ÚNICA MANERA (una crónica de António Lobo Antunes)


Pensándolo bien, no soy un escritor, porque lo que hago no es escribir, es oír más intensamente. Me siento y espero hasta que las voces comiencen. Andan a mi alrededor, más fuertes, más tenues, más distantes, más próximas, hablando sin sonido y no obstante diciendo, diciendo.

El problema es elegir cuál de ellas es la verdadera, porque todas las demás mienten. A veces lleva semanas, lleva meses entenderla. Casi nunca se trata de la más nítida. Casi nunca, no: nunca se trata de la más nítida, ni de la más seductora, ni de la más inteligente. En general se apaga, recomienza, vuelve a apagarse, se distrae de mí y yo de ella, intento encontrarla entre las restantes, no lo consigo, lo consigo, no lo consigo, recomienzo, la descubro a lo lejos, creo descubrir

-Es ésta

me desilusiono

-No es ésta

pues lo que cuenta no tiene sentido y no obstante existe algo en el sinsentido que me persigue, la atraigo hacia mí o me empujo hacia ella, no la atraigo hacia mí, me empujo hacia ella, comienzo a probarla despacito, una palabra dispersa, una segunda palabra al azar, una frase entera, las voces que quedan se empeñan en desviarme

-¿Qué interés hay en eso?

-¿A qué te lleva ese discurso?

-Estás equivocado

me entregan personajes, episodios, historias y yo no quiero saber nada de personajes, episodios, historias, eso es para quien hace novelas y yo me cago en las novelas, quiero un hilo que me conduzca al centro de la vida y traer a la superficie todo lo que existe ahí dentro, quiero el corazón del mundo, no quiero entretener a los que las compran, no quiero divertirlos, no quiero divertirme, quiero lo que reside en el interior de lo interior, donde están las personas y nosotros con ellas, transformar en letras lo que no tiene letra alguna, quiero seguir un pasito leve en un corredor que no sé dónde queda, no exactamente un pasito, el eco de un pasito que ha de volverse pasito si continúo con él, que ha de ganar carne y ojos y llevarme consigo, quiero respirar con él, quiero que nos quedemos juntos, quiero que el pasito sea mi pasito y el corredor mi corredor, que la carne y los ojos se conviertan en mi carne y en mis ojos, quiero ese libro que aún no ha comenzado, pero que a fuerza de obstinación y orgullo y paciencia se volverá mío, sin escribirlos, claro, ya no caigo en esa trampa, dejándolo salir como el agua que se derrama y encuentra su curso en las junturas de las tablas del suelo y no es mi libro, dado que no me pertenece ningún libro con mi nombre, los libros deberían llevar el nombre del lector, no del autor, en la cubierta, es el lector quien le da sentido a medida que lee, es al lector a quien le pertenece la voz, y no sólo la voz, la carne y los ojos y el corredor y el paso, y el lector está solo y es inmenso, el lector contiene en sí el mundo entero desde el principio del mundo, y su pasado y su presente y su futuro, y se escucha a sí mismo y siente el peso de cada víscera, de cada célula, de cada íntimo rumor, el lector no para de crecer y ya no necesita ni el libro ni a mí, y al acabar el libro comienza, y al guardar el libro en el estante el libro continúa y el lector continúa con él, cada célula se divide en millares de células y el lector es muchos, y el lector deja de leer porque no está leyendo, aunque piense que está leyendo no está leyendo nada en absoluto, tiene todas las edades al mismo tiempo y todos los tiempos de su vida aunque el libro esté cerrado en algún rincón de la casa y el lector no lo necesite para continuar con él y ahora me vienen a la cabeza las semillitas sin peso que en el verano de cuando éramos pequeños entraban volando por la ventana, volvían a salir, desaparecían y, aun desaparecidas, seguían con nosotros llevando de la mano recuerdos y esperanzas y alguien que cantaba

(¿qué mujer?)

junto al lavadero una melodía

(a veces ni una melodía siquiera: dos o tres notas solamente)

que son las únicas que oiremos cuando caiga la noche y las sombras que nos rodean piensen

(más que pensar: tengan la certidumbre, ellas y el médico y el señor de los ataúdes)

de que no oímos nada.

EL EXPULSADO (Samuel Beckett)


No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que encontrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.

Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?

La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.

En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.

¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.

Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.

Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.

Sin embargo no les había hecho nada.

Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.

Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.

Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.

Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forma que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.

Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.

Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.



Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.

SUGERENCIAS PARA EL HOGAR (una crónica de António Lobo Antunes)


Los domingos grises se desvanecen dentro de nosotros: la luz de la lámpara enferma, una lluvia enferma, sonidos de puntillas en una ceremonia de velatorio. El alma mojada y cabizbaja como un perro. Ganas de revistas viejas, libros antiguos, periódicos de la semana pasada. Los olores más presentes: el de la alfombra, el de la ropa en los cajones, el del almuerzo de los vecinos en el rellano. Las naranjas del frutero intentan en vano inaugurar la mañana. Ganas de mantas en las rodillas, un solitario de naipes, Chopin en discos de setenta y ocho revoluciones, con los saltos de la aguja que acaban formando parte de la música: por cada giro un sollozo rechinante que acentúa la melancolía del piano. Recuerdo de teteras chinas, de viejas azucareras de plata en el armario con portezuelas de cristal. Las fotos tan derechas, tan rígidas, una niña con lazo, un tío antiguo, con babi, que sostiene el manillar de la bicicleta. En cada arruga de la cortina una frente asombrada. Cojines de satén con claves de sol bordadas. Recetas de cocina que se pegaron en cuadernos. Tisanas con vago sabor de nombres de primas remotas: camomila, melisa. Daba igual morir porque nos convertimos en sonetos de almanaque, hojas secas metidas en álbumes. El agua del florero descompuesta. Daba igual morir. ¿Daba igual?

El agua del florero que la flor descompone, una bolsa de viaje olvidada bajo la cama: pegatinas de hoteles franceses, un juego de cepillos sujetos con elásticos. Problemas de crucigramas resueltos a lápiz, el siete horizontal

Afluente del Amazonas

en blanco. Añoranzas de bizcocho, tostadas, galletas desmigajadas en los dedos. Cerillas quemadas en el cenicero. Papeles de plata de chocolate en el manual de historia, violetas, plateados, azules. La tabla de planchar abierta en el tendedero cubierto, con un cesto de ropa encima. Pinzas de plástico en la cuerda. Las sillas austriacas alrededor de la mesa, a la espera. ¿Heredadas de la niña con lazo, del tío de la bicicleta?

Sellos en sobres de plástico, restos de un pasado filatélico. Congo, Uruguay, Sudán, animales extraños, reinas de perfil. Frascos de los que no se llega a distinguir qué contuvieron y es mejor no tocar. Las mermeladas alineadas en la despensa. Afluente del Amazonas, cinco letras. Nadie lo sabe. De vez en cuando una interrupción en la lluvia, personas que sacuden los paraguas. El chico de las pizzas se baja de la moto, avanza con una caja de cartón, vemos su casco, el brazo extendido hacia el timbre del edificio. El hijo de la portera se acerca con una admiración envidiosa. Suele saltar a la pata coja en el umbral. La portera le riñe por mear en las plantas del vestíbulo. De vez en cuando cambia de pie y sigue saltando. Las plantas apestan a amoníaco. Uno de los ojos del apreciador de motos se desvía hacia dentro, a pesar de esa especie de visera en la lente izquierda de las gafas. Cuando la madre se enfada se mastica el pulgar, el ojo desviado se vuelve pensativo y adulto. Debe de haber nacido antes y haberse quedado a la espera de que el resto de la cara apareciese. Anduvo buscando, entre la ceja y la nariz, hasta conseguir un lugar. El hijo de la portera se llama Artur, un nombre más antiguo que él, contemporáneo del ojo. Artur, no sé por qué, me recuerda a las cavacas, esas galletas típicas de Caldas da Rainha. En el edificio de enfrente a la Clínica Dental, la silla en la penumbra, aislada y majestuosa como una silla eléctrica. El tamaño del jeep del dentista aumenta todos los años: debe bendecir las caries. Tiene un perro que comparte el gusto clandestino de Artur por los tiestos con flores, alzando la pata con una delicadeza de meñique mientras el dentista escarba, enmascarado para no ser reconocido por las víctimas:

-Usted me agujereó la muela

y la manita en el pecho, inocentísima

-¿Yo?

Creo que voy al umbral a saltar a la pata coja. Afluente del Amazonas, cinco letras. Intento no leer las soluciones; por el contrario, en el ángulo de la página, las tapo con la manga, pienso, las destapo: es difícil descifrar el tamaño de los caracteres. Pasos de niño en el piso de arriba, un hombre que grita

-Cállate

un banco desmedido que se estrella en el silencio. El horóscopo me recomienda: atención al hígado. Presto atención al hígado, intento escucharlo. ¿Debería darle el brazo e interesarme por su vida? De mal humor y obstinado, el hígado se calla. Tal vez se ha marchado, tal vez está con el hijo de la portera envidiando la moto. O alrededor de las plantas a la espera. No vale la pena que me inquiete: suele reunirse conmigo a la hora de comer. Me he convertido en un soneto de almanaque, una hoja seca en un álbum, el agua del florero descompuesta. Daba igual morir. No daba igual. ¿No daba igual?

miércoles, 30 de julio de 2014

LOS FUNÁMBULOS (Julio Cortázar)

Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen co­rrientes de aire producidas por las plantas de los patios. Tenían al­mas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los ár­boles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus gol­pes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían naci­do en un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de casa.

Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la ha­bía recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, y con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su ver­güenza con sus lágrimas.

La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio pa­ra ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordina­rias en los marcos de las ventanas. Nunca sabía de qué estaban ha­blando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flo­res blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las ca­bezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamente trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acos­tumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por las mañanas los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en los rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la ma­dre empezaba a admirar.

Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el en­treacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adonde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picade­ro, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebis­ta, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el prue­bista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para lue­go caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplau­sos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y pri­vilegiado.

Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio to­do el espectáculo glorioso del circo desenrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían for­mas extrañas de tatuajes sobre sus brazos.

Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Va­lerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.

El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero.



Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnu­dos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravilloso y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de bra­zos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.

ESBOZO DE UN SUEÑO (Silvina Ocampo)


Bruscamente siente gran deseo de ver a su tío y se apresura por callejuelas retorcidas y empinadas, que parecen esforzarse por alejarlo de la vieja casa solariega. Después de largo andar (pero es como si tuviera los zapatos pegados al suelo) ve el portal y oye vagamente ladrar un perro, si eso es un perro. En el momento de subir los cuatro gastados peldaños, y cuando alarga la mano hacia el llamador, que es otra mano que aprieta una esfera de bronce, los dedos del llamador se mueven, primero el meñique y poco a poco los otros, que van soltando interminablemente la bola de bronce. La bola cae como si fuera de plumas, rebota sin ruido en el umbral y le salta hasta el pecho, pero ahora es una gorda araña negra. La rechaza con un manotón desesperado, y en ese instante se abre la puerta: el tío está de pie, sonriendo detrás de la puerta cerrada. Cambian algunas frases que parecen preparadas, un ajedrez elástico. «Ahora yo tengo que contestar…» «Ahora él va a decir…» Y todo ocurre exactamente así. Ya están en una habitación brillantemente iluminada, el tío saca cigarros envueltos en papel plateado y le ofrece uno. Largo rato busca los fósforos, pero en toda la casa no hay fósforos ni fuego de ninguna especie; no pueden encender los cigarros, el tío parece ansioso de que la visita termine, y por fin hay una confusa despedida en un pasillo lleno de cajones a medio abrir y donde apenas queda lugar para moverse.

Al salir de la casa sabe que no debe mirar hacia atrás, porque… No sabe más que eso, pero lo sabe, y se retira rápidamente, con los ojos fijos en el fondo de la calle. Poco a poco se va sintiendo más aliviado. Cuando llega a su casa está tan rendido que se acuesta enseguida, casi sin desvestirse. Entonces sueña que está en el «Tigre» y que pasa todo el día remando con su novia y comiendo chorizos en el recreo Nuevo Toro.

¿PAPEL O PLÁSTICO? (Renato Contreras)

Novecientos noventa y nueve años han pasado ya desde la caída del cielo y nada ha cambiado, yo estuve vivo aquel día; donde las plagas y las copas fueron desatadas, aquel momento, del enfrentamiento entre la Tierra y el Caballo blanco, la caída de la Bestia y su profeta al azufre eterno, el retorcimiento de las últimas hojas verdes de un prado, los huesos de los marcados con el triple seis. De todo esto fui testigo hasta que perdí el conocimiento.

Lo primero que vi fue un escarabajo Hércules, su chirrido característico no me hizo gracia hasta ya despierto, sonaba diferente, como si le hubiesen llenado todo el interior de un fluido en gel convirtiendo el siseo en un ahogado rugir de corazas. Lo siguiente que pude notar fue el azul del cielo, espantosamente perfecto, no había nubes, era por completo un lienzo interminable y cálido. A lo lejos, choques de metales con madera, el escarabajo no volvió a oírse.

Un ente monstruoso, con pies por manos y la cabeza en la espalda vomitaba cerca de la acción, en la cual un Samurái rajaba de lado a lado lo que parecía un árbol curvo boca abajo. La cola de zorro del guerrero se detuvo, el vómito tomó un color azulado, en un momento a otro la espada atravesó mi abdomen. Y el vómito, en mi boca.

No hubo dolor, ni una gota de sangre, sólo el cosquilleo recurrente de un amputado en el vacío de su miembro perdido.

Ahí estaba de nuevo el chirrido del escarabajo.

El Samurái lanzó su arma dentro del asqueroso organismo de dos metros y se arrodilló. El vomitivo hizo igual.

Las manos del Samurái azotaban inconscientemente el rocoso suelo, estaba temblando. En vez del río de sustancias ahora bullía un sonido relajante. Mis oídos cosquilleaban.

Chirrido, chirrido, el escarabajo Hércules azotaba sus alas sobre la atmósfera y vi algo fluir por la entrepierna del Samurái. Quise correr. Algo que me ataba al suelo lo impidió.

Un croar nació del estómago del monstruo, el escarabajo se detuvo.

Vi mil pedazos de carne regados sobre la zona. Una circunferencia dibujada con trozos nos encerró a mí, al Samurái y el insecto. Lo próximo que supe fue que esto era la Tierra, la verdadera Tierra, la nueva Tierra; un pantallazo de información golpeó mis ojos, y de pronto ya lo entendía todo. Esto es el Infierno. Y el resto es como nosotros.

LA CASITA CHINA (Narciso de Alfonso)


El fotógrafo de todo lo que sea habitable nos ha dejado abierta su ventana indiscreta delante de una casa elemental, sencilla, que tal vez sería la más apropiada para vivir cuando ya se ha vivido mucho, demasiado, casi todo.
Cuando uno ya está cansado de llevarse puesto y se siente, por fin, un hombre de mundo –pero del otro mundo-. A cierta altura de la vida, que no es paralela al número de años, hay que tener un coeficiente intelectual negativo: no bajo ni profundamente bajo, que eso se llama retraso mental, sino negativo, que es con el que se entiende lo irreal y lo irracional, esas movidas pordioseras que se escapan a la relación causa y efecto -que es una de nuestras peores pesadillas-.
Se trata de una humilde casita tierna donde podrían vivir Hansel y Gretel si no fueran dos niños falsos, los personajes ñoños de un cuento.
Es una casita donde se puede ser feliz más tiempo o más veces –más veces en menos tiempo-; puede ser el lugar del extravío: allí donde se puede vivir cuando uno se pierde y no quiere volver a encontrarse: cuando ya sólo queda la conformidad de no entender nada, de ver la misma lluvia lavando los mismos árboles.
Cuando ya no se necesitan más que cuatro paredes, una certeza de orden y tres medidas de cebada por un denario. El puzle social nos enseñó su última combinación, que no era buena; escuchamos la voz de los gansos salvajes, fuerte y excitante como la voz ronca de una mujer, y supimos que había llegado el tiempo de buscar nuestro lugar en la familia de las cosas, que es lo que nos trajo a esta casita.
Todavía tenemos que aprender lo que no nos enseñaron en la escuela, y buscar la aprobación del universo entero, y tal vez, ya al final, cortarnos las trenzas y juntar las manos, quedarnos puros y orejones, sin nudos en los pies, canturreando en voz baja y sonriendo a la nada, sin hacer antigüedades.

RECETA PARA LEERME (una crónica de António Lobo Antunes)


Siempre que alguien afirma que ha leído un libro mío, me quedo desilusionado por su error. Ocurre que mis libros no están hechos para ser leídos en el sentido en el que se suele hablar de leer: la única forma

me parece

de abordar las novelas que escribo es cogerlas del mismo modo que se coge una enfermedad. Se decía de Bjorn Borg, comparándolo con otros tenistas, que éstos jugaban al tenis mientras Borg jugaba a otra cosa. Las que por comodidad he llamado novelas, como podría haberlas llamado poemas, visiones, lo que se quiera, sólo se entenderán si se las toma por otra cosa. Las personas tienen que renunciar a su propia llave

la que todos tenemos para abrir la vida, la nuestra y la ajena

y utilizar la llave que el texto le ofrece. De otra manera se hace incomprensible, pues las palabras no son más que signos de sentimientos íntimos, y los personajes, las situaciones y la intriga pretextos de superficie que utilizo para llegar al profundo envés del alma. La verdadera aventura que propongo es aquella que el narrador y el lector emprenden juntos hacia la negrura del inconsciente, hacia la raíz de la naturaleza humana. Quien no entienda esto, sólo se quedará con los aspectos más parciales y menos importantes de los libros: el país, la relación entre hombre y mujer, el problema de la identidad y de su búsqueda, África y la brutalidad de la explotación colonial, etcétera, temas si acaso muy importantes desde el punto de vista político, social o antropológico, pero que nada tienen que ver con mi trabajo. Lo más que, en general, recibimos de la vida, es cierto conocimiento de ella que llega demasiado tarde. Por eso no existen en mis obras sentidos excluyentes ni conclusiones definidas: son solamente símbolos materiales de ilusiones fantásticas, la racionalidad truncada que es la nuestra. Hace falta que os abandonéis a su aparente descuido, a las suspensiones, a las largas elipsis, al sombrío vaivén de olas que, poco a poco, os llevarán al encuentro de las tinieblas fatales, indispensable para el renacimiento y la renovación del espíritu. Es necesario que la confianza en los valores comunes se disuelva página a página, que nuestra engañosa coherencia interior vaya perdiendo gradualmente el sentido que no posee y sin embargo le dábamos, para que nazca otro orden de ese choque, tal vez amargo pero inevitable. Me gustaría que las novelas no estuviesen en las librerías al lado de las otras, sino apartadas y en una caja cerrada herméticamente, para no contagiar a las narraciones ajenas o a los lectores desprevenidos: a fin de cuentas, sale caro buscar una mentira y encontrar una verdad. Caminad por mis páginas como por un sueño porque es en ese sueño, en sus claridades y en sus sombras, donde se irán encontrando los significados de la novela, con una intensidad que corresponderá a vuestros instintos de claridad y a las sombras de vuestra prehistoria. Y, una vez acabado el viaje

y cerrado el libro

convaleced. Exijo que el lector tenga una voz entre las voces de la novela

o poema o visión o cualquier otro nombre que se le ocurra darle

para poder hallar reposo entre los demonios y los ángeles de la Tierra. Otro abordaje de lo que escribo es

se limita a ser

una lectura, no una iniciación al yermo donde el visitante verá su carne consumida en la soledad y en la alegría. Esto no llega a ser complicado si tomáis la obra como la enfermedad de la que he hablado más arriba: veréis que regresáis de vosotros mismos cargados de despojos. Algunos

casi todos

los malentendidos con respecto a lo que hago derivan del hecho de abordar lo que escribo como nos enseñaron a abordar cualquier narración. Y la sorpresa proviene de que no hay narración en el sentido común del término, hay tan sólo amplios círculos concéntricos que se estrechan y aparentemente nos sofocan. Y nos sofocan aparentemente para que respiremos mejor. Abandonad vuestras ropas de criaturas civilizadas, llenas de restricciones, y permitíos escuchar la voz del cuerpo. Reparad en cómo las figuras que pueblan lo que digo no están descritas y casi no poseen relieve: ocurre que se trata de vosotros mismos. Dije alguna vez que el libro ideal sería aquel en el que todas las páginas fuesen espejos: me reflejan a mí y al lector, hasta que ninguno de nosotros sepa cuál es de los dos. Intento que cada uno sea ambos y que regresemos de esos espejos como quien regresa de la caverna de lo que era. Es la única salvación que conozco y, aunque conociese otras, la única que me interesa. Era hora de ser claro acerca de lo que pienso sobre el arte de escribir una novela, yo que en general respondo a las preguntas de los periodistas con una ligereza divertida, porque se me antojan superfluas: en cuanto conocemos las respuestas, todas las preguntas se vuelven ociosas. Y, por favor, abandonad la facultad de juzgar: una vez que se comprende, el juicio termina y nos quedamos, sombríos, ante la luminosa facilidad de todo. Porque mis novelas son mucho más sencillas de lo que parecen: la experiencia de la antropofagia a través del hambre continua, y la lucha contra las aventuras sin cálculo pero con sentido práctico que son las novelas en general. El problema es que les falta lo esencial: la intensa dignidad de un ser entero. Faulkner, de quien ya no me gusta lo que me gustaba, decía haber descubierto que escribir es algo muy hermoso: hace a los hombres caminar sobre las patas traseras y proyectar una sombra enorme. Os pido que os fijéis en ella, comprendáis que os pertenece y, además de comprender que os pertenece, que es capaz, en el mejor de los casos, de dar nexo a vuestra vida.

martes, 29 de julio de 2014

HAIKUS (Aitor Suárez)



Quizá la vida
sea un fallo o disfunción
del mundo inerte.

.....

¿La vida es parte
del Gran Mecano, o es
su anomalía?


.....

De la Estructura
¿es la vida una pieza
defectuosa?

.....

¿Hay una errata
-la vida- en el gran
libro del cosmos?

.....

Vida en la Tierra:
la oveja descarriada
del planetario.

ANTONIÑO CLAVEL ROJO (una crónica de António Lobo Antunes)


Los afectos destinados a convertirse en nostalgia se forman en silencio. Como a traición. Incluso en situaciones que en teoría parecen adversas para ganarse un lugar en los sentimientos. Se cuelan, sobre todo, en días infantiles donde las apariencias dominan parte del mundo y se mira de soslayo lo que no esté en predios del deseo. Hasta que el tiempo o una partida descubre que en aquellos días desérticos de querencias estaban creciendo amores sinceros.

Salvo ella, a mí nadie me llamó nunca así. Decía

-Antoniño clavel rojo

decía

-Ojalá tuviera tu edad

y no obstante se casó con otro. También más joven que ella, un año o dos más joven que ella. No entiendo por qué prefirió quedarse con él y no conmigo, que tenía menos de veintiún años, estaba acabando la primaria, me consideraba un as en el hockey y para colmo era de la familia. El problema no residía en que yo quisiera casarme con ella: residía en que no quería que se casara con nadie, que se quedase siempre allí, en casa de mis abuelos dando clases de piano. Compró mi aprobación con la promesa de que sería padrino de uno de sus hijos. Los padrinos eran, para mí, personas importantes, y ser promovido, a los ocho años, a persona importante, aflojó mis resistencias. Me prometió también que me enseñaría a bailar y, durante fiestas y más fiestas de cumpleaños no hacía más que pisarla, desgarbado, rígido, con la boca a la altura de su ombligo, turbado de torpeza y vergüenza. Pasodobles, tangos, valses, y yo con escobas en lugar de piernas seguía sus pasos, resoplando angustiado contra la hebilla del cinturón, olisqueando un perfume que me producía un cosquilleo y un sueño rarísimos cuyo origen y naturaleza siempre preferí no entender. En contrapartida, tuve que aceptar aprender piano. Pero mis dedos eran como morcillas y no pasé de Nini Bebé y los Martillitos. Su hermana mayor, mi tía Madalena, decidió tomar en sus manos el problema de mis morcillas y cambié de profesora. Yo al piano, ella a mi lado llena de paciencia. A la segunda nota la oí lamentarse

-Ay, hijo

como si la hubiesen traspasado con un hierro candente. Pensé que le iba a dar algo. Pensé que sus ojos revirados eran el anuncio de una trombosis. Aún pálida, aún no recompuesta del todo, insistió

-Vamos a volver al principio

las morcillas atacaron las teclas

(no me sentaba en el taburete, sino encima de dos libros de música posados sobre el taburete)

el

-Ay, hijo

retornó en un grito de agonía, la tía Madalena sugirió, al recuperarse

-Es posible que no tengas ya remedio

y me vi libre de la música. Fuera de eso, no faltaban en el círculo familiar pianistas de todos los sexos y edades. Me asombraba que tocasen con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza en estado de éxtasis, y que, al acabar, regresasen despacio de regiones celestes, con las manitas suspendidas, pestañeando felicidades prolongadas, de vuelta a un mundo de sopa de espinacas, cajones combados y autobuses repletos que la ausencia de Chopin hacía inhabitable. Durante las piezas, algunos saltaban en el taburete

(no les hacían falta libros de música)

otros alzaban hacia el techo las tortolitas etéreas de las muñecas. Yo, que jugaba como atacante en el hockey sobre patines y recibía del entrenador promesas de noches de gloria al recomendarme

-Dales duro

consideraba que todo aquello era una tremenda mariconada. Para colmo los pelos largos de los compositores y sus ojos gelatinosos en blanco confirmaban mis sospechas, dejando de lado el caso de Beethoven, tan feo y tan poco espiritual, con una cara como la del jardinero de mi abuelo que se llamaba Marciano. Durante algún tiempo, pensé que Beethoven compartía con Marciano los favores de la cocinera y se alternaban, por la tarde, en el riego del jardín, aunque ni uno ni otro me parecían muy dados a las flores. El aspecto feroz de Beethoven me mantenía a distancia, con temor a que me ordenase:

-Puerta

como hacía Marciano si lo encontraba en la despensa, con los ojos abiertos y sin la cabeza en éxtasis, perdiendo las manitas en los pliegues del delantal del que me llegaba un penetrante olor a albóndigas. Y el otro era Bach, parecido a la estatua del marqués de Pombal, pero añadiéndole el despecho de que le hubiesen robado el león, con sus bucles postizos y su doble papada, que me miraba un poco de soslayo con una severidad de estadista. Parecía que siempre estaba a punto de preguntarme

-¿Y el león, chaval?

y su silencio con respecto al animal me dejaba intrigado.

Sin la melena podría ser entrenador de hockey y tal vez saborear algún manjar de la cocinera de los vecinos. Estos dos meros principiantes producían música que en mi opinión no era más que una serie de soniquetes al alcance de las morcillas de mis dedos.

CUANDO FUI ANIMAL (Saiz de Marco)

Ampliaron mi cerebro y me implantaron neocórtex sin pedirme permiso. Ya sé que no podían recabar mi autorización (porque el cerebro perruno no da para tanto). Pero entonces debieron abstenerse de hacerlo.

“Es sólo un experimento. Un ensayo científico. Luego, siempre podrá pedir que le retiremos el implante”, dijeron. Pero no es tan simple. No es tan sencillo.

No soy un juguete que se rompe y se repara o se tira.

En realidad yo pensaba. Antes de que ampliaran mi cerebro, yo pensaba. De un modo más elemental, sí, pero lo hacía. Ahora elaboro ideas mucho más complejas, pero en el fondo es parecido.

En lo que más diferencia hay no es al pensar, sino al sentir. Me acuerdo de que, cuando tenía cerebro de perro, sentía pena si me dejaban solo, y alegría si me sacaban al campo. También sentía miedo cuando me llevaban al veterinario o cuando había tormenta. Pero otros sentimientos que ahora tengo no los conocía en absoluto. La indignación, la piedad, el rencor, la vergüenza… Estas emociones sí son novedosas.

Me cuesta trabajo comparar mi situación anterior (antes de que ampliaran mi cerebro implantándome neocórtex) con mi estado actual. Pero creo que antes -o sea, cuando tenía cerebro de perro- era más feliz. Entonces sólo vivía el presente: el “ahora mismo”.

Cuando corría por el campo, cuando mi amo jugaba conmigo…, me alegraba por entero. Con el cuerpo y con la mente.

Era alegría perfecta, mucho más intensa que la que ahora puedo sentir. Era pura alegría: alegría desprovista de recuerdo y de anticipo. Era alegría nítida, sin sombra ni mancha. Se acababa, sí; pero, mientras estaba en mí, era infinita porque no tenía un antes ni un después.

En cambio, la alegría que ahora puedo sentir está siempre empañada, siempre trufada de fugacidad.

Siendo perro no me hacía preguntas. Ahora sí. Los humanos se hacen preguntas. Y como las más importantes (sobre el sentido de vivir, sobre la muerte...) no saben responderlas, esto les genera angustia. Para aliviarla inventaron creencias, religión.

Cuando fui perro todo era simple. Todo instintivo. No había dudas. No había preguntas. No había porqués.

Sentía frío, pero no sabía lo que era el invierno. Sentía calor, pero no sabía lo que era el verano. Percibía la luz, pero no sabía lo que era el día. Percibía la oscuridad, pero no sabía lo que era la noche. Me mojaba, pero no sabía lo que era llover. Veía un círculo encendido ahí arriba, pero no sabía que era la Luna. Nunca reparé en las estrellas.

Poder hablar. Decir lo que quiero. Expresar, comunicar. Eso sí es grandioso. Recuerdo que, cuando mi cerebro era de perro, sentía un difuso deseo de hablar. Oyendo a los humanos llegué a asociar sonidos a las cosas. Un ruido para el agua, otro para el paseo, otro (mi nombre) para llamarme… Y en cierto modo echaba en falta hablar.

Tenía necesidad de orinar, deseaba ser llevado fuera… y quería ladrarlo. O sea, decirlo: así, como ellos. Pero no: yo sólo podía aullar, mover el cuerpo, ir donde estaba el collar, traerlo en la boca y mostrárselo. No podía decir “Sacadme a la calle”, así, con la voz, con las palabras.

Otras veces tuve sed pero mi bebedero estaba vacío, y entonces querría haber dicho “Dadme agua”. Pero no podía. Y experimentaba una especie de impotencia.

De modo que el mayor avance, el salto máximo que he dado desde que me implantaron neocórtex, es la facultad de hablar. El lenguaje.

En cuanto tuve capacidad sintáctica pedí que me instalaran un aparato fonador. Me pusieron una prótesis de garganta y un implante en los labios. (Mi hocico de perro no servía para hablar.)

He conocido la inteligencia y no quiero volver al cerebro perruno. Como nadie desea quedarse sin vista o sin tacto, yo no quiero perder la inteligencia. No deseo renunciar a ella.

Comprendo que lo que ahora puedo (razonar, hablar, calcular…) también es limitado. Me implantaron neocórtex y la realidad que ahora capto es otra. Es la realidad de los hombres: la realidad pasada por el cerebro humano. Pero es también inauténtica, quizá tanto como la que percibía como perro. Es otra pseudo-verdad.

Hay ámbitos que los hombres captan peor que los perros. Mi olfato, por ejemplo, era muy superior al humano. Donde yo percibía cientos de olores, ellos no olfatean nada.

Si al cerebro humano (como éste que ahora tengo) se añadiera otra corteza –otro estrato-, percibiría otra realidad. Sería una realidad distinta: más completa, superior quizá, pero también espuria.

Igual que había mil cosas incomprensibles para mi mente perruna pero penetrables para el cerebro humano, tiene que haber cosas inabarcables para los hombres pero accesibles a cerebros sobrehumanos (si existieran).

¿Qué es el hombre sino otro animal?: una clase de mono con el cerebro grande.

¿Y cuántas capas cerebrales, cuántas cortezas serían necesarias para captar la realidad completa, la realidad real?

Supongo que, cuanto mayor es la capacidad cerebral, más grande es la exposición al dolor. Mi actual cerebro humano es más sufriente que mi viejo cerebro perruno, del mismo modo que mi cerebro de perro era más sensitivo que el de un camaleón.

Me han dicho que, si quiero volver al cerebro perruno, sólo tengo que pedirlo. Que igual que me implantaron neocórtex, me lo pueden retirar. Pero no es tan sencillo. Ahora he probado el elixir de la inteligencia y no es fácil abdicar de ella. No es fácil decir “Quitádmela”.

Es verdad que, comparándome con el de antes, fui más feliz siendo perro. Yo era un perro afortunado. Vivía en un lugar cómodo y nada esencial me faltaba. Sobrellevaba bien los pequeños contratiempos (aguantarme las necesidades, no articular palabras…). Mi cerebro no analizaba y por eso no sufría. Mi existencia era eterna (eterna para mí) porque no sabía de muerte. Y mi alegría (al correr por el campo, al cazar…) era plena y radiante.

Pero ahora sé que la realidad que percibía era pequeña. Que apenas entendía. Que casi todo era engaño. Y no es fácil volver a eso. No es fácil desearlo.

Yo no pedí que me implantaran neocórtex, pero tampoco los humanos lo pidieron. Tampoco ellos pidieron ser conscientes, tener inteligencia. Como no pidieron nacer. Nadie pidió nacer. Nadie lo eligió. Todos nacimos obligados: unos con cerebro de perro, otros con cerebro de hombre, otros… Nadie lo pidió, nadie lo pide. A nadie se le pregunta “¿Quieres nacer?” Y “¿quieres ser perro?”, “¿quieres ser hombre?”… Pero el caso es que, una vez traídos –puestos aquí a la fuerza-, no es fácil decir “Me marcho”.

Y por eso me quedo aquí, en la inteligencia. Aunque deba asumir el coste de la duda. Aunque deba llevar el peso del dolor y rendirle tributo a la infelicidad.

MI COLECCIÓN DE MOMENTOS (una crónica de António Lobo Antunes)


No me gusta escribir en lugares confortables ni con bonitas vistas desde la ventana: es en una silla dura, frente a la pared, donde doy el do de pecho. Me complace trabajar en cocinas, desvanes, habitaciones de hotel con mesas inestables y los grabados más feos posible: me da igual el lugar siempre que no sea agradable. Durante años escribí sobre un tablero de mármol rajado, ahora lo hago sobre un tablero de cristal, gracias a Dios no siempre limpio, en un espacio helado en invierno y lleno de corrientes de aire en verano: hasta hoy he conseguido burlar la neumonía. Tampoco me quita el sueño dónde vivo, ni qué como, ni qué ropa me pongo. ¿Qué me importa entonces? Así de sopetón me importó cuando el tren en que iba, en Alemania, paró por la noche en una pequeña estación desierta y oí, en medio de la lluvia, un clarinete que sonaba en una casa invisible: me pareció que de repente entendía la vida y el mundo. ¿Qué música sería aquélla, casi sin nexo, transida entre las copas de los árboles, explicándome a mí mismo? O no música: más bien un hilillo de sonido. Aún debe de estar, cerca de Dortmund, siempre que un tren se queda por allí a la espera, en invierno, y la lluvia aumenta la sombra de los abetos. Me importan los cuervos de Ucrania sobre los campos de maíz. Un niño descalzo, con dos caballos cojos, entrevisto cerca de una iglesia antigua, en Rumania, bajando por una colina camino de un riachuelo: de vez en cuando uno de los caballos lamía el cuello del niño. Un borracho de Kazajistán cantando solo, arrimado a un muro, y sus largas barbas. Una señora de edad en una terraza de París, en cuya cara permanecían olvidados, aquí y allá, fragmentos de una belleza irrecuperable, semejantes a los restos de carteles que van palideciendo y rasgándose hasta mucho tiempo después de las elecciones. Ciertos escaparates suburbanos que nos ofrecen muñecos de cerámica

(pastoras, perritos, Quijotes)

polvorientos y patéticos, alineados en una orfandad de abandono. Esos perros que se dejaron lejos y vuelven humildes, enflaquecidos, pasados muchos días, a la casa donde vivieron, deteniéndose en el patio sin atreverse a entrar. Un oso de peluche, medio vacío de relleno, incitándonos

-Abrázame

con el ojo de cristal que queda. Las caderas vanidosas, hacia un lado y hacia otro, de los barquitos anclados, tan femeninos en sus meneos de cintura y, cómo no, ciertas olas que no acaban nunca y no nos llevan con ellas. La poetisa argentina Alfonsina Storni, cansada de esperarlas, decidió entrar en el mar e ir a su encuentro: qué otro remedio tuvieron las olas más que quedarse con su gorra, con todo el resto, con los versos que no tuvo tiempo de componer: tal vez los meneos de uno de los barquitos son los suyos. Y podría continuar la lista de lo que me importa durante horas mencionando, claro está, la frase que siempre me conmovió, de Charlotte Brontë en agonía, apretando la mano de su marido:

-No me voy a morir, ¿verdad? Hemos sido tan felices...

o Columbano Bordalo Pinheiro, uno de mis pintores, asomando, por momentos, de la somnolencia final, sorprendido:

-¿Aún estoy vivo?

Cosas de éstas, amargas o alegres, que me han ayudado a entender lo que soy, cómo soy, quién soy, y me iluminan cuando escribo: me bastan como lámparas, y también permiten ver hacia dentro fondos de pozo, sótanos, baúles, el gramófono con bocina al que se le daba cuerda con una manivela acodada, se colocaba la aguja roma, de acero, en el disco rayado, y la voz de Caruso, entre zumbidos y chasquidos, balbuciendoLa Bohème, mientras la tía Madalena, abajo, regaba el jardín. Jack Dempsey, boxeador milagroso, en una revista amarilla. Un busto de Chopin, roto. Un ejemplar sin tapa del diario de la escritora George Sand, informando en cierto momento, a propósito del también escritor Mérimée:

"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."

(En el original: "J'ai eu Mérimée ce soir: c'est pas grand-chose...")

Y el olor a césped mojado elevándose hacia mí al atardecer. Vasos azules facetados en los que me ofrecían un traguito

(con la recomendación

-Sólo un traguito)

del anís que yo rondaba en la despensa como un ladrón. Tendrían que poder guardarse estos momentos en el banco para que rindan intereses. Y recibir el extracto a final de mes: en lugar del dinero un clarinete bajo la lluvia, una ola, la gorra de Alfonsina Storni y el olor a hierba mojada, el pobre Caruso intentando desprenderse del disco. Si el gestor de cuentas fuese listo, me informaría "este mes hay una ola más", "a finales de año espero conseguirle dos clarinetes", o "en seis meses, tal como están los mercados, Mérimée no va a desilusionar a la señora Sand". Y en el ejemplar sin tapa del diario, en lugar de

"Lo tuve esta noche. No es gran cosa..."

leeré

"Lo tuve esta noche. ¡Es estupendo!".