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jueves, 28 de agosto de 2014

LAS BABAS DEL DIABLO (Julio Cortázar)


Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer rubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio
roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro… Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso… Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo 7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louis y me puse a andar por el Quai d’Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último y lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.

Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.

Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, studiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.

Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y…). Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris…

Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.

Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.

Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente .la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

viernes, 22 de agosto de 2014

VIALIDAD (Julio Cortázar)


Un pobre cronopio va en su automóvil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca contra otro auto. Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.

-¿No sabe manejar, usted? -grita el vigilante.

El cronopio lo mira un momento, y luego pregunta:

-¿Usted quién es?

El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.

-¿Cómo que quién soy? ¿No ve quién soy?

-Yo veo un uniforme de vigilante -explica el cronopio muy afligido-. Usted está dentro del uniforme pero el uniforme no me dice quién es usted.

El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el lápiz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el número de la chapa. El cronopio está muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguirán haciendo preguntas y él no podrá contestarlas ya que no sabe quién se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse.

NECRÓPOLIS (Saiz de Marco)

Cada 31 de octubre, Día de Difuntos, viajo al pueblo de mi abuela. Es como un rito. La acompaño al cementerio para que no tenga que ir sola a llevar flores a sus muertos (que también son los míos, aunque no conocí a casi ninguno).

Es un cementerio pequeño, como el pueblo en que vive mi abuela, de unos cinco mil habitantes.

Después de poner flores en las tumbas de mi abuelo, de mis bisabuelos y de mis tíos-abuelos, damos un paseo por el recinto.

Es lo mejor de todo. Mientras andamos, mi abuela me cuenta la vida de algunos inquilinos:

“Los dos que están aquí enterrados eran novios. Ella murió de tifus y él ya no quiso casarse con nadie. El novio murió años después, de tristeza probablemente, y antes de morir pidió que lo enterraran al lado de ella.

Este otro era más malo que un dolor. Se aprovechaba de la gente humilde. Les prestaba dinero y les pedía en prenda las escrituras de sus casas. Llevó a muchos a la ruina.

Ésta es la mujer del que está enterrado arriba, pero se veía a escondidas (tú ya me entiendes) con otro que está en aquella hilera.

Éste fue médico del pueblo. Se desvivía por atender a la gente, de día y de noche. Era una persona muy querida.

Éste de aquí me pretendió. Una vez, mientras estábamos cogiendo aceituna, dijo “me he enamorado”. Yo le pregunté “de quién” y él “pues de ti”. Pero le di calabazas. Fue poco antes de que tu abuelo se me declarara. Fíjate qué cosas: si llego a decirle que sí a éste, tú no habrías nacido. En fin, voy a ponerle un clavel.

Éste otro era un borrachín. Siempre andaba dándole a la botella. Cada vez que se emborrachaba le entraba un ataque de celos y zurraba a su mujer. Murió joven, de algo del hígado.

Ésta de aquí murió en un incendio. Al ver que la casa de los vecinos (un matrimonio de ancianos) estaba en llamas, entró para socorrerles y al final murieron los tres.

Éste era el cacique del pueblo. Se acostaba con mujeres casadas. Los maridos, como eran pobres, consentían con tal de que el cacique les diera algo para sacar adelante a sus hijos.

Éste murió en la guerra civil. Lo hirieron en el frente y lo llevaron a un hospital de campaña. Una pierna se le gangrenó. Cuando intentaron amputársela le falló el corazón. Sus padres fueron por el cadáver para enterrarlo aquí.

Ésta era la mujer del maestro. Su marido la enseñó a leer y luego ella me enseñó a mí y a otras mujeres. De balde, sin cobrar ni un real. Gracias a ella no soy analfabeta.”

Y poco más.

Cada vez que visito aquel cementerio tengo la sensación de estar viendo todas las poblaciones del mundo: las de muertos y las de vivos, las de asfalto y las de lápidas, las de dentro y las de fuera. Allí habitan la grandeza y la miseria, la ruindad y el valor, la abyección y el heroísmo.

Y pienso: “Así de breve es el muestrario. Así de escaso es el repertorio de la humanidad”.

jueves, 21 de agosto de 2014

MANUSCRITO HALLADO JUNTO A UNA MANO (Julio Cortázar)


Llegaré a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos. Era un concierto excelente y me asombró la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la segunda cuerda del violín. Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos, mientras en el público se perdía esa tensión que todo intérprete conjura y aprovecha. El pianista atacó su parte, y Ricci volvió a tocar el capricho. Pero a mí me había quedado una sensación confusa y obstinada a la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados que buscaban concatenarse. Distraído, incapaz de volver a entrar en la música, analicé lo sucedido hasta el momento en que había empezado a desasosegarme, y concluí que la culpa parecía ser de mi tía, de que yo hubiera pensado en mi tía en mitad de un capricho de Paganini. En ese mismo instante se cayó la tapa del piano, con un estruendo que provocó el horror de la sala y la total dislocación del concierto. Salí a la calle muy perturbado y me fui a tomar un café, pensando que no tenía suerte cuando se me ocurría divertirme un poco.

Debo ser muy ingenuo, pero ahora sé que hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las carteleras averigüé que Ruggiero Ricci continuaba su tournée en Lyon. Haciendo un sacrificio me instalé en la segunda clase de un tren que olía a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto médico-legal donde trabajaba. En Lyon compré la localidad más barata del teatro, después de comer un mal bocado en la estación, y por las dudas, por Ricci sobre todo, no entré hasta último momento, es decir hasta Paganini. Mis intenciones eran puramente científicas (¿pero es la verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte?) y como no quería perjudicar al artista, esperé una breve pausa entre dos caprichos pera pensar en mi tía. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el arco del violín, se inclinaba con un ademán de excusa, y salía del escenario. Abandoné inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara imposible dejar de acordarme otra vez de mi tía. Desde el hotel, esa misma noche, escribí el primero de los mensajes anónimos que algunos concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto Ricci no me contestó, pero mi carta preveía no sólo la carcajada burlona del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el concierto siguiente -era en Grenoble- calculé exactamente el momento de entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron, hubo una confusión considerable y Ricci, un poco pálido, debió acordarse de cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no sé si la sonata valía la pena, porque yo iba ya camino del hotel.

Su secretario me recibió dos días después, y como no desprecio a nadie acepté una pequeña demostración en privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la prueba podían influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme, cosa que no dejé de agradecerle, se convino en que permanecería en su habitación del hotel, y que yo me instalaría en la antecámara, junto al secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me senté en un sofá y escuché un rato. Después toqué el hombro del secretario y pensé en mi tía. En la estancia contigua se oyó una maldición en excelente norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius del que colgaba una cuerda.

Quedamos en que serían mil dólares mensuales, que se depositarían en una discreta cuenta de banco que tenía la intención de abrir con el producto de la primera entrega. El secretario, que me llevó el dinero al hotel, no disimuló que haría todo lo posible por contrarrestar lo que calificó de odiosa maquinación. Opté por el silencio y por guardarme el dinero, y esperé la segunda entrega. Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del depósito, tomé el avión para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo quedó definitivamente certificado, porque mi carta al secretario contenía las precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a París y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su tournée francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur Grumiaux. El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo; en menos de seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz. Fracasé parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me demostraron que sólo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por la dudas quedamos en que me depositarían las cuotas en Moscú y me enviarían los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Unión Soviética y apreciar las bellezas de su música.

Como es natural, teniendo en cuenta que el número de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos experimentos colaterales. El violoncelo respondió de inmediato al recuerdo de mi tía, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empecé mi nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassadó y Pierre Michelin. Después de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversación muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero me pareció penoso que el venerable maestro catalán insistiera en una rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le acordé un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no mencionaría la rebaja a ningún colega, pero fui mal recompensado porque el maestro empezó por no dar conciertos durante seis meses, y como era previsible no pagó ni un centavo. Tuve que tomar otro avión, ir a otro festival. El maestro pagó. Esas cosas me disgustaban mucho.

En realidad yo debería consagrarme ya al descanso puesto que mi cuenta de banco crece a razón de 17.900 dólares mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se han alejado a más de dos mil kilómetros de París, donde saben que tengo mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso, pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su último concierto en Buenos Aires. Por su parte, sé que hacen todo lo posible por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he reído tanto como al enterarme del consejo de guerra que celebraron el año pasado en Los Ángeles, so pretexto de la descabellada invitación de una heredera californiana atacada de melomanía megalómana. Los resultados fueron irrisorios pero inmediatos: la policía me interrogó en París sin mayor convicción. Reconocí mi calidad de aficionado, mi predilección por los instrumentos de arco, y la admiración hacia los grandes virtuosos que me mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por dejarme tranquilo, aconsejándome en bien de mi salud que cambiara de diversiones; prometí hacerlo, y días después envié una nueva carta a mis clientes felicitándolos por su astucia y aconsejándoles el pago puntual de sus obligaciones. Ya por ese entonces había comprado una casa de campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi departamento de París con una carga de plástico, lo celebré asistiendo a un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado ligeramente hacia el final- y enviándole unas pocas líneas a la mañana siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del último año casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo que se refiere a la indemnización que exigí por daños de guerra.

A pesar de las molestias que me ocasionan los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeldía ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estaré agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bahía de Sydney. Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legión, ya no habría tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracasé con ellos y también con los directores de orquesta. Hace unas semanas, en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos con el recuerdo de mi tía, y confirmé que su poder sólo se ejerce en aquellas cosas que guardan alguna analogía -por absurda que parezca- con los violines. Si pienso en mi tía mientras estoy mirando volar a una golondrina, es fatal que ésta gire en redondo, pierda por un instante el rumbo, y lo recobre después de un esfuerzo. También pensé en mi tía mientras un artista trazaba rápidamente un croquis en la plaza del pueblo, con líricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo entre los dedos, y me costó disimular la risa ante su cara estupefacta. Pero más allá de esas secretas afinidades... En fin, es así. Y nada que hacer con los pianos.

Ventajas del narcisismo: acaban de anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta que lo he pasado muy bien escribiendo estas páginas que destruiré como siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospeché que Milstein me creía un estafador, y que mi poder no era para él otra cosa que el efímero resultado de la sugestión. Me consta que ha tratado de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el fondo proceden como niños, y hay que tratarlos de la misma manera, pero esta vez la corrección será ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterarán con la mezcla de alegría y de horror propia de su gremio, y pondrán el violín en remojo por así decirlo.

Ya estamos llegando, el avión inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la tierra parece enderezarse amenazadoramente. Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mi tía le quedaba tan

miércoles, 20 de agosto de 2014

GOL (Rafael Azcona)

Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo- nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: “Salga, Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente”, eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar -al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenía resuello para subir a atacar la contraria, y él era -o había sido- eso que se llama un goleador nato.

Todo lo que tengo que hacer -pensó Panocha, ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, llevarlo hasta la portería contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando esos comemierdas de las gradas empiecen a cantar el gol, hacerles un corte de mangas, o mejor, enseñarles los huevos, y echar la pelota fuera con la patada de Charlot.

Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se les quedaran clavados en el lodo, los jugadores rivales -todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido para rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que de alcanzarlo lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un prescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría algún titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria -con el consiguiente aumento de la ficha- de marcar aquel gol de oro.

Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.

Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos mal nacidos, inidentificables bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a la tanda de penaltis -a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas -que no eran muchas, cierto, pero que deberían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tentetieso.

Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarles las cuentas al fútbol y a la vida, que así se las ponían a fernando séptimo.

Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lo habían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar, de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, puteado por su propia mujer. Porque la desgraciada, apenas intuyó el comienzo de su ocaso, se largó a Los Ángeles con un alero de baloncesto a poco de conocerlo en la fiesta que siguió a la concesión de unos premios al juego limpio. Al ferplei, como decían los mamones de la Federación.

Y yo, mientras aquel negro lleno de dientes me la bailaba, y cómo bailaba el tío, con lo alto que era, que la cabeza de Paquita le quedaba a la altura del ombligo cuando la abrazaba para bailar agarrados, y yo allí, en el borde de la pista, bajito y escayolado, con el tendón de Aquiles hecho cisco tras una alevosa patada que me sacudieron por detrás.¡Toma ferplei, Panochita!

El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha -que ya acezaba como un bulldog subiendo unas escaleras- lo sintió más pesado que la primera, cosa verdaderamente extraña, pues en la primera, a pesar de estar rebozado en barro y con laguna pella de césped pegado a sus costuras, lo había encontrado más liviano y manejable que nunca, y en cambio ahora, aunque estaba limpio como una patena, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos. Y la imagen de la sandía le hizo sentir una sed de beduino, una sed que le obligó a levantar la cabeza y, sin dejar de correr, abrir la boca para beberse a tragos la lluvia.

Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador y la madre que los parió se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como ellos dicen. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se interesó por mí.

Esta vez el esférico -el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezaba a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora tenía la afición puestas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:

- ¡Pasa pelota, pasa pelota!

Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le haría cedido el balón ni por un carro de azafrán  -que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía -su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos por minuto- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.

Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar hecha una braga, los que lancen los penaltis los fallarán todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se jodan: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.

Sólo Panocha sabía todo lo que soñó a cuenta del Madrid y de Madrid; él ya había jugado en el Bernabéu contra el Castilla sin sentirse intimidado por su graderío: la conquista de la ciudad empezaba por exigir en el contrato un chalé en una buena zona residencial y el último modelo de BMW, que era un coche que le gustaba mucho; hasta se compró un plano para marcar con un rotulador el itinerario de Majadahonda a Chamartín, y a todo el que iba a la capital del reino le pedía que le trajera La Guía del Ocio para estar al tanto de las cosas. Pero los mangantes de su club lo engañaron: según ellos, un ojeador italiano se había puesto en contacto con el presidente, Panochita no debía precipitarse, la Liga italiana era la mejor del mundo, cómo se iba a perder la dolce vita por ir a los sanisidros, donde estuvieran los espaguetis que se quitara el cocido madrileño, y en cuanto a las tías -que era lo más importante- ¿iba a comparar las españolas con las italianas?

Y así, cuando aquella entrada criminal me dejó sin meniscos ni ligamentos y me pasé un año en rehabilitación, ni dolce vita, ni sanisidros, ni espaguetis, ni cocido madrileño, ni italianas ni pollas en vinagre.

De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balón se había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el “¡Goooool!” de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.

Cabrones. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. Fulanos que entonces me ofrecían a sus hermanas, a sus novias y hasta a sus mujeres, hoy levantan el índice y el meñique para llamarme cornudo a mis espaldas.

Había dejado de llover. La boca le sabía a cuchillo de cocina. Metió la puntera de la bota, siempre la izquierda, bajo la pelota, y la impulsó hacia delante un par de metros para cebar al portero, mientras volvía a oír la voz del turco, que habituado a llamar a todo cristo por su número en su macarrónico italiano, se desgañitaba todavía a la altura de la línea media rival encabezando el tropel de perseguidores:

- ¡Úndichi, úndichi, dami la pelota, puta madre!

Porque, eso sí, las expresiones malsonantes, como decía el presidente del club -un meapilas de mucho cuidado que pretendía hacerles rezar el rosario en las concentraciones- era lo primero que aprendían los extranjeros.

El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzó hacia la puerta contraria acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a la altura de su cadera, y con displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole: 



- ¡Gooooool!

El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando se volvió, perplejo, y vio el jodido esférico entre las mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.

Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía a al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en las gradas se alzó un himno:

-¡Panocha, Panocha, Panocha cojonudo, como Panocha no hay ninguno!

Y sin dejar de llorar, el viejo Panocha, Panochita, empezó a derretirse en un delicioso delirio y eyaculó como hacía siglos que no eyaculaba.

lunes, 18 de agosto de 2014

LAS GAFAS (Matías García Mejías)

Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.

Sólo una vez...

Mi mujer dormía a mi lado.

Puestas las gafas, la miré.

La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado, junto a mí.

El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.

Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.

Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.

Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.

Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.

Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.

viernes, 15 de agosto de 2014

EL MARINERO DE ÁMSTERDAM (Guillaume Apollinaire)

El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas.
Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.
Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Amsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.
En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro:
-Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio que el desconocido aceptó.
-Sígame -dijo este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.
Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el gentleman, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.
Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.
Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido y el loro batía las alas.
Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
-Nos acercamos a mi casa.
Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.
El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancilla, que volvió a cerrar una vez Herdrijk la hubo franqueado.
El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivía solo.
“¡Es un excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
-Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.
El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.
El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula:
-Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.
Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas.
Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero. Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:
-¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!
Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo.
No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba la mano que esgrimía el revólver.
-Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas… Cójalo.
El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
-Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.
Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.
-Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.
Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:
-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
-No te creo -dijo secamente el desconocido.
-¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
-Ésas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida.
Y la voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
-Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo… Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…
Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.
Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas.
Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero.
El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.
La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo Lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.
El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.
Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:
- ¡Harry, soy inocente!

EL RELOJ (una crónica de António Lobo Antunes)


En la mesa en la que escribo, el reloj de mi bisabuelo. Es una herradura vertical, de metal dorado, sobre un rectángulo de mármol. En el extremo de la herradura una cabeza de caballo. El freno del caballo forma un ángulo, a modo de anzuelo, que sujeta el reloj esférico, de metal dorado también, con un cristal convexo. Mi bisabuelo era médico y le habrá regalado el reloj algún paciente agradecido. Hasta su muerte mi abuelo, su yerno, lo tuvo siempre en su escritorio. Ahora está aquí conmigo, frente a mí, dando la hora con más de un siglo. De mi bisabuelo conozco fotos, unos cuantos episodios, algunos artículos científicos. Enfermo de cáncer, se suicidó de un tiro en la cabeza en mil novecientos dieciocho. Andaba por los cincuenta y cinco años, se llamaba Alfredo dos Santos Figueiredo, y mi padre cuenta que se acuerda de cuando lo alzaron en brazos para que besase el cadáver en el ataúd. Las agujas del reloj no se pararon nunca. Ha de llegar el momento en que yo pare. Las agujas del reloj seguirán moviéndose. En el freno en forma de anzuelo una doble llave: la punta más gruesa da cuerda al mecanismo, la más fina ajusta las agujas. Las once y seis en este momento. ¿De un día mío? ¿De un día de mi bisabuelo? ¿Qué marcarían las agujas cuando se acercó las pistolas a las sienes, ya que se mató con un arma en cada mano? Parece que fue a última hora de la tarde. ¿O a última hora de la mañana? Soy nieto de su única hija y dicen que me parezco físicamente a él. ¿Cuál de nosotros escribe esto? Iba en coche a visitar a los pacientes, atendía consultas en la farmacia que en aquella época se escribía Pharmacia. Cincuenta y cinco años: prácticamente mi edad ahora. ¿Cómo lo llamaría si viniese aquí? ¿Doctor? ¿Bisabuelo? ¿Nada? Si, por ejemplo, con su palma en mi hombro me preguntase

-¿Tú quién eres?

¿le respondería

-Su nieto?

¿respondería

-El nieto de su hija Eva?

¿me quedaría callado mirando su cara seria, triste, la cara de las fotos en las que nunca sonreí? Miro el reloj que debe de haber mirado muchas veces, pienso en sus facciones atribuladas y graves. Ni sus brazos conozco: por debajo del comienzo del pecho, la fotografía se acaba y él no existe. Tal vez ninguno de nosotros existe, pero existe el reloj. Once y dieciocho de la noche y mis dedos en la herradura, en el caballo. ¿Dónde están los suyos? Preguntas y preguntas, la ventana abierta y los árboles iluminados por las farolas de la calle. El sosiego de las ramas, el misterio de las ramas, hojas que brillan. Estoy solo aquí, en esta mesa muy alta, con un banco muy alto, en la que puedo escribir de pie. Me gusta escribir de pie. El nieto al que obligaron a besarlo y conserva de ese episodio una impresión horrenda es un hombre viejo ahora, a quien se le está acabando la salud. Parece que se fuera quedando desierto por dentro, en el interior de sus facciones devastadas. El reloj once y veintiséis, intacto. La esfera de metal dorado se balancea a una leve presión del meñique. Flota una especie de angustia en esta crónica, algo que oprime en el corazón del corazón. ¿Por cuál de nosotros? Las hojas brillan más en este momento. La estilográfica vacila y luego continúa. Las frases se juntan solas, no les hago falta. Tantas cosas que no sé. Me gustaría haberlo conocido, me gustaría haber compartido su afecto. Me llamo António como su yerno, hago libros, hay ocasiones en las que me siento muy abatido. Estoy aprendiendo a disimular. ¿Soy capaz? ¿No soy capaz? Hoy tenemos la misma edad, señor. Quien se quede un día con el reloj, ¿pensará en nosotros? ¿De qué nos servirá en el caso de que piense en nosotros? A falta de algo mejor, espero que el reloj sea eterno. Es gracioso que me sienta tan conmovido. ¿En nombre de qué? Dos pistolas. Sólo disparó la del lado izquierdo. La carta en la que pedía disculpas por haberse matado estaba manchada con su sangre, la letra se iba volviendo incomprensible, al final puros borrones. ¿Suyos? ¿Míos? Estoy en Benfica, donde usted se suicidó. Otra Benfica. Me duele lo que me resta de la suya en la memoria. Entonces me viene a la cabeza la sonrisa de mi tía Bia y sonrío yo también. Por amor a ella. Y un poco, por extraño que parezca, por amor a usted. Once y cuarenta y cuatro. Por amor a nosotros. Como la sangre que no quedó en la carta sigue en mis venas, seguramente por amor a nosotros.

PRIMERA HISTORIA (Giovanni Guareschi)

Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa, a la llanura del valle del Po. Tierra Baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
- ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
- ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

AZAR ES EL PSEUDÓNIMO QUE USA DIOS CUANDO NO QUIERE FIRMAR (una crónica de António Lobo Antunes)


Casi todos los días, después del almuerzo, estaciono el coche junto a un olivo en el aparcamiento del hospital y me quedo allí sentado sin pensar en nada, sin sentir nada, mirando el tronco y oyéndome respirar. Es un árbol antiguo, encorvado, con musgo. Hasta en los días de sol la noche parece perdurar en él, un poco de noche escondida en las ramas. Detrás del muro tendederos de pobre con pedazos de cartón en lugar de cristales. Una camisa puesta a secar, ropa barata, de colores. Nunca he visto a nadie en los tendederos. Me hace acordarme de los sitios donde crecí, la palmera del correo con un ciego agachado a su sombra. Soy el ciego del olivo, esperando. Me falta el hombre que vendía pájaros, con las manos llenas de jaulas, discutiendo consigo mismo en la calle desierta. A los catorce o quince años compuse un poema sobre él. Cazaba a los animales con redes en las proximidades de la Escuela Normal, pinzones, abubillas, gorriones. El dueño de la taberna los compraba casi todos, los freía en abundante aceite y los clientes los metían en el pan y bebían un trago por encima, para pasarlos mejor. Una pluma suelta flotaba entre sus cabezas. Si llueve, el olivo del aparcamiento se arruga más. En una ocasión en que estaba de guardia fui a visitarlo después de anochecer: el día parecía perdurar en él, un poco de día escondido en las ramas. Debía de ser junio o julio. Un paciente se había ahorcado. Solía pedirme cigarrillos, dinero para un café, esas cosas. Su mujer lo visitaba con un cesto de melocotones y en los melocotones el tono de la ropa barata puesta a secar en los tendederos. El enfermero había cortado la cuerda, había tendido al hombre en el suelo. Fui a la enfermería a llenar los papeles. La estilográfica se negaba a escribir. El enfermero sacó un bolígrafo del bolsillo de la bata. Azul. Tardé más tiempo que de costumbre en acabar la ficha. En algún lugar, tal vez junto a la balanza, el ciego del correo me vigilaba. No sé por qué andaba siempre rodeado de gatos. Uno de los versos del poema se ocupaba de los gatos. Claro que ningún periódico los publicó. Los compraba todo esperanzado y nada. Yo era el mejor escritor del mundo y no me daban ni bola. Hacer un poema con la palmera, el ciego y el gato me había dado un trabajo de mil demonios: contaba las sílabas con los dedos y una o dos siempre sobraban. Tuve que pasar a limpio un montón de copias. Acababa con un signo de exclamación. Después lo cambié por puntos suspensivos. Después lo dejé sin puntuación, con tal de resolver el problema, y me sentí moderno. La injusticia de las páginas literarias me dolió un tiempo enorme, o sea un día o dos. A los catorce años los días son interminables. ¿Qué edad tendrá el olivo? Me gusta acariciarlo, encontrar los filos agudos de las hojas. En uno de los tendederos, un tiesto con un cactus. El tiesto se apoya en un plato de aluminio. Me surge el deseo infantil de darle al tiesto con una piedra. Si le tiro una piedra al tiesto ¿irán a quejarse a mi madre? ¿Aparecería ella en el tendedero riñéndome? Sabía cuando estaba enfadada por la manera de decir António. Mi nombre, en su boca, se quedaba erizado de ceños fruncidos. Nos damos cuenta de que nos hemos vuelto adultos cuando dejan de reñirnos. Sólo sacuden la cabeza, en silencio. Envolvieron al hombre que se mató en una sábana y un pie descalzo asomaba por debajo. Estúpidamente me puse a contar sus dedos. Lo pusieron en una camilla y se lo llevaron. Al darle la noticia a su mujer, el cesto de los melocotones comenzó a temblar. Me quedé mirándola irse con la fruta. Vista de espaldas se me antojó más delgada. La oscuridad del pasillo la devoró. Piernas muy finas, zapatillas. ¿Dónde viviría? Me arrepentí de mi deseo de tirar la piedra al tiesto: los cactus hacen mucha compañía. Hoy es sábado, veintitantos de enero. Un cielo sucio, un día sucio, nubes que dan ganas de fregar con un cepillo o un trapo mojado en agua caliente para que salgan las manchas. Anteayer cené en casa de mis padres. La fuente averiada, el jardín sin cuidar. ¡He jugado tanto a la pelota por allí! Ventanas con postigos de madera y banquitos de piedra caliza, la mesa hecha con una rueda de molino, yo en busca de lagartijas en los rincones. Una tarde encontré un sapo junto a la higuera, hinchando cada vez más su papada. Se parecía al sastre de la Calçada do Tojal que, cada vez más gordo por su enfisema, hacía rayas con tiza en la solapa de los clientes. Al salir a la calle tuve la impresión de que lo que hacía era mucho más que salir a la calle. Me llamaron por mi nombre. Juraría que me llamaron por mi nombre. António. Sin ceños fruncidos. Sólo António. ¿Quién sería? ¿La enredadera? ¿El balcón? ¿Las plantas del arriate? Me volví y me encontré a mí mismo observándome. Adiós, António, susurró él. No me veía desde hacía siglos. Respondí

- Adiós, António

y deseé no volver a encontrarlo. ¿Para qué?


EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)

Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.