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lunes, 30 de junio de 2014

MI PRIMER AMOR (Manuel Rivas)

Gaby, Gabriela es mayor que yo. Creo que mucho mayor. Me lleva
por lo menos dos años. Después de tanto tiempo, no esperaba encontrarla en la aldea, en Aita, pero allí estaba sentada, lánguidamente en la bancada de piedra de los Brandariz, entre dos tiestos de geranios.

- Hola
- Hola
- ¿qué tal?
- Bien. ¿ Y tú?
- Bien, Muy bien. Bueno Fatal.

En realidad, era mucho mayor que yo. Tres años quizás.

- Estás muy delgada.
- Tú, también estas muy delgada.


Llevaba una falda larga y tenía los pies desnudos.
Eran unos pies grandes, de hombre.

- Estuviste fuera.
- Sí
- A lo mejor yo también me marcho.

- ¿Ah, sí?
-Sí voy a marcharme. Estoy pensando hacer un viaje. Pero muy lejos. ¿Sabes?
A Australia o aun sitio de ésos - digo yo.
- Sería fabuloso.
- Sí, casi seguro que me voy a Australia, un amigo mío tiene allí a sus padres. Se hizo radioaficionado y hablo con ellos por la noche.

- Yo estuve en Barcelona ¿Sabes? Viví con gente así.
- Ah Barcelona, claro nunca he hecho un viaje Me gustaría hacer algo importante. Australia o algo así.

- Debe ser alucinante tan lejos.
- Mi amigo dice que si hiciéramos desde aquí un agujero que atravesara toda la Tierra saldríamos a Australia. ¿Qué tal Barcelona?

Bien. Bueno, regular. Mal.
- Mi amigo me regaló un reloj. ¿Te despierta con la música de cumpleaños feliz. Happy birthday to you. También tiene la hora de Tokio, y de Londres, y de Nueva York. Y puedes anotar teléfonos y guardarlos. Es como un ordenador. Mira, mira, fijate.

-¡Oh que bien, es fantástico. En el reloj parpadean los segundos. De repente, ella dijo:
-¿Sabes? Yo tengo una hija.
-¿Una hija?
- Sí, ¿quieres verla?

Y me invitó a pasar, sonriendo, como si le doliera sonreír.

CRÓNICA PARA NO LEER POR LA NOCHE (António Lobo Antunes)


Es como si no hubiese ocurrido nada, yo aquí tan tranquilo, las cosas en el lugar de costumbre (las mismas cosas) muebles, fotografías, todo como siempre, los edificios de costumbre en la ventana, los árboles de costumbre en la otra ventana, la araña en el techo, la lámpara de metal, de pie, al lado del sofá, todo igual, sin mudanza, y a pesar de no haber ocurrido nada especial nos preguntamos

-¿Qué ha sido?

y no encontramos ninguna respuesta concreta, encontramos un malestar, una inquietud vaga, algo por dentro

(no se sabe muy bien qué)

tal vez sea un error, tal vez no sea nada, y no hay error, y algo hay, un malestar real, una inquietud real, ganas de telefonear pero a quién, de decir algo pero qué, la irritación por no comprender lo que no comprendemos y sin embargo existe, miramos la mesa, miramos el estante y la mesa y el estante idénticos, los pasos del vecino de arriba y tan remotos hoy que los queríamos más cerca, si alguien llamase a la puerta, me llamase

(no llaman)

si alguien

-Estoy aquí

y no está, si me levantase

(no me levanto)

el cuerpo pesadísimo, huesos, carne, mejor quedarse quieto, pensar que dentro de poco ya no me acordaré de lo que no me acuerdo ahora, ya he olvidado lo que no sé qué es y por no saber qué es no importa, y por no saber qué es importa, si me echasen al menos una mano

(¿al menos una mano?)

lo conseguiría, pero esto me suena raro porque conseguir no es la palabra y no encuentro la palabra, la bombilla de la lámpara de metal parpadea sin motivo, vuelve a aquietarse, continúo, observo la bombilla y no parpadea, tal vez no ha parpadeado, sólo imaginé que había parpadeado, dejo de observar la bombilla y

¡zas!

un parpadeo, observo de nuevo la lámpara y la lámpara

-No he parpadeado, lo juro

un dechado de inocencia, de asombro, una de las fotografías sonríe cuando no debería sonreír en este momento, me cuesta entender que soy yo el del cuadro, el año pasado, en agosto, la convicción de que he cambiado de todo en todo

-¿Soy yo éste?

las facciones diferentes, la nariz, los ojos, si viniese un amigo le mostraría el cuadro

-¿Conoces a éste?

y el amigo extrañado, sus cejas dos arcos en la frente

-¿Cómo?

incrédulo, desconfiado, lleno de dudas

-¿Te estás quedando conmigo?

-¿Has estado bebiendo?

-¿No te sientes bien?

las tres interrogaciones simultáneas y no me estoy quedando con él, no he bebido, en cuanto a que me sienta o no me sienta bien ya es más difícil saberlo, mejor decir

-Claro que me siento bien

cómo no sentirme bien si no ha ocurrido nada, las cosas en el lugar de costumbre

(las mismas cosas)

los edificios de costumbre en la ventana, los árboles de costumbre en la otra ventana, todo igualito, sin diferencias

-Claro que me siento bien

el cuadro serio

(-¿Y tú qué? ¿Ya no te ríes?)

advirtiéndome de lo que no comprendo, mirando fijamente, más allá de mí, un punto difuso, me concentro en el punto y el punto vacío, qué estaría mirando cuando pulsaron el botón de la cámara, el amigo arqueando las cejas de nuevo

-¿Estás seguro de que te sientes bien?

los pasos del vecino se han detenido, el timbre de la puerta mudo, el teléfono mudo, el silencio que cae, como ceniza, a mi alrededor, intento uno de esos gestos que, por no querer decir nada, lo dicen todo, y el gesto torcido, incompleto, desistiendo, regresando a la rodilla de la que ha salido la mano y en la que se apoya

(el anillo en el meñique, la cicatriz de la navaja de cuando era un niño)

no sólo una de las manos, ambas manos en las rodillas, las que me llevo a la cara con la esperanza de formar con ellas una máscara que me esconda, oculto en las manos se acabaron los muebles, las fotografías, los edificios, si las apartase de repente y me encontrase en el espejo

quién soy

no me atrevo a apartar las manos y me refugio entero en las palmas, me alarmo entero

-¿Seré yo?

con la impresión de que no soy yo y en esto la lluvia que multiplica los cristales, en esto la bombilla que parpadea y se apaga, en esto el amigo que me llama

-João

con un tono de miedo en la oscuridad, insistiendo

-João

sus manos en mis hombros, mis manos en la cara, no aparto las manos de la cara para que él no se asuste

-¿João?

yo inmóvil, inclinado hacia delante, con ganas de soltar un grito, con ganas de afirmar

-No es nada



sabiendo que desde la ventana de este apartamento hasta la calle son siete pisos, así que ni siquiera queda tiempo, a pesar de la lluvia, de mojarme un poco.

PRISCHEPA (Isaac E. Bábel)

Me dirigía a Léchniuv, en donde se había instalado el estado mayor de la división. Mi compañero de viaje continuaba siendo Prischepa, joven kubanés, pícaro incansable, depurado comunista, futuro trapero, despreocupado, sifilítico y tardo mentiroso. Llevaba un caftán circasiano carmesí confeccionado con paño fino, y un capuchón aboatado caído sobre la espalda. Por el camino me contó su vida...
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, éstos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció.

viernes, 27 de junio de 2014

LA INTRUSA (Jorge Luis Borges)

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.