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viernes, 31 de julio de 2015

EL PAN AJENO (Varlam Shalámov)


Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.


Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.

lunes, 27 de julio de 2015

¿NO LE PARECE IMPORTANTE? (Rafael Baldaya)


-Oiga, señor. Sí, no se extrañe: ya sé que no me conoce. Ni tampoco yo a usted. De hecho, vivo a miles de kilómetros de aquí, en otro país. He venido a esta ciudad por razones de trabajo y me iré en un par de días. Sólo quería decirle que, al cruzarme con usted en esta calle, he reparado en que -¿no le parece importante?- en la historia total del universo es la primera vez que usted y yo nos cruzamos. Y, muy probablemente, también la última.

sábado, 25 de julio de 2015

EL PRECIO -haiku- (Aitor Suárez)


Volar no es gratis.
Yo perdí los dos brazos
-dijo el murciélago.

YA ESTÁ (Leila Guerriero)

Uno se pasa los días y los meses tratando de escribir algo. Algo: un párrafo, una frase que contenga un poco de verdad, que resulte —uno es soberbio y vil, vanidoso— mejor, más grande que la vida. Sale bien, sale mal, sale peor. A veces —uno cree— sale. Y entonces un lunes cualquiera uno se sienta a escribir y recuerda unas líneas que leyó hace tiempo. Una de esas cosas que se escriben en cinco minutos y se dejan sobre la mesa. Algo sin importancia. Algo como “son las cinco, voy al mercado y vuelvo”, o “te dejé tarta en la heladera”. Una anotación, una pequeña nota. Solo que esta era una nota que la escritora brasileña Clarice Lispector le escribió a un linotipista, el encargado de armar, con letras de plomo, los textos que ella publicaba en el periódico. La nota decía: “Disculpe que me equivoque tanto con la máquina. Primero, porque mi mano derecha resultó quemada. Segundo, no sé por qué. Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si a usted le parezco rara, respéteme también. Incluso yo me vi obligada a respetarme. Escribir es una maldición”. Cuatro renglones. Cincuenta y nueve palabras cargadas de agresividad y de devastación, de insolencia y de hartazgo. Una enervada y humilde y arrogante plegaria en defensa de las comas y los puntos que es, en verdad, el rastro de un cuerpo, la cicatriz de fuego de una vida entera. Y ese mismo lunes, en plan de recordar barbaridades, uno recuerda aquel poema de cuatro versos (ay, de cuatro) que escribió la uruguaya Idea Vilariño: “Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza”. Y uno se dice —con rabia, con el corazón cubierto de espuma, con celo, con furia, con colmillos— que mejor callar. Que para qué. Que ya está.

lunes, 20 de julio de 2015

TILDE (Rafael Baldaya)

Acostumbrados desde siempre a escribir “fe” con acento, los académicos les obligaron a desacentuarla (es palabra monosílaba y con ninguna otra se confunde). Y por culpa de aquella decisión todos los creyentes pasaron a sentirse hombres y mujeres “de poca fé”.


viernes, 17 de julio de 2015

YO SOY ASÍ (Cuqui Covaleda)


Aquel gusano se negó a cambiar (“Invertebrado soy, mas sólido y coherente”) y toda su vida siguió arrastrándose, sin tejer un capullo, sin tornarse crisálida, sin alas brotando de sus anillos, y sin poder volar, mientras los otros -vueltos ya mariposas- con pena lo miraban desde el cielo.

martes, 14 de julio de 2015

EVERYTHING AND NOTHING (Jorge Luis Borges)


Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantás­ticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que habla­ría un contemporáneo; después consideró que en el ejer­cicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejan­za del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo a­firma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabrasno soy lo que soy. La identidad fundamental del existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdicha­dos amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenia que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testa­mento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: "Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo". La voz de Dios le contestó desde un torbellino: "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie".

jueves, 9 de julio de 2015

LOS DOMINGOS EN EL HOSPICIO (Jorge Edwards)

En el fondo del jardín había una casa donde vivía el jardinero, un viejo medio loco (se había contagiado); la casa tenía una pieza desocupada, una especie de bodega o de garaje sin uso, donde nos juntábamos todos los domingos en la tarde. Ahora no sé cómo empezamos con esas cosas; no me acuerdo. La más desvergonzada de todo el grupo era Griselda, que se paseaba con las polleras levantadas, sin nada debajo, moviendo el traste como una bataclana. Eduardito, el niño de la pensión vecina, aullaba como un piel roja y corría alrededor de una fogata, pegándose agarrones en cierta parte. Pero la más desvergonzada era Griselda, que inventaba verdaderas representaciones de teatro: el hijo del jefe piel roja enamorado de la prisionera blanca; la prisionera blanca amarrada contra un poste, desnuda (trató de hacer muchas veces que me desnudara yo, pero no quise), retorciéndose de dolor, hasta que el hijo del jefe piel roja acudía a salvarla; la muchacha blanca exhibida en una jaula, desnuda, en un mercado de esclavos, torturada y humillada por carceleros monstruosos (una vez quiso traer a un hospiciano para que actuara de carcelero, pero nosotros nos opusimos, ¡qué ocurrencia!), hasta que el príncipe árabe la adquiría, la cubría de perfumes y brazaletes, la ungía favorita de su harén... Cada domingo llegaba con ideas nuevas; ella se reservaba el papel principal (excepto cuando había que desnudarse, porque prefería que lo hicieran otras), y distribuía los roles secundarios. Después corregía nuestra actuación; a los menos ocurrentes nos azuzaba a gritos, hasta que sacábamos nuestro personaje. Era una verdadera artista de teatro, en esa época. Más tarde se puso rara, esquiva; y empezó a guardar secretos para todo y a decir siempre una cosa por otra.
Era Griselda la que me obligaba a actuar en pareja con Antonio, no sé por qué. "Tú eres la esclava de Antonio", decretaba, por ejemplo, y Antonio me amarraba las manos a la espalda y me azotaba con la correa del cinturón, despacio, y después me toqueteaba, me daba agarrones a toda fuerza, por donde se le ocurría, y yo no podía alegar, podía lamentarme suavemente, como una esclava, pero no podía protestar.
Una vez, no me acuerdo cómo, me quedé dormida. De repente desperté y Antonio me estaba tocando, y todo el grupo nos hacía rueda, muerto de la risa, con Griselda en el medio. Detrás del grupo se alcanzaba a ver el jardín porque la puerta del galpón se hallaba entreabierta, y había dos cabezas peladas al rape, sin dientes, dos hospicianos muertos de la risa, igual que el grupo; felices.
-¡Ahora vamos a representar un matrimonio! -dijo Griselda, levantando los brazos para imponer orden, y todos gritaron "¡el matrimonio!, ¡el matrimonio! ", y aplaudieron. Los hospicianos abrieron un poco más la puerta del galpón y también aplaudieron, entusiasmados, riendo a mandíbula batiente.
-Pero antes cierren bien la puerta -ordenó Griselda.
Los hospicianos, con expresión de súplica, pidieron que los dejaran quedarse adentro. Prometían mantenerse tranquilos en un rincón, sin molestar a nadie. -Bueno -dijo Griselda-. Servirán de testigos. Pero siempre que prometan no contarle a nadie. Los hospicianos prometieron con enfáticos movimientos de cabeza, mientras retrocedían a un rincón.
Eduardito hizo de cura. Griselda fue mi madrina y me dio toda clase de consejos, advertencias, revisó mi vestido de novia, le quitó una pelusa, que no fuera a pisarle el ruedo en el momento de bajar del auto, el arreglo de flores de la iglesia, la música, los preparativos del buffet, esos sandwiches son muy ordinarios, no me los traiga... Resolvió que la luna de miel sería en Bariloche.
-Ahora tienen que darse un beso -indicó, cuando la ceremonia hubo terminado.
-No -dijo después-. Tiene que ser un beso en la boca. Acuérdense que ya están casados, para siempre.
Obedeciendo a Griselda, Antonio me besó en la boca, y todos gritaron "¡Viva los novios! ", y aplaudieron.
-Aquí está el buffet -dijo Griselda, indicando un lado del galpón-. Acérquense.
Todos nos acercamos y comenzamos a escoger sandwiches, pedazos de torta, jaleas, bebidas, a conversar con la boca llena. Los hospicianos, autorizados por Griselda, también se acercaron, y escogían un sandwich detrás de otro, felices.
A cada rato se rascaban y lanzaban carcajadas. Nunca en su vida habían estado más felices. Era la época en que uno de los doctores del hospicio, amigo de mi padre, nos había cedido una pieza. Mi padre estaba en el hospital, muy enfermo. Habían tenido que hacerle dos operaciones, que no dieron ningún resultado. Mi madre trabajaba toda la semana y pasaba los sábados y domingos en el hospital acompañando a mi padre.
El domingo que siguió al del matrimonio tuve que permanecer en cama, con un poco de fiebre, y Antonio subió a hacerme una visita. La Irene Salgado, una amiga de la familia, me hacía compañía. Poco antes de que Antonio golpeara a la puerta me había dicho, muy seria y en voz baja, que mi padre estaba en las últimas.
-Me gustaría verlo -le dije.
-Si mañana amaneces mejor vamos a llevarte a verlo. Tu madre pidió permiso para no trabajar mañana.
-¿Tú crees que se va a morir?
Irene levantó las cejas, eludiendo la respuesta, y en ese mismo instante golpeó a la puerta Antonio. Hablamos de una serie de cosas, contamos chistes, y la Irene, de repente, quizá por qué, propuso que cantáramos. Cantamos varias canciones, pero nadie sabía las letras completas, y me retaban a cada minuto por desafinada. Antonio, en cambio, era bastante entonado y yo le encontraba bonita voz. Al final nos cansamos de cantar canciones suaves y nos pusimos a cantar "Chiquita bacana de la Martinica", más fuerte cada vez, hasta terminar a gritos, dando saltos en la cama y golpeando en un vaso, "Chiquita bacana de la Martinica", en una caja de cartón, en la perilla de bronce del catre, todo lo que pillábamos a mano, repitiendo el comienzo cada vez más fuerte, "Chiquita bacana de la Martinica", hasta ponernos roncos, y en ese momento se abrió la puerta y se asomó misiá Chepa, la mamá del doctor, y gritó con su voz de carabinero que no metiéramos tanta bulla.
-¿No podemos cantar? -le pregunté.
- ¡No en esa forma! -respondió misiá Chepa.
-En mi pieza podemos cantar como nos dé la gana. - ¡No! -respondió misiá Chepa-. ¡No! ¡Tienen que respetar a la demás gente! ¡Qué se han creído!
-Esa es mi pieza -le dije, furiosa-, y en mi pieza puedo hacer lo que quiero.
- ¡No! -gritó misiá Chepa-. ¡No puedes hacer lo que quieras! ¡Y no es tu pieza, tampoco! ¡Es una parte de nuestra casa! ¡De nuestra casa!
-Cantemos -le dije a Antonio.
-Cantemos -dijo Antonio, y empezamos otra vez, bastante fuerte, con "Chiquita bacana de la Martinica".
- ¡Cállense! -gritó misiá Chepa, poniéndose las manos en los oídos.
-¿Por qué no se va de mi pieza? -le dije.
- ¡No es tu pieza! -gritó, y se sentó en el sillón de la esquina, colocando las manos y los antebrazos sobre los brazos del sillón, resuelta a quedarse.
- ¡Váyase! -le grité.
- ¡No! -gritó misiá Chepa-. ¡Mientras no se callen, no me voy!
- ¡Es mi pieza! -le grité, incorporándome en la cama, con la voz temblorosa. Noté que me temblaban todos los músculos. Misiá Chepa torció la cabeza, con un gesto de profundo desprecio.
-Antonio...
Antonio se puso de pie, hipnotizado por mi voluntad de expulsar a misiá Chepa.
- ¡Sácala!
Antonio miró a la señora y la señora le devolvió la mirada, desdeñosa, segura de que no se iba a atrever.
Irene, entretanto, observaba con cara de susto y se reía nerviosamente.
- ¡Sácala! -le grité a Antonio-. O no te veo nunca más.
Con la cabeza agachada y un balanceo de robot, Antonio pasó detrás del sillón y lo levantó de los costados, poniéndose rojo de hacer tanta fuerza.
- ¡Suélteme! -chilló misiá Chepa, aterrorizada.
- ¡Eso! -grité yo, aplaudiendo y brincando de gusto-. ¡Bravo! ¡Sácala! ¡Sácala!
Antonio, que después de levantarla con sillón y todo había tenido un segundo de vacilación, se enderezó alentado por mis gritos, aferró bien su carga y la depositó al lado afuera de la puerta. En medio de los chillidos de la vieja y de mis aplausos, cerró la puerta con pestillo. Yo lancé un "¡bravo!" final, electrizada.
-Les va a llegar -dijo Irene, con susto-. Por mi parte prefiero irme.
-Andate -le dije-. No te preocupes.
Antonio la acompañó hasta la puerta; después de asomarse a la galería, volvió a cerrar el pestillo.
-No se divisa a nadie -dijo Antonio-. Parece que la vieja se comió el buey.
Se acercó despacio, mirándome a los ojos.
-Te portaste muy bien -le dije.
El sonrió con la comisura de los labios y se sentó en la cama, al lado mío.
-Estamos casados -dijo.
Yo tragué saliva y no dije una palabra. El, entonces, me colocó una mano en el hombro. Poco a poco la fue bajando, hasta tocarme el pecho.
-¿Quieres que te enseñe una cosa? -me preguntó.
-¿Qué cosa?
-Pero tendría que meterme a tu cama...
Otra vez tragué saliva. Miré el techo, el cielo. Imaginé a los hospicianos que paseaban, abajo, por el jardín, hacían señas, gesticulaban, canturreaban, se agachaban de repente para escuchar el paso de las lombrices, proferían súbitas maldiciones, cerrando los puños, contra un enemigo que estaba encima de ellos, en el aire.
-No -le dije a Antonio, que se sacaba la chaqueta para meterse a la cama-. Mejor que no.
-No te asustes -dijo Antonio-. Voy a enseñarte un juego. Es muy fácil.
-Mejor que no -le dije, poniéndole las manos en el pecho y tratando de rechazarlo.
-¿No estamos casados? -preguntó.
-Sí -le dije.
-¡Y entonces!

Después vino el grupo a visitarme en delegación, encabezado por Griselda, y Antonio tuvo que saltar de la cama y vestirse a toda carrera para ir a abrir el pestillo.
-¿Por qué estaban encerrados? -preguntó Griselda.
-Porque tuvimos una pelea con misiá Chepa y la echamos con sillón y todo. ¡La hubieras visto!
Griselda no pareció muy convencida con mi explicación. Miró la cama revuelta y en seguida miró a Antonio llena de suspicacia. Era ella la que nos había casado así que esa actitud, ahora, no me resultó muy comprensible. Yo me sentía rara, febril, un poco adolorida. Antonio, orgulloso, contaba cómo había sacado a misiá Chepa.
-¿Con sillón y todo? -preguntaban los del grupo, que necesitaban confirmar este detalle muchas veces para gozar plenamente del relato.
- ¡Con sillón y todo!
-¿Es cierto?
-Sí -respondí-. Es cierto.
- ¡Qué formidable!
Griselda, a todo esto, se había puesto a mirar por la ventana, con la frente pegada a los vidrios.
- ¡Ya! -dijo de pronto-. ¡Vamos! ¿Tú vienes con nosotros, Antonio?
Antonio se encogió de hombros; dudó unos segundos; acto seguido se despidió de mí y partió con ellos.
Esperé que estuvieran lejos y me levanté para ir al baño.
Estaba, la verdad, bastante adolorida, con mucha fiebre; me costaba caminar, incluso. En la mitad de la galería perdí el equilibrio y me golpeé muy fuerte contra el muro. Me cubría todo el cuerpo un sudor helado y una transpiración viscosa me bajaba por las piernas. En el cuarto de baño descubrí con gran sorpresa que no era transpiración sino sangre, un hilo de sangre que me bajaba por las piernas. Me lavé la sangre como puede, mareada por la fiebre, y volví a mi cuarto. Ya habían llamado a los hospicianos a comer; en el jardín no se veía un alma; sólo el gran espacio de tierra donde se pasean los hospicianos; las manchas ralas de pasto de los prados; las copas de las higueras; una carretilla de mano con tres o cuatro maceteros vacíos...

Cuando llegó mi madre, como a las siete y media de la tarde, me había quedado dormida.
-¿Y la Irene?
-Se fue hace mucho rato.
-Y tú, ¿cómo te has sentido?
-Bien -le dije-. Con un poco de fiebre.
Me puso la mano en la frente, pero la fiebre, después de dormir, había desaparecido.
-Y mi papá, ¿cómo sigue?
Mi madre, con un gesto, dio a entender que no había esperanza.
-Mañana te voy a llevar a verlo -dijo.
Duró más de lo que pensaban los doctores, casi tres semanas, pero con dolores terribles. Cuando murió, todo el grupo, encabezado por Griselda y Antonio, llegó a darme el pésame. Entraron a nuestro cuarto muy compungidos, con cara de circunstancias. Poco después me quise incorporar de nuevo a los juegos del galpón, pero se habían terminado; les había dado por salir a la calle y Antonio, que recibía mesada de su padre, no se perdía domingo sin ir a la matiné. Dejé de verlo un tiempo y cuando lo volví a ver, a la vuelta de las vacaciones (nosotras no pudimos salir a ninguna parte, pero inventé un mes en Llolleo, ¿por qué va a pillar que es mentira?), había crecido, había dado un estirón, se le notaba la sombra de un bigote, y se había transformado en un extraño, no teníamos nada de que hablarnos; él habló de cosas muy generales, de la guerra, de los ingleses, de los pilotos suicidas japoneses; habló con voz ronca, pero se le escaparon dos o tres gallitos... Griselda, que acababa de quedarse huérfana y de venirse a vivir con nosotros, dijo que se había desilusionado completamente de Antonio, que se había convertido en un pedante.
-¿Qué es eso?
-Una persona que cree que lo sabe todo.
- ¡Ah! -dije yo-. Tienes razón. Es un pedante.

CUANDO FUI ANIMAL (Saiz de Marco)

Ampliaron mi cerebro y me implantaron neocórtex sin pedirme permiso. Ya sé que no podían recabar mi autorización (porque el cerebro perruno no da para tanto). Pero entonces debieron abstenerse de hacerlo.

“Es sólo un experimento. Un ensayo científico. Luego, siempre podrá pedir que le retiremos el implante”, dijeron. Pero no es tan simple. No es tan sencillo.

No soy un juguete que se rompe y se repara o se tira.

En realidad yo pensaba. Antes de que ampliaran mi cerebro, yo pensaba. De un modo más elemental, sí, pero lo hacía. Ahora elaboro ideas mucho más complejas, pero en el fondo es parecido.

En lo que más diferencia hay no es al pensar, sino al sentir. Me acuerdo de que, cuando tenía cerebro de perro, sentía pena si me dejaban solo, y alegría si me sacaban al campo. También sentía miedo cuando me llevaban al veterinario o cuando había tormenta. Pero otros sentimientos que ahora tengo no los conocía en absoluto. La indignación, la piedad, el rencor, la vergüenza… Estas emociones sí son novedosas.

Me cuesta trabajo comparar mi situación anterior (antes de que ampliaran mi cerebro implantándome neocórtex) con mi estado actual. Pero creo que antes -o sea, cuando tenía cerebro de perro- era más feliz. Entonces sólo vivía el presente: el “ahora mismo”.

Cuando corría por el campo, cuando mi amo jugaba conmigo…, me alegraba por entero. Con el cuerpo y con la mente.

Era alegría perfecta, mucho más intensa que la que ahora puedo sentir. Era pura alegría: alegría desprovista de recuerdo y de anticipo. Era alegría nítida, sin sombra ni mancha. Se acababa, sí; pero, mientras estaba en mí, era infinita porque no tenía un antes ni un después.

En cambio, la alegría que ahora puedo sentir está siempre empañada, siempre trufada de fugacidad.

Siendo perro no me hacía preguntas. Ahora sí. Los humanos se hacen preguntas. Y como las más importantes (sobre el sentido de vivir, sobre la muerte...) no saben responderlas, esto les genera angustia. Para aliviarla inventaron creencias, religión.

Cuando fui perro todo era simple. Todo instintivo. No había dudas. No había preguntas. No había porqués.

Sentía frío, pero no sabía lo que era el invierno. Sentía calor, pero no sabía lo que era el verano. Percibía la luz, pero no sabía lo que era el día. Percibía la oscuridad, pero no sabía lo que era la noche. Me mojaba, pero no sabía lo que era llover. Veía un círculo encendido ahí arriba, pero no sabía que era la Luna. Nunca reparé en las estrellas.

Poder hablar. Decir lo que quiero. Expresar, comunicar. Eso sí es grandioso. Recuerdo que, cuando mi cerebro era de perro, sentía un difuso deseo de hablar. Oyendo a los humanos llegué a asociar sonidos a las cosas. Un ruido para el agua, otro para el paseo, otro (mi nombre) para llamarme… Y en cierto modo echaba en falta hablar.

Tenía necesidad de orinar, deseaba ser llevado fuera… y quería ladrarlo. O sea, decirlo: así, como ellos. Pero no: yo sólo podía aullar, mover el cuerpo, ir donde estaba el collar, traerlo en la boca y mostrárselo. No podía decir “Sacadme a la calle”, así, con la voz, con las palabras.

Otras veces tuve sed pero mi bebedero estaba vacío, y entonces querría haber dicho “Dadme agua”. Pero no podía. Y experimentaba una especie de impotencia.

De modo que el mayor avance, el salto máximo que he dado desde que me implantaron neocórtex, es la facultad de hablar. El lenguaje.

En cuanto tuve capacidad sintáctica pedí que me instalaran un aparato fonador. Me pusieron una prótesis de garganta y un implante en los labios. (Mi hocico de perro no servía para hablar.)

He conocido la inteligencia y no quiero volver al cerebro perruno. Como nadie desea quedarse sin vista o sin tacto, yo no quiero perder la inteligencia. No deseo renunciar a ella.

Comprendo que lo que ahora puedo (razonar, hablar, calcular…) también es limitado. Me implantaron neocórtex y la realidad que ahora capto es otra. Es la realidad de los hombres: la realidad pasada por el cerebro humano. Pero es también inauténtica, quizá tanto como la que percibía como perro. Es otra pseudo-verdad.

Hay ámbitos que los hombres captan peor que los perros. Mi olfato, por ejemplo, era muy superior al humano. Donde yo percibía cientos de olores, ellos no olfatean nada.

Si al cerebro humano (como éste que ahora tengo) se añadiera otra corteza –otro estrato-, percibiría otra realidad. Sería una realidad distinta: más completa, superior quizá, pero también espuria.

Igual que había mil cosas incomprensibles para mi mente perruna pero penetrables para el cerebro humano, tiene que haber cosas inabarcables para los hombres pero accesibles a cerebros sobrehumanos (si existieran).

¿Qué es el hombre sino otro animal?: una clase de mono con el cerebro grande.

¿Y cuántas capas cerebrales, cuántas cortezas serían necesarias para captar la realidad completa, la realidad real?

Supongo que, cuanto mayor es la capacidad cerebral, más grande es la exposición al dolor. Mi actual cerebro humano es más sufriente que mi viejo cerebro perruno, del mismo modo que mi cerebro de perro era más sensitivo que el de un camaleón.

Me han dicho que, si quiero volver al cerebro perruno, sólo tengo que pedirlo. Que igual que me implantaron neocórtex, me lo pueden retirar. Pero no es tan sencillo. Ahora he probado el elixir de la inteligencia y no es fácil abdicar de ella. No es fácil decir “Quitádmela”.

Es verdad que, comparándome con el de antes, fui más feliz siendo perro. Yo era un perro afortunado. Vivía en un lugar cómodo y nada esencial me faltaba. Sobrellevaba bien los pequeños contratiempos (aguantarme las necesidades, no articular palabras…). Mi cerebro no analizaba y por eso no sufría. Mi existencia era eterna (eterna para mí) porque no sabía de muerte. Y mi alegría (al correr por el campo, al cazar…) era plena y radiante.

Pero ahora sé que la realidad que percibía era pequeña. Que apenas entendía. Que casi todo era engaño. Y no es fácil volver a eso. No es fácil desearlo.

Yo no pedí que me implantaran neocórtex, pero tampoco los humanos lo pidieron. Tampoco ellos pidieron ser conscientes, tener inteligencia. Como no pidieron nacer. Nadie pidió nacer. Nadie lo eligió. Todos nacimos obligados: unos con cerebro de perro, otros con cerebro de hombre, otros… Nadie lo pidió, nadie lo pide. A nadie se le pregunta “¿Quieres nacer?” Y “¿quieres ser perro?”, “¿quieres ser hombre?”… Pero el caso es que, una vez traídos –puestos aquí a la fuerza-, no es fácil decir “Me marcho”.

Y por eso me quedo aquí, en la inteligencia. Aunque deba asumir el coste de la duda. Aunque deba llevar el peso del dolor y rendirle tributo a la infelicidad.

martes, 7 de julio de 2015

PEPE DIOS, EL VENDEDOR DE HUMO (Jorge Solana)

Pepe se había ganado el apellido a pulso. De niño era un insolente sabelotodo y de mayor, se había convertido en un presumido amargado. Aunque intentó estudiar de joven, nunca había logrado aprender nada y, si bien no era tonto, creía ser mucho más inteligente de lo que en realidad era.
Todo el pueblo, consciente de sus aires de superioridad y grandeza, comenzó a apodarle Pepe Dios y él, ante las burlas, siempre contestaba de igual modo:
—Vosotros… ¡paletos!
Pero, ciertamente, para paleto e ignorante, él. Pepe no era más que un pobre hombre de mediana edad que sacaba de quicio a cualquiera. No tenía amigos y desde que se levantaba hasta que llegaba la hora de dormir, enredaba los asuntos y manipulaba argumentos de unos para enfrentarse a otros; siempre con la idea absurda de aparentar o pavonearse. Cuando le decían blanco, él aseguraba negro; cuando algo tenía un sabor agradable, él tardaba poco en afirmar que era veneno; y cuando a alguien se le consideraba buena persona, siempre empañaba la reputación de aquel con algún chisme improvisado. Nadie estaba nunca a salvo de los ataques de Pepe Dios.
Una tarde en la que fue a la ciudad para ingresar todos sus ahorros en un banco, un desconocido, con el que coincidió casualmente en una cafetería cercana, le propuso un negocio. Se trataba de comprar sartenes al precio acordado para luego venderlas a otro mayor. Supuestamente, aquellas sartenes eran de una calidad magnífica y provenían de Italia, así es que no dudó en echar cuentas del dinero que ganaría si conseguía colocarle a cada paleto de su pueblo una de ellas. Se animó, accedió y regresó, poco después, hasta su casa con un cargamento de doscientas sartenes.
Esa misma noche, sin pérdida alguna de tiempo, dio inicio a la propaganda de lo que se traía entre manos. Ensimismados con los chatos de vino y el dominó, la gente del bar le escuchaba. Allí tampoco había mucho más con lo que entretenerse…
—Un buen amigo italiano ha venido desde muy lejos exclusivamente para hablar conmigo y proponerme algunos negocios —dijo Pepe—. Entre otros valiosos proyectos, me he sumergido de lleno en la importación de sartenes florentinas, o sea, italianas, de calidad suprema y garantía de por vida. Son increíblemente útiles y baratas. Hace escasos momentos, las he dejado en mi casa ya que mañana saldré de viaje con el fin de venderlas lejos de aquí. Eso es porque nadie en este endemoniado pueblo apreciaría jamás lo que es un utensilio de cocina de categoría.
Muchos reían con sus palabras y otros, sobre todo ancianos y chismosos, sentían curiosidad.
—Pero ¿qué tipo de sartenes? —gritó uno—.
—Pues sartenes de calidad, paleto. Algo que nunca verás en tu vida —respondió él.
Su arrogancia y despotismo no iban a ayudarle demasiado en la venta y, como los prepotentes solo se retractan de su conducta cuando su ego depende de ello, se dio cuenta de que debía cambiar de actitud.
—¡Venga! ¡No seáis bobos! Es una oportunidad para los que quieran cocinar con una buena sartén —interpuso sonriendo—. Además, si antes de que mañana salga a venderlas a otros lugares, alguien quiere comprarme alguna, estoy dispuesto a hacerle un descuento que no podrá rechazar. —Y se marchó saludando a la parroquia con simpática apariencia y creando, a su entender, un ambiente de expectación.
A la mañana siguiente, temprano, se acercaron hasta su casa algunos vecinos interesándose por la sartén en cuestión. Había, entre ellos, muchas mujeres impresionadas por las palabras que Pepe Dios había lanzado el día anterior y que parecían haberse extendido como la pólvora. Pepe, con su charlatanería y patrañas, consiguió atraer a medio pueblo y encandilar al gentío vendiéndoles hasta la última de sus sartenes. Se creía el rey del mundo y parecía acariciar el comienzo de su aventura empresarial; pero poco… muy poco le duró la alegría.
Esa misma noche y a la misma hora —que no era otra que la de la cena— todos, felices, probaron sus sartenes pensando que Pepe Dios había, por fin, cambiado de talante y traído generosidad al pueblo. Sin embargo, andaban muy lejos de la verdad.
La avaricia e insolencia que a Pepe le corroían por dentro le habían hecho pagar una importante suma de dinero por unas sartenes de paupérrima calidad carentes de garantía alguna. Cuando empezaron a aporrear su puerta no encontraba sitio donde esconderse.
—¡Sal aquí, sinvergüenza! —decían unas.
—Mejor no salgas que te vamos a empalar —gritaban los maridos de otras.
—¡Serás desgraciado! ¡Devuélvenos el dinero!—exclamaban los abuelos.
El pobre sabidillo no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo y se asustó.
—Pero ¿qué queréis? ¡Ese dinero ya es mío! ¡Os he vendido unas sartenes italianas buenísimas! —dijo Pepe.
—¡Qué dices, mentiroso! ¡Sal aquí fuera y dínoslo a la cara! —gritó desde el fondo alguien entre el tumulto.
Pasados unos segundos, Pepe Dios, visiblemente atemorizado y sorprendido, salió encogido de hombros y con los ojos entreabiertos, como esperando recibir un golpe. No sabía muy bien a qué era debida aquella agitación. Nada más cruzar el umbral de su puerta sintió un escozor en los ojos que le obligó a taparse la cara con un brazo. A duras penas pudo percatarse de que el pueblo se bañaba sobre un humo denso que salía de todas y cada una de las casas que habían comprado alguna de sus sartenes.
—¡Tus malditas sartenes no pueden colocarse ni sobre el fuego, inútil! ¡Son tan malas que se derriten! ¡Entra ahora mismo en tu casa y saca nuestro dinero antes de que decidamos quemarte a ti también! —dijo el hijo del alcalde con un madero en la mano.
—Eso, eso, ¡vendedor de humo! —gritó un nonagenario asfixiándose apoyado sobre un bastón resquebrajado.
—Ja, ja, ja… —rieron todos.
—¡Vendedor de humo! ¡Vendedor de humo! —comenzó la muchedumbre a repetir.
Deshonrado y humillado, Pepe regresó a casa y sacó de debajo de la cama su bolsa llena de dinero mientras el humo de la calle se colaba en el salón. Sus vecinos iban a matarlo a palos si no les devolvía lo que les había costado el inservible utensilio; así es que tiró la bolsa por la ventana, aún a sabiendas de que aquello supondría su ruina, y cerró la puerta rápidamente.
—¡Ahí tenéis vuestro miserable dinero, animales! —vociferó él, de nuevo desde el interior de su casa—. Algún día valoraréis la calidad, ¡paletos! Mirad y sanead vuestros fuegos porque estoy seguro de que ellos son los culpables...
—Ja, ja, ja… —se oían las risotadas de los allí presentes.
—¡Y no sigue diciendo el muy burro que la culpa no es suya! —exclamó el carnicero del pueblo.
A carcajadas, repartieron el dinero y regresaron a sus humeantes casas.
Y así fue como a Pepe, desde aquel día, nadie volvió a prestarle la más mínima atención y se le bautizó, nuevamente y sin reservas, con el sobrenombre de Pepe Dios, el vendedor de humo.

domingo, 5 de julio de 2015

LA MUJER (Ana María Shua)

Un hombre sueña que ama a una mujer.
La mujer huye.
El hombre envía en su persecución los perros de su deseo.
La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña.
Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de
la montaña se detienen jadeando.
El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla.
Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.


EL ÁRBOL DE ORO (Ana María Matute)


Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.

La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter mas bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta y persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y - yo creo que muchas veces contra su voluntad - la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.

Quizá lo que mas se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué. Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el mas aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la tarea - a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca -, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudo un poco, y al fin dijo: - Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita. A la salida de la escuela le pregunté:

- iQué le has dicho a la maestra? - Ivo me miró de traves y vi relampaguear sus ojos azules.

- Le hablé del árbol de oro. - Sentí una gran curiosidad.

- iQué árbol?

Hacia frio y el camino estaba humedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.

- Si no se lo cuentas a nadie...

- Te lo juro, qué a nadie se lo diré.

Entonces Ivo me explicó: - Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, qué tengo qué cerrar los ojos para que no me duelan.

- Qué embustero eres! -dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio.

- No te lo creas - contestó. Me es completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!

Lo dijo de tal forma que no pude evitar preguntarle: - ¿Y cómo lo ves... ?

- Ah, no es fácil - dijo, con aire misterioso. - Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.-

- ¡Rendija... ?

- Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate qué si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama,¿me volvería acaso de oro también?

No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma qué me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba: - ¿Lo has visto? - Sí - me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:

- Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos,y con los pétalos alargados Me parece que esa flor es parecida al arzadú.

- ¡La flor del frío! -decía yo, con asombro. ¡Pero el arzadú es encarnado!

- Muy bien - asentía él, con gesto de paciencia. Pero en mi árbol es oro puro.

Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.

No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.

Ocurrió entonces algo qué secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero asi era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfruto Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije: - ¿Has visto un árbol de oro?

- ¿Qué andas graznando? - me contestó de malos modos, porqué no era simpático, y menos conmigo. Quise darselo a entender, pero no me hizo caso. Unos días después, me dijo: - Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá...

Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.

Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo. Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado.

Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad. Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio - era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura, - vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo el, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: «Es un árbol de oro». Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD.

Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.

miércoles, 1 de julio de 2015

NIKITA (Andréi Platónov)


Por la mañana temprano su madre se marchaba a las labores del campo. Vivían sin padre; hacía mucho que éste se había marchado a un trabajo más importante, a la guerra, y seguía sin volver. Día tras día su esposa esperaba en vano su regreso. Al frente de la casa había quedado Nikita, un niño de cinco años. Antes de irse a trabajar, su madre lo aleccionaba para que Nikita no fuera a incendiar la casa. Le pedía que recogiera los huevos que las gallinas ponían en los rincones y en el seto, que no dejara entrar al gallo vecino y que no maltratara al propio, y que almorzara el pan con la leche que había dejado en la mesa. Por la tarde mamá volvería y le prepararía comida caliente.

-No pierdas el tiempo, Nikita, no olvides que no tienes padre -le decía su madre-. Eres un niño inteligente, y todo esto es nuestro: lo que está dentro de la isba y lo que está en el patio.

-Soy listo, todo es nuestro y papá no está -repetía Nikita-. Pero vuelve pronto, mamá, que tengo miedo.

-¿De qué tienes miedo? El sol brilla en el cielo, la gente está en los campos; no temas, espérame tranquilo…

-Sí, pero el sol está muy lejos -replicaba Nikita -, y a veces las nubes lo tapan.

Al quedarse solo, Nikita recorrió la silenciosa isba: la sala de estar, la cocina con el horno ruso y después entró al zaguán. En él zumbaban unas moscas grandes y gruesas; en un rincón, una araña dormitaba en el centro de su tela; un gorrión atravesó volando el umbral para buscar algún granito en el suelo de la isba. Nikita los conocía a todos: a los gorriones, a las arañas y a las moscas, y también a las gallinas del patio; ya estaba harto de todos y le aburrían. Quería conocer algo nuevo. Nikita salió al patio, entró al cobertizo y encontró un barril vacío en la oscuridad. En ese barril seguramente vivía alguien, algún hombrecillo que dormía de día y que abandonaba su escondite por las noches para comer, beber agua y pensar en sus cosas. Por la mañana regresaba al barril, a seguir durmiendo.

«Te conozco, sé que vives ahí -dijo Nikita poniéndose de puntillas para que su voz pudiera entrar por la parte superior del barril vacío. Luego lo golpeó con el puño-. ¡Levántate, deja de dormir, haragán! ¿Qué comerás en invierno? ¡Ve a cosechar el mijo para que te apunten tu jornada de trabajo!»

Nikita prestó oído: silencio en el barril. «¿Se habrá muerto o qué?», pensó Nikita. Pero sintió crujir las duelas del barril y no quiso pecar de demasiado curioso. Por lo visto, el inquilino del barril se había acomodado de costado o bien se disponía a levantarse y a correr tras Nikita.

Pero ¿cómo sería esa persona que vive en el barril? Nikita se lo imaginó al momento. Era un hombre pequeño y vivaracho, le crecía una barba hasta el suelo y al deambular por las noches barría con ella toda la basura y la paja… ¡Por eso había como pequeños senderos en el polvo del cobertizo!

No hacía mucho su mamá había perdido las tijeras. Había sido él; seguro que había cogido las tijeras para recortarse la barba.

«¡Devuelve las tijeras! -pidió Nikita en voz baja-. Papá volverá de la guerra y te las quitará de todos modos, porque no te tiene miedo. ¡Devuélvelas!»

El barril seguía en silencio. En el bosque, a lo lejos, alguien vociferó y dentro del barril el pequeño inquilino le hizo eco con una voz terrible y oscura.

Nikita salió del cobertizo a la carrera. En el patio, el buen sol brillaba en el cielo, las nubes no lo tapaban con su velo y Nikita lo miró asustado en busca de protección.

«¡Hay un hombre viviendo en el barril!», gritó Nikita mirando al cielo.

El noble sol seguía brillando en el cielo y le devolvía la mirada con su cálido rostro. Nikita descubrió cierto parecido entre el sol y su difunto abuelo, que siempre había sido cariñoso con él y que cuando estaba aún vivo le sonreía con mirada atenta. Nikita pensó que su abuelo vivía ahora en el sol.

«¿Abuelo, vives allí ahora? -preguntó Nikita-. Sigue viviendo allí, que yo seguiré aquí, con mamá.»

Más allá de la huerta, entre los lampazos y las ortigas, había un pozo. Hacía tiempo que no sacaban agua de él, porque en el koljoz habían abierto uno nuevo que tenía agua muy buena.

En lo más profundo de aquel pozo abandonado, bajo la tierra, envuelto en tinieblas, podía verse el agua clara, un cielo despejado y también las nubes que pasaban por debajo del sol. Nikita se inclinó sobre el brocal de troncos y preguntó: «¿Qué hacen ahí?».

El niño pensaba que allá abajo, en el fondo, vivían hombrecillos acuáticos. Sabía cómo eran, los había visto en sueños, y cuando despertaba intentaba atraparlos, pero se le escapaban corriendo por la hierba hacia el pozo, huyendo a su hogar. Eran de la medida de un gorrión, pero gordos, sin pelo, mojados y malos; al parecer querían beberle los ojos a Nikita mientras dormía.

«¡Ya verán! -dijo Nikita dirigiéndose al interior del pozo-. ¿Qué hacen viviendo ahí?»

De pronto el agua del pozo se enturbió y alguien chapoteó dentro mostrando su bocaza. Nikita se quedó boquiabierto, dispuesto a gritar, pero no brotó sonido de sus labios porque había enmudecido de espanto; apenas sintió que su corazón se agitaba.

«¡También hay un gigante viviendo ahí, con sus hijos!», resolvió Nikita.

«¡Abuelo! -llamó en voz alta mirando hacia el cielo-. ¿Estás ahí, abuelo?» Y Nikita echó a correr de vuelta a casa.

Junto al cobertizo se serenó. Vio la entrada de dos guaridas que se internaban en la tierra debajo de la pared de troncos del cobertizo. También allí vivían inquilinos misteriosos. Pero ¿quiénes serían? ¡Serpientes, quizá! Saldrán de noche, vendrán arrastrándose hasta la isba y morderán a mamá cuando esté durmiendo, y mamá morirá.

Nikita fue corriendo a la casa, cogió de la mesa dos pedazos de pan y volvió con ellos al patio. Puso pan en la entrada de cada guarida y dijo a las serpientes: «Serpientes, cómanse el pan, pero no vengan de noche a nuestra casa».

Nikita miró a su alrededor. En la huerta se alzaba un viejo tocón. Al mirarlo, Nikita vio que era la cabeza de una persona. Tenía ojos, nariz y boca, y sonreía en silencio a Nikita.

«¿También vives aquí? -preguntó el niño-. Sal y ven con nosotros a la aldea, podrás arar la tierra.»

El tocón soltó un graznido como respuesta y en su rostro apareció una expresión de enojo.

«¡No salgas, no hace falta, mejor vive ahí!», exclamó Nikita asustado.

Ahora reinaba el silencio en toda la aldea, no se oía un ruido. La madre estaba lejos, en el campo, y no tendría tiempo de llegar corriendo hasta él. Nikita se alejó del hosco tocón en dirección al cobertizo. Allí no sentía miedo; no hacía tanto que su mamá había estado en la casa. Sintió calor dentro de la isba. Nikita quería beberse la leche que le había dejado su madre, pero al mirar la mesa notó que la mesa era también una persona, sólo que con cuatro patas y sin brazos.

Nikita salió al portal del cobertizo; lejos, más allá de la huerta y del pozo, se levantaba el baño viejo, que calentaba sin dejar salir el humo. La madre le había contado que su abuelo se pasaba los días frotándose y bañándose allí cuando aún vivía.

El baño era una choza pequeña y vetusta, toda cubierta de moho, sin nada de interés.

«¡Esta es mi abuela, que no murió, sino que se convirtió en una pequeña choza! -pensó Nikita mirando aterrorizado el baño-. Ahí sigue viviendo, con cabeza y todo: no es una chimenea, sino la cabeza, y tiene la boca desdentada. ¡Es un baño porque quiere, pero en realidad es una persona! ¡No me engaña!»

El gallo vecino entró al patio. Su semblante se asemejaba al del pastor flaco y barbudo que en la primavera se había ahogado en el río crecido cuando trataba de cruzarlo a nado para ir a una boda en la aldea vecina.

Nikita decidió entonces que el pastor no quiso estar muerto y se convirtió en gallo; es decir, que ese gallo era una persona también, sólo que en secreto. Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas.

Nikita se agachó para mirar una flor amarilla. ¿Quién sería en realidad? Nikita escrutó la flor y observó cómo, poco a poco, iba apareciendo una expresión humana en su carita redonda. Ya casi podía ver sus ojos pequeños, la nariz, la boca húmeda, abierta, que despedía el olor de lo que respira con vida.

«¡Y yo que pensaba que eras una flor de verdad! -exclamó Nikita-. A ver, voy a mirar qué tienes dentro, ¿tienes tripas?»

Nikita partió el tallo de la flor y vio leche en su interior.

«¡Eras un niño pequeño, estabas mamando de tu madre!», dijo Nikita con asombro.

Se encaminó hacia el viejo baño:

«¡Abuela!», llamó en voz baja. Pero el rostro arrugado de la abuela se le encaró mostrándole los dientes con enfado.

«¡No eres mi abuela, eres otra!», pensó Nikita.

Las varas del seto miraban a Nikita, parecían los rostros de personas desconocidas. Y cada una de aquellas caras lo observaba con desagrado: una con expresión maliciosa de enfado, otra parecía pensar en Nikita llena de cólera, una tercera estaba encajada con sus secas ramas-brazos en el seto y ya se disponía a escurrirse de allí para lanzarse tras Nikita.

«¿Qué hacen aquí? -gritó Nikita-. ¡Éste es nuestro patio!»

Pero los desconocidos y agresivos rostros de aquellas personas seguían observándolo inmóviles y vigilantes desde todas partes. El niño miró hacia los lampazos: esos tenían aspecto noble. Sin embargo, también los lampazos movían ahora sus grandes cabezas con actitud hosca, no lo querían.

Nikita se tumbó en el suelo y pegó la cara a la tierra. Dentro de la tierra se oía un zumbido de voces, seguro que vivía mucha gente en las oscuras tinieblas, se oía cómo arañaban con las manos pugnando por abrirse paso hacia la luz del sol. Nikita se incorporó espantado de que en todas partes viviera gente y desde todos los rincones ojos intrusos lo observaran, y de que incluso aquellos que él no podía ver estuvieran intentando salir de las entrañas de la tierra, desde sus madrigueras o del oscuro alero del cobertizo, para darle alcance. Se volvió hacia la isba, que ahora lo miraba como esas pueblerinas, viejas y remotas, que uno ve pasar y que dicen en un susurro: «¡Ahh, ahh, sinvergüenzas, los trajeron al mundo, los parieron para que ahora se coman el pan, vagos!».

«¡Mamá, vuelve a casa! -suplicó Nikita a su madre, que se encontraba lejos-. ¡Que sólo te cuenten la mitad de la jornada, no importa! Hay intrusos en la casa, están viviendo en nuestro patio. ¡Sácalos de aquí!»

Pero su madre no lo oyó. Nikita fue hasta el otro lado del cobertizo; quería echar una ojeada para comprobar que el tocón-cabeza no estuviera saliéndose de la tierra, porque ese tocón tenía una boca grande, se comería toda la col del huerto. ¿Con qué cocinaría entonces su madre la sopa en invierno?

Nikita miró desde lejos, intimidado, al tocón de la huerta. El rostro sombrío, huraño, con su cara llena de arrugas, le sostuvo la mirada a Nikita.

Y alguien que estaba lejos, fuera de la aldea, allá por el bosque, gritó con fuerza:

-¿Maksim, dónde estás?

-¡En la tierra! -replicó el tocón con voz sorda.

Nikita dio media vuelta para salir corriendo a buscar a su madre, pero se cayó. El terror lo paralizó; sus piernas se habían vuelto como ajenas y no le obedecían. Entonces empezó a arrastrarse sobre el vientre, como cuando era pequeñín y no sabía caminar.

«¡Abuelo!», musitó, y dirigió la mirada hacia el noble sol que brillaba en el cielo.

Una nube se había plantado delante del sol y su luz no le llegaba ahora.

«¡Abuelo, vuelve! Baja a vivir con nosotros.»

El sol-abuelo salió de detrás de la nube, como si el abuelo se hubiera quitado enseguida la oscura sombra que le cubría la cara para ver a su nieto que se arrastraba por la tierra sin fuerzas. El abuelo lo estaba mirando y Nikita pensó que lo veía, así que se levantó y echó a correr en busca de su madre.

Corrió largo rato. Dejó atrás la calle principal de la aldea por un camino desolado y polvoriento; luego sintió que reventaba de cansancio y se sentó a la sombra de un gavillero, a las afueras de la aldea.

Nikita pensaba descansar sólo un rato, pero apoyó la cabeza en el suelo, se durmió y cuando despertó ya estaba anocheciendo. Un pastor iba arreando el rebaño del koljoz. Nikita iba a seguir hacia el campo a buscar a su madre, pero el hombre le dijo que ya era tarde y que hacía mucho que la mamá de Nikita se había marchado del campo y regresado a casa.

Nikita encontró a su madre sentada a la mesa mirando, sin quitarle los ojos de encima, a un viejo soldado que comía pan y bebía leche.

El soldado miró a Nikita, se levantó de su banco y lo cogió en brazos. El soldado despedía un olor cálido, como de bondad y serenidad, olía a paz y a tierra. Nikita sintió temor y se mantuvo en silencio.

-Hola, Nikita -dijo el soldado-. Te has olvidado de mí. Eras un bebé cuando te besé y me fui a la guerra. Pero yo sí te recuerdo. En los momentos más duros siempre me acordaba de ti.

-Es tu padre, que ha vuelto a casa, Nikita -dijo la madre, secándose con el delantal las lágrimas que corrían por su rostro.

Nikita examinó a su padre, su semblante, sus manos, la medalla en el pecho, y tocó los botones claros de su camisa.

-¿Y volverás a marcharte?

-No -contestó el padre-, ahora me pasaré toda la vida contigo. Ya aplastamos al odioso enemigo. Ahora me ocuparé de ti y de mamá.

A la mañana siguiente, Nikita salió al patio y en voz alta se dirigió a todos los que vivían en el patio, a los lampazos, al cobertizo, a las estacas del seto, al tocón-cabeza del huerto, al baño del abuelo: «Papa ha vuelto. Se pasará toda la vida con nosotros».

Todos callaban, era evidente que les asustaba la presencia del padre, del soldado. También había silencio bajo tierra; nadie arañaba ni trataba de escurrirse para salir afuera, a la claridad.

«Ven, Nikita, ¿con quién estás hablando?»

El padre estaba en el cobertizo, revisando y probando las hachas, las palas, el serrucho, el cepillo, las mordazas, el banco y diversos hierros de la casa.

El padre soltó las cosas y cogió a Nikita de la mano para llevarlo con él a recorrer el patio, para observar dónde estaba cada cosa, qué estaba entero y qué se había podrido, qué había que hacer y qué no.

Al igual que el día anterior, Nikita observaba el rostro de todos los seres que vivían en el patio, pero esta vez no vio a ningún hombre oculto. En ninguna parte veía ojos, ni narices, ni bocas, ni maldad. Las varas del seto eran gruesas ramas secas, ciegas y sin vida, y el baño era una casucha podrida que se estaba hundiendo en el suelo bajo el peso de los años. En ese momento Nikita llegó a compadecer el baño del abuelo, que se estaba muriendo y dejaría de existir.

El padre fue al cobertizo por un hacha y se puso a cortar el vetusto tocón del huerto para hacer leña. El tocón empezó a desmoronarse al momento; estaba podrido por completo y bajo los golpes del hacha despedía un polvo seco que parecía humo.

Una vez que el tocón-cabeza hubo desaparecido, Nikita dijo a su padre:

-Cuando no estabas, el tocón decía cosas. Estaba vivo, tiene la barriga y las piernas bajo tierra.

El padre llevó al niño al interior de la casa, a la isba.

-No, hace mucho que ha muerto -dijo el padre-. ¡Eres tú el que quiere que todo viva!; eres noble de corazón. Para ti, hasta las piedras están vivas, y hasta la difunta abuela vive ahora en la luna.

-¡Y mi abuelo en el sol! -exclamó Nikita.

Durante el día el padre estuvo cepillando unas tablas en el cobertizo para cambiar el suelo de la isba, y le pidió a Nikita que enderezara los clavos doblados con el martillo.

Nikita empezó a trabajar gustoso con el martillo, como un adulto. Cuando hubo enderezado el primer clavo, vio en él a un hombrecillo pequeño y bondadoso que le sonreía cubierto con su gorrito de hierro. Se lo mostró al padre y le dijo:

-¿Y por qué los otros eran malos: el lampazo era malo, y también el tocón-cabeza, y los hombres acuáticos, mientras que este hombre es bueno?

El padre acarició los cabellos claros de su hijo y le respondió:

-A aquéllos los inventaste tú, Nikita, no existen, no son firmes, por eso son malos. Pero a este hombrecillo-clavo lo has hecho tú mismo con tu trabajo, por eso es bueno.

Nikita se quedó pensativo.

-Entonces lo haremos todo con el trabajo y así todos vivirán.

-Claro que sí, hijito -asintió el padre.

El padre estaba seguro de que Nikita conservaría su bondad durante el resto de su vida.