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lunes, 28 de septiembre de 2015

EXILIO (Edmond Hamilton)

¡Lo que daría ahora por no haber hablado de ciencia ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podrá ser comprobada ni refutada.

Sin embargo, tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inició una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Más tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía.

No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escocés de más, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro éramos personas comunes y corrientes.

-Camufiaje protector, eso es -anuncié-. ¡Cuánto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!

Brazell me miró, un poco molesto por la abrupta interrupción.

-¿De qué estás hablando?

-De nosotros cuatro -respondí-. ¡Qué espléndida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso… ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la Tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando, uno tras otro, mundos imaginarios.

-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell, escéptico.

-Claro que sí -admití—. Todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola línea, ¿verdad? Incluso desde nuestra infancia, ¿no? Por eso no estamos a gusto aquí.

-Nos sentiríamos mucho peor en algunos de los mundos que describimos -replicó Madison.

En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio, como de costumbre, copa en mano, meditabundo, sin prestarmos atención.

Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de él, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito algunos relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.

-Lo mismo me ocurrió a mí en una ocasión –dijo a Madison.

-¿Qué? -preguntó Madison.

-Lo que acabas de sugerir… Una vez escribí sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en él -contestó Carrick.

Madison soltó una carcajada.

-Espero que haya sido un sitio más habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.

Carrick ni siquiera sonrió.

-De haber sabido que viviría en él, lo habría creado muy distinto -murmuró.

Brazell, tras dirigir una mirada significativa copa vacía de Carrick, nos guiñó un ojo y pidió, voz melosa:

-Cuéntanos cómo fue, Carrick.

Carrick no apartó la mirada de su copa, mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía entrre una frase y otra.

-Sucedió inmediatamente después de que mudara junto a la Gran Central de Energía. A simple vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias.

»Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una Colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo, y del universo que lo contenía. Pasé todo el día concentrado en ello. Y cuando terminé, ¡algo en mi mente hizo clíc!

»Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quedé allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta, en alguna parte.

»Por supuesto, ignoré esa extraña idea, salí de casa y me olvidé del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dediqué la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados, pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama.

»Así pues, había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imaginé todas sus crueldades y supersticiones. Erigí sus bárbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando terminé, aquel clic resonó de nuevo en mi mente.

»Entonces sí me asusté de verdad, pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad sólida. Sabía que era una locura; sin embargo, en mi mente tenía la increíble certeza. No podía abandonar esa idea.

»Traté de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con sólo imaginarlos, ¿dónde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos… completamente distintos el uno del otro.

Pero ¿y si este mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía? ¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que no había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado?

»Medité esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por qué los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y sólo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Vivía cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza superamplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmocionó la masa informe y la hizo apropiarse de aquellas formas que yo soñaba.

»¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabía. Hay una gran diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: “Todos los hombres saben que un día morirán y ninguno cree que llegará ese día”. Pues conmigo ocurrió exactamente lo mismo. Me daba cuenta que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenía la extraña convicción de que así era.

»Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a ‘mí mismo en ese otro mundo? ¿También sería yo real en él? Lo intenté. Me senté ante mi escritorio y me imaginé a mí mismo como uno más entre los millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mí en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!»

Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos.

Madison le incitó a continuar:

-Y seguro que despertaste allí y una hermosa muchacha se acercó a ti, y preguntaste: «¿Dónde estoy?»

-No sucedió así -respondió Carrick sombrío-. No fue así en absoluto. Desperté en ese otro mundo, sí. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.

»Seguía siendo yo. Pero, sin embargo, era el yo imaginado por mí para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí… del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo.

»Y mi otro yo era tan real en ese mundo imaginario creado por mi como lo había sido en el mío propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad … »

Hizo una nueva pausa.

-Al principio, me resultó sumamente extraño. Caminé por las calles de aquellas bárbaras ciudades y miré los rostros de las personas con un imperioso y acuciante deseo de gritar en voz alta: “¡Yo los imaginé a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que yo los soñé!”.

»Sin embargo, no lo hice. Sin duda, no me habrían creído. Para ellos, yo no era más que un miembro insignificante de su raza. ¿Cómo podían pensar que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación?

»Cuando cesó mi turbación inicial, me desagradó el lugar. Resulta que lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para la historia, eran aberrantes y repulsivas al vivir en mi propia carne. Sólo deseaba volver a mi mundo.

»¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve vaga sensación de, que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en dirección contraria.

Lo pasé bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y me acoplé lo mejor que pude al mundo creado por mí.»

-¿Qué hiciste allí? Quiero decir: ¿qué función cumpliste? -preguntó Brazell.

Carrick se encogió de hombros.

-No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Sólo poseía mi propio oficio… el de contar historias.

Empecé a sonreír.

-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?

Él asintió, sombrío.

-No me quedó más remedio. Sin duda, aquello era lo único que podía hacer, dadas las circunstancias. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante… y les gustaron.

Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio.

Madison llevó la broma hasta sus últimas consecuencias.

-¿Y cómo te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?

-¡Nunca regresé a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.

MÚSICA -haikus- (Aitor Suárez)


Aún no existían
las notas musicales
y él ya trinaba.



Con un cajón,
con cuerdas de metal
o con un tubo.



No más que un orden
en el vibrar de alambres,
en los soplidos…



Sublime música
la de esa caña hueca
con agujeros.



Desde tan poco
(aire - hilos - golpes) brota
tanta emoción.



Sobre una caja
de madera, seis cuerdas
lloran y ríen.



No de un violín
sino del otro mundo
viene esta música.



En lo profundo,
puertas que solamente
la música abre.



Sin decir nada
la música -¡ la música !-
lo dice todo.



Sí, Federico:
No hay quien detenga el llanto
de la guitarra.



También al piano
dejémosle que llore
hasta el final.


BRIZNAS (Saiz de Marco)

EN AGOSTO DE 1914 el ejército alemán abrió el frente occidental invadiendo Bélgica y Luxemburgo. La fuerza de avance fue contenida drásticamente en la primera batalla del Marne. Los taxis de París ayudaron a trasladar a los efectivos franceses. El equilibrio de fuerzas impuso la estabilización del frente. Los contendientes se atrincheraron en una línea sinuosa de posiciones fortificadas, que permaneció sin cambios sustanciales durante casi toda la guerra. La combinación de las trincheras, los nidos de ametralladoras, el alambre de espino y la artillería infligían cuantiosas bajas a unos y otros.

LA MATERIA OSCURA desempeña un papel central en la formación de estructuras y en la evolución de las galaxias, y tiene efectos en la anisotropía de la radiación del fondo de microondas. Sólo aproximadamente el 5% de la densidad de energía total en el universo puede observarse directamente.

Todas las estrellas, galaxias y gas observables forman menos de la mitad de bariones, y se cree que esta materia puede estar distribuida en filamentos gaseosos de baja densidad, formando una red por todo el universo en cuyos nodos se encuentran los cúmulos de galaxias.

EL 1 DE septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia, usando el pretexto de un ataque polaco simulado en un puesto fronterizo. Alemania avanzó usando la “guerra relámpago”. El Reino Unido y Francia le dieron dos días para retirarse de Polonia. Pasada la fecha límite, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Alemania, seguidos rápidamente por Francia, Sudáfrica y Canadá.

LA GRAVEDAD DE un agujero negro provoca una singularidad envuelta por una superficie cerrada, llamada “horizonte de sucesos”. Éste separa la región del agujero negro del resto del universo, y es la superficie límite del espacio a partir de la cual ninguna partícula puede salir.

Se cree que en el centro de la mayoría de las galaxias hay agujeros negros supermasivos. La gravedad del agujero negro puede atraer al gas que se encuentra a su alrededor, el cual se arremolina y calienta a temperaturas de hasta 12 millones de grados, esto es, unas 2000 veces la temperatura del sol.

MENOS DE 24 horas después del ataque sobre Pearl Harbour, Japón invadió Hong Kong. Poco después fueron invadidas Filipinas y las colonias británicas de Malasia, Borneo y Birmania, con la intención de apoderarse de los campos petrolíferos de las Indias Holandesas. Aproximadamente 130.000 hombres de la Commonwealth británica fueron recluidos en los campos de concentración japoneses.

TRAS LA EXTINCIÓN total de la energía de una “gigante roja” (estrella de gran masa), la fuerza gravitatoria comienza a ejercer presión sobre sí misma originando una masa concentrada en un pequeño volumen, convirtiéndose en una “enana blanca”. Este proceso puede seguir hasta el colapso de la estrella por su autoatracción gravitatoria, convirtiéndose en un agujero negro.

GUAM FUE INVADIDA el 21 de julio de 1944. Los japoneses lucharon fanáticamente. Las operaciones de limpieza continuaron mucho tiempo después de que la batalla de Guam hubiese acabado. La isla de Tinian fue invadida el 24 de julio. En esta operación se usó por primera vez napalm en una guerra.

Las tropas del general MacArthur liberaron las Filipinas. Los japoneses habían dispuesto una defensa a toda costa y usaron los últimos restos de sus fuerzas navales para hacer frente a la invasión. Fue la primera batalla en que emplearon ataques kamikazes.

Iwo Jima fue conquistada en febrero. La isla estaba fuertemente defendida con multitud de túneles, trincheras y fuertes bajo tierra, pero fue ocupada por los Marines después de tomar el monte Suribachi.

SE ESTIMA QUE existen más de cien mil millones de galaxias en el universo observable. La mayoría de ellas tiene un diámetro entre cien y cien mil parsecs y están generalmente separadas por distancias del orden de un millón de parsecs.

El espacio intergaláctico está compuesto por un tenue gas cuya densidad media no supera un átomo por metro cúbico.

La mayoría de las galaxias están dispuestas en una jerarquía de agregados, llamados cúmulos, que a su vez pueden formar agregados más grandes, llamados supercúmulos. Estas estructuras mayores están dispuestas en hojas o filamentos rodeados de inmensas zonas de vacío.

EL PRINCIPAL LÍDER de los Jemeres Rojos, que tomó por nombre Pol Pot, creó centros de reclusión con el fin de buscar al “enemigo oculto” dentro del Partido y continuar su política de exterminio de cuanto consideraba atentatorio hacia el Estado. El más activo fue el de Tuol Sleng. Salvo los altos mandos nadie sabía qué ocurría allí, pero los campesinos que vivían cerca los llamaban “el sitio donde se entra pero no se sale”. Solamente siete de las 20.000 personas que fueron llevadas para ser “interrogadas” sobrevivieron. Los sospechosos lo eran por razones tan sutiles como usar gafas, conocer un idioma extranjero o tener un título universitario. Tras ser declarados culpables en casi todos los casos, los sospechosos eran condenados a la pena capital, conduciéndoseles a los campos de exterminio. Las ejecuciones se hacían generalmente por contusiones o armas blancas para ahorrar munición. Las víctimas eran aproximadas al borde de la fosa y asesinadas. Para ahogar sus gritos y llantos se colocaba un equipo de sonido con música a todo volumen.

LA VÍA LÁCTEA forma parte de un conjunto de unas 40 galaxias llamado Grupo Local, y es la segunda más grande y brillante tras la galaxia de Andrómeda.

El Sistema Solar se encuentra en el brazo Orión de la Vía Láctea, que forma parte del brazo espiral de Sagitario.

Los brazos son ondas de densidad que se desplazan independientemente de las estrellas contenidas en la galaxia. El brillo de los brazos es mayor porque allí se encuentran las “gigantes azules”, que son las únicas que pueden ionizar grandes extensiones de gas.

LOS HUTUS INTENTARON socavar el poder de los tutsis para lograr un mejor reparto de las tierras. Un incidente en noviembre de 1959 entre jóvenes tutsis y un líder hutu se convirtió en la chispa de una revuelta popular, en la cual los hutus quemaron propiedades tutsis y asesinaron a varios de sus dueños.

En los dos años siguientes unos 20.000 tutsis murieron asesinados.

En 1972, en el vecino Burundi, 350.000 hutus murieron víctimas de los tutsis.

En 1994 el avance del Frente Patriótico Ruandés desencadenó una multitud de masacres contra los tutsis obligando a un desplazamiento masivo de personas hacia campos de refugiados situados en las fronteras.

En agosto de 1995 tropas zaireñas intentaron expulsar a estos desplazados hacia Ruanda. Más de 800.000 personas fueron asesinadas. Casi todas las mujeres que sobrevivieron al genocidio sufrieron violaciones múltiples y muchos de los 5000 niños nacidos de esas agresiones fueron asesinados.

EL MARCO EN que se mueven las cuerdas no es el aparente de cuatro dimensiones temporo-espaciales, sino un escenario en que a las cuatro dimensiones de espacio y tiempo se añaden otras dimensiones compactificadas. Presumiblemente existen una dimensión temporal, tres dimensiones espaciales ordinarias, y siete dimensiones compactificadas imperceptibles para nosotros.

EN OPINIÓN DE Einstein, la realidad que captamos es una especie de ilusión persistente. En tal caso, desconocemos por qué no es una ilusión dulce, ni blanda, ni sencilla.

viernes, 18 de septiembre de 2015

LA PATA DE MONO (W. W. Jacobs)


I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

lunes, 14 de septiembre de 2015

UN ALMA PURA (Carlos Fuentes)


Juan Luis, pienso en ti cuando tomo mi lugar en el autobús que me llevará de la estación al aeropuerto. Me adelanté a propósito. No quiero conocer desde antes a las personas que realmente volarán con nosotros. Este es el pasaje de un vuelo de Alitalia a Milán; sólo dentro de una hora deberán abordar el autobús los viajeros de Air France a París, Nueva York y México. Es que temo llorar, descomponerme o hacer algo ridículo y después soportar miradas y comentarios durante dieciséis horas. Nadie tiene por qué saber nada. Tú también lo prefieres así, ¿no es cierto? Yo siempre pensaré que fue un acto secreto, que no lo hiciste por... No sé por qué pienso estas cosas. No tengo derecho a explicar nada en tu nombre. Y, quizá, tampoco en el mío. ¿Cómo voy a saber, Juan Luis? ¿Cómo voy a ofendernos afirmando o negando que, quizá, en ese instante, o durante un largo tiempo —no sé cómo ni cuándo lo decidiste; posiblemente desde la infancia; ¿por qué no?— fueron el despecho, el dolor, la nostalgia o la esperanza tus motivos? Hace frío. Está soplando ese viento helado de las montañas que pasa como un hálito de muerte sobre la ciudad y el lago. Me cubro la mitad del rostro con las solapas del abrigo para retener mi propio calor, aunque el autobús está calentado y ahora arranca suavemente, envuelto también en su vaho. Salimos de la estación de Cornavin por un túnel y yo sé que no veré más el lago y los puentes de Ginebra, pues el autobús desemboca a la carretera a espaldas de la estación y sigue alejándose del Léman, rumbo al aeropuerto. Pasamos por la parte fea de la ciudad, donde viven los trabajadores de temporada, llegados de Italia, de Alemania y de Francia a este paraíso donde no cayó una sola bomba, donde nadie fue torturado o asesinado o engañado. El propio autobús da esa sensación de pulcritud, de orden y de bienestar que tanto te llamó la atención desde que llegaste, y ahora que limpio con la mano la ventanilla empañada y veo estas casas pobretonas pienso que, a pesar de todo, no se ha de vivir mal en ellas. Suiza termina por confortarnos demasiado, decías en una carta; perdemos el sentido de los extremos, que en nuestro país son visibles e insultantes. Juan Luis: en tu última carta no necesitabas decirme —lo comprendo sin haberlo vivido: ése fue siempre nuestro lazo de unión— que ese orden de todo lo exterior —la puntualidad en los trenes, la honradez en el trato, la previsión del trabajo y el ahorro a lo largo de la vida— estaba exigiendo un desorden interno que lo compensara. Me estoy riendo, Juan Luis; detrás de una mueca que lucha por retener las lágrimas, empiezo a reír y todos los pasajeros a mirarme y a murmurar entre ellos; es lo que deseaba evitar; menos mal que éstos son los que van a Milán. Río pensando que saliste del orden de nuestra casa en México al desorden de tu libertad en Suiza. ¿Me entiendes? De la seguridad en el país de los puñales ensangrentados a la anarquía en el país de los relojes cucú. Dime si no tiene gracia. Perdón. Ya pasó. Trato de calmarme viendo las cumbres nevadas de los Jura, ese enorme acantilado gris que ahora busca en vano su reflejo en las aguas que de él nacieron. Tú me escribiste que en verano el lago es el ojo de los Alpes: los refleja, pero los transforma en una vasta catedral sumergida, y decías que al arrojarte al agua buceabas en busca de las montañas. ¿Sabes que tengo tus cartas conmigo? Las leí en el avión que me trajo de México y durante los días que he estado en Ginebra, durante los momentos libres que tuve. Y ahora las leeré de regreso. Sólo que en este viaje tú me acompañas.

Hemos viajado tanto juntos, Juan Luis. De niños íbamos todos los fines de semana a Cuernavaca, cuando mis papas todavía tenían esa casa cubierta de buganvilla. Me enseñaste a nadar y a montar en bicicleta. Nos íbamos los sábados en la tarde en bicicleta al pueblo y todo lo conocí por tus ojos. “Mira, Claudia, los volantines; mira, Claudia, miles de pájaros en los árboles; mira, Claudia, las pulseras de plata, los sombreros de charro, las nieves de limón, las estatuas verdes; ven, Claudia, vamos a la rueda de la fortuna.” Y para las fiestas de año nuevo, nos llevaban a Acapulco y tú me despertabas muy de madrugada y corríamos a la Playa de Hornos porque sabías que esa hora del mar era la mejor: sólo entonces los caracoles y los pulpos, las maderas negras y esculpidas, las botellas viejas aparecían arrojados por la marea, y tú y yo juntábamos todo lo que podíamos, aunque ya sabíamos que después no nos permitirían llevarlo a México y, realmente, esa cantidad de cosas inútiles no cabían en el coche. Es curioso que cada vez que deseo recordar cómo eras a los diez, a los trece, a los quince años, piense inmediatamente en Acapulco. Será porque durante el resto del año cada uno iba a su escuela y sólo en la costa, y festejando precisamente el paso de un año a otro, todas las horas del día eran nuestras. Allí representábamos. En los castillos de roca, donde yo era una prisionera de los ogros y tú subías con una espada de palo en la mano, gritando y batiéndote con los monstruos imaginarios para liberarme. En los galeones piratas —un esquife de madera— donde yo esperaba aterrada a que terminaras de batirte en el mar con los tiburones, que me amenazaban. En las selvas tupidas de Pie de la Cuesta, por donde avanzábamos tomados de la mano, en busca del tesoro secreto indicado en el plano que encontramos dentro de una botella. Acompañabas tus acciones tarareando una música de fondo inventada en el momento: dramática, en clímax perpetuo. Capitán Sangre, Sandokan, Ivanhoe: tu personalidad cambiaba con cada aventura; yo era siempre la princesa amenazada, sin nombre, idéntica a su nebuloso prototipo.

Sólo hubo un vacío: cuando tú cumpliste quince y yo sólo tenía doce y te dio vergüenza andar conmigo. Yo no entendí, porque te vi igual que siempre, delgado, fuerte, quemado, con el pelo castaño y rizado y enrojecido por el sol. Pero al año siguiente nos emparejamos y anduvimos juntos otra vez, ahora no recogiendo conchas o inventando aventuras, sino buscando la prolongación de un día que empezaba a parecemos demasiado corto y de una noche que nos vedaban, se convertía en nuestra tentación y era idéntica a las nuevas posibilidades de una vida recién descubierta, recién estrenada. Caminábamos por el Farallón después de la cena, tomados de la mano, sin hablar, sin mirar a los grupos que tocaban la guitarra alrededor de las fogatas o a las parejas que se besaban entre las rocas. No necesitábamos decir que los demás nos daban pena. Porque no necesitábamos decir que lo mejor del mundo era caminar juntos de noche, tomados de la mano, sin decir palabra, comunicándonos en silencio esa cifra, ese enigma que jamás, entre tú y yo, fue motivo de una burla o de una pedantería. Éramos serios sin ser solemnes, ¿verdad? Y posiblemente nos ayudábamos sin saberlo, de una manera que nunca he podido explicar bien, pero que tenía que ver con la arena caliente bajo nuestros pies descalzos, con el silencio del mar en la noche, con el roce de nuestras caderas mientras caminábamos, con tus nuevos pantalones blancos largos y entallados, con mi nueva falda roja y amplia: habíamos cambiado todo nuestro guardarropa y habíamos escapado de las bromas, las vergüenzas y la violencia de nuestros amigos. Sabes, Juan Luis, que muy pocos dejaron de tener catorce años—esos catorce años que no eran los nuestros. El machismo es tener catorce años toda la vida; es un miedo cruel. Tú lo sabes, porque tampoco lo pudiste evitar. En cambio, a medida que nuestra infancia quedaba atrás y tú probabas todas las experiencias comunes a tu edad quisiste evitarme a mí. Por eso te entendí cuando, después de años de no hablarme casi (pero te espiaba desde la ventana, te veía salir en un convertible lleno de amigos, llegar tarde y con náusea), cuando yo entré a Filosofía y Letras y tú a Economía, me buscaste, no en la casa, como hubiese sido natural, sino en la Facultad de Mascarones y me invitaste a tomar un café en aquel sótano caluroso y lleno de estudiantes una tarde.

Me acariciaste la mano y dijiste: —Perdóname, Claudia.

Yo sonreí y pensé que, de un golpe, regresaban todos los momentos de nuestra infancia, pero no para prolongarse, sino para encontrar un remate, un reconocimiento singular que al mismo tiempo los dispersaba para siempre.

—¿De qué? —te contesté—. Me da gusto que volvamos a hablar. No hace falta más. Nos hemos visto todos los días, pero era como si el otro no estuviera presente. Ahora me da gusto que volvamos a ser amigos, como antes.

—Somos más que amigos, Claudia. Somos hermanos.

—Sí, pero eso es un accidente. Ya ves, siendo hermanos nos hemos querido mucho de niños y después ni siquiera nos hemos hablado.

—Voy a irme, Claudia. Ya se lo dije a mi papá. No está de acuerdo. Cree que debo terminar la carrera. Pero yo necesito irme.

—¿A dónde?

—Conseguí un puesto con las Naciones Unidas en Ginebra. Allí puedo seguir estudiando.

—Haces bien, Juan Luis.

Me dijiste lo que ya sabía. Me dijiste que no aguantabas más los prostíbulos, la enseñanza de memoria, la obligación de ser macho, el patriotismo, la religión de labios para afuera, la falta de buenas películas, la falta de verdaderas mujeres, compañeras de tu misma edad que vivieran contigo... Fue todo un discurso, dicho en voz muy baja, sobre esa mesa del café de Mascarones.

—Es que no se puede vivir aquí. Te lo digo en serio. Yo no quiero servir ni a Dios ni al diablo: quiero quemar los dos cabos. Y aquí no puedes, Claudia. Si solo quieres vivir, eres un traidor en potencia; aquí te obligan a servir, a tomar posiciones, es un país sin libertad de ser uno mismo. No quiero ser gente decente. No quiero ser cortés, mentiroso, muy macho, lambiscón, fino y sutil. Como México no hay dos... por fortuna. No quiero seguir de burdel en burdel. Luego, para toda la vida, tienes que tratar a las mujeres con un sentimentalismo brutal y dominante, porque nunca llegaste a entenderlas. No quiero.

—¿Y mamá que dice?

—Llorará. No tiene importancia. Llora por todo, ¿a poco no?

—¿Y yo, Juan Luis?

Sonrió infantilmente: —Vendrás a visitarme, Claudia, ¡jura que vendrás a verme!

No sólo vine a verte. Vine a buscarte, a llevarte de regreso a México. Y hace cuatro años, al despedirnos, sólo te dije:

—Recuérdame mucho. Busca la manera de estar siempre conmigo.

Sí, me escribiste rogándome que te visitara; tengo tus cartas. Encontraste un cuarto con baño y cocina en el lugar más bonito de Ginebra, la Place du Bourg-de-Four. Escribiste que estaba en un cuarto piso, en el centro de la parte vieja de la ciudad, desde donde podías ver los techos empinados, las torres de las iglesias, las ventanillas y los tragaluces estrechos, y más allá el lago que se perdía de vista, que llegaba hasta Vevey y Montreux y Chillon. Tus cartas estaban llenas del goce de la independencia. Tenías que hacer tu cama y barrer y prepararte el desayuno y bajar a la lechería de al lado. Y tomabas la copa en el café de la plaza. Hablaste tanto de él. Se llama La Clémence y tiene un toldo con franjas verdes y blancas y allí se da cita toda la gente que vale la pena frecuentar en Ginebra. Es muy estrecho: apenas seis mesas frente a una barra donde las empleadas sirven cassis vestidas de negro y a todo el mundo le dicen M’sieudame. Ayer me senté a tomar un café y estuve mirando a todos esos estudiantes con bufandas largas y gorras universitarias, a las muchachas hindús con los saris descompuestos por los abrigos de invierno, a los diplomáticos con rosetas en las solapas, a los actores que huyen de los impuestos y se refugian en un chalet a orillas del lago, a las jóvenes alemanas, chilenas, belgas, tunecinas, que trabajan en la oit. Escribiste que había dos Ginebras. La ciudad convencional y ordenada que Stendhal describió como una flor sin perfume; la habitan los suizos y es el telón de fondo de la otra, la ciudad de paso y exilio, la ciudad extranjera de encuentros accidentales, de miradas y conversaciones inmediatas, sin sujeción a las normas que los suizos se han dado liberando a los demás. Tenías veintitrés años al llegar aquí, y me imagino tu entusiasmo.

“Pero basta de eso (escribiste). Te tengo que decir que estoy tomando un curso de literatura francesa y allí conocí... Claudia, no te puedo explicar lo que siento y ni siquiera trato de hacerlo porque tú siempre me has comprendido sin necesidad de palabras. Se llama Irene, y no sabes cómo es de guapa y lista y simpática. Ella estudia la carrera de letras aquí y es francesa; qué curioso, estudia lo mismo que tú. Quizá por eso me gustó en seguida. Ja ja.” Creo que duró un mes. No recuerdo. Fue hace cuatro años. “Marie-José habla demasiado, pero me entretiene. Fuimos a pasar el fin de semana a Davos, y me puso en ridículo porque es una esquiadora formidable y yo no doy una. Dicen que hay que aprender desde niño. Te confieso que se me apretó y los dos regresamos a Ginebra el lunes como salimos el viernes, nada más que yo con un tobillo torcido. ¿No te da risa?” Luego llegó la primavera. “Doris es inglesa y pinta. Me parece que tiene verdadero talento. Aprovechamos las vacaciones de Pascua para irnos a Wengen. Dice que hace el amor para que su subconsciente trabaje, y salta de la cama a pintar sus gouaches con el picacho blanco de la Jungirau en frente. Abre las ventanas y respira hondo y pinta desnuda mientras yo tiemblo de frío. Se ríe mucho y dice que soy un ser tropical y subdesarrollado y me sirve kirsch para que me caliente.” Doris me dio risa durante el año que se estuvieron viendo. “Me hace falta su alegría, pero decidió que un año en Suiza era bastante y se fue con sus cajas y sus atriles a vivir a la isla de Míconos. Mejor. Me divertí, pero no es una mujer como Doris lo que me interesa.” Una se fue a Grecia y otra llegó de Grecia. “Sophía es la mujer más bella que he conocido, te lo juro. Ya sé que es un lugar común, pero parece una de las Cariátides. Aunque no en el sentido vulgar. Es una estatua porque la puedes observar desde todos los ángulos: la hago girar, desnuda, en el cuarto. Pero lo importante es el aire que la rodea, el espacio alrededor de la estatua, ¿me entiendes? Es el espacio que ocupa y que le permite ser bella. Es oscura, tiene las cejas muy espesas, y mañana, Claudia, se va con un tipo riquísimo a la Costa Azul. Desolado, pero satisfecho, tu hermano que te quiere, Juan Luis.”

Y Christine, Consuelo, Sonali, Marie-France, Ingrid... Las referencias fueron cada vez más breves, más desinteresadas. Diste en preocuparte por el trabajo y hablar mucho de tus compañeros, de sus tics nacionales, de sus relaciones contigo, del temario de las conferencias, de sueldos, viajes y hasta pensiones de retiro. No querías decirme que ese lugar, como todos, acaba por crear sus tranquilas convenciones y que tú ibas cayendo en las del funcionario internacional. Hasta que llegó una tarjeta con la panorámica de Montreux y tu letra apretada contando de la comida en un restaurant fabuloso y lamentando mi ausencia con dos firmas, tu garabato y un nombre ilegible, pero cuidadosamente repetido, debajo, en letras de molde: Claire.

Ah, sí, lo fuiste graduando. No la presentaste como a las otras. Primero fue un nuevo trabajo que te iban a encomendar. Después que se relacionaba con la siguiente sesión de un consejo. En seguida, que te gustaba tratar con nuevos compañeros, pero sentías nostalgia de los viejos. Luego que lo más difícil era acostumbrarse a los oficiales de documentos que no conocían tus hábitos. Por fin que habías tenido suerte en trabajar con un oficial “compatible”, y en la siguiente carta: se llama Claire. Y tres meses antes me habías enviado la tarjeta desde Montreux. Claire, Claire.

Te contesté: “Mon ami Pierrot.” ¿Ya no ibas a ser franco conmigo? ¿Desde cuando Claire? Quería saberlo todo. Exigía saberlo todo. Juan Luis, ¿no éramos los mejores amigos antes de ser hermanos? No escribiste durante dos meses. Entonces llegó un sobre con una foto dentro. Tú y ella con el alto surtidor detrás y el lago en verano; tú y ella apoyados contra la baranda. Tu brazo alrededor de su cintura. Ella, tan mona, con el suyo sobre el cantero lleno de flores. Pero la foto no era buena. Resultaba difícil juzgar el rostro de Claire. Delgada y sonriente, sí, una especie de Marina Vlady más flaca, pero con el mismo pelo liso, largo y rubio. Con tacones bajos. Un suéter sin mangas. Escotado.

Lo aceptaste sin explicarme nada. Primero las cartas contando hechos. Ella vivía en una pensión de la Rue Emile Jung. Su padre era ingeniero, viudo y trabajaba en Neuchâtel. Tú y Claire iban a nadar juntos a la playa. Tomaban té en La Clémence. Veían viejas películas francesas en un cine de la Rue Mollard. Cenaban los sábados en el Plat d’Argent y cada uno pagaba su cuenta. Entre semana, se servían en la cafetería del Palacio de las Naciones. A veces tomaban el tranvía y se iban a Francia. Hechos y nombres, nombres, nombres como en una guía: Quai des Berges, Gran’ Rue, Cave à Bob, Gare de Cornavin, Auberge de la Mére Royaume, Champelle, Boulevard des Bastions.

Después, conversaciones. El gusto de Claire por algunas películas, ciertas lecturas, los conciertos, y más nombres, ese río de sustantivos de tus cartas (Drôle de Drame y Les Enfants du Paradis, Scott Fitzgerald y Raymond Radiguet, Schumann y Brahms) y luego Claire dijo, Claire opina, Claire intuye. Los personajes de Carné viven la libertad como una conspiración vergonzosa. Fitzgerald inventó las modas, los gestos y las decepciones que nos siguen alimentando. El Réquiem Alemán celebra todas las muertes profanas. Sí, te contesté. Orozco acaba de morir y en Bellas Artes hay una gigantesca retrospectiva de Diego. Y más vueltas, todo transcrito, como te lo pedí.

—Cada vez que lo escucho, me digo que es como si nos diéramos cuenta que es necesario consagrar todo lo que hasta ahora ha sido condenado, Juan Luis; voltear el guante. ¿Quién nos mutiló, mi amor? Hay tan poco tiempo para recuperar todo lo que nos han robado. No, no me propongo nada, ¿ves? No hagamos planes. Creo lo mismo que Radiguet: las maniobras inconscientes de un alma pura son aún más singulares que las combinaciones del vicio.

¿Qué te podía contestar? Aquí lo de siempre, Juan Luis. Papá y mamá están tristísimos de que no nos acompañes para las bodas de plata. Papá ha sido ascendido a vicepresidente de la aseguradora y dice que es el mejor regalo de aniversario. Mamá, pobrecita, cada día inventa más enfermedades. Empezó a funcionar el primer canal de televisión. Estoy preparando los exámenes de tercer año. Sueño un poco con todo lo que tú vives; me hago la ilusión de encontrarlo en los libros. Ayer le contaba a Federico todo lo que haces, ves, lees y oyes, y pensamos que, quizá, al recibirnos podríamos ir a visitarte. ¿No piensas regresar algún día? Podías aprovechar las siguientes vacaciones, ¿no?

Escribiste que el otoño era distinto al lado de Claire. Salían a caminar mucho los domingos, tomados de la mano, sin hablar; quedaba en los parques un aroma final de jacintos podridos, pero ahora el olor de las hojas quemadas los perseguía durante esos largos paseos que te recordaban los nuestros por la playa hace años, porque ni tú ni Claire se atrevían a romper el silencio, por más cosas que se les ocurrieran, por más sugerencias que adelantara ese enigma de las estaciones quebradas en sus orillas, en su contacto de jazmines y hojas secas. Al final, el silencio. Claire, Claire —me escribiste a mí—, lo has entendido todo. Tengo lo que tuve siempre. Ahora lo puedo poseer. Ahora he vuelto a encontrarte, Claire.

Dije otra vez en mi siguiente carta que Federico y yo estábamos preparando juntos un examen y que iríamos a pasar el fin de año en Acapulco. Pero lo taché antes de enviarte la carta. En la tuya no preguntabas quién era Federico —y si pudieras hacerlo hoy, no sabría contestar—. Cuando llegaron las vacaciones, dije que no me pasaran más sus llamadas; ya no tuve que verlo en la escuela; fui sola, con mis papás, a Acapulco. No te conté nada de eso. Te dejé de escribir durante varios meses, pero tus cartas siguieron llegando. Ese invierno, Claire se fue a vivir contigo al cuarto de Bourg-de-Four. Para qué recordar las cartas que siguieron. Ahí vienen en la bolsa. “Claire, todo es nuevo. Nunca habíamos estado juntos al amanecer. Antes, esas horas no contaban; eran una parte muerta del día y ahora son las que no cambiaría por nada. Hemos vivido tan unidos siempre, durante las caminatas, en el cine, en los restaurants, en la playa, fingiendo aventuras, pero siempre vivíamos en cuartos distintos. ¿Sabes todo lo que hacía, solitario, pensando en ti? Ahora no pierdo esas horas. Paso toda la noche detrás de ti, con los brazos alrededor de tu cintura, con tu espalda pegada a mi pecho, esperando que amanezca. Tú ya sabes y me das la cara y me sonríes con los ojos cerrados, Claire, mientras yo aparto la sábana, olvido los rincones que tú has entibiado toda la noche y te pregunto si no es esto lo que habíamos deseado desde siempre, desde el principio, cuando jugamos y caminábamos en silencio y tomados de la mano. Teníamos que acostarnos bajo el mismo techo, en nuestra propia casa, ¿verdad? ¿Por qué no me escribes, Claudia? Te quiere, Juan Luis.”

Quizá recuerdes mis bromas. No era lo mismo quererse en una playa o en un hotel rodeado de lagos y nieve que vivir juntos todos los días. Además, trabajaban en la misma oficina. Acabarían por aburrirse. La novedad se perdería. Despertar juntos. No era muy agradable, en realidad. Ella verá cómo te lavas los dientes. Tú la verás desmaquillarse, untarse cremas, ponerse las ligas... Creo que has hecho mal, Juan Luis. ¿No ibas en busca de la independencia? ¿Para qué te has echado esa carga encima? En ese caso, más te hubiera valido quedarte en México. Pero por lo visto es difícil huir de las convenciones en las que nos han criado. En el fondo, aunque no hayas cumplido las formas, estás haciendo lo que papá y mamá y todos siempre han esperado de ti. Te has convertido en un hombre ordenado. Tanto que nos divertimos con Doris y Sophía y Marie-José. Lástima.

No nos escribimos durante un año y medio. Mi vida no cambió para nada. La carrera se volvió un poco inútil, repetitiva. ¿Cómo te van a enseñar literatura? Una vez que me pusieron en contacto con algunas cosas, supe que me correspondía volar sola, leer y escribir y estudiar por mi cuenta, y sólo seguí asistiendo a clase por disciplina, porque tenía que terminar lo que había empezado. Se vuelve tan idiota y tan pedante que le sigan explicando a uno lo que ya sabe a base de esquemas y cuadros sintéticos. Es lo malo de ir por delante de los maestros, y ellos lo saben pero lo ocultan, para no quedarse sin chamba. Íbamos entrando al Romanticismo y yo ya estaba leyendo a Firbank y Rolfe, y hasta había descubierto a William Golding. Tenía un poco asustados a los profesores y mi única satisfacción en esa época eran los elogios en la Facultad: Claudia es una promesa. Me encerré cada vez más en mi cuarto, lo arreglé a mi gusto, ordené mis libros, colgué mis reproducciones, instalé mi tocadiscos y mamá se aburrió de pedirme que conociera muchachos y saliera a bailar. Me dejaron en paz. Cambié un poco mi guardarropa, de los estampados que tú conociste a la blusa blanca con falda oscura, al traje sastre, a lo que me hace sentirme un poco más seria, más severa, más alejada.

Parece que hemos llegado al aeropuerto. Giran las pantallas de radar y dejo de hablarte. El momento va a ser desagradable. Los pasajeros se remueven. Tomo mi bolsa de mano y mi estuche de maquillaje y mi abrigo. Me quedo sentada esperando que los demás bajen. Al fin, el chofer me dice:

—Nous voilà mademoiselle. L’avion part dans une demiheure.

No. Ese es el otro, el que va a Milán. Me acomodo el gorro de piel y desciendo. Hace un frío húmedo y la niebla ha ocultado las montañas. No llueve, pero el aire contiene millones de gotas quebradas e invisibles: las siento en el pelo. Me acaricio el pelo rubio y lacio. Entro al edificio y me dirijo a la oficina de la compañía. Digo mi nombre y el empleado asiente en silencio. Me pide que le siga. Caminamos por un largo corredor bien alumbrado y luego salimos a la tarde helada. Cruzamos un largo trecho de pavimento hasta llegar a una especie de hangar. Camino con los puños cerrados. El empleado no intenta conversar conmigo. Me precede, un poco ceremonioso. Entramos al depósito. Huele a madera húmeda, a paja y alquitrán. Hay muchos cajones dispuestos con orden, así como cilindros y hasta un perrito enjaulado que ladra. Tu caja está un poco escondida. El empleado me la muestra, inclinándose con respeto. Toco el filo del féretro y no hablo durante algunos minutos. El llanto se me queda en el vientre, pero es como si llorara. El empleado espera y cuando lo cree conveniente me muestra los distintos papeles que estuve tramitando durante los últimos días, los permisos y visto buenos de la policía, la salubridad, el consulado mexicano y la compañía de aviación. Me pide que firme de conformidad el documento final de embarque. Lo hago y él lame el reverso engomado de unas etiquetas y las pega sobre el resquicio del féretro. Lo sella. Vuelvo a tocar la tapa gris y regresamos al edificio central. El empleado murmura sus condolencias y se despide de mí.

Después de arreglar los documentos con la compañía y las autoridades suizas, subo al restaurant con mi pase entre los dedos y me siento y pido un café. Estoy sentada junto al ventanal y veo a los aviones aparecer y desaparecer por la pista. Se pierden en la niebla o salen de ella, pero el ruido de los motores los precede o queda detrás como una estela sonora. Me dan miedo. Sí, tú sabes que me dan un miedo horroroso y no quiero pensar en lo que será este viaje de regreso contigo, en pleno invierno, mostrando en cada aeropuerto los documentos con tu nombre y los permisos para que puedas pasar. Me traen el café y lo tomo sin azúcar; me sienta bien. No me tiembla la mano al beberlo.

Hace nueve semanas rasgué el sobre de tu primera carta en dieciocho meses y dejé caer la taza de café sobre el tapete. Me hinqué apresuradamente a limpiarlo con la falda y luego puse un disco, anduve por el cuarto mirando los lomos de los libros, cruzada de brazos; hasta leí unos versos, lentamente, acariciando las tapas del libro, segura de mí misma, lejos de tu carta desconocida y escondida dentro del sobre rasgado que yacía sobre un brazo del sillón.


¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
Juntas estáis en la memoria mía
y con ella en mi muerte conjuradas.


“Claro que nos hemos peleado. Ella sale golpeando la puerta y yo casi lloro de la rabia. Trato de ocuparme pero no puedo y salgo a buscarla. Sé dónde está. En frente, en La Clémence, bebiendo y fumando nerviosamente. Bajo por la escalera rechinante y salgo a la plaza, y ella me mira de lejos y se hace la desentendida. Cruzo el jardín y subo al nivel más alto de Bourg-de-Four lentamente, con los dedos rozando la balaustrada de fierro; llego al café y me siento a su lado en una de las sillas de mimbre. Estamos sentados al aire libre; en el verano el café invade las aceras y se escucha la música del carrillón de St. Pierre. Claire habla con la mesera. Dicen idioteces sobre el clima con ese odioso sonsonete suizo. Espero a que Claire apague el cigarrillo en el cenicero y hago lo mismo para tocar sus dedos. Me mira. ¿Sabes cómo, Claudia? Como me mirabas tú, encaramada en las rocas de la playa, esperando que te salvara del ogro. Tenías que fingir que no sabías si yo venía a salvarte o a matarte en nombre de tu carcelero. Pero a veces no podías contener la risa y la ficción se venía abajo por un instante. El pleito empezó por un descuido mío. Me acusó de ser descuidado y de crearle un problema moral. ¿Qué íbamos a hacer? Si por lo menos yo tuviera una respuesta inmediata, pero no, simplemente me había enconchado, silencioso y huraño, y ni siquiera había huido de la situación para hacer algo inteligente. En la casa había libros y discos, pero yo me dediqué a resolver crucigramas en las revistas.

“—Tienes que decidirte, Juan Luis. Por favor.

“—Estoy pensando.

“—No seas tonto. No me refiero a eso. A todo. ¿Vamos a dedicarnos toda la vida a clasificar documentos de la onu? ¿O sólo estamos viviendo una etapa transitoria que nos permita ser algo más, algo que no sabemos todavía? Estoy dispuesta a cualquier cosa, Juan Luis, pero no puedo tomar decisiones yo sola. Dime si nuestra vida juntos y nuestro trabajo es sólo una aventura; estaré de acuerdo. Dime si las dos cosas son permanentes; también estaré de acuerdo. Pero ya no podemos actuar como si el trabajo fuera pasajero y el amor permanente, ni al revés, me entiendes?

“¿Cómo iba a explicarle, Claudia, que su problema me resulta incomprensible? Créeme, sentado allí en La Clémence, viendo pasar a los jóvenes en bicicleta, escuchando las risas y murmullos de los que nos rodeaban, con las campanas de la catedral repiqueteando su música, créeme, hermana, huí de todo ese mundo circundante, cerré los ojos y me hundí en mí mismo, afiné en mi propia oscuridad una inteligencia secreta en mi persona, adelgacé todos los hilos de mi sensibilidad para que al menor movimiento del alma los hiciese vibrar, tendí toda mi percepción, toda mi adivinanza, toda la trama del presente como un arco, para disparar al futuro y revelarlo, hiriéndolo. Esta flecha salió disparada y no había un blanco, Claudia, no había nada hacia adelante, y toda esa construcción interna y dolorosa —sentía las manos frías por el esfuerzo— se derrumbaba como una ciudad de arena al primer asalto de las olas; pero no para perderse, sino para regresar al océano de eso que llaman memoria; a la niñez, a los juegos, a nuestra playa, a una alegría y un calor que todo lo demás sólo trata de imitar, de prolongar, de confundir con proyectos de futuro y reproducir con sorpresas de presente. Sí, le dije que estaba bien; buscaríamos un apartamento más grande. Claire va a tener un niño.”

Ella misma me dirigía una carta con aquella letra que sólo había visto en la tarjeta postal de Montreux. “Sé lo importante que es usted para Juan Luis, cómo crecieron juntos y todo lo demás. Tengo muchos deseos de tratarla y sé que seremos buenas amigas. Créame que la conozco. Juan Luis habla tanto de usted que a veces hasta siento celos. Ojalá pueda venir a vernos algún día. Juan Luis ha hecho muy buena carrera y todos lo quieren mucho. Ginebra es chica, pero agradable. Nos hemos encariñado con la ciudad por los motivos que podrá adivinar y aquí haremos nuestra vida. Todavía podré trabajar varios meses; estoy sólo en el segundo mes del embarazo. Su hermana, Claire.”

Y del sobre cayó la nueva foto. Has engordado y me lo adviertes en el reverso: “Demasiadofondue, hermanita”. Y te estás quedando calvo, igual que papá. Y ella es muy hermosa, muy Botticelli, con su cabello largo y rubio y una boina muy coqueta. ¿Te has vuelto loco, Juan Luis? Eras un joven hermoso cuando saliste de México. Mírate. ¿Te has visto? Cuida la dieta. Sólo tienes veintisiete años y pareces de cuarenta. ¿Y qué lees, Juan Luis, qué te preocupa? ¿Los crucigramas? No puedes traicionarte, por favor, sabes que yo dependo de ti, de que tú crezcas conmigo; no te puedes quedar atrás. Prometiste que ibas a seguir estudiando allá; se lo dijiste a papá. Te está cansando el trabajo de rutina. Sólo tienes ganas de llegar a tu apartamento y leer el periódico y quitarte los zapatos. ¿No es cierto? No lo dices, pero yo sé que es cierto. No te arruines, por favor. Yo he seguido fiel. Yo mantengo viva nuestra niñez. No me importa que estés lejos. Pero tenemos que seguir unidos en lo que importa; no podemos conceder nada a lo que nos exige ser otra cosa, ¿recuerdas?, fuera del amor y la inteligencia y la juventud y el silencio. Quieren deformarnos, hacernos como ellos; no nos toleran. No sirvas, Juan Luis, te lo ruego, no olvides lo que me dijiste aquella tarde en el café de Mascarones. Una vez que se da el primer paso en esa dirección, todo está perdido; no hay regreso. Tuve que enseñarle tu carta a nuestros padres. Mamá se puso muy mala. La presión. Está en Cardiología. Espero no darte una mala noticia en mi siguiente. Pienso en ti, te recuerdo, sé que no me fallarás.

Llegaron dos cartas. Primero la que me dirigiste, diciéndome que Claire había abortado. Luego la que le enviaste a mamá, anunciando que ibas a casarte con Claire dentro de un mes. Esperabas que todos pudiéramos ir a la boda. Le pedí a mamá que me dejara guardar su carta junto con las mías. Las puse al lado y estudié tu letra para saber si las dos estaban escritas por la misma persona.

Fue una decisión rápida, Claudia. Le dije que era prematuro. Somos jóvenes y tenemos derecho a vivir sin responsabilidades por algún tiempo, Claire dijo que estaba bien. No sé si comprendió todo lo que le dije. Pero tú sí, ¿verdad?”

“Quiero a esta muchacha, lo sé. Ha sido buena y comprensiva conmigo y a veces hasta la he hecho sufrir; ustedes no se avergonzarán de que quiera compensarla. Su padre es viudo; es ingeniero y vive en Neuchâtel. Ya está de acuerdo y vendrá a la boda. Ojalá qué tú, papá y Claudia puedan acompañarnos. Cuando conozcas a Claire la querrás tanto como yo, mamá.”

Tres semanas después Claire se suicidó. Nos llamó por teléfono uno de tus compañeros de trabajo; dijo que una tarde ella pidió permiso para salir de la oficina; le dolía la cabeza; entró a un cine temprano y tú la buscaste esa noche, como siempre, en el apartamento, la esperaste y luego te lanzaste por la ciudad, pero no la pudiste encontrar; estaba muerta en el cine, había tomado el veronal antes de entrar y se había sentado sola en primera fila, donde nadie podía molestarla; llamaste a Neuchâtel, volviste a recorrer las calles, los restaurants y te sentaste en La Clémence hasta que cerraron. Sólo al día siguiente te llamaron de la morgue y fuiste a verla. Tu amigo nos dijo que debíamos ir por ti, obligarte a regresar a México: estabas enloquecido de dolor. Yo le dije la verdad a nuestros padres. Les enseñé la última carta tuya. Ellos se quedaron callados y luego papá dijo que no te admitiría más en la casa. Gritó que eras un criminal.

Termino el café y un empleado señala hacia donde estoy sentada. El hombre alto, con las solapas del abrigo levantadas, asiente y camina hacia mí. Es la primera vez que veo ese rostro tostado, de ojos azules y pelo blanco. Me pide permiso para sentarse y me pregunta si soy tu hermana. Le digo que sí. Dice que es el padre de Claire. No me da la mano. Le pregunto si quiere tomar un café. Niega con la cabeza y saca una cajetilla de cigarros de la bolsa del abrigo. Me ofrece uno. Le digo que no fumo. Trata de sonreír y yo me pongo los anteojos negros. Vuelve a meter la mano a la bolsa y saca un papel. Lo coloca, doblado, sobre la mesa.

—Le he traído esta carta.

Trato de interrogarlo con las cejas levantadas.

—Tiene su firma. Está dirigida a mi hija. Estaba sobre la almohada de Juan Luis la mañana que lo encontraron muerto en el apartamento.

—Ah, sí. Me pregunté qué habría sido de la carta. La busqué por todas partes.

—Sí, pensé que le gustaría conservarla. —Ahora sonríe como si ya me conociera—. Es usted muy cínica. No se preocupe. ¿Para qué? Ya nada tiene remedio.

Se levanta sin despedirse. Los ojos azules me miran con tristeza y compasión. Trato de sonreír y recojo la carta. El altoparlante:

—...le départ de son vol numéro 707... Paris, Gander, New York et México... priés de se rendre à la porte numéro 5.

Tomo mis cosas, me arreglo la boina y bajo a la puerta de salida. Llevo la bolsa y el estuche en las manos y el pase entre los dedos, pero logro, entre la puerta y la escalerilla del avión, romper la carta y arrojar los pedazos al viento frío, a la niebla que quizá los lleve hasta el lago donde te zambullías, Juan Luis, en busca de un espejismo.

viernes, 11 de septiembre de 2015

LEYENDA (Jorge Luis Borges)


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto

y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se

sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera

de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que

aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de

Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió

que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

--¿Tú me has matado o yo to he matado? Ya no recuerdo, aquí estamos juntos

como antes.

--Ahora sé que en verdad me has perdonado --dijo Caín--; porque olvidar es

perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

--Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

PASEO NOCTURNO (Rubem Fonseca)


Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Saqué los autos de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo se dio cuenta de que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

PINTADA ESTÁ MI CASA (Saiz de Marco)

¿Y eso de que cada tres años te toque presidir la comunidad de vecinos? ¿Y la manía de alguna gente, de escribir en las paredes? No sé cual de las dos cosas me revienta más. Y lo peor es cuando se juntan. Vamos, que tuve que llamar a una empresa especializada en borrar grafitis. Cobran lo suyo, pero trabajan bien. Echan unos ácidos en la pared y la dejan limpia. Estuve con ellos mientras borraban las pintadas y, entre escritos y dibujos, contamos diecisiete. Había de todo: palabras obscenas, garabatos, eslóganes… Todas las fueron borrando. Hasta que llegamos a una que, con letra pequeña, decía: No tengo todo lo que amo, pero amo todo lo que tengo. Y les dije a los operarios: -Bien, ésta vamos a indultarla. O sea, que la dejamos puesta.

Primero me miraron extrañados pero, después de leer la frase, yo creo que me entendieron.