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jueves, 29 de octubre de 2015

BANDADA DE TIJERAS (Francisco Javier Irazoki)

Fue a finales de los años cincuenta del siglo XX. Mi hermana, en medio de un paisaje verde, lloraba mientras recorría un camino de tierra. Enseguida me describió las burlas padecidas en el colegio. Ella se expresaba en el euskera que nuestros padres nos enseñaron, y sus compañeros se reían. Para que yo no sufriera, me hizo aprender sin ira el castellano y sentí que con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí el muro detrás del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo o Luis Cernuda me regalaron libertades. Comprendí que aquel refugio significaba igualmente una apertura.

Al poco tiempo, la democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas apartados por el franquismo. Entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que defendían la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío íntimo. Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas.

lunes, 26 de octubre de 2015

EROS Y TÁBANOS (Carmela Greciet)

-Llévame a los acantilados- le pidió su novia al empleado de la funeraria.

Él, complaciente, arrancó el coche fúnebre y atravesaron la ciudad rumbo a la costa.


Ya habían rebasado las afueras, cuando ella se quitó la blusa:


-Te espero ahí detrás- dijo, pasando entre los asientos. A la luz del atardecer sus senos oscilaron como dos frutos cálidos.


Durante las obligadas esperas del trabajo, había ido él desgranando con disimulo ramos y coronas de los difuntos transportados aquel día, dejando la carroza funeraria convertida en un lecho de flores.

Ahora, en el retrovisor, mientras ascendían por las estrechas carreteras, la contempló allí tendida, desnuda toda ya, sonriente, bellísima, con sus largos cabellos esparcidos..., pero cuando llegaron a lo más alto vio con sorpresa que a ella se le mudaba el gesto y empezaba a gritar dando manotazos:


-¡Tábanos, hay tábanos! – se podía oír su zumbido oscuro y pegajoso.


De inmediato, paró el coche y se bajó con intención de abrir el portón trasero para liberarla, pero sólo pudo esbozar un ademán ridículo en el aire, pues se había olvidado de echar el freno de mano y el vehículo con ella dentro se le estaba yendo, se le había ido ya, de hecho, ladera abajo.


Y aunque corrió detrás para alcanzarla, apenas tuvo tiempo de ver tras el cristal su bello rostro aterrado y, después, al fondo del abismo de la noche, contra las rocas del acantilado, aquel estallido colosal de fuego y flores.

sábado, 24 de octubre de 2015

LA TRAMA (Jorge Luis Borges)

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

LA ESTRATEGIA DEL GENERAL (Tomás Eloy Martínez)


No había sido jamás un hombre de paciencia, y sólo porque la ropa que le probaban era su ropa de muerto aceptó el general Pacheco que lo encorsetasen con alfileres e hilvanes. En la mísera trastienda de la sastrería, entre maniquíes destripados e hilachas de lienzo, el general sentía que la estrecha cápsula de aire dentro de la que había vivido en los últimos tiempos (ese vago cilindro de atmósfera oxigenada que se achicaba y agrandaba según la tensión de sus nervios) había quedado reducida al mínimo tamaño de una aureola en torno de la piel: tenía la exacta medida del uniforme que Simón y su ayudante estaban probándole.

Protestó contra el largo excesivo de la chaqueta, descubrió que dos de los ojales estaban desalineados, supuso que los pantalones eran más anchos de lo que pedía el reglamento y cuando Simón le demostró, centímetro en mano, que estaba equivocado, adujo que el centímetro de la sastrería tenía las medidas confundidas, para sosegar a los incautos. Serafina, la mujer del general, reclamó que entallaran un poco más la chaqueta, pero Simón sostuvo que ceñía el abdomen con todo respeto, y el general acabó dándole la razón. No quería que, una vez acomodado en el ataúd, pareciera embarullado por la grasa. Prestó especial atención a los dibujos de las palmas doradas en el borde de las mangas y en el cuello de la chaqueta. Las comparó con los dibujos del catálogo que había pedido a la Sastrería Militar y encontró algunas economías en el laberinto de las hojas. Simón adujo que el hilo de oro había sido insuficiente.

Eso me pasa por acudir a chapuceros -dijo el general Pacheco-. Debí haber encargado el traje a Buenos Aires.

-No te hubiera dado tiempo -reflexionó Serafina-. Tienes demasiadas pretensiones para morirte.

Hacía ya meses que el general venía preparándose para la muerte. En la ociosidad de Santa María, había examinado con serenidad su condición mortal y había llegado a la conclusión de que efectivamente moriría. Durante algún tiempo, había desechado sucesivas fórmulas para esquivar el accidente de morir, aplicando los cálculos de probabilidades que le enseñaron en la Escuela de Ingenieros. Carecía prácticamente de todo riesgo de inmortalidad. Había llegado a pensar que si todo nacimiento es una mera consecuencia del azar, si él había podido acceder al mundo porque sus antepasados habían ido zafándose a tiempo de pestes o duelos fatales, de guerras y matrimonios inconvenientes; si su nacimiento era el cabo final de infinitas fortunas, por qué no podía haber en el azar otro resquicio idéntico que invirtiera los términos y le permitiera no morir: uno de esos relámpagos que se abren repentinamente en el destino como las grietas en la pared, algo que le permitiera adelantarse o retroceder cada vez que la muerte se le ponía por delante. Combatir a la muerte con su voluntad de no morir.

La primavera había despejado el viento de las calles de Santa María, y las tormentas de polvo empezaban a marchitarse. El general y Serafina salían por las tardes a ver cómo el polvo iba volviéndose amarillo, y luego sucumbía, encorvado, sobre el lecho seco del río. Desde hacía tiempo no se animaba a salir ya, por temor a que el camino hacia Tucumán adelantara su enfrentamiento con la muerte. No es que fuera temeroso: es que había una cuestión de orgullo en el combate. Se había lanzado a él aplicando lo que sabía de estrategia: esperar a la muerte por los flancos, sortearla con un movimiento del cuerpo, en fin. Por fin había creído encontrar la manera de demorarla un poco: la carta robada, en fin. Si se ponía a esperar la muerte como si ésta hubiera pasado ya, era posible que la muerte se confundiera y lo olvidara. Fue a mediados del invierno, una tarde en que despreciaba los mates cebados por Serafina, cuando cayó en la cuenta de que la muerte era una ceremonia para la que nadie se preparaba. Las madres recibían a los recién nacidos con el ajuar bien provisto, las novias organizaban sus equipos de matrimonio, pero con la muerte nada: por no pensar en ella, los hombres permitían que los acometiera de sorpresa. Y así perdían fatalmente.

Habían pasado veinte años desde su retiro, y el general no había hecho nada útil, ni siquiera útil para sí mismo. El casamiento de una sobrina con el hijo del comandante en jefe le había valido las palmas de general cuando su mediocridad, decían las juntas de calificaciones, lo hubiera condenado a ser desahuciado. Le concedieron un oscuro destino de oficinista: el comando de una región militar, la de Tucumán, donde el mando de tropa era ejercido por un teniente coronel y él debía contentarse con disponer que columnas de expedientes burocráticos fueran y volvieran de sus oscuros destinos. Sabía de antemano que ese premio consuelo no iba a durarle demasiado. Cuando al fin lo retiraron, algunas empresas le ofrecieron funciones más o menos confusas en sus directorios. Era la costumbre, y todo ocioso general en retiro acababa más o menos del mismo modo, golpeando las puertas de ex funcionarios o condiscípulos más afortunados para que favorecieran con sus decretos los designios de la firma que lo había asalariado. Pero el general Pacheco ni siquiera tenía estómago para ser eficaz en esas comisiones de influyente. De manera que al cabo de otro año opaco, lo enredaron en la empresa con explicaciones sobre reducción de personal y el general comprendió que debía marcharse.

El doble fracaso lo demolió. No tenía quebrantos ni dificultades económicas. Serafina lo había dejado sin hijos y era una mujer que compensaba la frialdad en la cama con sus modestas exigencias para la vida. De manera que los muchos años de frugalidad le habían permitido al general mantener un departamento en Tucumán y construirse una espaciosa casa colonial en el valle de Santa María, cerca del río. Las expresiones de lástima por sus fracasos con que empezaron a atenderlo sobrinos y allegados lo ahuyentaron de la capital. Fue entonces cuando Serafina, que sufría de asma crónica, le sugirió que sus bronquios necesitaban el aire seco y fuerte de Santa María para salir adelante. Al salir de Tucumán, el general metió en el baúl del automóvil un óleo del combate de San Lorenzo que lo había acompañado en todos sus destinos, un ejemplar encuadernado de los reglamentos militares, la Vida de Napoleón por Ludwig, el tratadoDe la guerra de Clausewitz, y la fotografía dedicada del comandante en jefe. Supo que esas posesiones eran lo que más le importaba en el mundo, y llevarlas consigo a un viaje de veraneo tenía un significado preciso: ambos, el general y Serafina no tenían intención de regresar nunca.

En Santa María, el general alcanzó la felicidad de descubrir que todas las cosas eran como parecían. Advirtió que toda su vida había seguido un rumbo equivocado: que se había movido entre motines e intrigas de palacio, deliberaciones sobre los inevitables infortunios de los gobiernos regidos por civiles y le había tocado pronunciar discursos en cuyo significado no creía. Había ido siguiendo la zigzagueante línea de los acontecimientos políticos: de pronto se encontraba elogiando la democracia o encareciendo las virtudes de la revolución cuando en verdad no le importaban una ni otra. Sólo se sentía dichoso en la remota penumbra del hogar, contemplando el progreso de los días y los secretos verdes que rumiaba la naturaleza. Había llegado a su punto por un secreto instinto de colocarse siempre al lado de los vencedores, por intuir a quién correspondería la victoria. Pero no había tomado jamás la delantera. Había sido un subordinado obediente, adicto a la disciplina, con el exacto don (o disposición) de mando que exigían los reglamentos. Que no le pidieran imaginación, porque la palabra lo asustaba.

En Santa María, no había personaje más ilustre que él. El intendente inventaba pretextos para visitarlo, y cada vez que el general iba al club social a jugar a los dados, los sábados por la noche, siempre encontraba algún comedido que le cedía su puesto en la mesa de juego. Sobraban las mujeres dispuestas para ayudar a Serafina en el cuidado de la casa, abundaban los vecinos que llamaban a su puerta para ofrendarle una ollita de mote, humitas, empanadas o dulce de cayote. Se le enmohecían los alfajores de capia y las tortas de turrón en la despensa, pero no se atrevían a deshacerse de ellos por temor a que los que se los habían obsequiado, siempre tan pendientes de lo que hacían, husmeasen en los tachos de basura. La única diversión que se permitió para sí solo fue una mesa de arena en la galería del fondo. Sobre ella dispuso montañas iguales a las que se veían desde la aldea, dibujó las sinuosidades del río y organizó con paciencia, ayudándose con las casitas para armar que traía el Billiken, un pueblo cuyo diseño era casi idéntico al de Santa María, con sus almacenes de abastecimientos, la torre de la iglesia, la comisaría y la terminal de ómnibus. Luego, sobre la mesa, con los ejércitos de plomo que había ido comprando sigilosamente en la juguetería, imaginaba ataques por sorpresa de fuerzas enemigas: inventaba guerras de provincia contra provincia, incursiones de guerrilleros contra vecinos pacíficos, y luego, luchas de civilizaciones contra civilizaciones: imaginaba que los soldados rojos eran hordas de marxistas que agredían la calma de la patria, y se ingeniaba para colocar los cañoncitos y las defensas de tal manera que sus victorias fueran inevitables. Así pasaba los días. Poco a poco fue descubriendo que la vida tenía un sabor más dulce que el de los cuarteles. Podía cambiar a su antojo el nombre de las cosas, bautizar de nuevo a los árboles y a los monumentos históricos, descubrir sonidos nuevos en la lengua de todos los días. Cuando Serafina estaba de buen humor, ensayaba con ella: “No trumes asona el rumo que va a lisársete el zope”, decía, para insinuarle que el pollo había estado demasiado tiempo en el horno y podía quemársele. Pero luego, cuando advertía que la invención era tímida y respetuosa en exceso de la sintaxis convencional, buscaba nuevos modos de enredar a las palabras: “Fruma que asmante, Finita”, declamaba, o bien: “Asa tu asma ni te amo”. La mujer trataba en esos percances de quitarse al general de encima como podía.

“Dejame en paz, Anselmo”, se le zafaba. “Por falta de tiempo, no me supiste hacer mujer cuando estabas en servicio. Ahora que te has jubilado, aprende por lo menos a no aburrirme.”

Al general le había resultado siempre intolerable que Serafina le echara la culpa de su frigidez, y había buscado confirmar su hombría en otros brazos más tolerantes. Pero en el cuartel había ido dándose cuenta, ya de muchacho, de que era demasiado veloz en los abrazos amorosos, y de que se declaraba satisfecho apenas empezaba el juego. “Ejaculatio precox“, había dictaminado un oficial de sanidad, una noche de borrachera. El general, sin saber muy bien lo que significaba el latinajo, lo había dormido de una trompada, por si acaso la frase quería insinuar que era un maricón.

Una mañana, cuando estaba en la mesa de arena conduciendo una emboscada contra tropas irregulares de Bolivia que habían avanzado sobre Santa María luego de sucesivos ataques en cuña, un tiro mal calculado de cañón, hecho por la retaguardia de sus tropas, derribó su efigie de plomo, que simulaba observar las escaramuzas desde una hondonada del cerro. El general quedó paralizado por la sorpresa, como si la bala del cañón lo hubiese derribado de veras, y no oyó las voces de protesta de Serafina porque la sopa se enfría y ya es hora de que te olvidés de la milicia, Anselmo Pacheco, que no te ha dejado más felicidad que la de tu miserable jubilación. El repentino fogonazo de la muerte sumió al general en una meditación que duró semanas. Siempre había creído que no había otro más allá que el de la memoria de los hombres, y aunque confusamente, sabía que su rastro era débil, apenas una oscura huella en el agua frívola de Serafina. Se dio a pensar entonces en la desatención con que los hombres aguardaban a la muerte, por temor a que la mera invocación de su nombre fuera suficiente para atraerla. Esa noche, en el club social, cuando el panadero arrancó a los dados una generala servida, el general deslizó, tanteando:

-Sacar una generala servida es más difícil que encontrar la inmortalidad.

Funes, el médico, que estaba siempre alerta a cualquier tema de discusión, le pescó la intención al vuelo.

-¿Cómo dice, mi general? Con todo respeto, creo que se está equivocando muy fiero. Cinco dados iguales lanzados de una sola vez pueden salir dos veces en una noche, o nunca. No son un desatino. Pero todavía no se ha visto a nadie que le esquive el cuerpo a la muerte, aparte de Dios.

-Yo no estoy de acuerdo -dijo el general, frenando el cubilete en el aire-. Lo que me parece es que todavía nadie se ha animado a intentarlo en serio. Hemos aprendido a prolongar la vida, con las zonceras de la medicina. Pero no a conservarla para siempre. Yo, que he sido un alumno muy aplicado de la Escuela Técnica, sé perfectamente que no hay ley de la física o de la biología que no pueda ser violada. La muerte es un fenómeno que se produce en el tiempo. Toda la gracia consiste en adivinar su golpe: en descubrir a tiempo cuándo llegará. Y estar alerta para adelantársele o para retrasarse.

De vuelta para su casa, luego de haber dilapidado doscientos pesos en la mesa de juego, el general tuvo la primera vislumbre de su inmortalidad: advirtió que la muerte, como el nacimiento, era una pura cuestión de ceremonia. No durmió. Tampoco se atrevió a confiarle su idea a Serafina, porque jamás había hablado con ella de las cosas que eran verdaderamente importantes.

Se levantó muy temprano, hojeó como todos los días el manual de Clausewitz, hizo un poco de gimnasia, y apenas abrieron las tiendas se apersonó al sastre.

-¿Podría conseguir un catálogo de la sastrería militar? -le preguntó. Quiero que me haga cuanto antes un uniforme de gala.

-¿Van a nombrarlo ministro, general? -preguntó el sastre.

-No sea zopenco. Estoy preparándome para mi entierro.

El sastre recobró el aliento y empezó a ponderar su inexperiencia. Nunca había hecho un uniforme de oficial, y tenía temor de enredarse con las charreteras, de confundir los hilos dorados, de no acertar con las guardas de los pantalones.

-¿Por qué no se hace un viajecito a Tucumán? -sugirió-. Son solamente tres horas de automóvil.

-Si me voy, no vuelvo -dijo el general-. Y para lo que estoy buscando, necesito esperar a la muerte aquí.

-Mande las medidas y pida que le envíen el uniforme por encomienda.

-¿Cuándo ha sabido que un general de la Nación haga eso? Usted es el sastre de Santa María. Si no es capaz de hacerme un uniforme, lo mejor será que se mude para otro pueblo y ceda su lugar a una persona más competente.

El sastre prometió que haría lo que pudiese.

lunes, 19 de octubre de 2015

TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO (Julio Cortázar)

Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: “Te reservaba esta sorpresa”, dice el procónsul. “Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador”. Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. “Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal del mundo!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. “¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente Licas. “Mejor que eso”, dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse”. Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.
“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”, dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: “Sonia acaba de irse”.
Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: “Hola”, su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: “Soy yo”, dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. “Sonia acaba de irse”, dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.
“Ah”, dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces —el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír— ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está perdido”, piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.
“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?” “Sí”, dice Jeanne, “se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando el teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “Sonia acaba de irse”. Vacila antes de agregar: “Probablemente estará llegando a tu casa”. A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. “No mientas”, dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. “No era una mentira”, dice Roland. “Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora”. Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: “¿La estación del Norte?”
Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o nunca”, dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”, dice el procónsul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy duro”, a repetido Sonia, “pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad”. Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”, dice Jeanne, “ahora ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un largo silencio. “¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne. “Por favor”, dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?” La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jeanne, “entonces, tú...”
Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate bien”, explica Licas a su mujer, “se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo había dicho”, grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. “La suerte lo ha abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por favor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne. “Mintiendo, claro, engañándome una vez más”. Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar”, dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos”. Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”, dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. “No vengas nunca más, Roland”. El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas tonta”, aconseja Roland, “mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos”. Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. “No perdió tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el bolso y una revista. “Hasta mañana, Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. “¡Basta de dictar esos números idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.
Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.
“No es frecuente”, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio”.
Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.
“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia. “Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice. “Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha”. “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose coñac. “Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma”. Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. “Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. ”Soy tan feliz“, dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. ”No lo digas“, murmura Roland, ”uno siempre piensa que es una amabilidad“. ”¿No me crees?“, ríe Sonia. ”Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos“. Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.

domingo, 11 de octubre de 2015

LA COSECHA (Amy Hempel)

El año en que empecé a decir florero en vez de ties­to, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente.
El hombre no sufrió ninguna herida cuando el otro coche chocó contra nosotros. El hombre, al que había conocido hacía una semana, me sujetaba en el asfalto de una manera que daba a entender que era mejor que yo no me viese las piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, y sabía también quemiraría si él no me lo impidiese.
El frontal de su ropa estaba manchado con mi sangre.
—Tú te pondrás bien, pero este jersey está para tirar a la basura —me dijo.
El miedo al dolor me hizo gritar. Pero no sentía dolor alguno. En el hospital, después de que me pusieran unas inyecciones, supe que había dolor en la habitación…, sólo que no sabía de quién era ese dolor.
Una de mis piernas necesitó cuatrocientos puntos de sutura. Cuando se lo contaba a la gente, se convertían en quinientos, porque nunca nada es tan malo como podría serlo.
Los Cinco días que tardaron en saber si podrían salvarme la pierna o no los alargaba a diez.
El abogado era el único que usaba esa palabra. Pero no llegaré a esa parte hasta dentro de un par de párrafos.
Hablábamos del físico, de lo importante que es. Crucial, diría yo.
Creo que el aspecto físico es crucial.
Pero aquel tipo era abogado. Se sentaba en una silla de plástico que acercaba a mi cama. Lo que él entendía por físico era lo que valdrían ante un tribunal de justi­cia los daños ocasionados en mi físico.
Me atrevería a jurar que al abogado le gustaba decir tribunal de justicia. Me contó que había tenido queexa­minarse tres veces antes de poder ingresar en el colegio de abogados. Me dijo que sus amigos le regalaron unas tarjetas espléndidamente impresas, con las letras en re­lieve, pero que donde tenía que poner Abogado ponía Abogado Por Fin.
Había conseguido a esas alturas tantas indemniza­ciones, que yo no podría aspirar ya a convertirme en azafata de vuelo. El hecho de que a mí nunca se me hu­biese ocurrido convertirme en tal cosa era, según él, algo legalmente irrelevante.
—Hay otro asunto —me dijo—. Tenemos que ha­blar de la cuestión de la nubilidad.
Lo normal era que yo hubiese salido con un ¿nubi­qué?, aunque sabía, desde que lo mencionó, lo que sig­nificaba aquello.
Yo tenía dieciocho años, así que le dije:
—En principio, ¿no podemos hablar de parejabi­lidad?
El hombre al que conocía de una semana ya no iba a yerme al hospital. El accidente le hizo volver con su mujer.
—¿Crees que el físico es importante? —le pregunté al hombre antes de que se marchase.
—Al principio no —me contestó.
En mi vecindario hay un individuo que era profesor de química hasta que una explosión le destrozó la cara y se la dejó descarnada. Lo que queda de él va siempre muy bien trajeado de oscuro y con zapatos abrillantados. Cuando va a la ciudad universitaria lleva un maletín. «Qué consuelo», decía su familia y la gente. Hasta que su mujer cogió a los niños y se largó.
En el solárium, una mujer me enseñó una fotogra­fía: «Éste era el aspecto que tenía mi hijo antes.»
El anochecer lo pasaba yo en la zona de diálisis. A nadie le importaba que estuviese allí siempre y cuando hubiera un sillón libre. Había un televisor de pantalla panorámica que era mejor que el de la sala de rehabili­tación. La noche de los miércoles veíamos un programa en el que unas mujeres vestidas con ropa cara apare­cían en decorados lujosos y juraban destruirse entre sí.
A mi lado se sentaba un hombre que sólo pronun­ciaba números de teléfono. Si le preguntabas cómo se sentía, contestaba: «924-3130». 0 bien: «757-1366». Nos imaginábamos lo que esos números podrían indicar, pero la verdad es que nadie le echaba cuenta.
A veces, a mi otro lado se sentaba un chico de doce años. Tenía unas pestañas espesas y oscuras debido a la medicación que tomaba para la presión arterial. Era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como cosechasen un riñón —porque era ése el verbo que empleaban ellos: «cosechar».
La madre del chico rezaba por los conductores bo­rrachos.
Yo rezaba por hombres que no fuesen demasiado exquisitos.
«¿No somos todos —pensaba yo— la cosecha de al­guien?»
Transcurrida una hora, una enfermera de planta empujaba mi silla de ruedas y me devolvía a la habita­ción.
—¿Por qué veis esa basura? —me preguntaba—. ¿Por qué no me preguntáis cómo me ha ido el día?
Antes de acostarme, hacía quince minutos de ejerci­cios con una pelota de goma. Uno de losmedicamentos estaba agarrotándome los dedos. El médico decía que tendría que tomarlo hasta que no pudiese abotonarme la blusa: una figura retórica para alguien que sólo lleva­ba un camisón.
—Obras de caridad —decía el abogado.
Se desabotonó la camisa y me mostró el lugar en que un acupuntor le había masajeado el pecho con ja­rabe de cola, le había clavado cuatro agujas y le había dicho que la cura verdadera eran obras de caridad.
—¿La cura de qué? —le pregunté.
—Eso es irrelevante —me contestó
Tan pronto como supe que me pondría bien, estuve se­gura de que me había muerto y no lo sabía. Me pasaba los días como una cabeza cercenada que logra terminar una frase. Ansiaba el momento de librarme de mi vida aparente.
El accidente tuvo lugar al atardecer, así que era en ese tramo del día cuando me afloraba con más fuerza esa sensación. El hombre al que había conocido la semana anterior me llevaba a cenar cuando ocurrió todo. Nos dirigíamos a un restaurante en la playa, en una ba­hía desde la que se divisaban las luces de la ciudad. Un sitio desde el que se veía toda la ciudad sin tener que oír su bullicio.
Mucho tiempo después, fui a aquella playa sola. Yo conducía el coche. Era el primer día bueno de playa. Llevaba puestos unos pantalones cortos.
En la orilla me desenrollé la venda elástica y fui me­tiéndome en el agua sin vacilar. Un muchacho, contra­je de submarinista, se quedó mirando mi pierna. Me preguntó si me lo había hecho un tiburón. Había avis­tamientos de tiburones blancos a lo largo de aquella franja de costa.
Le contesté que sí, que me lo había hecho un ti­burón.
—¿Y vas a volver a meterte en el agua?
—Voy a volver a meterme en el agua —le contesté.
Cuando cuento la verdad omito muchos detalles. Me pasa lo mismo cuando escribo una historia. Voy aem­pezar a contar lo que omití de «La cosecha», y quizá empieces a preguntarte por qué tuve que omitirlo.
No hubo ningún otro coche. Sólo hubo un coche: el coche que me embistió cuando yo iba de paquete en la motocicleta de aquel hombre. Pero hay que tener pre­sente lo incómodo que resulta pronunciar todas esas sí­labas: motocicleta.
El conductor del coche era periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, recién licenciado y acudía a una reunión de trabajo para cubrir la información relativa a una amenaza de huelga. Si hubiese dicho que yo era por aquel entonces estudiante de periodismo, es algo que tal vez no habrías admitido en «La cosecha».
Durante los años que siguieron, cada vez que abría el periódico buscaba la firma de aquel periodista. Fue él quien sacó a la luz los entresijos del Templo del Pueblo, lo que tuvo como consecuencia la huida de Jim Jones a la Guayana. Después cubrió la noticia del suicidio ma­sivo que tuvo lugar en Jonestown. En la sala de juntas del San Francisco Chronicle, a medida que el número de víctimas iba elevándose hasta llegar a novecientas, las cifras eran anunciadas como si aquello fuese una mara­tón benéfica de donaciones. Entre los cientos de vícti­mas, un letrero clavado en la pared decía: CHÚPATE ÉSA, JUAN CORONA.*

En la sala de urgencias, lo que le sucedió a una de mis piernas no requirió cuatrocientos puntos de sutura, sino poco más de trescientos. Exageré el número antes incluso de empezar a exagerarlo, porque es verdad que nunca nada es tan malo como podría serlo.
Mi representante legal no era ningún abogado-por fin. Era socio de uno de los bufetes de abogados más antiguos de la ciudad. Nunca se desabotonó la camisa para enseñarme las marcas de acupuntura, ya que él ja­más hubiera hecho una cosa así.
«Nubilidad» era el título original de «La cosecha». El daño ocasionado a mi pierna fue considerado cosmético, aunque hoy, quince años después, sigo sin poder arrodillarme. La noche antes del juicio llegamos a un acuerdo por el que yo recibiría una indemni­zación de casi cien mil dólares. La compañía asegurado­ra del periodista subió doce dólares con cuarenta y tres centavos mensuales.
Hubo quien insinuó que me había frotado la pierna con hielo, para exagerar las cicatrices, antes de levantar­me la falda ante el tribunal, tres años después del acci­dente. Pero no había hielo alguno en el juzgado, de modo que no tuve ocasión de someterme a aquella prue­ba moral.
El hombre de una semana, el dueño de la motoci­cleta, no estaba casado. Pero, al creer tú que tenía mu­jer, ¿no tenía que hacer yo algo? ¿Y no me lo merecía?
Después del accidente, aquel hombre se casó. La chica con la que se casó era modelo. («¿Crees que el físico es importante?», le pregunté a aquel hombre antes de que se marchara. «Al principio no», me respondió.)
Además de ser una belleza, la chica valía su peso en oro. ¿Habrías admitido en «La cosecha» que la modelo fuese también una rica heredera?
Es verdad que nos dirigíamos a cenar cuando ocu­rrió el accidente. Pero ese lugar en donde podías ver todo sin tener que oír nada no era una playa en la bahía. Era la cima del monte Tamalpais. La cena la llevábamos nosotros y subíamos por la serpenteante carretera de montaña. Ésta es la versión que contiene una ironía per­fecta, así que no te importará si digo que, durante los meses siguientes, desde mi cama del hospital, tuve una visión espectacularmente ominosa de aquella montaña.
Habría añadido otra parte a la historia si alguien hubiese podido darle crédito. Pero, ¿quién se la habría creído? Yo estaba presente y no me lo creía.
La tercera vez que entré en el quirófano, hubo un intento de fuga en el Centro de Adaptación de Máxima Seguridad, contiguo al pabellón de los condenados a muerte, en la prisión de San Quintín. GeorgeJackson, apodado El Hermano Soledad, un joven negro de veinti­nueve años, sacó una pistola del calibre 38 que le habían pasado de matute, gritó: «Esto se acabó», y abrió fuego. Jackson cayó abatido en el tiroteo, así como tres guar­dias y dos presidiarios que ejercían de camareros lleván­doles la comida a los demás reclusos.
Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a cinco minutos en coche del HospitalMann General, de modo que trasladaron allí a todos los guardias heridos. El traslado de los heridos lo realizaron tres cuerpos diferentes de policía, incluyendo la policía de carretera y los ayudantes del sheriffdel Condado de Mann, fuertemente armados.
Policías con rifles fueron apostados en el tejado del hospital. También los había en los pasillos, desde donde indicaban mediante gestos a los pacientes y a las visitas que regresaran a su habitación.
Cuando me sacaron del posoperatorio, a última hora del día, vendada desde la cintura hasta los tobillos, tres policías y un sheriff armado me cachearon.
En las noticias de aquella noche, mostraron algunas imágenes del motín. Sacaron a mi cirujano hablando con los periodistas, a los que indicaba, con un dedo en la garganta, cómo le había salvado la vida a uno de los guardias cosiéndole una brecha que iba de oreja a oreja.
Lo vi en la televisión y, dado que se trataba de mi médico, que los pacientes del hospital estamos ensimismados y que yo estaba drogada, pensé que el cirujano hablaba de mí. Pensé que decía: «Bueno, ella ha muerto. Se lo estoy comunicando en su propia cama.»
La psiquiatra que me atendió a petición del ciruja­no me aseguró que esa sensación era normal. Me dijo que las víctimas de un trauma no asimilado creen a me­nudo que están muertas y que no lo saben.
Los grandes tiburones blancos que se deslizan por las aguas cercanas a mi casa atacan de una a sieteperso­nas al año. Su presa principal es el abulón. Teniendo en cuenta que el medio kilo de abulón cuesta treinta y cin­co dólares, y que su precio sigue subiendo, el Ministerio de Pesca confía en que los ataques de tiburones no mer­me la población de abulones.

viernes, 9 de octubre de 2015

HOMBRE DE POCA FE (Rafael Baldaya)


Observó al fin Tomás la marca de los clavos en las manos del Maestro. Introdujo los dedos en la herida de su costado. Y, cuando al fin parecía que iba a rendirse a la evidencia, preguntó:

-¿Cómo sé que no es una sugestión: un engaño de mis sentidos? ¿Cómo sé que no es una alucinación mental? 


Los demás discípulos lo miraron escandalizados. Y Tomás, como intentando disculparse, añadió:

-¿Qué culpa tengo yo de, aun queriendo estar seguro, no poder estar seguro?

El Maestro también miró a Tomás, pero sin ninguna extrañeza. Y no le dijo nada.

miércoles, 7 de octubre de 2015

CÓMO SE SALVÓ EL MUNDO (Stanislaw Lem)


En cierta ocasión, el constructor Trurl fabricó una máquina que sabía hacer todas las cosas cuyo nombre empezaba con la letra ene. Cuando ya la tuvo lista, le ordenó, para probarla, que fabricara unas navajas, que las metiera en necesers de nácar y que las tirara en una nansa rodeada de neblina y llena de nenúfares, nécoras y nísperos. La máquina cumplió el encargo sin titubear, pero Trurl, todavía no del todo seguro de su funcionamiento, le dio la orden de fabricar sucesivamente nimbos, natillas, neutrones, néctares, narices, narigueras, ninfas y natrium. La máquina no supo hacer esto último y Trurl, muy disgustado, le exigió una explicación de ese fallo.

-No sé de qué se trata -se justificó la máquina-. Nunca he oído esa palabra.

-¿Qué dices? ¡Pero si es sodio! Un metal, un elemento…

-Si se llama sodio, empieza con s y yo sólo sé hacer lo que empieza con n.

-Pero en latín se llama natrium.

-Amigo Trurl -dijo la máquina-, si yo supiese hacer todas las cosas que empiezan con n en todas las lenguas posibles, sería una Máquina Que Lo Sabe Hacer Todo en El Alfabeto Entero, porque no hay cosa cuyo nombre no empiece con n en alguna de las lenguas del mundo. ¡Hasta aquí podríamos llegar! ¡No puedo ser más sabia de lo que tú mismo habías programado! Del sodio, ni hablar.

-Está bien -accedió Trurl, y le mandó hacer una nebulosa. La hizo enseguida, no muy grande, pero muy nebular. Entonces Trurl invitó a su casa a Clapaucio y le mostró la máquina, cuyas extraordinarias cualidades y aptitudes alabó y ensalzó tanto, que finalmente Clapaucio se puso nervioso sin que se le notara y pidió permiso para hacer él también algún encargo a la máquina.

-Con mucho gusto -dijo Trurl-, pero la cosa tiene que empezar con n.

– ¿Con n? -dijo Clapaucio-. De acuerdo. Que haga todas las Nociones Científicas.

La máquina rugió y la plaza delante de la casa de Trurl se llenó en un momento de una muchedumbre de científicos que discutían, se pegaban, escribían en unos libros gruesos, otros les quitaban esos libros y los hacían pedazos, a lo lejos se veían hogueras en las que se asaban unos mártires de Nuevas ideas, en varios sitios se oían extraños ruidos y se veían humaredas en forma de seta; todo aquel gentío hablaba a la vez, de modo que no había manera de entender una sola palabra, y componía al mismo tiempo memorias, comunicados y otros documentos, y, en medio de aquel caos, bajo los pies de los gritones, unos ancianos solitarios escribían algo sin cesar con letra menuda sobre unos jirones de papel.

-¿Qué te parece? -exclamó Trurl, lleno de orgullo- ¡No me negarás que es la fiel imagen de las Nociones científicas!

Clapaucio, sin embargo, no se dio por satisfecho.

-¿Este gentío escandaloso tiene algo que ver con la ciencia? ¡No, la ciencia es una cosa muy diferente!

-¡Explícaselo a la máquina, y te lo hará en el acto! -gritó Trurl, enfadado. Pero, como Clapaucio no sabía qué decir, manifestó que si la máquina resolviera satisfactoriamente dos problemas más, reconocería que su funcionamiento era correcto. Trurl accedió a esto y Clapaucio dijo a la máquina que hiciera unos negativos.

-¡Unos negativos! -exclamó Trurl- ¿Qué quieres decir con eso?

-¿No lo entiendes? Es como lo contrario de las cosas -contestó con mucha calma Clapaucio-. Como si volvieras las cosas al revés. No finjas que no lo comprendes. ¡Venga, máquina, a trabajar!

Pero la máquina ya llevaba un buen rato funcionando. Primero hizo antiprotones, luego antielectrones, antineutrinos, antineutrones y no paró de trabajar hasta que hubo creado gran cantidad de antimateria, la cual empezó a formar lentamente un antimundo, parecido a una gran nube de extraño brillo.

– Pse – dijo Clapaucio displicente -, ¿eso son los negativos? Bueno, digamos que sí… para evitar discusiones… Pero ahora viene el tercer encargo. ¡Máquina! ¡Tienes que hacer Nada!

Durante un buen rato, la máquina ni se movió. Clapaucio empezó a frotarse las manos con júbilo, cuando Trurl dijo:

-¿Qué pasa? Le ordenaste no hacer nada, por lo tanto no hace nada.

-No es cierto. Yo le ordené hacer Nada, que no es lo mismo.

-Tienes cada cosa… Hacer Nada y no hacer nada viene a significar lo mismo.

-¡No, hombre, no! Ella tenía que hacer Nada y no hizo nada; de modo que gané yo. La Nada, mi sabihondo colega, no es una vulgar nada, producto de la pereza y la falta de acción, sino una Noexistencia activa, una Carencia perfecta, única, omnipresente e insuperable.

-¡Estás fastidiando a la máquina! -gritó Trurl, pero en aquel momento sonó como una campana de bronce la voz de aquélla:

-¡Olvidad vuestras rencillas en un momento como éste! Sé muy bien lo que es la Noexistencia, el Noser o la Nada, puesto que empiezan por la letra n. Haríais mejor contemplando por última vez el mundo, ya que pronto no existirá…

Las palabras se helaron en la boca de los enfurecidos constructores. La máquina estaba haciendo en verdad la Nada, eliminando sucesivamente del mundo una serie de cosas, que dejaban de existir tan definitivamente como si no hubieran existido nunca. Ya había suprimido natagüas, nupaidas, nervorias, nadolas, nelucas, nopieles y nedasas.

Hubo momentos en que se podía pensar que en vez de reducir, disminuir, echar fuera, eliminar, anular y restar, aumentaba y añadía, ya que liquidó sucesivamente los negativos de buen gusto, mediocridad, fe, saciedad, avidez y fuerza. Sin embargo, se veía alrededor de la máquina y de los dos constructores un vacío cada vez más pronunciado.

-¡Ay! -exclámó Trurl-. Ojalá no termine mal todo esto…

-¡Qué va! -dijo Clapaucio-. Date cuenta de que la máquina no está haciendo la Nada General, sino sólo la Noexistencia de todas las cosas que empiezan por n. Verás que no pasa nada, esta máquina tuya no vale gran cosa.

-Eso es lo que tú te crees -replicó la máquina-. Es cierto que he comenzado por lo que empieza por n porque estoy más familiarizada con ello, pero una cosa es hacer algo y otra, muy distinta, eliminarlo. En cuanto a eliminar, no tengo limitación por la sencilla razón de que sabiendo hacer absolutamente todo lo que empieza por n, hacer la Noexistencia de cualquier cosa es para mí coser y cantar. Dentro de muy poco no existiréis, ni vosotros dos ni todo lo demás; de modo, Clapaucio, que te pido te des prisa en reconocer que soy verdaderamente universal y cumplo las órdenes correctamente. Dilo ahora mismo porque pronto será demasiado tarde.

-Pero es que… -balbució Clapaucio, asustado, dándose cuenta de que, realmente, desaparecían no solamente las cosas que empezaban por n, que dejaron de rodearlos cambucelas, sirlentas, vitropas, grismelos, rimundas, tripecas y pimas.

-¡Para! ¡Para! ¡Anulo mi orden! ¡Ya no quiero que hagas la Nada! -gritaba a todo pulmón Clapaucio; pero, antes de que la máquina se detuviera, desaparecieron todavía grisacos, plucvas, filidrones y zamras. Luego la máquina se detuvo por fin. El mundo tenía un aspecto aterrador. Lo que más sufrió fue el cielo: apenas se veían en él unos pocos puntitos de estrellas. ¡Ni rastro de las preciosas grismacas y guadolizas que hasta entonces habían adornado el firmamento

-¡Grandes cielos! -exclamó Clapaucio-. ¿Dónde están las cambucelas? ¿Dónde mis queridísimas murquías y suaves pimas?

-No las hay y no las habrá nunca -contestó la máquina sin inmutarse-. Cumplí o, mejor dicho, empecé a cumplir tus órdenes y nada más…

-Yo te ordené hacer la Nada, y tú…, tú…

-O eres tonto, Clapaucio, o lo finges muy bien -dijo la máquina-. Si yo hiciera la Nada de un golpe, todo dejaría de existir, no sólo Trurl y el cielo y el Cosmos y tú, sino incluso yo. Entonces ¿quién podría decir, y a quién, que la orden ha sido cumplida y que soy una máquina diestra y hábil? Y si nadie se lo dijera a nadie, ¿cómo yo, que ya no existiría, podría oír las justas palabras de encomio que merezco?

-Bueno, bueno, de acuerdo, no hablemos más de ello -dijo Clapaucio-. Ya no te pido nada, máquina preciosa, sólo te ruego que vuelvas a hacer murquías, porque sin ellas la vida carece de encanto para mí…

-No puedo, no sé hacerlas porque su nombre empieza con m -dijo la máquina-. Puedo, si quieres, reproducir los negativos de gusto, saciedad, conocimiento, amor, fuerza; solidez, tranquilidad y fe, pero no cuentes conmigo para la fabricación de cosas cuyos nombres no empiecen con n.

-¡Pero yo quiero que haya murquías! -chilló Clapaucio.

-Pues no las habrá -dijo la máquina-. Y tú hazme el favor de echar una ojeada al universo. ¿Ves que está lleno de enormes agujeros negros? Es la Nada que colma los abismos sin fondo entre las estrellas, penetra todas las cosas y acecha, agazapada, cada jirón de la existencia. ¡Es obra tuya y de tu envidia! No creo que las generaciones venideras te lo agradezcan…

-Tal vez no lo sepan… Tal vez no se den cuenta… -farfulló Clapaucio, blanco como una hoja de papel, mirando espantado el vacío del cielo negro sin atreverse a soportar la mirada de su colega.

Dejó a Trurl sólo con la máquina que sabía hacer todas las cosas cuyo nombre empezaba con n, volvió a hurtadillas a su casa y el mundo sigue hasta hoy día todo agujereado por la Nada, tal como quedó cuando Clapaucio detuvo la aniquilación que había encargado. Y como no se logró construir una máquina que trabajara con otras letras, es de temer que nunca más volverán a haber cosas tan maravillosas como las pimas y las murquías.

lunes, 5 de octubre de 2015

PECADO ORIGINAL (Luz Olier)

No me ha quedado mal la luz que acaricia las montañas y tiñe de dorado la arena del desierto; ni los saltos de agua que se rompen en nubes de espuma y aplacan el calor sofocante de la selva. Me gusta el vuelo de las águilas y el graznido de las gaviotas y el arrullo de las palomas torcaces y el salto de la pantera sobre su desprevenida presa. Pero sobre todo me encanta él, erguido, astuto, soñador: mi creación más conseguida. Tiene la mirada perspicaz y las manos hábiles. Es capaz de idear una trampa para cazar liebres y de caminar durante horas solo para contemplar cómo el sol se sumerge en el mar.

Ha elaborado un lenguaje y se pierde en soliloquios que nadie responde. Le he proporcionado una voz profunda, cálida. Hay veces que se tumba al pie del árbol prohibido a la espera de que se produzca algún fenómeno. Las noches sin luna da vueltas en su lecho de musgo y se duerme llorando. Le he preguntado el porqué de su tristeza y su respuesta ha sido sorprendente. "Estoy solo", me ha dicho. ¿Solo? Está rodeado de distracciones que he creado para él. Puede nadar en los ríos, correr junto a las gacelas, disfrutar con los cantos de mil pájaros. Pero él repite: Estoy solo.
Está bien. He cedido. Le he ideado un ser complementario y estoy muy satisfecho. Entre los dos podrán elaborar juegos, que les proporcionarán goces muy intensos, y hablar hasta quedarse afónicos. El nuevo ser es más frágil, pero también más armónico y suave. Posee dotes de seducción, es sagaz, curioso y pícaro. También a este ser le he dicho que no puede acercarse al árbol prohibido y me ha dejado asombrado su reacción. "¿Por qué?", me ha preguntado. Por supuesto ni me he molestado en contestarle.

No lo entiendo. Han comido del árbol. Los dos. El primero dice que la culpa es del segundo, y el segundo se ha inventado una historia tan absurda que no merece la pena ni tenerla en cuenta. Ha relatado con todo lujo de detalles que ha sido una serpiente la que les ha inducido a comer la fruta prohibida. ¿Es que desconfía de mi inteligencia? ¡Estoy indignado! Les he puesto de patitas en la calle. No acepto la desobediencia y mucho menos la mentira. Se han marchado con una mano delante y otra detrás. Y el segundo ser no ha dejado de protestar ni un momento. ¡Valientes desagradecidos!

viernes, 2 de octubre de 2015

VICTORIA VEGANA CONTRA DINOPOLLO (Carmen Redón)


DinoPollo USA, la empresa internacional de comida rápida elaborada con carne de dinosaurio debe retirar de su carta los menús "Extinct Chicken XXL", "Caesar Drumsticks 40 pieces" y "BBQ DinoCostis". La medida se hará efectiva a partir del 20 de junio de 2050. Con la prohibición del dinopollo como alimento apto para el consumo humano las acciones de la empresa han caído en picado.

"Los dinosaurios no son comida" reza el cartel de Marcus Parsley, instigador del movimiento vegano contra la compañía alimenticia. El comúnmente denominado “dinopollo" es en realidad un apatosauro, un herbívoro del período jurásico que ha sido traído a la vida gracias a las técnicas regenerativas del Genlab, Toronto. "Nos horroriza que una compañía pueda comprar la patente de un bondadoso ser extinto para convertirlo en comida basura" denuncia el activista.

Un niño regordete llora y patalea ante un mostrador cerrado de DinoPollo. Su madre se muestra indignada. "Debemos aceptar la realidad: nuestra gran nación está superpoblada y los dinopollos podían satisfacer las necesidades alimenticias de las nuevas generaciones", afirma estrujando los mofletes de su hijo mientras recibe el abucheo de varios manifestantes.

"No es simplemente una acción anti carnívora. Está en duda que podamos digerir una proteína de hace eones sin que suframos efectos secundarios”, nos comenta la nutricionista Sarah Bennet. “Además, cada uno de estos menús contiene más del triple de las calorías que se necesitan a diario". De hecho, en 2049 la compañía patentó los asientos "Isquiosaurios" llamados así por su tamaño extra grande y para no herir la sensibilidad del 70% de los obesos mórbidos que forman parte de su clientela diaria.

"Mi sueño de un parque temático se malogró cuando descubrimos que tenían un sabor estupendo", lamenta Jeremiah Ashcroft el multimillonario fundador de DinoPollo USA mientras se abrocha una americana de piel de reptil. "La gente ya no se maravilla por nada, su hambre de conocimiento se ha convertido en hambre a secas". Una lágrima recorre su mejilla mientras un camión que iba directo al matadero libera una estampida de apatosaurios que crean desperfectos incalculables en el corazón de Denver, Colorado.

SIEMPRE CONTIGO (Javier Martínez)

Ella permanecía sola, de pie inerte mirando a través del ventanal de pequeños cristales cuadrados. El cielo la miraba con ojos grises y ganas de llorar, recordaba la primavera pasada cuando el día les pedía disculpas al marcharse, regalándoles un hermoso color naranja. 

Bajo el susurro del viejo olivo su cabeza descansaba sobre su hombro, los planes de unir sus vidas en un futuro próximo acaparaban toda su conversación, de la cual también quiso formar parte la guerra que se instaló en medio de los dos. 

–Señora, ya está aquí. 

Sin dejar de mirar por la ventana asintió. Ella lo esperaba allí, de pie, inerte desde hacia varias horas. La espaciosa sala olía a flores silvestres como le gustaba a él. 

Por un instante giró la cabeza y miró la taza de té humeante que era lo único que parecía tener vida allí. 

La caja de caoba oscura entraba por la puerta de dos hojas, que abrieron de par en par para la ocasión. Cuatro hombres del pueblo la cargaban por los asideros en forma de aldabas. Dentro el cuerpo de su amor sin vida. Entre altos candelabros descansaron el ataúd al que arropaba una bandera. 

–Gracias, déjenme sola por favor. 

Una última mirada a su amor y un sorbo de té mientras le sonreía. El arsénico la llevaría suavemente de vuelta sus brazos.