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jueves, 28 de mayo de 2015

¿DÓNDE ESTÁS? (Leila Guerriero)


La veo. No sé cómo, pero la veo. Sobre el escenario, a dos metros de donde estoy, un hombre canta una canción que nunca escuché antes y, mientras siento que los pies se me contraen como garras oscuras, que las uñas se me hacen pedazos, la veo. Mi madre con veintiuno, con veintidós años, su pelo negro aferrado por una peineta de carey, sus piernas fabulosas, riendo en una plaza, riendo rodeada de palomas, riendo con sus anteojos pop de sol azules enormes, los pómulos iluminados por una luz de leche clara, mirándome a mí, de un año apenas, de dos. Mi madre que no sabe la vida que tiene por delante, la muerte que tiene por delante, los hijos que tiene por delante, mi madre en esa ciudad de la que se irá pronto y en la que no volverá a vivir jamás, joven, fuerte, feliz, mi madre que no sabe que décadas después llorará sobre los restos de comidas tristes, que tendrá una hija impiadosa, que vivirá rodeada de dragones. La veo -con su minifalda de lana de color violeta, con su abrigo largo, con sus botas altas- peinarme con delicadeza, decirme así es como se hace el pan, y así es como se teje una bufanda, y así es como se hacen las tortas, y así es como alguien se entretiene en los días del invierno, y así es como se hace un ojal, y así es como se levanta un ruedo, y así es como se pinta un banco de madera, y así es como se recogen hojas de la parra, y así es como se hace un dulce, y así es como dispone un ramo de jazmines, sin decirme nunca nada, nada importante (cómo se ama sin aniquilar, cómo se perdura sin cansancio), y entonces, sobre el escenario, el hombre termina de cantar y dice que escribió esa canción cuando aún no tenía hijos —“cuando aún no sabía cómo era la vida con ellos”—, y todos aplauden, y yo aplaudo para no gritar o para no morirme o las dos cosas.

martes, 26 de mayo de 2015

UNA VENDETTA (Guy de Maupassant)


La viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en una pobre casita de los alrededores de Bonifacio. La población, construida en un saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el estrecho erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro lado, la rodea casi enteramente una cortadura de la costa que parece un gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las lanchas pescadoras italianas o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio.

Sobre la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso terrible en que no se aventuran los barcos grandes.

El viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete por el estrecho, cuyos dos bordes destruye.

La casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y desolado.

Allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la raza de los perros de ganado, y que servía al joven para cazar.

Una tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás Rovalati, que aquella misma noche huyó a Cerdeña.

Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no lloró, pero se quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el cadáver y juró vengarlo.

No quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró acompañada de la perra, que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el cuerpo de su hijo, con la mirada fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo.

El joven estaba tendido de espaldas, vestido con su chaqueta de paño grueso, que se veía desgarrada en el pecho: parecía dormir, pero se veía sangre por todas partes: sobre la camisa rota para la primera cura, en el chaleco, en el pantalón, en la cara, en las manos; cuajarones de sangre se le habían quedado entre la barba y los cabellos.

La madre se puso a hablarle; al oír su voz la perra se calló.

-Yo te vengaré, hijo mío; duerme, duerme, descansa, que serás vengado, ¿entiendes? ¡Tu madre te lo promete! Y ya sabes que cumple siempre sus promesas.

Después se inclinó sobre él, poniendo sus labios fríos sobre los labios del muerto. Entonces "Vigilante" se puso a dar unos aullidos largos, desgarradores, horribles.

Así siguieron los dos, la mujer y el animal, hasta por la mañana que enterraron a Antonio Savarini, y ya nadie se acordó de aquello en Bonifacio.



No había dejado ni hermanos, ni primos, ni ningún pariente que pudiera vengarlo; sólo su madre. Así pensaba la anciana, mirando sin cesar un punto blanco de la costa, que era un pueblecillo sardo, llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos. Éstos poblaban aquella aldea delante de las costas de su patria, y allí esperaban el momento de volver. En aquella aldea se había refugiado Nicolás Rovalati.

Siempre sola y sentada delante de la ventana, la anciana pensaba en su venganza. ¿Cómo la llevaría a cabo, enferma y casi al pie del sepulcro? Pero lo había prometido, lo había jurado al cadáver; no podía olvidarlo y no podía esperar. ¿Qué haría? No dormía ninguna noche, ni tenía sosiego ni reposo. La perra, echada a sus pies, la miraba, y a veces levantaba la cabeza y ladraba. Desde que su amo no estaba allí, no hacía otra cosa.

Una noche que "Vigilante" parecía llamar a su amo, la anciana tuvo una idea salvaje, vengativa, feroz; lo meditó hasta la mañana, y cuando fue de día se fue a la iglesia. Allí, de rodillas, pidió a Dios que la ayudara y sostuviera, dándole fuerzas para vengar a su hijo.

Volvió a su casa y ató a la perra con una cadena; el animal aulló todo el día y toda la noche, y la anciana sólo le dio agua, nada más que agua.

Pasó el día, y la perra, extenuada, dormía; por la mañana tenía los ojos relucientes, el pelo erizado, y tiraba sin cesar de la cadena.

La anciana no le dio de comer, y la perra, furiosa, ladraba sin cesar, y así pasó otro día y otra noche; a la mañana siguiente, la Savarini fue a casa de un vecino a rogar que le dieran un costal de paja. Cogió un traje viejo que había sido de su marido, lo rellenó hasta que pareció ser un cuerpo humano, y luego lo clavó en un palo delante del sitio donde la perra estaba encadenada. Después le puso una cabeza de trapos.

La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja y callaba, aunque la devoraba el hambre.

Entonces la vieja se fue a buscar en casa del carnicero un gran pedazo de morcilla negra, volvió a su casa y la puso a asar. "Vigilante", enloquecida, estaba echando espuma con los ojos fijos sobre el embutido.

La vieja hizo con el asado una corbata al hombre de paja, y se la ató bien fuerte; después soltó a la perra.

De un salto formidable, el animal alcanzó la garganta del maniquí, y con las patas sobre los hombros se puso a desgarrarlo. Cuando arrancaba un pedazo se bajaba y se lanzaba luego por otro, metiendo su hocico entre las cuerdas y arrancando los pedazos de morcilla.

La vieja, inmóvil, miraba con los ojos brillantes; después volvió a atar a la perra, la hizo ayunar otros dos días y volvió a repetir aquel extraño ejercicio.

Durante tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquella comida conquistada a mordiscos. Ya no la ataba; pero con un gesto la hacía lanzarse sobre el maniquí. Le había enseñado a desgarrarlo, a devorarlo, hasta cuando no tenía la comida en el cuello. Luego le daba como recompensa la morcilla asada.

Desde que veía al maniquí, "Vigilante" se estremecía y miraba a su ama, que le decía:

-¡Anda! -con una voz aguda y levantando el dedo.

Cuando lo juzgó oportuno, la Savarini confesó y comulgó un domingo con mucha devoción, y luego se puso un traje de hombre y se embarcó en la barca de un pescador, que la condujo al otro lado de la costa, acompañada de su perra.

Llevaba en un saco un gran pedazo de asado que le hacía oler a la perra, la cual hacía dos días que ayunaba.

Entraron en Longosardo, y acercándose a una panadería, preguntó por la casa de Nicolás Rovalati. Éste, que era de oficio zapatero, trabajaba en un rincón de su tienda.

La vieja empujó la puerta y dijo:

-¡Eh, Nicolás!

Él se volvió, y entonces, soltando la perra, dijo:

-¡Anda! ¡Anda! ¡Come! ¡Come!

El animal, enloquecido, se lanzó y lo mordió en la garganta. El hombre tendió los brazos y rodó por tierra; durante algunos segundos se retorció, golpeando el suelo con los pies; después quedó inmóvil, mientras "Vigilante" le apretaba el cuello, que luego arrancaba en pedazos.

Dos vecinos recordaron después haber visto salir de la casa del muerto a un pobre viejo con un perro que comía unos pedazos negros que le daba su amo.

Por la tarde la vieja volvió a su casa, y aquella noche durmió muy bien.

ÁRBOLES DE HOJA CADUCA (Saiz de Marco)


Es verdad, señor guardabosques, que me pareció injusto. No es para menos: las raíces, el tronco y las ramas seguirán viviendo, pero yo (simple hoja) moriré en otoño. A simple vista es indignante. Ramas, raíces y tronco nacieron antes que yo y, aun así, me sobrevivirán cuando yo caiga. Por eso le importuné clamando justicia. Lo que desconocía es que no está en su mano igualarnos por arriba: alargar mi vida y concederme el mismo trato que a ellos. Y la solución que usted me ofreció (igualarnos por abajo) no me gusta. No digo que al principio no me tentase: talar el árbol entero en otoño, arrancarlo de raíz cuando las hojas caigamos. Pero luego he pensado que nada gano con eso. Y, aunque me duela mi breve existencia, no debo sufrir porque otros me sobrevivan. Así que no, señor guardabosques, no hace falta que cambie nada. Permítales a ellos ver los inviernos que yo no veré; y en cuanto a mí, en vez de suspirar por mi infortunio, me deleitaré bebiendo el sol de cada día.

lunes, 25 de mayo de 2015

LA MUERTE DE LA ESTADÍSTICA (Sebastián Beringheli)

«Murió», anunció alguien, con el rostro macilento de quien ha pernoctado en una silla de hospital.

Murieron muchos aquella noche.

Algunos en accidentes, otros tras una larga enfermedad. Hubo asesinados, atragantados, quemados, asfixiados, infartados, suicidados. Hubo tipos lo suficientemente necios como para morir ancianos. Hubo muertos que no nacieron, que nunca lloraron; y otros que tomaron la precaución de morir sin que sus cuerpos fueran hallados.

Y hubo entierros, claro, y la rigurosa parafernalia de los velorios, donde los vivos se alegran secretamente de no ser ellos los velados.

No es que nos guste la muerte. Ninguno de nosotros adora a la Parca, ninguno admite sus ritos, sus ceremonias, sus vagas convenciones.

Tampoco nos gustan los cementerios, aunque erremos entre las tumbas como una muda procesión de sombras.

Sentimos un vivo rechazo por los muertos pero asistimos con obsesiva puntualidad a sus entierros. Conocidos o no, seguimos las huellas de sus caravanas, el rastro lacrimógeno de sus deudos, como una jauría de perros ariscos que ladran a cualquier cosa que tenga ruedas.

No es que nos guste la muerte pero la preferimos a la fría matemática, a la estadística.

Los números no mueren realmente asi como ninguna muerte es completa si se la reduce a cifras o frecuencias.

No importa cuántos hayan muerto anoche; cientos, quizás, o miles. Ninguna cifra es exacta. Ningún número, por escandaloso que sea, provoca el mismo llanto, esa sincera indignación contra Dios, que una sola historia con nombre propio.

sábado, 23 de mayo de 2015

LA CAMINATA DE ÖDÖN VON HORVATH (Lydia Davis)

Ödön von Horváth caminaba cierto día por los Alpes bávaros cuando descubrió a cierta distancia del camino, el esqueleto de un hombre. El hombre había sido, evidentemente, un alpinista, puesto que llevaba una mochila. Von Horvath abrió la mochila, que estaba casi como nueva. Dentro encontró un suéter y otra ropa; una pequeña bolsa con lo que había sido comida alguna vez; un diario; y una postal de Los Alpes bávaros, lista para ser enviada, que decía: "Lo estoy pasando maravillosamente".

miércoles, 20 de mayo de 2015

¿QUÉ ES LO VERDADERAMENTE IMPORTANTE? (Sagar Prakash Khatnani)


Existía en la Antigua India un muchacho ambicioso y con el firme deseo de prosperar. Se había esposado desde muy joven con una mujer cariñosa e inteligente y tenía tres hijos. A pesar de ser padre, no era más que un adolescente inquieto, incapaz de olvidar sus sueños, sus deseos de grandeza y sus anhelos más profundos que le hacían despreciar las pequeñas alegrías, los gozos familiares y los lazos con sus seres queridos. Todo ese amor le parecía dado, algo natural e inherente a su vida, nada especial. Él lo que deseaba era el oro, el poder, el honor, que su nombre quedara grabado en la Historia. ¿De qué servía su trabajo fatigoso en el campo? ¿A dónde le llevaba la monotonía indolente de los días? La vida era corta, fugaz y se estaba escurriendo entre sus manos como el agua; si no se aventuraba ahora, jamás lo haría. Un buen día tomó la férrea decisión de marcharse en busca de un futuro mejor. Prometió a su esposa enviarle dinero en cuanto estuviese en disposición de ello, sin faltar jamás a las responsabilidades para con sus hijos, pero
debía “hacer lo que su corazón le decía que era correcto”. Su mujer era sabia, sabía por la determinación en sus ojos que no cejaría hasta ver cumplido su sueño. Ella lo amaba y por eso lo dejó marchar.

Nuestro muchacho se perdió, se enredó en el camino de los hombres, se arrastró por los bajos fondos y tomó algunos atajos, lentamente ascendió con trabajo y astucia, con ambición y deseo desmedido. Tanto se alejó que, poco a poco, olvidó a su familia, a su esposa y a sus hijos. Todos quedaron atrás como la nube gris de una tormenta lejana que deseara evitar. Para ser justos, siempre cumplió con su deber, les envió cuánto tenía, pues aunque ambicioso no era egoísta. Quizá por ello, no todo estaba perdido para él.

Pasaron los años y las primeras canas brotaron de sus cabellos, las arrugas surcaron su rostro como cauces sedientos y su mirada se volvió antigua y nostálgica. Lo cierto es que a pesar de tanto esfuerzo nuestro muchacho no había logrado ascender demasiado: lo habían engañado, le habían estafado y en muchas ocasiones había invertido en malos negocios o bien no había sabido materializar sus intenciones. Sea como fuere, lo cierto es que el muchacho, una vez más terminó trabajando como campesino para unthakur. Labraba la tierra de otro hombre cuando tenía la suya propia, allá lejos, en su hogar, pensaba amargamente. Pero, ¿cómo volver? Había desperdiciado su juventud y los años gloriosos de su vida corriendo tras el dinero, perdiendo lo más valioso que tenía: su tiempo. ¿Qué le diría a su esposa e hijos? Una noche, lloraba desesperado sobre una roca del camino, cuando un sadhu que pasaba por ahí lo escuchó lamentarse en la oscuridad y se acercó compadecido. Cuando el muchacho le confió el relato de su tortuosa vida, el sadhu rió con fuerza, como restando importancia a sus pesares, metió la mano en su morral y sacó de pronto un enorme zafiro azul, que destelló como una llama en mitad de la noche. “Encontré esta piedra en el camino, toma”, le dijo con alegría. “Aquí tienes todo cuánto has deseado en tu vida. Ahora ve y se feliz”. Nuestro muchacho, que ya no era tan joven, temió que se tratase de un ardid, intentó rechazarlo asustado, pero luego experimentó el aguijón de la ambición y lo tomó en sus manos con agradecimiento, incapaz de creer en su suerte.

Aquella noche, cuando volvía a su choza, estaba ardiente de deseo, vendería aquella gema por varias sacas con monedas de oro: se construiría un palacio, se codearía con grandes comerciantes, nawabs y hasta con el maharajá, dormiría con las cortesanas más hermosas y quizá hasta contrajese nuevo matrimonio. Dejaría de mirar atrás, olvidaría su antigua familia. Aquella era su oportunidad de ser feliz. Y sin embargo, se sentía vacío, jamás habría pensado que la felicidad fuese tan triste. Lo asaltaron sombríos pensamientos: ¿de qué servía vagar solo en el mundo? ¿Cuándo se había vuelto tan mezquino? Durante toda la noche estuvo dando vueltas sobre su catre, pensando una y otra vez en el sadhu. Antes del amanecer, incapaz de conciliar el sueño, se levantó para ir tras él. Recorrió las callejuelas en la oscuridad, llegó hasta las afueras del pueblo y siguió alejándose, buscándolo con desesperación. Necesitaba pedirle algo más, no le bastaba con el zafiro. Caía una ligera llovizna con olor a tierra húmeda, y en medio de la noche lo encontró: el sadhu seguía caminando hacia el horizonte. Se acercó implorándole con las dos manos: “Te lo ruego, comparte conmigo tu riqueza”. El sadhu lo miró afligido: “Te he dado todo cuánto tenía” Pero nuestro muchacho lloraba amargamente, avergonzado. “No me refiero a esta piedra”, le dijo con hondo pesar, “me refiero a la riqueza que te ha permitido desprenderte de semejante tesoro”. El sadhu lo miró sonriente. Amanecía después de mucho tiempo: “Mi riqueza consiste en apreciar lo que se tiene”, le reveló. El muchacho, que ya estaba en la juventud de la vejez, despertó por fin de su largo ensueño, se levantó candoroso y cogiendo los pequeños ahorros que tenía, volvió aquel día a su hogar y pidió perdón. Su mujer le esperaba en la puerta, sabía que un día volvería, y más aún porque había sido ella quien había enviado ese sadhu para hacerle comprender la mayor lección de todas: que lo verdaderamente importante es el amor. La gema no era más que un cristal y el sadhu no más que un titiritero, pero la lección era cierta.

miércoles, 13 de mayo de 2015

EL RÍO (Flannery O’Connor)


El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.
—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.
—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.
Estaba en bata de dormir y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:
—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que tomar el tranvía dos veces —dijo ella.
Él fue otra vez al dormitorio a traer dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.
—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo sacudiendo el abrigo del chico.
—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.
Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.
Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del tocadiscos.
—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.
—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?
—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría haberlo pintado.
—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.
Una voz apagada dijo desde el dormitorio:
—Tráeme una bolsa de hielo.
—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?
—No lo sabemos —contestó él en voz baja.
—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.
—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.
Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.
El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera que la saquen.
—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.
La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:
—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!
—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.
La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.
—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.
Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.
—El día va a aclarar más tarde dijo ella—. Ésta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.
El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.
—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?
El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.
—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.
Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.
—Ahora sopla —dijo.
Y el niño sopló.
—Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.
El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con voz soñolienta—. Sólo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado cómo te llamas.
El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.
—Bevel —dijo.
La señora Connin se separó de la pared.
—¡Qué coincidencia! —dijo—. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!
—Bevel —repitió el chico.
Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.
—Ya verás cuando te lo presente —dijo—. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.
El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.
—Ahora está en el hospital —dijo ella—. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! —murmuró ella—. ¡Bevel!
Se acercaron a las vías del tranvía.
—¿Me curará? —preguntó el niño.
—¿Qué te ocurre?
—Tengo hambre.
—¿No has desayunado?
—No tuve tiempo de tener hambre —dijo el chico.
—Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos —dijo ella—. Yo también tengo hambre.
Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.
—Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.
Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, sólo ellos y el conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió allí. Poco después se quedó dormido.

martes, 12 de mayo de 2015

EL INFIERNO TAN TEMIDO (Juan Carlos Onetti)


La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo "Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva", cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.

-Esta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la columna.

El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: "Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado". El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.

Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.

Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.

-Hola -dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.

Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. "Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer".

-Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.

Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras, volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.

Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.

Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.

Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.

Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.

La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de espaldas.

Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.

Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.

-Bueno -dijo en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.

(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)

Volvió a protegerse antes de mirar: "Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido".

En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía "Recuerdos de Bahía".

En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.

Cuando Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.

Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.

-Todo -insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.

En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al trigo.

La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.

La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error propicio.

En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.

Solo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.

Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.

En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.

-Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.

Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había comprendido nunca. Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.

Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.

Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.

La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano -ahora Teatro Municipal de Santa María- subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.

De modo que el juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord, estremeciéndose y murmurando para toda la sala: "Tal vez... pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás", también era aceptado en El Rosario. Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.

La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.

Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada. En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:

-Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.

Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.

Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.

Así que solo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.

Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso.

Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves -porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.

Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.

-Bueno; ahora te vestís otra vez -dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.

Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.

Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.

Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.

Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.

-No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.

Era aquel un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.

Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.

Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella- la destrucción, la paz definitiva de la nada.

Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.

Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.

La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.

-De hombre a hombre -dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: "Para ser donada a la colección Risso", o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.

Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.

La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.

-Comprenderás que después de esto... -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás -repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.

Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.

Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.

Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella. Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.

-Recordando que él hacía Hípicas -contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.

viernes, 8 de mayo de 2015

LA INSIGNIA (Julio Ramón Ribeyro)


Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”.

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: “Aquí tenemos libros de Feifer”. Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: “Feifer estuvo en Pilsen”. Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: “Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga”. Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.

–Es usted nuevo, ¿verdad? –me interrogó, un poco desconfiado.

–Sí –respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia–. Tengo poco tiempo.

–¿Y quién lo introdujo?

Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.

–Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…

–¿Quién? ¿Martín?

–Sí, Martín.

–¡Ah, es un colaborador nuestro!

–Yo soy un viejo cliente suyo.

–¿Y de qué hablaron?

–Bueno… de Feifer.

–¿Qué le dijo?

–Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía.

–¿No lo sabía?

–No -repliqué con la mayor tranquilidad.

–¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?

–Eso también me lo dijo.

–¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!

–En efecto –confirmé–. Fue una pérdida irreparable.

Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención.

–Tráigame en la próxima semana –dijo– una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.

Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.

–¡Admirable! –exclamó–. Trabaja usted con rapidez ejemplar.

Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. “Ha ascendido usted un grado”, me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

martes, 5 de mayo de 2015

OTRA VEZ TODO -haikus- (Aitor Suárez)


Tal vez morir
es dejar de ser uno,
de ser sólo uno.

……….

Quizá morir
es volver a ser todo:
otra vez todo.

………..

Cesar de ser
tan sólo uno. Morir.
Todificarse.

………..

Tu yo se acaba
y de nuevo te expandes,
te diseminas.

……….

En ningún sitio,
esto es, en todas partes
luego estaremos.

domingo, 3 de mayo de 2015

EL CRIMEN DE JENSEN (Stieg Larsson)


Jensen se asomó con gran cautela por entre la maleza del bosque y oteó el horizonte. Todo estaba en calma. Nada le hacía pensar que hubiera algún peligro acechándolo, pero, aun así, puso especial cuidado en mantenerse escondido tras el verdor de los frondosos arbustos. Sabía que cualquier medida de precaución era poca. Un solo error y todo terminaría.

A sus espaldas se oían los ladridos de los perros. Aún se encontraban a uno o dos kilómetros, pero él sabía que lo más probable era que le estuvieran estrechando el cerco. Seguro que también había alguna patrulla que le llevaba ventaja y que permanecería oculta hasta que él cayera en sus redes.

El campo continuaba en la más absoluta quietud, pero eso no significaba nada; podrían estar allí perfectamente, agazapados en alguna zanja o tras los arbustos, escudriñándolo todo con atención. Pero también era posible que allí no hubiera nadie.

Jensen tenía que moverse ya; de lo contrario los perros le ganarían demasiado terreno. Le echó una última mirada al campo que se extendía ante él, se agachó y abandonó su escondite. Su primer objetivo era alcanzar unos arbustos que se hallaban a más o menos cien metros. Recorrer esa distancia le llevó unos veinte segundos. Estuvo a punto de tropezar y caerse en un hoyo justo antes de llegar, pero, tras dar unos tambaleantes pasos, consiguió eludirlo. Se camufló entre los arbustos y siguió oteando el horizonte. Ante sus ojos, en diagonal, divisó una zanja y, procedente de algún lugar cercano, pudo oír un débil murmullo de agua. Esa zanja sería su próximo objetivo.

Arrastrándose, avanzó una decena de metros para, acto seguido, levantarse y recorrer el resto del trecho. Tras dar unos cuantos tumbos, se dejó caer, alzó la vista y miró a su alrededor. En el fondo de la zanja había un reguero de agua, pero continuar por allí carecía de sentido: si los de la batida le siguieran el rastro no tendrían más que hacerlo por la corriente de agua. No; eso sólo le haría perder ventaja.

Ahora los ladridos estaban muy próximos y Jensen se dio cuenta de que había perdido un tiempo más que valioso. Aún le quedaban unos setecientos u ochocientos metros hasta el protector matorral que se encontraba en el otro extremo del campo. Se levantó y echó a correr siguiendo el cauce del agua. Pasados unos trescientos metros, la zanja se bifurcaba. Jensen continuó por la parte izquierda, pensando que así llegaría antes al bosque.

De repente resbaló y se cayó, todo lo largo que era, al agua. Tras maldecir su mala suerte, advirtió que el agua fría resultaba todo un alivio para su castigado cuerpo. No llevaba más que unas sandalias, unos pantalones cortos y un fino jersey, de modo que la ropa mojada no le resultó pesada.

Se levantó a toda prisa y echó a correr de nuevo. De pronto la zanja dio un abrupto giro y se desvió de su curso original. Aún le separaban unos cien metros de su objetivo, pero Jensen no tenía otra elección… Trepó valiéndose de sus brazos y puso rumbo al bosque.

Cuando no le quedaban más que una decena de metros, los perros aparecieron en el otro extremo del campo. Y, tras ellos, los cazadores que sujetaban las correas. Lo descubrieron antes de que le diera tiempo a introducirse en la maleza y, dando gritos, indicaron su posición.

Jensen maldijo su mala suerte. Si no hubiera tropezado en la zanja… Ahora que lo habían descubierto, resultaría inútil adentrarse en el bosque sin antes realizar algún movimiento para despistarlos.

Corrió unos doscientos metros paralelamente al confín del bosque asegurándose de mantenerse bien oculto entre los arbustos. Ahora sus perseguidores se moverían en paralelo a él, pensando, sin duda, que se habría internado directamente en el bosque. De todos modos, lo más seguro era que los perros olfatearan su rastro, pero, por lo menos, les habría sacado una pequeña ventaja.

Se adentró en el bosque. Los árboles empezaban a ralear: mal asunto, porque ahora sus perseguidores quizá lo pudieran divisar. Pero no le quedaba más alternativa que continuar corriendo hacia el interior. Su primer objetivo era un riachuelo que sabía que se encontraba en algún lugar de la dirección que había tomado. No conocía demasiado bien la zona, así que no sabía cuánto le quedaría hasta llegar al riachuelo, pero su acorralado cerebro albergaba la esperanza de alcanzarlo antes de que sus perseguidores lo descubrieran. Allí tendría una pequeña oportunidad de quitarse a los perros de encima y posiblemente encontrar refugio al otro lado del río.

Aunque casi no tenía fuerzas, intentó acelerar el paso. Miró una y otra vez a su alrededor, pero no vio a nadie. Tal vez debiera haber mirado hacia delante; una patrulla le había cortado el paso. Cuando descubrió a los hombres ya era demasiado tarde: apenas le dio tiempo a vislumbrar cómo la porra volaba por los aires antes de que le diera de lleno en los ojos y le rompiera el tabique nasal.


Cuando Jensen se despertó, no sintió ningún dolor en la cara. La verdad es que no sentía nada. Advirtió que era incapaz de respirar por la nariz y, a ciegas, comenzó a palparse el rostro. Había perdido la sensibilidad de la cara pero descubrió que sus dedos se habían manchado de sangre coagulada. Jensen comprendió que tenía la cara completamente destrozada; cerrando los ojos, aceptó con toda tranquilidad la situación e intentó que esa extraña niebla que parecía envolverle se disipara. A lo lejos oyó una voz.
—¡Levántate, joder! ¿No me oyes? ¡Levántate!

Alguien le zarandeó con fuerza para luego tirarlo brutalmente al suelo de un empujón. Jensen alzó la mirada. Ante él aparecieron dos hombres vestidos con la típica ropa de los policías, que guardaba cierto parecido con la de un uniforme. Llevaban cascos metálicos. Y de las caderas les colgaban sendas espadas.

Jensen quiso decir algo, pero no consiguió pronunciar ni una sola palabra. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz ronca.

Ya conocía la respuesta.

—¡Levántate! Nos están esperando en la sala del juicio.

Los hombres se agacharon, lo levantaron y se lo llevaron. Jensen no opuso ninguna resistencia; sabía que resultaría inútil.

Un murmullo de voces recorría la sala, unas voces que se transformaron rápidamente en gritos llenos de odio cuando los guardias entraron con Jensen. A empujones, se abrieron camino entre la gente arrastrando al preso hasta un banco donde le obligaron a sentarse. Jensen aún no había alzado la mirada del suelo, pero ahora sí lo hizo. Despacio.

El banco en el que estaba sentado se hallaba frente al elevado estrado del juez. Este era un hombre de unos cincuenta años y de pelo moreno. Observaba a Jensen con una mirada adusta.

Jensen advirtió que estaba recuperando la sensibilidad del rostro y comprendió que pronto le empezaría a doler. Miró a su derecha; allí se encontraba el fiscal, con una apariencia tan seria y desabrida como la del juez. Al lado del fiscal, sentados en un largo banco, había diez hombres. Constituían el jurado. Jensen pudo percibir el odio que desprendían sus penetrantes miradas. Nadie le había asignado al preso un abogado defensor; la verdad era que nadie realizaba ya esa función.

El juez golpeó la mesa con una piedra y las indignadas voces que se oían entre los asistentes cesaron. Jensen los miró; tuvo que girarse ciento ochenta grados para que entraran en su campo de visión. La sala estaba llena y todos los allí presentes lo observaban fijamente y con expectación. Jensen sabía que ya estaba condenado, tanto por el público como por el jurado. Los miembros del jurado llevaban ropa de cierta mejor calidad que los asistentes, que parecían haberse puesto, con prisas, lo primero que habían encontrado: ropa casi hecha jirones, pieles de animales y otros trapos que solo servían para tapar el cuerpo. Como ya no era posible mantener la buena higiene de antaño, en la sala reinaba un hedor casi insoportable.

—El acusado debe mostrar el debido respeto y mirar al tribunal —dijo el juez con voz burlona.

Jensen se volvió y su mirada se topó con la del juez. Luego la desvió.

—El caso contra Michel Jason Jensen del dieciséis de abril del año de gracia de dos mil treinta y seis puede dar comienzo. Se abre la sesión.

El juez se volvió hacia el fiscal y lo miró.

—Póngase en pie el acusado.

Jensen no tuvo que preocuparse de ese detalle porque en el mismo momento en que el fiscal pronunciaba esas palabras, los guardias lo levantaron.

—¿Es usted Jason Jensen, el acusado? —preguntó el fiscal a pesar de saber muy bien que así era.

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste en voz alta!

—¡Sí!

—Jason Jensen: el tribunal de Ámsterdam le responsabiliza de los cargos de los que se le acusa. Estos indican que ha recurrido usted a la práctica de “metódos cientificos” y brujerías semejantes.

Jensen cerró los ojos sintiendo cómo se intensificaban los dolores de su destrozado rostro. Intentó dominarlos concentrándose en otra cosa. Sus pensamientos regresaron al momento en el que todo comenzó.

Jensen había sido médico. Un médico de mucho prestigio, adquirido diez años antes tras realizar una serie de exitosas operaciones. Por aquel entonces vivía en Londres, sumamente contento con su vida. Estaba casado con la mujer a la que amaba y era el feliz padre de una niña; aunque lo cierto es que el parto fue enormemente doloroso para su esposa.

La desgracia ocurrió hacía ya seis años. Algunas veces a Jensen le parecía imposible que las condiciones de vida y la moral del planeta pudieran haber cambiado tanto. La visión que tenían las personas sobre sí mismas y sobre la naturaleza cambió radicalmente.

En el año 2030 existían en la Tierra dos grandes bloques; era prácticamente como si el planeta se hubiese dividido en dos. Cada parte estaba compuesta por personas normales pero con convicciones políticas completamente diferentes. Y cada bando estaba convencido de tener razón y de que el adversario se equivocaba. Ambas partes, cada una por su lado, se habían aliado con una serie de estados afines, uno de los cuales — Inglaterra— era la patria de Jensen. En realidad, a Jensen nunca le interesó la política; esa labor se la había dejado a las personas que mejor la entendían. Así que él se dedicó exclusivamente a la investigación. El equilibrio de fuerzas entre los dos bloques ni le interesaba ni le preocupaba.

Seguramente todo podría haber ido bien. Los políticos podrían haber seguido metiéndose unos con otros en sus encuentros y las NM —las Naciones del Mundo, una especie de organización que abogaba por la unión de los bloques— podrían haber continuado intentando mediar entre ellos. La catástrofe nunca habría ocurrido si los dos bloques no hubiesen insistido en hacerse con grandes cantidades de armas; naturalmente, solo para su defensa, tal y como sostenían sus representantes. El constante rearme y la carrera armamentística efectuados para mantener el equilibrio de fuerzas convirtieron a la Tierra en un lugar cada vez más perjudicial para la salud. La verdad es que hasta un niño se habría dado cuenta de que ese rearme sólo provocaría una catástrofe.

Y la catástrofe llegó. Nadie sabe a ciencia cierta quién inició todo aquello, pero tampoco nadie tenía ya el más mínimo interés en averiguarlo. El invierno acababa de instalarse en Europa cuando las bombas comenzaron a caer. Y aunque la guerra que se desató solo duró unas cuantas horas, afectó a todos los países de la Tierra. Durante ese breve espacio de tiempo los dos poderosos bloques se aniquilaron casi por completo. Algunos de los pequeños estados aliados que se hallaban en el centro del conflicto se vieron prácticamente, en el sentido literal de la palabra, reducidos a cenizas. Uno de ellos era Inglaterra.

Pero, por aquel entonces, Jason no se encontraba en Inglaterra. Había viajado a Holanda, junto a su esposa y su hija, para pasar unas cortas vacaciones. Bien era cierto que Holanda también fue intensamente bombardeada, pero Jensen y su familia se hallaban en una zona que, milagrosamente, se salvó de los ataques.

Sobrevivieron a la corta guerra y también a las penurias de un frío invierno. Es muy posible que si no hubiese sido por ese gélido invierno, las cosas no hubiesen tomado el drástico rumbo que tomaron. Los supervivientes no pudieron protegerse del frío, y los que no murieron de frío lo hicieron de hambre. La carestía que siguió a la guerra fue la impulsora definitiva del nuevo orden.

Durante aquel invierno solo existió una ley: la ley del más fuerte. El fuerte gana, el fuerte sobrevive; los demás mueren. Jensen sobrevivió. Su esposa también, pero el precio que tuvieron que pagar fue el de la vida de su hija. Al llegar la primavera, la gente sintió un inmenso odio por aquellas personas que habían provocado la guerra. Un odio de unas dimensiones tan grandes que prácticamente provocó el nacimiento de una religión centrada en él. Se buscaba a los culpables —si es que aún vivían— y se los mataba implacablemente. Uno podría llegar a pensar que la gente debería haberse dedicado a otras cosas más fructíferas, pero, al parecer, el instinto de venganza era demasiado fuerte.

Sin embargo, ese instinto no se volvió en contra de los militares que lanzaron las bombas y soltaron los gases tóxicos. Tampoco en contra de los políticos que, con sus tejemanejes, provocaron la contienda. No; se volvió en contra de los científicos que fabricaron las armas. Fueron ellos los verdaderos objetos de odio y venganza. Y no se hizo ninguna diferencia entre un científico y otro. Se les dio caza y muerte a todos, sin distinción alguna.

Cuando Jensen se percató de lo que estaba ocurriendo, cerró apresuradamente esa provisional consulta médica que había abierto y huyó. Tras pasar por Midelburgo, Zelanda, huyó a Ámsterdam: un pequeño y humeante montón de ruinas cuya población se había reducido a apenas un millar de habitantes. Allí, el matrimonio llevó una vida discreta y salió adelante con los pequeños trabajos que Jensen pudo encontrar. Así transcurrieron unos años.

Durante ese tiempo, los que sobrevivieron a la guerra empezaron poco a poco a crear unas nuevas leyes; esta vez, con mayor precisión que antes. El hombre volvió a la naturaleza y a vivir completamente de ella. Las leyes propugnaban que la naturaleza prevaleciera sobre todas las demás cosas y que no se realizara ninguna actividad que alterara su equilibrio. Las personas debían cultivar la tierra y vivir de lo que esta les ofreciera. Se prohibió cualquier forma de ciencia o avance tecnológico. Estas ideas se convirtieron de inmediato en la única ley que se acataba en buena parte de Europa. Sin embargo, los contactos entre los continentes fueron escasos, de modo que las cosas no evolucionaron por igual en todos los sitios.

Jensen se adaptó a esa nueva situación. Intentó olvidar que había sido médico y le prohibió a su mujer que ni tan siquiera mencionara el tema, algo que, evidentemente, resultó innecesario ya que ella sabía muy bien lo que ocurriría si la anterior profesión de Jensen se conociera.

Es posible que todo hubiera ido bien —aunque tal vez no sea muy adecuado emplear la palabra ‘bien’ teniendo en cuentas las circunstancias— si la esposa de Jensen no se hubiese quedado embarazada. El parto de su primera hija había sido enormemente complicado y este no lo iba a ser menos. Como era habitual, algunas de sus amigas estaban presentes para asistirla, pero pronto quedó claro que aquello no saldría bien. Era más que probable que la criatura naciera muerta, y casi igual de probable que tampoco la señora Jensen sobreviviera al parto. Jensen, como médico que era, lo tenía claro. Ante tal amenaza, Jensen sacó su maletín negro, que guardaba escondido en el sótano del edificio. Echó a las amigas y ayudó a su mujer a dar a luz realizándole una cesárea. Las amigas de Jensen descubrieron —y comprendieron— lo que Jensen había hecho, lo que selló el destino del médico. Intentó huir. Tras una apresurada despedida de su mujer, se perdió en la noche y logró mantenerse oculto durante dos días antes de ser descubierto y atrapado.

Ese era el crimen que Jensen había cometido y por el que ahora se veía ante el juez.

—Jensen —dijo el fiscal—: el crimen por el que se le acusa es grave. ¿Sabe lo que eso significa si se le declara a usted culpable?

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste con voz alta y clara!

—¡Sí!

—Siéntese, Jensen. Y a partir de ahora hable solamente cuando alguien le dirija la palabra.

El fiscal se volvió primero hacia el jurado y luego hacia el juez. Ahora pronunciaría su discurso acusatorio. Eso ya lo sabía Jensen, como también sabía que el juicio iba a ser bastante corto.
—Señor juez —dijo el fiscal—: hace dos días se presentó una denuncia contra el señor Jensen. En ella se le acusaba de dedicarse a la nigromancia, en concreto a lo que generalmente se llama ‘operación quirúrgica’. La esposa de Jensen se hallaba en la fase final de un embarazo que, por desgracia, parecía estar abocado a un triste y lamentable final. Así que Jensen, según parece, ayudó al parto realizando lo que se conoce como cesárea. Hay testigos que pueden corroborarlo.

—¿El acusado ha confesado? —preguntó el juez.

—No, aún no ha sido interrogado.

El fiscal se dirigió a Jensen.

—¡Jensen, levántese!

Le ayudaron de inmediato a levantarse.

—¿Confiesa que es culpable de la acusación que se le hace? ¿O debemos llamar a los testigos?

—Creo que se han de tener en cuenta mis motivos —tanteó Jensen.

El dolor que sentía en el rostro se había convertido en un terrible tormento. ¡Cuánto le habría gustado tener una inyección de morfina a mano!

—¡Conteste a la pregunta! ¿Le practicó una cesárea a su esposa?

—Supongo que no tengo más remedio que reconocerlo pero hay que entender que se trataba tanto de su vida como de la del bebé.

—¿Entonces reconoce su culpabilidad?

—No considero haber cometido ningún delito.

—¿Pero practicó una cesárea? —¡Para salvar vidas, sí!

Los ojos de Jensen se llenaron de lágrimas a causa del dolor que sentía en su rota nariz. El dolor aumentaba cada vez que tenía que hablar.

—Es suficiente. ¡Siéntese!

—Intente comprender, yo sólo pretendía…

—¡Siéntese!

Le obligaron a sentarse.

—Señor juez: el acusado ha confesado el crimen que se le ha imputado. Ha reconocido haber practicado la magia negra y la brujería.

—Estimado jurado… —prosiguió el fiscal.

Aquellas palabras le parecieron a Jensen una auténtica mofa. Todo el proceso se estaba desarrollando con una enorme corrección formal, y, aun así, no tenía la más mínima oportunidad democrática de defenderse.

—Estimado jurado —repitió el fiscal—: estamos ante un caso que, a mi juicio, no alberga ninguna duda. El acusado ha confesado haber practicado la magia negra y ahora les corresponde a ustedes condenarle. Aunque tal vez solo haya pretendido hacer el bien, no hemos de perder de vista lo que se esconde tras su actuación… ¿Quién sabe qué diabólicos planes tendría? Nuestra ley prohíbe la nigromancia y entregarse al ejercicio de las prácticas científicas, ya que dichas actividades son perniciosas. Entendemos que es la naturaleza la que ha de prevalecer sobre todo lo demás, que nada debe infringir sus leyes. Si la naturaleza hubiese querido que la señora Jensen diera a luz, así lo habría hecho. Y no habría sido necesario que el señor Jensen hubiera tenido que recurrir a la nigromancia.

El abogado hizo una pausa y se secó el sudor de la frente.

Jensen estaba casi a punto de desmayarse de dolor, pero, aun así, se obligó a permanecer quieto y sentado. No porque pensara que le quedaba alguna oportunidad, sino porque tener un arrebato y ponerse a gritar tan solo provocaría que lo amordazaran o que lo echaran de la sala.

—Pero lo más grave del crimen cometido por Jensen no es que haya practicado la nigromancia, sino que la habilidad que ha demostrado hace pensar que lleva mucho tiempo practicándola. ¡Quién sabe los daños que habrá podido ocasionar Jensen con sus brujerías! ¡Y quién sabe la repercusión que estos daños tendrán en el futuro! Estimado jurado: no me queda más que sugerir que se le aplique la pena más severa contemplada por la ley, que, en este caso, como es habitual, es…

Tras una deliberación de dos minutos y dieciocho segundos, el jurado le comunicó su veredicto al juez susurrándoselo al oído. El magistrado adoptó una expresión solemne y adusta y paseó su mirada por entre los asistentes.

—¡Jason Jensen: póngase en pie para escuchar la sentencia! Jason Jensen: con fecha de hoy, el tribunal de Ámsterdam le halla culpable de haber recurrido a la práctica científica. La decisión del jurado es unánime e inapelable. La pena que este jurado le ha impuesto es la más severa que contempla la ley. Jason Jensen: a su crimen le corresponde la pena capital, que se efectuará según el procedimiento habitual. La ejecución se llevará a cabo inmediatamente.

Jensen intentó defenderse.

—Señor juez —dijo—: sólo he actuado siguiendo mis principios.

El juez ignoró el comentario.

—¡Señor juez! —gritó Jensen—: ¿puedo, por lo menos, ver a mi esposa y a mi hija antes de que me ejecuten?

Jensen vio cómo sus protestas, que le quebraron la voz, fueron en vano: unas manos fuertes ya lo estaban sacando de la sala. Quiso oponer resistencia, pero ya no le quedaban fuerzas. Intentó gritar, pero el dolor le recorrió la cara y Jensen acabó por desplomarse como un bulto inerte.

Los guardias se lo llevaron en brazos hasta el patio, donde lo ataron a un poste. Los asistentes, expectantes, los siguieron. El jefe de los guardias hizo un gesto con la mano que dio inicio a la ejecución. Dos hombres con las cabezas tapadas por sendas capuchas negras se acercaron a Jensen. Él los percibió a través de una niebla de color rojo sangre. Tras los dos encapuchados llegaron media docena de hombres más cargando con leña seca y otro material combustible que fueron apilando en torno a Jensen. Cuando tuvieron suficiente madera amontonada, los dos verdugos hicieron una señal. Acto seguido, a cada uno de ellos se les dio una antorcha que emplearon para prenderle fuego a la pira.

El modo de ejecución, en efecto, era igual al empleado en los casos de brujería de la época medieval: ser quemado vivo en la hoguera…

viernes, 1 de mayo de 2015

LA CASA DEL PINO (Francisco Silvera)

Existe un frío brillante que se da algunos días de invierno. El sol está fuera y se aprecia su tacto, pero el aire helado y la temperatura, que pende de una nube para caer con escándalo, rompen toda la mañana limpia. Desde la casa se ve en la lejanía la Sierra; en días claros como éste uno parece volar por los valles, ríos y tierras que transcurren veloces hasta esa serranía que revienta enorme el horizonte. Así es la mañana; y el niño llega y encuentra a su caballo bregando con la muerte, tumbado y el costillar señalado como en un barco podrido de la marisma. El padre no habla, saca su escopeta y le pega un tiro en la frente tranquila, dura, y suena el eco como cayendo por la finca, tan alta, como rodando hasta el río que yace en la vaguada. El niño mira la casa, mira el enorme pino; todo es paz, la sombra mecida de los almendros se mueve sobre los surcos del terruño arado. Ahora hay silencio y ese sol leve, casi muerto pero luminoso, como si fuera el resto de una explosión lenta. El niño se pregunta todo, nada contesta. Entonces se va al coche y pone la radio, buscando entretener su aliento... Volverá años más tarde a la casa del pino y pensará en su caballo... y en su padre.