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viernes, 29 de abril de 2016

LOS CABALLOS DE ABDERA (Leopoldo Lugones)

Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.
Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.
Estas circunstancias habían contribuido también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas.
Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y alimentación.
A son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles.
Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban pábulo al comentario general.
Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre metrópoli.
Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a pesar de todo.
Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho.
Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes no se reprodujo la rebelión.
Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría.
Medianoche era cuando estalló el singular conflicto.
De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado.
Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe.
Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas.
Conmovida de tropeles, la ciudad oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto.
Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla.
Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia.
Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor...
Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros.
El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad a la más insensata destrucción.
Los hombres empezaron a armarse; mas, pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar también.
Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas.
El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio, quedaron acribillados por las saetas de los defensores.
Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, a decir verdad, profundamente trabajadas.
Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque.
Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos.
De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho...
Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban a ceder.
Súbitamente una alarma paralizó a las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo.
Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena.
Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.
Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.
A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas.
En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...?
Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico "¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza.
¡Glorioso prodigio!
Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos.
Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde:
—¡Hércules, es Hércules que llega!

jueves, 28 de abril de 2016

CASA VACÍA (José Luis Morante)

En la casa ya no vive nadie. Solo está la neblina, esos moradores que ayer ocuparon las habitaciones. Bajo la luz tenue del alba, si franqueo la puerta quejumbrosa, escucho su fisiología desperdigada e invisible en pasos, susurros y gemidos. De cuando en cuando callan, como si se hubiesen mudado por unas horas a otro lugar.

Pero siempre regresan. Esta noche olvidaron cerrar la puerta de entrada y apagar luces. Alguien me despertó. No supe qué decir; me siento un extraño ocupando una casa vacía. Ellos me reconfortan y justifican mi presencia: soy quien los sueña.


martes, 26 de abril de 2016

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS (O. Henry)

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad —algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
—¿Quiere comprar mi pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame—. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
—Veinte dólares —dijo Madame sopesando la masa con manos expertas.
—Démelos inmediatamente —dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había registrado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto —tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veinte dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.
A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante cimarrero. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata”, se dijo, “antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”
A las siete de la tarde el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener!
Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
—Jim, querido —le gritó— no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
—¿Te cortaste el pelo? —preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
—Me lo corté y lo vendí —dijo Delia—. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
—¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
—Se está viendo —dijo Delia—. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno —continuó con una súbita y seria dulzura—, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? —preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas —el juego completo de peinetas, una al lado de otra— que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
—¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
—¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
—¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla.
Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
—Delia —le dijo—, olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

lunes, 25 de abril de 2016

LA VENTANA ABIERTA (Saki)


-Mi tía bajará en seguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto, debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi a nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton-, pero, ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar, quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, ¿sabe?, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, ¿cuántas veces me habrá contado cómo salieron?, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "Bertie, ¿por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. ¿Sabe usted?, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres, ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton, ahogando un bostezo en el último momento. Súbitamente, su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo, tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente, se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "Dime, Bertie, ¿por qué saltas?".
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros vagabundos hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
Las fabulaciones improvisadas eran su especialidad.

domingo, 24 de abril de 2016

LA PARTIDA (Leónidas Barletta)

Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
—¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho... Déme su mano... ¡Qué embromar...! ¡Si es un alivio...! -y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
—Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue... Mire... ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera...! ¡Verdá...! ¡Verdá...!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno...! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entre sollozos:
-No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!

viernes, 22 de abril de 2016

PRISCHEPA (Isaac E. Bábel)

Me dirigía a Léchniuv, en donde se había instalado el estado mayor de la división. Mi compañero de viaje continuaba siendo Prischepa, joven kubanés, pícaro incansable, depurado comunista, futuro trapero, despreocupado, sifilítico y tardo mentiroso. Llevaba un caftán circasiano carmesí confeccionado con paño fino, y un capuchón aboatado caído sobre la espalda. Por el camino me contó su vida...
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, éstos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció.

jueves, 21 de abril de 2016

TARDE Y CREPÚSCULO (Julián Ayesta)

Frente a la chimenea apagada los mayores tomaban café negro y licores dorados. La chimenea olía aún a los leños del invierno, pero era ya verano y el comedor estaba en penumbra porque hacía calor. Las contraventanas estaban entornadas y entraban rayos de sol atravesados por puntos brillantes que subían y bajaban. La conversación sonaba lejana y suave, en tono muy bajo, como unos frailes que estuvieran rezando en el coro y uno los escuchara desde la nave de una catedral vacía. Entraba un rayo de sol nuevo, más brillante, y relucía el collar de cuentas violetas de tía Honorina y los lentes del señor invitado. Hacía calor, un calor como música, que olía a cirio amarillo. Entraron las criadas a quitar la mesa. Los cubiertos, entre el humo de los cigarros de los hombres, tintineaban como esquilas de un rebaño de cabras pastando vagorosas entre la bruma de la siesta. Era la Siesta, toda mullida y tibia, toda desperezándose, adormilada a la sombra de los árboles en un bosque azul, en un país muy hondo, antes de Jesucristo. El comedor estaba en penumbra y desde la oscuridad se oían las chicharras y los grillos que cantaban al sol y el ronrón del sol sobre los prados verdeamarillentos y el fragor fresquísimo de los robles cuando entraba una ráfaga de brisa azul y salada que venía del mar.
Entonces, no pude resistir y escapé a mi habitación; me desnudé, me puse el pantalón de baño y salí corriendo por la puerta de la cocina. Corría cuesta abajo con el viento en la boca y Helena me estaba esperando a la puerta del jardín con su traje de baño de flores rojas y doradas y su sombrero ancho de paja amarillenta, muy alegre, llena de amor y vida, con su pelo rubio lleno de sol y el dedo gordo de un pie saliéndole por un agujero de la alpargata, que se movía como un ratoncito que me provocara y que apetecía morder y estar mordiéndolo toda la vida.
-¡Hola!
-¡Hola!
y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol-¡el Sol!-roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz. Y había también bosques de eucaliptus negros y azulados. Y nos entraba un extraño miedo a aquellos árboles que eran los árboles de los hombres locos, que se paseaban en camisa blanca con la cara muy pálida y un cuchillo en la mano lleno de sangre. Y que eran los árboles de las mujeres tuberculosas que escupían sangre con el pecho hundido y los ojos llenos' de un brillo de odio y que cuando el cielo estaba rojo, al atardecer, aullaban como lobos tristes y hambrientos y se escapaban con la boca llena de espuma y un alfiler negro y brillante muy grande en la mano para pinchar a la gente con su veneno mortal. Y debajo de aquellos árboles había siempre un pobre mascando sin dientes un pedazo de pan.
La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, y muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando. Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Después me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de hacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: «Tengo miedo.» Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo) tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.
La playa a la que solíamos ir por las tardes era pequeña y de bajada difícil. Estaba rodeada de acantilados muy altos cubiertos en algunos sitios de helechos y hiedra. Arriba, entre el cielo, se bamboleaban al viento las copas de los pinos. En cuanto pisamos la arena nos quitamos las alpargatas y salimos corriendo como balas a lanzamos a plongeón sobre una ola de espuma que venía a nuestro encuentro. Luego volvíamos a salir a colocar las alpargatas encima de una peña para que no se enterrasen en la arena, y otra carrera a tiramos contra una ola fría, blanca y burbujeante que era una hermosura y una delicia y una furia de felicidad que le volvía a uno loco de alegría. Y a veces yo entraba dando un salto mortal, porque sabía que a Helena le gustaba, aunque me suplicaba que no lo hiciera, porque no sé quién -un francés me parece-se había roto una vez el espinazo. y Helena volvía a salir gritando de alegría, toda embadurnada de arena y de algas rojizas y amarillas y verdes, toda oliendo a sal, con el pelo negruzco y lacio, pero más hermosa todavía que antes, con el cuerpo brillante. Y saltaba como una pantera sobre mí y me hacía tragar agua y salía corriendo hasta que yo la alcanzaba y me montaba encima de ella y le apretaba la cabeza contra la arena hasta rebozarle bien la cara y el pelo de arena y me pedía clemencia casi llorando, y yo -magnánimo Senatus Populusque Romanus- le concedía la libertad.
Entonces volvíamos al agua y nadábamos los dos juntos, más bien despacio, para hacer el famosísimo periplo de Hannon, que era ir primero hasta el Camello, que era una peña en forma de camello, toda rodeada de barbas de espuma, y tumbamos allí panza arriba a tomar el sol, y después bucear en un mar pequeñito, muy transparente y con el fondo muy verde, que había entre las dos jorobas del camello cuando era marea alta. Y luego seguir nadando por un canal rojizo entre algas hasta las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, que siempre estaban sombrías y sonaban a Eco, que era un hombre muy triste encerrado no se sabía dónde, que daba mucha pena de él y que a veces lloraba muy bajito, muy bajito. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, se pinchaba uno los pies y había cangrejos escondidos en las cuevas, y una vez encontramos un perro muerto, muy hinchado, con la boca llena de moscas verdes. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein había grutas muy frías con una luz temblorosa entre verde y azul y más adentro estaban las Ruinas Romanas con grandes tesoros y llenas de misterio muy hermoso, con estatuas de diosas paganas blancas y desnudas, que nos sonreían a Helena y a mí, y entonces, por otra gruta mucho más estrecha y más larga, nos llevaban a la Edad Antigua, que era en aquel mismo momento con un cielo más azul y un mar más azul, casi morado, y una brisa muy azul también y pájaros blancos que volaban cantando. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines...
Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras. Estaba sentada junto al mar, en un prado muy verde que llegaba hasta el mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar. Yo estaba también desnudo y venía en un barco con velas de oro, porque era un capitán de piratas que en Siracusa de Sicilia mi primera luz había visto, audacísimo en los peligros de la sed, hambre, calor y frío y otras comunes calamidades de la guerra y los viajes, fortísimo soportador hasta lo increíble. Y salté del barco al agua y llegué nadando hasta el prado verde y eché a correr detrás de Helena. Pero Helena corría más y se iba escondiendo entre los árboles hasta que la perdía de vista.
Entonces pasó un hombre que llevaba una guadaña al hombro y que cantaba:
-La pastora que buscas, ¡oh, joven!, hermosa, de Aristóteles el anciano de las venerables palabras hija es -dijo él.
-Antigua y hermosa es la lengua helena -contesté yo, que sólo recordaba aquel ejemplo de la gramática griega.
El hombre de la guadaña corrió y me llevó a su casa, donde me ofreció frugal cena, y tras vestirme con sus andrajos de campesino, bien colocada sobre mi hombro la guadaña, dijo él:
-Ahora preséntate a Aristóteles el de las venerables palabras, de parte de Filemón el pobre, y dile que eres el mancebo que como criado le envío. Yo, mientras tanto, a los dioses inmortales, y en especial a aquella deidad que el dulce y ardiente amor preside, sacrificaré por tu ventura.
Y esto diciendo me señaló el camino de la ciudad.
Del de las venerables palabras la casa descubrí al fin y él viéndome (dijo):
-Alabados mil y mil veces sean los dioses inmortales, pues sin duda tú eres el mancebo que por diligente criado mi amigo me envía Filemón el pobre.
Recibióme con amor el de las venerables palabras y púsome al tanto de mis obligaciones, que bien lejos de saber él estaba cuáles eran mis secretos designios.
Ya los brillantes gemelos (Cástor y Pólux) hundían su brillo tras el oscuro horizonte, cuando la casa sintiendo sosegado y dormido el viejo despojéme de mis pobres andrajos y penetrando en la habitación de mi amada halléla dormida. Transportado de dicha y de contento y a la siempre poderosa deidad del amor mil gracias dando, aparté con cuidado el lienzo que la cubría (a Helena) ya la blanca luz de la luna la hermosura de su cuerpo largamente contemplando estuve.
Beséla después mansamente, porque poco a poco y en amor despertara, y ella entonces, entreabriendo los ojos (dijo):
-Sin duda Afrodita me inspira este hermoso sueño, pues siento a mi lado al joven que amo.
Esto dicho, comenzó con ardor a pagar mis caricias y besos.
No quise yo dejar salir de mi boca ni una sola palabra, pues temía que con aquello se le fuese la ilusión del sueño y que volviendo en sí ásperamente me despechara.
Gocé, pues, en silencio de lo que en silencio debe gozarse, y cuando empezaron a cantar los gallos volvíme al rústico lecho que en establo me aderezaran como criado que era.
Ya estaba Febo ardiente, padre del amor, del gozo y de la vida, en la mitad de su curso cuando me despertaron las descompasadas voces del de las venerables palabras, que gritaba:
-Válganme los dioses inmortales, pues tengo una reina y un rey por criados.
Salté del lecho, presentéme a mi amo y disculpé la pesadez de mi sueño con la fatiga del viaje y otras muchas razones que mi súbito ingenio iba inventando mientras hablaba.
Estaba yo empezando a apartar a mi amo de su primera intención, que era despedirme de su servicio (pues me entristecía el pensamiento de separarme de mi hermosa amiga), cuando con lágrimas en los ojos entró ella, y postrándose a los pies del viejo dijo éstas o parecidas palabras:
-Disculpad, ¡oh buen amo!, mi falta, pues Afrodita me ha enviado tal sueño esta noche, que milagro es que pueda levantarme.
Quedóse el viejo un momento suspenso mirándola, y después, posando los ojos en mí, soltó a reír con gran estrépito.
Quedámonos Helena y yo mirándonos de asombro, y el viejo entonces, tomándonos de la mano, nos acercó a sí y dijo:
-Sabe tú, ¡oh joven!, que la que has conseguido esta noche no es una pobre rústica que yo hubiera tomado por criada (como ella misma cree), sino la hija y heredera del Emperador de Atenas...
Helena estaba muy seria sentada en cuclillas delante de mí mirándome muy fijo.
-¿En qué piensas con esos ojos tan abiertos?
Estaba allí, tan rubia, con la piel tan brillante, tan hermosa, con sus ojos azules que me provocaban mirándome, que no pude resistir más y salté sobre ella como un tigre feroz de Bengala. Pero ella saltó primero al agua y yo detrás de ella y empezamos a nadar y a alcanzamos y darnos aguadillas. Y salimos de la sombra de las peñas, donde el agua era fría y morada, y entramos en el sol, donde el agua era verde y brillante y más tibia y era un gozo calarse y ver salir a Helena removiendo la melena que se le caía sobre la cara y después bucear otra vez y hacer exploraciones por los canales submarinos que estaban llenos de algas.
Salimos a la playa felices y nos tumbamos al sol. El sol iba ya haciéndose naranja y metiéndose detrás de los pinos del acantilado. El cielo estaba verde y lleno de un brillar oscuro que mirándolo fijo era como el Infinito. A veces pasaban bandos de pájaros.
Helena apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a hacer dibujos sobre mi cuerpo con un chorrito de arena que me hacía cosquillas. Y me miraba, me miraba.
Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada. Temblando, con voz ronca, con una voz que no era la mía, que no se sabía de dónde había salido, le dije:
-Helena..., te quiero.
Y Helena, serena, sin dejar de mirarme a los ojos, grave y hermosa, se fue dejando atraer, y cuando tuvimos los labios muy cerca, me dijo:
-Y yo a ti más.
Y yo bebí el aliento de aquellas palabras; las bebí, las respiré, no las oí.
No hablamos más. Íbamos juntos, solos, entre el silencio del crepúsculo. Íbamos solos entre el silencio del mundo. Solos entre el silencio del tiempo. Solos para siempre. Juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar y del mundo, andando andando. Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra luz y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre...

martes, 19 de abril de 2016

CLEOPATRA (Mario Benedetti)

El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria, pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en serio?
Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato, que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era correspondido.
Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su cuenta y sólo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.
Sus amigos a veces venían con nosotros, y también las muchachas con las que estaban más o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me hicieran alguna “proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.
En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la tranquilizó: “No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién nacido.
A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije: “Disculpa, hermanito, pero no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis golpes de kárate?
Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros, milongas, y fuimos sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.
Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario: abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una en su rincón de sombra.
Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.
Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído. También me acariciaba de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se quitó la careta.
Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato sea mi marido.

lunes, 18 de abril de 2016

LAURA (Saki)

-¿No estás realmente moribunda, verdad? -preguntó Amanda.
-El médico me ha dado permiso para vivir hasta el martes -repuso Laura.
-Pero hoy es sábado. ¡Esto es serio! -exclamó Amanda.
-No sé si es serio. Pero sin duda es sábado.
-La muerte siempre es seria -dijo Amanda.
-Yo no he dicho que pensaba morir. Probablemente dejaré de ser Laura, pero seguiré siendo otra cosa. Algún animal, supongo. Tú sabes que cuando alguien no ha sido demasiado bueno en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y pensándolo bien, yo no he sido demasiado buena. He sido mezquina, ruin y vengativa siempre que las circunstancias han parecido justificarlo.
-Las circunstancias nunca justifican esas cosas -dijo Amanda apresuradamente.
-Si no te molesta que sea yo quien lo diga -observó Laura-, Egbert es una circunstancia que justifica eso y mucho más. Tú te has casado con él, tu caso es distinto. Has jurado amarlo, respetarlo y soportarlo. Pero yo no.
-No veo qué tiene de malo Egbert -protestó Amanda.
-Oh, seguramente la maldad ha estado de mi parte -admitió Laura desapasionadamente-. Él ha sido simplemente la circunstancia extenuante. Días pasados, por ejemplo, provocó un mezquino y absurdo escándalo porque saqué a pasear sus cachorros de ovejero.
-Sí, pero los cachorros espantaron a los pollos de la Sussex bataraza, y ahuyentaron de sus nidos a dos gallinas cluecas, además de pisotear los canteros del jardín. Tú sabes que él tiene cariño por sus gallinas y su jardín. Aun así, no había necesidad de machacar en eso toda la tarde. Y tampoco tenía por qué decir: "No hablemos más del asunto", justamente cuando yo empezaba a tomarle el gusto a la discusión. Fue entonces cuando llevé a cabo una de mis mezquinas venganzas -añadió Laura con una sonrisa que nada tenía de arrepentimiento. Al día siguiente del episodio de los cachorros, introduje toda la cría de Sussex batarazas en el cobertizo donde guarda las semillas.
-¿Cómo pudiste hacer eso? -exclamó Amanda.
-Fue muy fácil -dijo Laura-. Dos de las gallinas fingieron estar empollando, pero yo me mostré enérgica.
-¡Y nosotros pensamos que había sido un accidente!
-Ya ves -prosiguió Laura- que tengo algún fundamento para creer que mi próxima reencarnación se llevará a cabo en algún organismo inferior. Seré un animal. Por otra parte, no he sido del todo mala, a mi manera, y confío en que me convertiré en algún animal bonito, elegante y vivaz, con cierta inclinación al juego. Una nutria, quizá.
-No puedo imaginarte convertida en nutria -dijo Amanda.
-Tampoco me parece que puedas imaginarme convertida en un ángel.
Amanda guardó silencio. En efecto, no podía.
-Personalmente, creo que una vida de nutria será bastante placentera -continuó Laura-. Comeré salmón todo el año y tendré la satisfacción de pescar las truchas en su propia casa, sin tener que aguardar horas y horas que se dignen reparar en la mosca que uno balancea ante ellas. Además, una figura elegante y esbelta...
-Piensa en los perros nutrieros -interrumpió Amanda-. ¡Qué horrible, ser perseguida, acosada y finalmente martirizada hasta morir!
-Resultará bastante divertido si la mitad del vecindario se para a mirar. De todas maneras, no será peor que este morirse pulgada a pulgada de martes a sábado. Y cuando haya muerto, encarnaré en otro ser. Si he sido una nutria moderadamente buena, supongo que podré volver a alguna de las formas humanas, algo primitivo, quizá; probablemente reencarnaré en un chiquillo nubio, negro y desnudo.
-Ojalá hablaras en serio -suspiró Amanda-. Es lo menos que podrías hacer, si realmente piensas morirte el martes.
En verdad, Laura murió el lunes.
-¡Qué horrible trastorno! -exclamaba Amanda, hablando con su tío político Sir Lulworth Quayne-. He invitado a mucha gente a jugar al golf y a pescar, y los rododendros nunca han estado tan hermosos.
-Laura fue siempre muy desconsiderada -dijo Sir Lulworth-. Nació en la semana de Goodwood un día que había llegado a la casa un Embajador que odiaba a los bebés.
-Tenía las ideas más alocadas -dijo Amanda-. ¿Sabe usted si había algún antecedente de locura en su familia?
-¿Locura? No, nunca oí hablar de eso. Su padre vive en West Kensington, pero creo que en todo lo demás es perfectamente cuerdo.
-Se le había puesto en la cabeza que reencarnaría en una nutria.
-Es tan frecuente encontrar esas ideas de reencarnación, aun en occidente -dijo Sir Lulworth-, que no parece justo calificarlas de locura. Y Laura fue en su vida una mujer tan imprevisible, que no me atrevería a formular opiniones decisivas sobre su posible existencia ulterior.
-¿Cree usted realmente que puede haber asumido una forma animal? -preguntó Amanda.
Era de esas personas que con sorprendente rapidez conforman sus juicios a los de quienes las rodean.
En aquel preciso momento entró Egbert, con un aire de congoja que la muerte de Laura habría sido insuficiente para explicar.
-¡Cuatro de mis Sussex batarazas, muertas!... -exclamó-. Las mismas que el viernes debía llevar a la exposición. Una de ellas fue arrastrada y devorada en el centro de ese nuevo cantero de claveles que me ha costado tantos desvelos y gastos. ¡Mis flores más queridas y mis mejores aves, elegidas para la destrucción! Como si la bestia que perpetró esa fechoría hubiera sabido exactamente cuál era el peor desastre que podía ocasionar en tan poco tiempo.
-¿Habrá sido un zorro? -preguntó Amanda.
-Más probable que haya sido una comadreja -opinó Sir Lulworth.
-No -dijo Egbert-. Encontramos huellas de patas membranosas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo, al fondo del jardín. Evidentemente, era una nutria.
Amanda miró rápida y furtivamente a Sir Lulworth.
Egbert estaba demasiado agitado para desayunarse, y salió a supervisar la operación de reforzar las defensas del gallinero.
-Me parece que por lo menos habría podido esperar a que se realizara el funeral -dijo Amanda, escandalizada.
-Es su propio funeral, no lo olvide -repuso Sir Lulworth-. No sé hasta qué punto se puede exigir que uno respete sus propios restos mortales.
El descuido de las convenciones fúnebres fue llevado a extremos más graves el día siguiente. Durante la ausencia de la familia, que asistía al funeral, fueron masacradas las Sussex batarazas sobrevivientes. La línea de retirada del depredador parecía haber abarcado la mayor parte de los canteros del jardín, pero los cuadros de fresas del huerto también habían sufrido lo suyo.
-Haré traer los perros nutrieros lo antes posible -exclamó Egbert indignado.
-¡De ningún modo! ¡Ni soñar en semejante cosa! -replicó Amanda. Quiero decir, no quedaría bien, a tan poco del funeral.
-Es un caso de fuerza mayor -dijo Egbert-. Cuando una nutria se ceba, jamás pone fin a sus correrías.
-Quizá se marchará a otra parte ahora que no quedan más gallinas -sugirió Amanda.
-Cualquiera pensaría que tratas de proteger a esa maldita bestia -dijo Egbert.
-Ha habido tan poca agua últimamente en el arroyo... -objetó Amanda-. No me parece propio de un buen deportista perseguir a un animal que no tiene posibilidad de refugiarse en ninguna parte.
-¡Santo Dios! -bramó Egbert-. ¿Quién habla de deporte? Quiero matar a ese animal lo antes posible.
Pero aun la oposición de Amanda se debilitó el domingo siguiente, cuando a la hora en que estaban todos en misa, la nutria entró en la casa, arrebató un salmón de la despensa y lo desmenuzó en escamosos fragmentos sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.
-El día menos pensado se ocultará debajo de nuestras camas, y nos morderá los dedos de los pies -dijo Egbert, y Amanda, a juzgar por lo que sabía de aquella nutria en particular, debió admitir que esa posibilidad no era demasiado remota.
La víspera del día fijado para la cacería, Amanda anduvo sola durante más de una hora por las orillas del arroyo, dando voces que imaginaba semejantes a los aullidos de un perro. Quienes la escucharon creyeron, piadosamente, que ensayaba imitaciones de gritos de animales para el próximo festival del pueblo.
Al día siguiente, fue su amiga y vecina, Aurora Burret, quien le trajo la noticia del acontecimiento.
-Lástima que no hayas venido con nosotros. Nos divertimos mucho. La encontramos en seguida, en el estanque lindero del jardín.
-¿La... mataron? -preguntó Amanda.
-Ya lo creo. Una hermosa nutria. Cuando Egbert trataba de agarrarla por la cola, lo mordió con furia. Pobre bestia, me dio verdadera lástima. Tenía una expresión tan humana en los ojos cuando la mataron... Dirás que soy una tonta, pero ¿sabes a quién me recordaba esa mirada? Vamos, querida, ¿qué te pasa?
Cuando Amanda se hubo recobrado hasta cierto punto de su ataque de postración nerviosa, Egbert la llevó al valle del Nilo en viaje de descanso. El cambio de escenario trajo rápidamente la deseada recuperación de la salud y del equilibrio mental de Amanda. Las correrías de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron colocadas en el marco que les correspondía: simples incidentes sin importancia. El carácter normalmente plácido de Amanda prevaleció. Ni siquiera un huracán de gritos y maldiciones, procedentes del cuarto de vestir de su esposo y lanzados por la voz de Egbert, aunque no en su léxico habitual, logró perturbar su serenidad mientras se acicalaba despaciosamente aquella tarde en un hotel de El Cairo.
-¿Qué ocurre? -preguntó con fingida curiosidad.
-¡Esa bestezuela me ha tirado todas las camisas limpias en la bañera! Ah, si yo te agarro, animal...
-¿Qué bestezuela? -preguntó Amanda, reprimiendo sus deseos de reír. ¡El vocabulario de Egbert era tan desesperadamente inadecuado para expresar sus ultrajados sentimientos...!
-¡Esa maldita bestia, ese chico negro y desnudo, ese chico nubio! -estalló Egbert.
Y ahora Amanda está gravemente enferma.

domingo, 17 de abril de 2016

LA FAMA (Enrique Ánderson Imbert)

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:

-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mi cuándo?

La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:

-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.

-¡Ah, te lo agradezco mucho!

-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

viernes, 15 de abril de 2016

NECRÓPOLIS (Saiz de Marco)

Cada 31 de octubre, Día de Difuntos, viajo al pueblo de mi abuela. Es como un rito. La acompaño al cementerio para que no tenga que ir sola a llevar flores a sus muertos (que también son los míos, aunque no conocí a casi ninguno).

Es un cementerio pequeño, como el pueblo en que vive mi abuela, de unos cinco mil habitantes.

Después de poner flores en las tumbas de mi abuelo, de mis bisabuelos y de mis tíos-abuelos, damos un paseo por el recinto.

Es lo mejor de todo. Mientras andamos, mi abuela me cuenta la vida de algunos inquilinos:

“Los dos que están aquí enterrados eran novios. Ella murió de tifus y él ya no quiso casarse con nadie. El novio murió años después, de tristeza probablemente, y antes de morir pidió que lo enterraran al lado de ella.

Este otro era más malo que un dolor. Se aprovechaba de la gente humilde. Les prestaba dinero y les pedía en prenda las escrituras de sus casas. Llevó a muchos a la ruina.

Ésta es la mujer del que está enterrado arriba, pero se veía a escondidas (tú ya me entiendes) con otro que está en aquella hilera.

Éste fue médico del pueblo. Se desvivía por atender a la gente, de día y de noche. Era una persona muy querida.

Éste de aquí me pretendió. Una vez, mientras estábamos cogiendo aceituna, dijo “me he enamorado”. Yo le pregunté “de quién” y él “pues de ti”. Pero le di calabazas. Fue poco antes de que tu abuelo se me declarara. Fíjate qué cosas: si llego a decirle que sí a éste, tú no habrías nacido. En fin, voy a ponerle un clavel.

Éste otro era un borrachín. Siempre andaba dándole a la botella. Cada vez que se emborrachaba le entraba un ataque de celos y zurraba a su mujer. Murió joven, de algo del hígado.

Ésta de aquí murió en un incendio. Al ver que la casa de los vecinos (un matrimonio de ancianos) estaba en llamas, entró para socorrerles y al final murieron los tres.

Éste era el cacique del pueblo. Se acostaba con mujeres casadas. Los maridos, como eran pobres, consentían con tal de que el cacique les diera algo para sacar adelante a sus hijos.

Éste murió en la guerra civil. Lo hirieron en el frente y lo llevaron a un hospital de campaña. Una pierna se le gangrenó. Cuando intentaron amputársela le falló el corazón. Sus padres fueron por el cadáver para enterrarlo aquí.

Ésta era la mujer del maestro. Su marido la enseñó a leer y luego ella me enseñó a mí y a otras mujeres. De balde, sin cobrar ni un real. Gracias a ella no soy analfabeta.”

Y poco más.

Cada vez que visito aquel cementerio tengo la sensación de estar viendo todas las ciudades del mundo: las de muertos y las de vivos, las de asfalto y las de lápidas, las de dentro y las de fuera. Allí habitan la grandeza y la miseria, la ruindad y el valor, la abyección y el heroísmo.

Y pienso: “Así de breve es el muestrario. Así de escaso es el repertorio de la humanidad”.

jueves, 14 de abril de 2016

CUENTO DE HORROR (Marco Denevi)

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

-Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

-¿Cuándo he bromeado yo?

-Nunca, es verdad.

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

martes, 12 de abril de 2016

LA MUJER EJEMPLAR (Eduardo Galeano)

Ella barría, lustraba, enjabonaba, enjuagaba, planchaba, cosía y cocinaba.
A las ocho en punto de la mañana servía el desayuno, con una cucharada de miel para el eterno ardor de garganta de su marido. A las doce en punto servía el almuerzo, consomé, puré de papas, pollo hervido, duraznos en almíbar; y a las ocho en punto la cena, con el mismo menú.
Jamás se atrasó, jamás se adelantó. Comía en silencio, porque no era mujer opinativa ni preguntativa, mientras el marido contaba hazañas presentes y pasadas.
Después de la cena, se demoraba lavando lentamente los platos, y entraba en la cama rogando a Dios que él estuviera dormido.
Para entonces ya se habían difundido bastante la máquina lavarropas, la aspiradora eléctrica y el orgasmo femenino, que habían llegado poco después de la penicilina; pero ella no se enteraba de las novedades.
Sólo escuchaba los radioteatros, y rara vez salía del refugio de paz donde vivía a salvo de la violencia del mundo. Una tarde, salió. Fue a visitar a una hermana enferma. Cuando regresó, al anochecer, encontró al marido muerto.
Algunos años después, la abnegada confesó que esta historia no había terminado exactamente así.
Contó el otro final a un vecino llamado Gerardo Mendive, que se lo contó a un vecino que se lo contó a otro vecino que se lo contó a otro: al volver de la casa de la hermana, ella encontró al marido caído en el suelo, jadeando, bizqueando, la cara de color tomate, y pasó de largo, se metió en la cocina, preparó un inolvidable banquete de calamares en su tinta y merluza a la vasca, con un postre de alta torre de frutas y de helados, todo regado con un vino añejo que tenía escondido, y a las ocho en punto de la noche, como era su deber, sirvió la cena, se hartó de comer y de beber, confirmó que él estaba definitivamente quieto en el suelo, se persignó, se vistió de negro y llamó por teléfono al médico.

domingo, 10 de abril de 2016

EL PÉNDULO (O' Henry)

―Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón… y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

—Bueno… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

—Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas… Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY

Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado… u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

―¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

―Vamos… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.

―Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.

viernes, 8 de abril de 2016

EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA (Fernando Sorrentino)

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de piel, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

miércoles, 6 de abril de 2016

AQUELLOS DÍAS EN ODESSA (Heinrich Böll)

Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acodábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar los grandes recipientes llenos de café hirviendo, y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos “comando Seltscbáni”, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar, y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciera ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero “Prohibido tirar escombros” queda cubierto por los escombros…

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.

De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban “El sol de México”.

Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales estaban con mujeres. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.

Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.

De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos adónde mirar. Las salchichas eran grasientas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.

Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban “El sol de México”. Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa, muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.

–Hemos de brindar a su salud –dijo Erich, golpeándonos con la rodilla.

Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono:

–A su salud, cabo…

Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:

–A su salud, soldados…

El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.

El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vender algunas de nuestras cosas. Nos preguntó de dónde veníamos y adónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas… Ninguno de nosotros quería vender el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le preguntó a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas de poco valor y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.

El cabo nos dijo que doscientos cincuenta marcos era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.

Dos de los soldados que cantaban antes “El sol de México” se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.

La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos todavía cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasienta y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos, de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos “El sol de México”…

A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones, por la carretera empedrada. Hacía frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca…