Elige un relato al azar

Ver una entrada al azar

sábado, 30 de julio de 2016

COMO UNA GRANDIOSA ESPINA (Saiz de Marco)


-Tapiceros. Dígame.

-Buenos días. Querría saber si pueden tapizar un sillón.

-Sí, claro. ¿Lo va a traer usted o hay que recogerlo?

-Pues... ¿Pueden hacer el trabajo en el domicilio?

-Depende de cómo sea el encargo.

-Bueno, verá. Es un sillón antiguo...

-¿Un sillón solo o un tresillo?

-Un sillón, o sea, una butaca con reposabrazos.

-¿Y sabe ya cómo lo va a tapizar? ¿Ha elegido tela?

-Pues no, sería una tela similar a la originaria, pero... Verá, es que hay un problema adicional. Resulta que he perdido un papel, se ha metido por esa raja que hay entre el asiento y el brazo del sillón. Y por más que he intentado sacarlo, no he podido. Así que, como es un papel importante, quizá haya que desmontar el mueble para sacarlo. He pensado que ustedes... Así además aprovecharíamos para tapizarlo.

-Bueno, pero nosotros el armazón no lo tocamos, eso más bien sería cosa de carpintería.

-Ya. En fin, lo que quiero es que vengan a verlo y así decidir.

-Pero entonces tendremos que facturar el desplazamiento, nosotros el presupuesto no lo cobramos pero el desplazamiento sí.

-Se comprende... Lo que sí querría es que vinieran de seis a siete de la tarde, a esa hora mi madre está fuera. Es que a ella el sillón le trae recuerdos y prefiero que no sepa que vamos a tocarlo.


...

-Hay que descoser por aquí.

-Haga lo que sea necesario.

-A ver si hay suerte y no tengo que mover listones... Parece que veo algo dentro... pero no es un papel, es una cosa dorada... Ya lo tengo, ah y el papel también.

-¿Y esto? Pues sí que es bonito, no lo había visto nunca.

-Tiene pinta de antiguo. Igual lleva cien años ahí dentro. Esos relojes de bolsillo ya no se fabrican.

-En fin, un descubrimiento. Supongo que mi madre sabrá cómo llegó ahí.

......

-Hola, mamá. ¿Te has fatigado en el fisio?

-No es fatiga, hijo mío, es desesperación porque los músculos no me obedecen.

-Comprendo. Además, por lo que veo se ha alargado la sesión. Bueno, ahora mismo te llevamos a la cama, entre Silvia y yo. Cuando hayas cenado tengo que enseñarte algo.

(...)

-¿Qué me querías enseñar?

-Lo tengo en el bolsillo. Mira.

-Pero... ¿dónde has encontrado esto?

-En la butaca del salón. Estaba dentro. Tuve que abrirla para recuperar un cheque (nada menos que el talón de la venta de la casa), se me salió del pantalón y se coló por una raja. Y, mira por dónde, además del cheque apareció esto. Pero, ¿por qué lloras?

-Era de tu padre. Su reloj de bolsillo.

-Claro, te trae recuerdos...

-No lloro por eso. Es otra cosa... Es que creímos que lo habían robado... Tu padre lo echó en falta y llegó a la conclusión de que sólo podía haberlo cogido la criada.

-¿La criada? Pero ella lo negaría.

-Todo el tiempo. Pero no sirvió de nada. La despedimos. Figúrate: en un pueblo pequeño, todo el mundo se enteró. Quedó como una ladrona.

-Vaya metedura de pata...

-Y ya ves, ahora resulta que nadie lo robó. Medio siglo ha hecho falta para demostrarlo. Pobre muchacha... Debimos de hacerle mucho daño.



__________________________________________



-¿Quién es?

-Buenos días, señora. Soy Pablo Villanueva, notario. Aquí tiene mi tarjeta. Pero mi visita no tiene que ver con mi profesión. Quería hablarle de un asunto personal. Necesito un poco de tiempo para explicárselo. Puedo volver cuando usted diga, o estaría encantado de invitarla a un café donde guste.

(...)

Pues verá, es una historia larga. Mis padres vivieron en este pueblo hace unos cincuenta años. Mi padre también era notario, y éste fue uno de sus primeros destinos. El caso es que en casa de mis padres estuvo trabajando una mujer, joven, entonces tendría unos veinte años. Un día, mi padre echó en falta un reloj de bolsillo. Era un reloj valioso, de oro. Buscaron por todas partes pero no apareció. Como mi padre estaba seguro de haber traído el reloj a casa y no haberlo perdido fuera, sospecharon de la cria... o sea, la asistenta. Ella negó haberlo cogido, pero el caso es que mis padres perdieron la confianza en ella y... la despidieron. Poco después mi padre se trasladó a otra notaría. No volvieron a saber más de aquella mujer.

Ahora hay que dar un salto en el tiempo. Hace apenas un mes, estando yo sentado en una butaca, del bolsillo del pantalón me desapareció un cheque. Estaba tan seguro de que lo llevaba ahí, que sólo encontré una explicación: se había metido por la raja, ésa que tienen los sillones antiguos entre el asiento y los brazos. Intenté meter la mano para cogerlo pero fue inútil. Tuve que avisar a un tapicero. El caso es que, al desmontar el sillón para sacar el cheque, apareció también el viejo reloj de mi padre. O sea, que siempre estuvo allí: nadie lo había robado.

-¿Y por qué me cuenta todo esto?

-Pues el caso es que la asistenta a la que mis padres despidieron podría ser... su madre.

-¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?

-Mi madre me ha proporcionado algunos datos, más bien pocos, porque ha transcurrido mucho tiempo. Y esos datos los he pasado a una agencia de investigación. Ya sé que le sonará raro, contratar a un detective para esto. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?: no sé hacer averiguaciones, y ni siquiera conocí a esa mujer: cuando eso ocurrió yo aún no había nacido.

-¿Y para qué la busca?

-Para que mi madre pueda disculparse. Necesita disculparse con ella, pedirle perdón.

-Vamos a ver si lo he entendido: Su madre echó de su casa indignamente a la mía, y ahora, al cabo de un montón de años, quiere lavar su conciencia.

-Sí, podría decirse así.

-¿Y ha venido su madre al pueblo con usted?

-No, ella está impedida, en silla de ruedas. Precisamente el cheque que perdí era por venta de nuestra anterior casa: nos hemos tenido que mudar porque ya no puede subir escaleras. Por desgracia le queda poca vida. Su enfermedad es incurable, una cuenta atrás. El favor que quiero pedir a su madre es que viaje conmigo para que la mía pueda disculparse. Para que no muera con esa comezón.

-Tengo que pensarlo. En principio me parece que, si eso es verdad, lo que hicieron con mi madre fue una cabronada. Y eso no se borra diciendo “lo siento” al cabo de cincuenta años. Por lo menos, que quienes lo hicieron lleven ese peso en su conciencia.

-Comprendo su reacción. A mí también me subleva, ¿sabe?, aunque los autores de esa infamia fueran mis padres. Lo único que le pido es que me permita hablar con su madre, o al menos le transmita mi ruego. Piénselo, por favor, y dígame cuándo podríamos vernos otra vez.

_______________________________________________


-Ya he hablado con mi madre. No es la persona que busca.

-¿Ah, no?

-No.

-Pues... tendré que seguir indagando.

-No hace falta.

-¿Cómo?

-Que no es necesario. Su detective iba bien encaminado, sólo se equivocó un poco. La persona a la que busca es mi tía.

-Ah, entonces se explica el error: los mismos apellidos, el mismo pueblo... Y ¿me permitiría usted hablar con su tía?

-No puede ser: está muerta. Murió hace dos años.

-Vaya... Me deja de piedra.

-Pues eso es lo que hay.

-No sé cómo va a encajarlo mi madre cuando se lo diga. No tiene ánimo para nada desde que apareció el reloj.

-Lo siento, y perdón por haber estado áspera el otro día. Usted no tiene culpa de lo que hicieron sus padres. Tengo que dejarle.

-¿Sabe? Ya que su tía ha muerto, me gustaría al menos explicar a mi madre cómo fue su vida: qué pasó después de que la despidieran.

-Se fue del pueblo. Quien mejor conoce la historia es mi madre.

-Entonces, por favor, permítame hablar con su madre.

-Está bien, le daré las señas del hospicio, anótelas si quiere.

......

-Buenos días, señora. Soy Pablo Villanueva.

-Mi hija me ha hablado de usted.

-Bueno, ya sabe por qué he venido. Querría que me hablara de su hermana.

-Mi hermana... Cuando la despidieron de casa del notario, se marchó del pueblo. Aquí todo el mundo la miraba como a una ladrona. Porque se corrió la voz.

-Pero encontraría trabajo en otro lugar.

-Le daba igual todo. Algún trabajo tuvo, pero al final se fue con las monjas. En el convento vivió en paz, hasta que le vino la trombosis. Va para dos años que murió.

-Estoy pensando... Señora, lo que voy a pedirle quizá le parezca un despropósito. Pero mire, mi madre va a sufrir mucho si sabe la verdad. Ella necesita pedir perdón por aquella injusticia. Y no se puede pedir perdón a una persona muerta. Si usted aceptara venir conmigo y hacerse pasar por su hermana... Se lo suplico. El viaje no es largo, y luego… Será un momento. Simplemente para que mi madre pueda, antes de morir, implorar su perdón.

_______________________________________________


-Mira, mamá, ha venido conmigo Ino.

-Acércate, ven que te abrace. ¡Cuánto te hicimos sufrir, y sin ninguna razón!

-Vamos, señora. El tiempo lo cura todo.

-Perdona, hija mía, ¡qué injustos fuimos!

-Está perdonada, señora. No dé más vueltas a eso.

-Y cuéntame, Ino, ¿qué fue de ti?

-Pues ya ve, señora, me casé, tengo una hija, dos nietos...

-¿Seguiste viviendo en aquel pueblo?

-Sí, señora, allí sigo. Aunque ahora estoy en el asilo municipal, por no dar la lata a la familia.

-Pero... ¿Seguro que eres Ino? De pronto me ha venido a la cabeza... Ino tenía una hermana, yo creo que... Durante un tiempo estuvo viniendo a casa cuando ella enfermó. Las mismas facciones, ese lunar en...

-Ha acertado, señora: soy Adela, la hermana de Ino. Pero da igual. Yo la perdono a usted en su nombre. La perdono como Ino la habría perdonado. ¿Sabe? Ino se hizo monja, estuvo en clausura y fue feliz a su manera. Va a hacer dos años que murió. Ino está en el cielo y allí la ha perdonado. Y Dios también. No llore, señora.

-¿Has ideado tú esta farsa, Pablo?

-Lo siento, mamá. Sólo quería que dejaras de sufrir.

-...Y toda mi vida así, sin pintar nada. Fue mi marido quien se empeñó en despedir a Ino. Dijo que bastante hacía con no denunciarla al juez. Habría sido aún peor: ¡una denuncia del señor notario! Con esto no me justifico: yo también soy culpable por no afear más la conducta a mi marido. Una reputación destruida sin pruebas, temerariamente... ¿Y qué importaba, siendo una pobre criada?

-Vamos, señora, tranquilícese. Yo también me he prestado a esta simulación, para consolarla. Abráceme otra vez y será como si abrazara a Ino.

-Gracias. ¿Sabes que me queda poco tiempo de estar aquí? Pronto... No sé dónde iré cuando muera, si es que voy a alguna parte. Pero, sea como sea, ya no veré más humillación ni injusticia.

LA VERDADERA ESPINA (Saiz de Marco)


Ocurrió cuando yo tenía ocho años.

Estando mi padre sentado en un sillón (un viejo sillón de terciopelo azul que había pertenecido a mis abuelos maternos), de un bolsillo de su pantalón se salió accidentalmente un documento (creo que un talón bancario) que se coló por una de las ranuras existentes junto a los brazos del sillón. Al percatarse, mi padre intentó sacarlo, pero le fue imposible porque el documento se había metido hasta el fondo y la abertura resultaba estrecha. Incluso mis padres recurrieron a mí, pensando en que al tener las manos más pequeñas podría extraerlo, pero tampoco lo logré.

Como aquel papel era muy importante para mi padre, no hubo más remedio que desmontar parte del butacón para extraerlo de su interior. Cuando lo hicieron, mis padres consiguieron recobrar el documento, pero además encontraron otro objeto dentro del sillón. Era un reloj de bolsillo, dorado, con una larga cadena. Al verlo, mi madre exclamó que aquél era el reloj de su padre.

Efectivamente se trataba, según supe después, de un reloj que perteneció a mi abuelo. Al conocer la noticia, mi abuela (que entonces vivía con nosotros) rompió a llorar. Todos pensamos que sollozaba por la emoción que aquel objeto le producía al recordarle a su marido (mi abuelo), ya fallecido. Pero no. Según nos contó, la causa de su aflicción era otra. Se debía a que aquel reloj lo echó en falta su marido hacía varias décadas, y al notar su ausencia mis abuelos sospecharon de la criada que entonces servía en la casa. La interrogaron varias veces y, pese a sus constantes negativas, decidieron despedirla porque estaban convencidos de que ella había hurtado el reloj. Pues bien: casi treinta años después aquel reloj había aparecido dentro del armazón de una butaca vieja. Un hallazgo casual exhibía, muchos años más tarde, la iniquidad acusadora de mis abuelos, su terrible injusticia con esa pobre mujer.

Espoleada por su conciencia, mi abuela decidió viajar al pueblo en que había vivido cuando eso ocurrió, confiando en que aquella sirvienta seguiría residiendo allí. Deseaba vivamente disculparse e implorar su perdón después de tanto tiempo. Pero su propósito fue vano: cuando llegó al pueblo le informaron de que aquella mujer había muerto hacía dos años.

Nunca he vuelto a ver aquel reloj de bolsillo. Al morir mi abuela no lo encontramos entre sus pertenencias.

A aquella criada, según dijo mi abuela, la llamaban Ino. Intuyo y se me clava su nombre completo.


viernes, 29 de julio de 2016

EL VIAJECITO (Rafael Baldaya)


PLAN DE VIAJE (IDA Y VUELTA)

-Salida de Casa Nada (RESIDENCIA HABITUAL).

-Llegada a Zigoto.

-Llegada a Embrión.

-Llegada a Feto.

-Llegada a Nacimiento.

-Llegada a Crecimiento Corporal.

-Llegada a Adultez (estancia variable en este sitio; máximo aprox. 100 años).

-Llegada a Expiración-Cadáver.

-Regreso a Casa Nada (RESIDENCIA HABITUAL).

(Por razones técnicas, el regreso a la residencia habitual “Casa Nada” -que en todo caso está garantizado- puede producirse ocasionalmente sin cubrir todas las etapas anteriores.)

miércoles, 27 de julio de 2016

EPITAFIO DE SAN DÁMASO (Patricia Suárez)


Dámaso fue papa de la Iglesia católica en el siglo IV. Posiblemente era de origen gallego. (Su epitafio con final en alto puede corroborar este dato.) Tuvo un pontificado complicado a causa de grandes enfrentamientos con dispares rivales, entre los que destacó su archienemigo Pisciliano, también gallego. Sus disputas terminaron desencadenando graves disturbios que se saldaron con ciento treinta y siete muertos y la intervención del mismísimo emperador, que confirmó a Dámaso y desterró a Pisciliano.


Entre los logros de este papa, está el de encargar a San Jerónimo redactar una biblia en lenguaje que el pueblo pudiera entender; esta se llamaría La Vulgata y aunaría 46 libros del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo. Puede decirse que es la primera biblia tal y como hoy la conocemos. Murió con 80 años en el 384, pero antes tuvo tiempo de escribir su iluminado epitafio.

“Yo, Dámaso, hubiera querido ser sepultado junto a las tumbas de los santos, pero tuve miedo de ofender su sagrado recuerdo. Espero que Jesucristo, que resucitó a Lázaro, me resucite también a mí en el ultimo día”.



lunes, 25 de julio de 2016

CULPA (Francisco J. Portela)


Te dije que no vinieras, y has venido. Te dije que te fueras, pero ahí sigues. Sabes que ya es tarde pero, pese a ello, perseveras en tu empeño de que todo siga igual, como antes. Quieres recuperarme, pero no, no puede ser. Sabes de sobra que lo nuestro ya no tiene remedio. Cuando pudiste solucionarlo, cuando te supliqué apoyo, no lo hiciste. ¿Por qué? Huiste como un cobarde, no supiste o no quisiste enfrentarte a quien me hacía daño y, ahora, es demasiado tarde para que me recuperes. Aunque yo quisiera perdonarte, ya no puedo, me es imposible, porque sabes que aquel día fatal, mi vida llegó a su fin. Por eso ahora estoy aquí, enterrada, y tú no acabas de entender lo que esto significa.


EL PINTOR (Chuck Palahniuk)


Casi cada mañana, desayuno en el mismo restaurante. Esta mañana un hombre estaba pintando el escaparate con dibujos navideños. Muñecos de nieve, copos de nieve, campanas, Papa Noel. Permanecía de pie, fuera, en la acera, pintando con pinturas de diferentes colores. Dentro del restaurante, los clientes y los camareros observaban cómo esparcía pintura roja y blanca y azul en el exterior de la gran ventana. Tras él, la lluvia cambió a nieve, cayendo de un lado a otro con el viento.
El pelo del pintor era de todos los tonos de gris, y su cara, flácida y arrugada como el culo vacío de sus vaqueros. Entre colores, paró para beber algo de un vaso de papel.
Observándolo desde el interior, comiendo huevos y tostadas, alguien dijo que era triste. Este cliente dijo que el hombre era, probablemente, un artista fracasado. Que lo del vaso de papel probablemente sería güisqui. Que probablemente tenía un estudio lleno de pinturas fracasadas y ahora vivía de decorar escaparates de restaurantes y tiendas. Triste, triste, triste.
El pintor siguió poniendo colores. Primero el blanco nieve. Después, algunas extensiones de rojo y verde. A continuación unas líneas de negro que delimitaban las formas de los colores y las convertían en paquetes de regalo y árboles.
Un camarero caminó por el restaurante sirviendo café a la gente y dijo: «Qué bonito. Ojalá yo pudiera hacer algo así…»
Y tanto si envidiábamos como si nos daba pena el pintor en el frío, él siguió pintando. Añadiendo detalles y capas de color. Y no estoy seguro de cuándo pasó, pero en algún momento ya no estaba allí. Las pinturas eran tan ricas, llenaban el escaparate, los colores eran brillantes, pero el pintor se había ido. Tanto si era un fracasado como un héroe. Había desaparecido, se había largado a donde fuera, y todo lo que quedaba era su trabajo.

domingo, 24 de julio de 2016

EL ÁLBUM (Anton Chéjov)


El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:

-Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...

-Durante más de diez años -le sopló Zacoucine.

-Durante más de diez años... ¡Jum!... En este día memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honre con...

-Sus paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso -añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.

-Y que -concluyó- su estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.

-Señores -dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos ustedes...

Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.

-Señores -dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.

Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

-¡Qué bonito es! -dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!

Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

-Papá, mira, un monumento.

Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.

-Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

sábado, 23 de julio de 2016

LA QUE ENVEJECIÓ TRES VECES (Rafael Cansinos Assens)


Aquella mujer había sido madre de tres hijas: de tres hijas hermosas que reproducían sucesivamente la imagen de su belleza original, ya abolida por el tiempo. Ella en el matrimonio, y más tarde bajo los velos de la viudez, semejante a esas aguas opacas y frías en que un día radiante encuentra su ocaso anticipado, había perdido toda su belleza; pero maravillosamente la recobraba en cada juventud de sus hijas; y era así como una mujer que hubiese tenido tres juventudes o tres máscaras bellas que mostrar a la vida.

Por tres veces, una después de otra, crecieron sus senos y se renovó su cabellera y revivió la llama de sus ojos. Y cada vez que el milagro se operaba, ella, que había envejecido en la pobreza virtuosa, pensaba, con tardía avaricia: «Esta vez no me dejaré engañar por el amor; trocaré mi hermosura por algo valioso y la pondré en las balanzas donde se pesan las mercaderías preciosas. ¿De qué me sirvió en otro tiempo la virtud?» Y al lado de la hija, florida en su hora, aguardaba la llegada del tentador infalible.

Pero cuando el tentador llegaba, con su arquilla repleta de gemas y su espejillo constelado de diamantes, la costumbre de su virtud triunfaba en el alma de la hija, demasiado soberbia para trocar su honor por una imagen engalanada. Y el tentador se iba con su arquilla repleta, riendo del pueril prodigio de verse rechazado; y en su sombra fugitiva otoño anticipado agostaban las rosas que por una vez se ofrecen a las mujeres.

Y entonces la madre sentía un arrepentimiento tardío y se retorcía las manos; y para consolarse, posaba los ojos en la hija menor y decía: «Cuando ésta alcance su hora florida y vuelva otra vez el tentador infalible, no lo dejaré ir». Y confiada en la suerte, pues que una mujer joven dormía en sus rodillas, aguardando el instante de pleno florecer, y unas trenzas femeninas crecían en las sombras, marcando horas cada vez más largas y primaverales, esperaba la llegada del tentador infalible, de ese que en cada primavera presiente la fragancia a miel cuajada de una virgen nueva.

Pero cuando venía el tentador, el resabio de su virtud orgullosa triunfaba en su hija: y nuevamente eran despreciadas las gemas y los espejillos aduladores y por grande que fuese su deseo de vender su belleza, un gesto de orgullo intempestivo malograba el porvenir soñado. Y de nuevo era perdida la ocasión de lograr lo que sólo se le ofrece a una mujer joven. Y nuevamente la mujer envejecía, sin opción ya a las rosas ni a los diamantes: y menguaban sus senos y se apagaban sus ojos en la noche de sus velos de viuda.

Mas otra vez, se consolaba su alma triste interrogando el presagio cierto de la belleza naciente de una hija, con la que había de tornar una primavera.

Pero cuando la última de las hijas alcanzó la plenitud de su hora florida y vencida por el ejemplo de las hermanas, rechazó también al seductor infalible, cuando éste se hubo alejado, para no volver más, puesto que en la casa ya no había ninguna mujer, cuando toda esperanza de desquite hubo de darse por perdida, entonces fue cuando la madre de las tres hijas se consideró vieja definitivamente y sin esperanza de ver entrar en su casa ya más al seductor, perdida ya toda posibilidad de lograr las rosas ni las gemas, que sólo son ofrecidas a una mujer joven, se abrazó a sus tres hijas y lloró con ellas, con la desesperación inexpresable de quien por tres veces perdió la juventud y la belleza, que las demás mujeres pierden una sola vez y lloran toda la vida.


viernes, 22 de julio de 2016

LA LUZ ES COMO EL AGUA (Gabriel García Márquez)

     
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de reinos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

jueves, 21 de julio de 2016

EL FABULISTA Y SUS CRÍTICOS (Augusto Monterroso)

En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.

Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.


miércoles, 20 de julio de 2016

EL MONTE (Max Aub)


Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.
La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.
-Ya te decía yo –le dijo a su mujer.
-Pues es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi hermana.



lunes, 18 de julio de 2016

ESQUINA PELIGROSA (Marco Denevi)


El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.

Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.

Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.

-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.

El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.

Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:

-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.

El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

¿ESTARÁS AQUÍ MAÑANA? (Patricia Suárez)


Así que le escribe un correo electrónico y se lo pone ahí. “No sé cómo decirte lo que sigue: estoy embarazada”. Sabe que no es la mejor forma de hacérselo saber; pero el tiempo corre en contra suyo, piensa. Están en países distintos; no hay forma de encontrarse cara a cara y decírselo. Mientras ella sopesa posibilidades, el feto crece. Él, contrariamente a lo que ella espera, le responde a las pocas horas: “Dios mío…”. Ella escribe a toda la gente que conoce, de su amistad. Les cuenta que le sucedió un accidente, una desgracia. Que la ayuden a encontrar un médico que haga este tipo de trabajos. Los amigos ayudan: encuentran nombres, direcciones, ofrecen préstamos de dinero. El amor de los amigos es un puente infinito. Regresa a la Argentina nerviosa; no lo llama a él, al hombre que la dejó embarazada. Tiene un nudo de autorreproches en el vientre, como para ponerse a escuchar reproches ajenos. No le da la gana; está metida en el estuche de la oscuridad. El hombre la llama. Hace dos o tres años que se conocen; viven muy cerca. Se encuentran durante ese lapso de tiempo dos o tres noches al mes, y de vez en cuando han dejado de verse un par de meses. Ella no está enamorada de él, pero él reúne todas las condiciones. Ella se protege de enamorarse de él: todos estos años, por ejemplo, de vez en cuando ve otros hombres. Incluso se ha relacionado más o menos con uno u otro. Ninguno le interesa lo suficiente; piensa que aparecerá alguno que la deslumbrará, como de chica pensaba que el príncipe azul era posible. Para él el amor está fuera de la relación, de todas las relaciones, en realidad. Eso es lo que él dice: que él nunca fue feliz y que hace diez años que no se enamora. Pero tiene muchos hijos de distintas mujeres, que, también según él, lo acosan. Ella piensa que lo acosan por el dinero de las pensiones; no encuentra otro mérito en él que lo haga una presa deseable. Ella cuando está con él, no siente que esté con una persona real, de todos los días. Cree que si él se para y canta para ella, él puede ser Tony Bennett o Neil Sedaka, alguien de antes, del tiempo de sus padres. Pero él no se para y mucho menos canta para ella. Él le cuenta que está mal, que está deprimido desde hace mucho y después se la lleva a la cama. Ésa es la mejor parte de la noche, para el cuerpo es la mejor. Al día siguiente, la angustia es punzante, llena todo vacío; ella queda aniquilada. Corta todo tipo de comunicación; ni lo llama ni le escribe. Evita encontrarse con él en el chat. No quiere volver a hablar, a saber de él, hasta que esté en el completo dominio de sus facultades. A él ni se le cruza por la cabeza llamarla en los días siguientes. Igual, si se la encuentra por la calle o en algún sitio se pone contento. En dos o tres ocasiones, en esos años, uno de los dos ha llorado en los brazos del otro. La muerte de un familiar, la desazón de todos los días, los problemas que se acumulan, las cuentas, las deudas. Ella nunca usó frases que apelaran al quererse, al amor, se cuida. Él le dice que la quiere cuando la siente lejos o a punto de alejarse. Entonces ella regresa, iluminada, y él dice que es amor pero no el que ella piensa, sino de otro tipo, cariño. La desilusión es un tobogán muy largo, no acaba nunca. Por suerte, no son esclavos uno del amor del otro. A lo sumo, son esclavos de la tensión entre el deseo de libertad y el deseo de ser amado, pero esto no lo saben con certeza, no se dan por enterados. O sea que ocurre como tantas otras noches: él llega, hablan, beben vino, después se van a la cama. Ella, cuando hablan en el comedor, le dice que la gente sobrevalora el sexo: no es tan importante. Él dice que eso no es cierto; porque a través del sexo uno se conecta con la otra persona, se entera de quién es uno y el otro. Ella se avergüenza, piensa que lo que él dice es una estupidez, pero es evidente, cree, que él es un cándido, que él cree saber quién es ella por lo que en esas noches sucede entre los dos, en la otra habitación. De modo que no lo desmiente, lo deja seguir. Aquello que suena es Carol King, “¿Seguirás amándome mañana?” Él apenas si chapurrea el inglés, ella confía en que él no sepa qué cosas dice la canción que están escuchando. “Es éste un tesoro duradero o sólo un momento de placer? Anoche, con palabras inaudibles me dijiste que soy la única…” ¿Cuántas veces aparece en esa canción la palabra noche y la palabra amor? Después, en algún momento, pasan a la otra habitación. Con palabras simples, sin pasión. Se quitan la ropa, se suben a la cama, se encaraman uno encima de otro y en algún momento se besan. En absoluto silencio ocurre todo, y ella comprende de pronto que están en una fecha complicada para no cuidarse, que está cometiendo un error al confiarse en sus manos. Enseguida piensa que no tiene que alarmarse, nada grave ocurrirá. No siente que él haya terminado, cuando él se aparta de ella. Después, él le dice que debe levantarse temprano, ella se lamenta, es una pena. Le es indiferente que él se vaya o se quede a dormir con ella. Cuando duermen juntos, a ella le da taquicardia. Se remueve, se asusta, se corre a dormir a la cama del living. Después él se lo reprocha; así que no duermen juntos, por lo general. Uno de los dos envía un mensaje de cariño al otro, al día siguiente. Él sabe que ella viaja en quince días, así que antes de que ella se vaya la busca. Quiere verla; acomoda sus propios horarios para disponer de una noche o de un rato para verla. Ella, por supuesto, quiere verlo también. Ha estado sintiéndose mal últimamente, con náuseas. Pero no es la fecha de la falta así que no tiene por qué poner el grito en el cielo. Igual, cuando él la visita, antes de despedirse, ella le pregunta si él la última vez acabó o no adentro de ella. Se siente una adolescente haciendo esta pregunta, es ridícula. Está casi segura de que no, pero como no se siente bien, quiere salir de dudas, le explica. Él responde que puede ser que sí y puede ser que no. No está del todo seguro, no recuerda. Ella se pone a temblar. Él la lleva en coche hasta algún lugar, la alcanza hasta la casa de una amiga. Ella está muda, en tinieblas. Ni siquiera recuerda besarlo cuando baja del auto.

Cuando vuelve del otro país, la noche ya no es dulce ni cálida. El amor que parecían darse completamente, cesa. Las sesiones nocturnas terminan. La magia se acaba. Están en una sala de espera, en poco vendrá el médico a poner el punto final.

sábado, 16 de julio de 2016

UNA CASITA EN EL CAMPO (Émile Zola)


La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro.

La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria.

Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre.

Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron, a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento.

Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil».

El señor y la señora, equipados como para ir a la guerra, cargados de cestos, van a buscar al internado al joven Gobichon, un chaval de unos doce años, que ve con terror cómo sus padres se dirigen hacia el Bièvre. Y durante el trayecto, el padre, grave y feliz, trata de inspirarle a su hijo el amor por el campo disertando acerca de las coles y los nabos.

Llegan y se acuestan. Al día siguiente, desde el alba, Gobichon se pone su ropa de campesino; está firmemente decidido a cultivar sus tierras; cava, azadonea, planta, siembra durante todo el día. No crece nada; el suelo, formado de arena y cascotes, se niega a producir cualquier tipo de vegetación. No por ello deja el rudo trabajador de secarse con satisfacción el sudor que inunda su rostro. Mirando los hoyos que acaba de abrir, se detiene orgulloso y llama a su mujer:

-¡Señora Gobichon, venga a ver esto! -grita-. ¡Mire qué hoyos! ¡Éstos si son profundos!

La buena mujer se queda extasiada mirando la profundidad de los hoyos. El año pasado, por un extraño e inexplicable fenómeno, una lechuga, una lechuga romana alta como la mano, roída y de un amarillo sucio, tuvo el singular capricho de crecer en un rincón del huerto. Gobichon invitó a treinta personas a cenar para celebrar aquella lechuga.

Pasa la jornada entera al sol, cegado por la luz intensa, asfixiado por el polvo. A su lado se encuentra su esposa que lleva la abnegación hasta el sofoco. El joven Gobichon busca desesperadamente los delgados hilillos de sombra que forman los muros.

Por la tarde, toda la familia se sienta junto al estanque vacío y goza en paz de los encantos de la naturaleza. Las fábricas de los alrededores lanzan una negra humareda; las locomotoras pasan silbando, llevando toda una masa endomingada y ruidosa; los horizontes se extienden, devastados, más tristes aún por el eco de esas carcajadas que regresan a París para una larga semana. Y, mezclados con la fetidez del Bièvre, los olores de fritura y de polvo pasan por el aire pesado.

Gobichon, enternecido, contempla religiosamente cómo surge la luna entre dos chimeneas.

MACARIO (Juan Rulfo)


Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que iré al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno esta en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté acute; saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacara nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…

viernes, 15 de julio de 2016

COMO YO (Saiz de Marco)

Vino mi clon y se llevó a mi amada. Le fue fácil. Es clavado a mí (lógico: es mi clon) pero quizá un poco mejor.

Nunca he odiado tanto a nadie.

Todo en él me resulta deplorable. Odio su tono de voz. Odio su mirada. Odio su sonrisa. Odio sus gestos. Odio su carácter. Odio su figura.

Sí, ya sé que esa voz, esa forma de mirar y de reír, esos gestos… son también mis gestos, mi tono de voz, mi risa, mi mirada... Ya sé que por dentro y por fuera es como yo; que sus rasgos son los míos, como si me mirase en un espejo. Pero los odio. Odio esos rasgos con todas mis fuerzas.

Nunca he detestado tanto a nadie. Nunca he sentido tanto desprecio. Nunca me ha caído alguien tan mal como mi clon (y como yo mismo, que me recuerdo tanto a él…). No le trago. No me trago.

Vino mi clon y se llevó lo que más quería. Le fue fácil. Es idéntico a mí pero quizá, de alguna forma, levemente mejor.

jueves, 14 de julio de 2016

LOS HOMBROS DE LA MARQUESA (Émile Zola)


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.


-¿La señora ha llamado?

-Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

-¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

-¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

-¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.

La víspera estaba encantadora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco. Por eso tiene aún la cabeza algo pesada. Sin embargo, se ha sentado ante el espejo y Julie ha levantado la oleada rubia de sus cabellos. La bata se desliza y los hombros quedan al aire hasta media espalda.

Toda una generación ha envejecido ya contemplando el espectáculo de los hombros de la marquesa. Desde que, gracias a un poder fuerte, las damas de físico atractivo pueden escotarse y bailar en las Tullerías, ella ha paseado sus hombros por la baraúnda de los salones oficiales, con una asiduidad que la ha convertido en el estandarte viviente de los encantos del Segundo Imperio. Ha tenido que acomodarse a la moda, escotar sus vestidos unas veces hasta el declive de los riñones, otras hasta el extremo de sus pechos; hasta el punto de que la querida mujer, hoyuelo a hoyuelo, ha mostrado ya todos los tesoros de su corpiño.

No hay ni tanto así de su espalda o de su pecho que no sea conocido desde la Magdalena hasta Santo Tomás de Aquino. Los hombros de la marquesa, generosamente exhibidos, son el blasón voluptuoso del reino.

III

Es verdad, es inútil describir los hombros de la marquesa. Son tan populares como el puente Nuevo. Durante dieciocho años han formado parte de los espectáculos públicos. Basta con ver un pequeño trozo en un salón, en el teatro o en cualquier otro lugar, para exclamar: «¡Hombre! ¡la marquesa! ¡Reconozco la señal negra de su hombro izquierdo!».

Por lo demás, son unos hermosos hombros, blancos, rollizos, provocativos. Las miradas de un gobierno han pasado por ellos proporcionándoles mayor finura, como les sucede a las losas que los pies de la gente pulen con el paso del tiempo.

Si yo fuera el marido o el amante, preferiría ir a besar el pomo de cristal de la puerta del despacho de un ministro, desgastado por la mano de los que van a solicitar algo, antes que rozar con los labios aquellos hombros sobre los que ha pasado el aliento cálido de todo el París galante. Cuando se piensa en los mil deseos que han temblado a su alrededor, uno se pregunta de qué arcilla ha debido hacerlos la naturaleza para que no se hayan corroído ni desmenuzado como esas estatuas desnudas, expuestas al aire libre en los jardines, de las que el viento roe los contornos.

La marquesa ha depositado su pudor en otro sitio. Y ha hecho de sus hombros toda una institución. ¡Y cómo ha combatido a favor del gobierno de su agrado! Siempre en la brecha, en todas partes a la vez, en las Tullerías, en los ministerios, en las embajadas, en casa de los simples millonarios, convenciendo a los indecisos a fuerza de sonrisas, afianzando el trono de sus senos de alabastro, mostrando los días de peligro pequeños rincones ocultos y deliciosos, más persuasivos que los argumentos de los oradores, más decisivos que las espadas de los soldados y amenazando, para conseguir un voto, con recortar sus camisetas hasta que los esquivos miembros de la oposición se declaren convencidos.

Los hombros de la marquesa han quedado siempre íntegros y victoriosos. Han soportado un mundo sin que una sola arruga haya venido a rajar su mármol blanco.

IV



Esta tarde, al salir de las manos de Julie, la marquesa, vestida con un delicioso conjunto polaco, ha ido a patinar. Patina adorablemente bien.

En el bosque hacía un frío intenso, un cierzo que picaba en la nariz y en los labios de aquellas damas como si el viento les arrojara arena fina al rostro. La marquesa reía, tener frío le divertía. De vez en cuando iba a calentarse los pies en los braseros encendidos en las márgenes del pequeño lago. Luego volvía al aire helado, marchándose como una golondrina que roza el suelo.

¡Ah! ¡qué buen rato y qué estupendo que no haya llegado aún el deshielo! La marquesa podrá patinar toda la semana.

Al regresar, la marquesa ha visto en un vial lateral de los Campos Elíseos a una pobre tiritando al pie de un árbol, medio muerta de frío.

-¡Pobrecilla! -ha susurrado con voz disgustada.

Y, como el coche iba muy rápido y la marquesa no podía encontrar su monedero, le lanzó a la pobre su ramo, un ramo de lilas blancas que costaba por lo menos cinco luises.

miércoles, 13 de julio de 2016

PERDIDAS (Sandra Sánchez)


Cuelgan de las cuerdas de la del quinto desde que las arrojé por la ventana por impulso, en un arrebato que no me pensé dos veces.

Y ahora, cada vez que me asomo a tender mi ropa las veo; decoloradas por el sol, ajadas por la lluvia, resecas por el viento… y ahí siguen, como andrajos que sólo yo sé reconocer.

De cómo eran los primeros años ya casi ni me acuerdo, sólo sé que relucían resplandecientes.

Pero las ilusiones son así, tan resistentes a hipotecas y recibos y, sin embargo, tan susceptibles al olor de otro perfume en el cuello de tu marido.


martes, 12 de julio de 2016

LA VENDA (Miguel de Unamuno)


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

-¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

-¿Lleva usted bastón?

-¿Pues no lo ve usted? -dijo él mostrándoselo.

-¡Ah! Es cierto.

-¿Es usted acaso ciega?

-No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

-Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Qué le pasa?

-Déjeme, que se muere mi padre.

-Pero ¿dónde va usted así?

-Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

-Debe de ser loca -dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

-No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

-Es la ciega -dijo una mujer que llegaba.

-¿La ciega? -replicó el hombre del bastón-. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

-Para volver a serlo -exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.

De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego como una flecha, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las tinieblas nutrió de dulce alegría su espíritu y de amores su corazón. Y ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era maravillosa la seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo que su palo. Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame, María, ¿en qué calle estamos?» Y ella respondía sin equivocarse jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la tomara, y se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que eran una contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y a oírle y acariciarle. Y si por acaso le acompañaba su marido, rehusaba su brazo diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos.»

Por entonces se presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor especialista, que después de reconocer a la ciega, a la que había visto en la calle, aseguró que le daría la vista. Se difirió la operación hasta que hubiese dado a luz y se hubiese repuesto del parto.

Y un día, más de terrible expectación que de júbilo para la pobre ciega, se obró el portento.

El doctor y sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, recogían con ansia datos para la ciencia psicológica asaeteándola a preguntas. Ella no hacía más que palpar los objetos aturdida y llevárselos a los ojos y sufrir, sufrir una extraña opresión de espíritu, un torrente de punzadas, la lenta invasión de un nuevo mundo en sus tinieblas.

-¡Oh! ¿Eras tú? -exclamó al oír junto a sí la voz de su marido-. Y abrazándole y llorando, cerró los ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando la llevaron al niño y lo tomó en brazos, creyeron que se volvía loca. Ni una voz ni un gesto; una palidez mortal tan solo. Frotó luego las tiernas carnecitas del niño contra sus cerrados ojos y quedó postrada, rendida, sin querer ver más.

-¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? -preguntó.

-¡Oh! No, todavía no -dijo el doctor. No es prudente que usted salga hasta haberse familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente al día siguiente de la portentosa cura, cuando empezaba María a gozar de una nueva infancia y a bañarse en la verdura de un nuevo mundo, vino un mensajero torpe, torpísimo, y con los peores rodeos le dijo que su padre, baldado desde hacía algún tiempo, se estaba muriendo de un nuevo ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma y las tinieblas no le bastaban ya. Se puso como loca, se fue a su cuarto, cogió su crucifijo, cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar exclamando:

-Mi vista, mi vista por su vida. Para qué la quiero.

Y levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a verle por primera y por última vez acaso.

Entonces fue cuando la encontró el hombre del bastón, perdida en un mundo extraño, sin estrellas por que guiarse como en sus años de noche se había guiado, casi loca. Y entonces fue cuando, una vez vendados sus ojos, volvió a su mundo, a sus familiares tinieblas, y partió segura, como paloma que a su nido vuelve. A ver a su padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a través de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo, y echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo, le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos desgarradores:

-¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano, atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor aquella venda y trató de quitársela.

-No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi padre, el mío, el mío!

-Pero hija, hija mía -murmuraba el anciano.

-¿Estás loca? -le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas comedias, que la cosa va seria...

-¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso vosotros?

-Pero ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por última vez acaso...

-Porque quiero verlo... pero a mi padre... al mío..., al que nutrió de besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me quito de los ojos la venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos cubriéndole de besos.

-Pero hija, hija mía -repetía como una máquina el viejo.

-Sea usted razonable -insinuó el sacerdote separándola-, sea usted razonable.

-Razonable ¿Razonable? Mi razón está en las tinieblas, en ellas veo.

-Et vita erat lux hominum... et lux in tenebris lucet... -murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo.

Entonces se acercó a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató la venda. Todos se alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en torno de sí despavorida, como buscando algo a que asirse. Y luego de reponerse murmurando: «¡Qué brutos son los hombres!, cayó de hinojos ante su padre preguntando:

-¿Es éste?

-Sí, ése es -dijo el sacerdote señalándoselo-, ya no conoce.

-Tampoco yo conozco.

-Dios es misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su padre antes de que se muera...

-Sí, cuando ya él no me conoce, por lo visto...

-La divina misericordia...

-Está en la oscuridad -concluyó María que, sentada sobre sus talones, pálida, con los brazos caídos, miraba al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se acercó a su padre, y al tocarlo, retrocedió aterrada, exclamando:

-Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de besos, repetía:

-¡Padre, Padre! ¡No te he visto morir!

-Hay que cerrarle los ojos -dijo a María su hermano.

-Sí, sí, hay que cerrarle los ojos... que no vea ya... que no vea ya... ¡Padre, padre! Ya está en las tinieblas... en el reino de la misericordia...

-Ahora se basa en la luz del Señor -dijo el sacerdote.

-María -le dijo su hermano con voz trémula tocándole en un hombro-, eres madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste en casa al venirte; viene llorando...

-¡Ah! Si. ¡Angelito! ¡Quiere pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

-¡La venda! ¡La venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

-Pero María...

-Si no me vendáis los ojos, no le doy de mamar.

-Sé razonable, María...


-Os he dicho ya que mi razón está en las tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho, y poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

-¡Pobre padre! ¡Pobre padre!


lunes, 11 de julio de 2016

AGUAFUERTE (Rubén Darío)


De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.

domingo, 10 de julio de 2016

EN LA NOCHE DE LA ÚLTIMA NOVENA DE DIFUNTOS (Alfonso Rodríguez Castelao)


En la noche de la última novena de difuntos, la iglesia estaba poblada de miedos. En cada vela brillaba un ánima, y las ánimas que no cabían en las velas encendidas se escondían en los sombríos rincones y, desde allí, miraban a los chiquillos y les hacían carantoñas.
Cada luz que el sacristán mataba era un ánima encendida que se deshacía en hilos de humo, y todos sentíamos el olor de las ánimas en cada vela que moría. Desde entonces, el olor a cera me trae el recuerdo de los miedos de aquella noche.
El abad cantaba un responso delante de una caja llena de huesos, y, en el momento de terminar el paternoster, daba comienzo el llanto.
Cuatro hombres se adelantaban apartando a las mujeres enloquecidas de dolor y, con una mano, agarraban el ataúd y con la otra empuñaban un cirio encendido.
La procesión se terminaba en el osario del atrio. Los cuatro hombres llevaban el ataúd rozando el suelo, y el cirio inclinado rociaba cera encima de los huesos. Detrás seguía un enjambre de mujeres soltando gritos lastimeros, mucho más horripilantes que los de un llanto en un entierro de ahogados. Y si las mujeres plañían, los hombres lloraban en silencio.
En aquella procesión todos tenían por qué llorar y todos lloraban. Y también lloraba Baltasara, una chiquilla criada por la caridad pública, que apareciera dentro de una cesta, al lado de un crucero, que no tenía ni padre ni madre ni por quién llorar; pero la epidemia del llanto la contagió, y también se deshacía en gemidos con todas sus fuerzas. Camino de casa, una vecina le preguntó a la chiquilla:
-¿Por quién llorabas, Baltasara?
Y ella le respondió, gimoteando:
-¿No le parece bastante desgracia no tener por quién llorar, señora?

viernes, 8 de julio de 2016

UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA (Arthur Conan Doyle)


Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero como amante, como enamorado, Sherlock Holmes había estado en una posición completamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla y desprecio. Eran cosas admirables para el observador... excelentes para recorrer el velo de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador preparado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cuidadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una basura en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya. Y , sin embargo, para él no hubo más que una mujer, y esa mujer fue la difunta Irene Adler , de dudosa y turbia memoria.

Había visto poco a Holmes últimamente. Mi matrimonio nos había alejado. Mi propia felicidad y los intereses domésticos que surgén alrededor del hombre que se encuentra por primera vez convertido en amo y señor de su casa, eran suficientes para absorber toda mi atención; mientras que Holmes, que odiaba cualquier forma de sociedad con toda su alma de bohemio, permaneció en nuestras habitaciones de Baker Street, sumergido entre sus viejos libros y alternando, de semana en semana, entre la cocaína con la ambición, la somnolencia de la droga con la feroz energía de su propia naturaleza inquieta. Continuaba, como siempre, profundamente interesado en el estudio del crimen y ocupando sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación en seguir las pistas y aclarar los misterios que habían sido abandonados por la policía oficial, como casos desesperados. De vez en cuando escuchaba algún vago relato de sus hazañas: su intervención en el caso del asesinato Trepoff, en Odessa; su solución en la singular tragedia de los hermanos Atkinson, en Trincomalee, y, finalmente, en la misión que había realizado, con tanto éxito, para la familia reinante de Holanda. Sin embargo, más allá de estas muestras de actividad, que me concretaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche -fue el 20 de marzo de 1888- volvía de visitar a un paciente (había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina. Estaba recorriendo la habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba trabajando de nuevo. Se había sacudido de sus ensueños toxicómanos y estaba sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido a la sala que por tanto tiempo compartí con Sherlock.

No fue muy efusivo. Rara vez lo era; pero creo que se alegró de verme. Casi sin decir palabra, aunque con los ojos brillándole bondadosamente, me indicó un sillón, me arrojó su cajetilla de cigarrillos y señaló hacia una botella de whisky y un sifón que había encima de una cómoda. Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.

-El matrimonio le sienta bien -me dijo-. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos.

-Siete -contesté yo.

-Debí haber pensado un poco más antes de decir eso... Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión.

-Entonces, ¿cómo lo sabe?

-Lo veo, lo deduzco. ¿Como sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada?

-Mi querido Holmes -protesté yo-, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto. En cuanto a Mary Jane, es incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró adivinarlo.

Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas.

-Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, la piel está raspada toscamente en seis lugares, trazando rayas paralelas. Obviamente esto ha sido causado por alguien que trató de quitar el lodo que cubría el zapato, pero lo hizo con positiva torpeza, sin cuidado alguno. De ahí mi doble deducción de que se expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica.

Pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones.

-Cuando le oigo exponer sus razonamientos -comenté-, la cuestión me parece siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.

-Es posible -contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón-. Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta habitación.

-Ciertamente.

-¿Cuántas veces?

-Bueno, varios centenares de ocasiones.

-Entonces, podrá decirme cuántos hay.

-¿Cuántos escalones? No sé.

-¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he visto y he observado. Por cierto, ya que está interesado en estos problemitas y que ha sido lo bastante amable como para publicar una o dos de mis experiencias, quizá le guste ver esto -me entregó una hoja de papel grueso, de un suave tono sonrosado, que había estado hasta entonces sobre la mesa-. Me llegó en el correo de la tarde. Léala en voz alta.

La nota no tenía fecha, ni firma, ni domicilio del remitente. Decía:

Visitará a usted esta noche, faltando un cuarto para las ocho, un caballero que desea consultar a usted sobre un asunto de extrema importancia. Sus recientes servicios a una de las casas reales de Europa ha demostrado que es usted persona a quien puede confiarse asunto de tal importancia, que nada de lo que se dijera al respecto resultaría exagerado. Estos datos de usted de todas partes hemos recibido. Procure, por tanto, estar en su casa a esa hora, y no se sorprenda si su visitante se presenta enmascarado.

-Este es un asunto realmente misterioso -comenté-. ¿Qué cree que puede significar?

-No tengo datos todavía. Es un error capital tratar de formular teorías antes de tener datos. Insensiblemente, uno empieza a retorcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos. Pero, ¿qué deduce de la nota misma?

Examiné con cuidado la escritura y el papel que habían usado para escribir.

-El hombre que la escribió está en buenas condiciones económicas -comenté tratando de imitar el raciocinio de mi compañero-. Este papel no puede adquirirse por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente grueso y resistente.

-Peculiar... ésa es la palabra exacta -dijo Holmes-. No es papel inglés. Colóquelo contra la luz.

Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúsculas con una t minúscula, marcadas en la superficie del papel.

-¿Qué deduce de esto? -preguntó Holmes.

-Es el nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.

-De ningún modo. La G mayúscula con la t minúscula significan Gesellschaft, que es el equivalente en alemán de Compañía. Es la abreviatura acostumbrada, equivalente a nuestra Cía. La P, desde luego, significa Papier. Ahora veamos lo de la Eg. Consultemos nuestra Guía continental -bajó un pesado volumen marrón de uno de los anaqueles-. Eglow, Eglonitz... aquí estamos, Egria. Es un país en que hablan alemán... en Bohemia, no lejos de Carlsbad. "Notable por haber sido la escena de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de vidrio y de papel." ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué le parece eso, hijo mío? -sus ojos brillaban y arrojó una gran nube azulosa de su cigarrillo.

-El papel fue hecho en Bohemia -exclamé.

-Precisamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. Note la construcción un poco forzada de esa frase: "Estos datos de usted de todas partes hemos recibido". Un francés o un ruso no hubiera escrito así. Es el alemán quien cambia la construcción de las frases en esa forma. Sólo queda, por tanto, descubrir qué desea este alemán que escribe en papel bohemio y que prefiere usar una máscara a mostrar su rostro. Y aquí viene, si no me equivoco, a resolver todas nuestras dudas.

Se escuchó el ruido claro de las herraduras de los caballos y el rozar de las ruedas sobre el pavimento, seguidos por el llamado brusco de la campanilla. Holmes silbó.

-Son dos caballos, lo deduzco por el ruido de las pisadas -dijo-. Sí -continuó, asomándose por la ventana-. Es un elegante carruaje con dos verdaderos ejemplares equinos. Cuando menos de ciento cincuenta guineas cada uno. En este caso hay dinero, Watson, a falta de otra cosa.

-Creo que será mejor que me vaya, Holmes.

-De ningún modo, doctor. Quédese donde está.

Esto promete ser interesante. Sería una lástima que se lo perdiera.

-Pero... un cliente...

-No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda, o quizás él mismo la requiera. Aquí viene. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos toda su atención.

Unos pasos lentos y pesados, que se habían escuchado en las escaleras y en el corredor, se detuvieron exactamente frente a nuestra puerta. Entonces se escuchó un llamado brusco e imperativo.

-¡Pase! -ordenó Holmes.

Entró un hombre que difícilmente medía menos de dos metros de estatura, con el pecho y las extremidades de un Hércules. Su apariencia era la de un personaje rico, con una ostentación que en Inglaterra se habría considerado muy cercana al mal gusto. Gruesas bandas de astracán atravesaban las mangas y el frente de su gabán cruzado, mientras que su gran capa de un paño azul índigo, estaba ribeteada y forrada con seda de color rojo subido. La aseguraba a su cuello con un broche que tenía una solitaria y gigantesca aguamarina. Las elegantes botas que se extendían hasta la mitad de la pantorrilla, completaban la impresión de bárbara opulencia que sugería toda su apariencia. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha y su rostro estaba casi oculto tras una gran máscara negra, en forma de antifaz, que parecía haberse colocado en aquel momento, pues, al entrar, todavía tenía levantada la mano hacia la máscara. La parte inferior de la cara, que quedaba al descubierto, revelaba un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos y prominentes, y una barbilla larga y puntiaguda que sugería una resolución rayana en la necedad.

-¿Recibió usted mi nota? -preguntó con voz áspera y profunda y con acento alemán muy marcado-. En ella le avisaba que vendría.

Nos miró a los dos, sin saber a quién dirigirse.

-Le suplico que tome asiento -dijo Holmes-. Éste es mi amigo el doctor Watson, quien en algunas ocasiones ha tenido la bondad de ayudarme a solucionar mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

-Habla usted con el conde Von Kramm, un noble bohemio. Tengo entendido que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en cuya presencia puedo hablar sobre un asunto de la más grande importancia. Si no, preferiría hablar a solas con usted.

Me levanté para irme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó a volver a instalarme en el sillón.

-Los dos o ninguno -dijo-. Puede usted decir ante este caballero cualquier cosa que pueda decirme a mí.

El conde encogió sus anchos hombros.

-Entonces empezaré por suplicar a ustedes absoluto silencio respecto al asunto que me trae aquí, dentro de los dos próximos años. Al final de ese tiempo, el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento debo señalar que no es exagerado afirmar que la cuestión es de tal magnitud que podría influir en la historia europea.

-Prometo discreción -aseguró Holmes.

-Y yo también.

-Ustedes perdonarán esta máscara -continuó nuestro extraño visitante-. La augusta persona que me emplea desea que su agente sea desconocido para ustedes, y debo confesarles que el título que yo mismo me he dado hace un momento no es precisamente el mío.

-Lo comprendí, desde luego -dijo Holmes secamente.

-Las circunstancias son muy delicadas y deben tomarse todas las precauciones para evitar lo que amenaza ser un inminente escándalo y que podría comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Para hablar francamente, el asunto gira en torno de la gran Casa de Ormstein, soberanos de Bohemia por generaciones.

-También me di cuenta de eso -murmuró Holmes, sumiéndose en su sillón y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró, sorprendido, la figura lánguida y perezosa del hombre que le había sido descrito como el razonador más genial y el agente investigador más activo de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su cliente.

-Si Su Majestad tiene la bondad de explicarme su problema, podré aconsejarle mejor.

El hombre se levantó de su silla de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, con muestras de agitación incontrolable. Entonces, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara del rostro y la arrojó al suelo.

-Tiene razón -gritó-, soy el rey. ¿Para qué tratar de ocultarlo?

-Es cierto, ¿para qué? -murmuró Holmes-. Su Majestad no había hablado aún y yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey de Bohemia por herencia.

-Debe comprender -dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasando la mano sobre su ancha y blanca frente-, debe comprender que no estoy acostumbrado a hacer estos negocios personalmente. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no quise confiarlo a un agente. Eso habría significado quedar a su merced. He venido de incógnito, desde Praga, con el objeto de consultarle a usted.

-Entonces, le suplico que haga su consulta -dijo Holmes, cerrando los ojos una vez más.

-Los hechos, en concreto, son los siguientes: hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, trabé conocimiento con la bien conocida aventurera Irene Adler. El nombre es, sin duda alguna, familiar para usted.



-Tenga la bondad de ver qué dice mi índice sobre ella, doctor -murmuró Holmes sin abrir los ojos. Durante muchos años había adoptado el sistema de anotar todos los párrafos referentes a hombres y cosas que se publicaban en los periódicos, de tal modo que era difícil mencionar un tema o a una persona sin que él pudiera contar de inmediato con información al respecto. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabí hebreo y la de un marino que había escrito una monografía sobre los peces que habitan en los mares profundos.

-¡Déjeme ver! -exclamó Holmes-. ¡Hum! Nació en Nueva Jersey en el año de 1858. Contralto... ¡hum! La Scala... ¡hum! Prima donna de la Opera Imperial de Varsovia... ¡sí! Retirada de la escena... ¡ajá! Viviendo en Londres actualmente... ¡eso es! Su Majestad, entiendo, se mezcló con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recobrar esas cartas.

-Precisamente. Pero ¿cómo...?

-¿Hubo un matrimonio secreto?

-No.

-¿Nada de papeles legales o certificados?

-Ninguno.

-Entonces, no acierto a comprender a Su Majestad. Si esta joven presentara sus cartas para realizar un chantaje, o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a probar su autenticidad?

-Por la escritura.

-¡Bah! Falsificada.

-Mi papel privado.

-Robado.

-Mi propio sello.

-Imitado.

-Mi fotografía.

-Comprada.

-Los dos estamos en la fotografía.

-¡Ah, caramba! ¡Eso sí es terrible! Su Majestad cometió una tremenda indiscreción al fotografiarse así.

-Estaba enamorado... loco.

-Se ha comprometido muy seriamente.

-En aquel entonces era sólo príncipe. Era joven. Aun ahora no tengo más que treinta años.

-Esa fotografía debe recobrarse.

-Hemos tratado de hacerlo, y hemos fracasado.

-Su Majestad tendrá que pagar. Debe ser comprada.

-Ella no la venderá.

Robada, entonces.

-Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones a mi servicio han registrado su casa. Una vez le robamos el equipaje cuando iba de viaje. Dos veces la han registrado mujeres pagadas por mí. Sin resultado.

-¿No hay rastros del retrato?

-Absolutamente ninguno.

Holmes se echó a reír.

-Es un problemita bastante complicado -dijo.

-Y muy serio para mí -contestó el rey en tono de reproche.

-Mucho, realmente. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía?

-Arruinarme.

-Pero, ¿cómo?

-Estoy a punto de casarme.

-Eso he sabido.

-Con Clotilde Lothman von Saxe-Meiningen, hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es la personificación de la delicadeza. Una sombra de duda en cuanto a mi conducta, pondría fin a nuestro compromiso matrimonial.

-¿E Irene Adler?

-Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé muy bien que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres y la mente del más resuelto de los hombres. Para evitar que yo me case con otra mujer, no hay extremos a los que ella no sea capaz de ir... no los hay.

-¿Está seguro de que no la ha enviado todavía?

-Estoy seguro.

-¿Por qué?

-Porque me dijo que la enviaría el día que el matrimonio fuera proclamado públicamente. Eso será el próximo lunes.

-¡Oh!, entonces nos quedan tres días aún -dijo Holmes con un bostezo-. Es una gran fortuna, pues tengo uno o dos asuntos de importancia que atender por el momento. Su Majestad, desde luego, pasará unos días en Londres, ¿no?

-Ciertamente. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm.

-Entonces lo visitaré para notificarle sobre el progreso de nuestras indagaciones.

-Le ruego que lo haga. Vivo invadido por la ansiedad.

-¿Y qué me dice respecto al dinero?

-Tiene usted carte blanche.1

-¿Absolutamente?

-Le aseguro que le daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía.

-¿Y en lo que se refiere a los gastos de momento?

El rey sacó una pesada bolsa de cuero del interior de su gabán y la colocó sobre la mesa.

-Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes -dijo.

Holmes extendió un recibo por la cantidad en una hoja de papel y se lo entregó.

-¿Sabe usted cuál es el domicilio de la dama? -preguntó.

-Es Briony Lodge, Serpentine Avenue , St. Jo hn's Wood.

Holmes tomó nota de aquellos datos.

-Otra pregunta -dijo con aspecto pensativo-. ¿Era de cuerpo entero la fotografía?

-Entonces, buenas noches, Su Majestad. Confío en que pronto tendremos buenas noticias para usted. Y buenas noches, Watson -añadió mientras el carruaje real se alejaba estrepitosamente-. Si tiene la bondad de visitarme mañana por la tarde, a las tres en punto, tendré mucho gusto en discutir este asunto con usted.



II

A las tres en punto del día siguiente estaba yo en la casa de Baker Street, pero Holmes no había vuelto aún. La patrona me informó que había salido de la casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté cerca del fuego, sin embargo, con intención de esperarlo por mucho que tardara en volver. El nuevo caso había despertado profundamente mi interés, porque aun cuando no estaba rodeado de la tragedia y de los aspectos extraños de los dos crímenes en que yo había intervenido antes, la naturaleza del caso y la importancia de su cliente le daban un interés especial a mis ojos. Además, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo tenía a mano, había algo tan maravilloso en su magistral dominio de las situaciones y en su agudo e incisivo razonamiento, que para mí era un placer poder estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles por medio de los cuales desentrañaba los más confusos misterios. Tan acostumbrado estaba yo a su éxito invariable, que la simple posibilidad de un fracaso me resultaba inconcebible.

Fue cerca de las cuatro de la tarde cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballerizas, sucio, barbudo, con aspecto alcohólico, rostro abotagado y ropas destrozadas. Aunque estaba acostumbrado a la extraordinaria habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarlo tres veces antes de estar seguro de que era él realmente. Moviendo la cabeza a modo de saludo, desapareció por la puerta que conducía a la alcoba y salió cinco minutos después, ya cuidadosamente arreglado y limpio, y como siempre, vestido con su traje de casimir. Se metió las manos en los bolsillos, extendió las piernas frente a la hoguera y se echó a reír alegremente durante varios minutos.

De vez en cuando lanzaba alguna exclamación ininteligible, para después continuar riendo como un loco, hasta que quedó inmóvil, exhausto, sobre la silla.

-¿De qué se ríe?

-De una cosa graciosa. Estoy seguro de que usted no podría nunca adivinar cómo empleé la mañana o qué terminé por hacer.

-No puedo imaginarlo. Supongo que ha estado vigilando los hábitos y, probablemente, la casa de la señorita Irene Adler.

-Exactamente, pero me ocurrieron cosas en verdad extraordinarias. Salí de la casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado como mozo de caballeriza, sin trabajo. Hay una maravillosa simpatía y camaradería entre los miembros de esta profesión. Pronto encontré Briony Lodge. Es una villa amplia, con un jardín en la parte posterior, con una gran estancia a la derecha, muy bien amueblada, con largas ventanas que llegan casi hasta el suelo, aseguradas con esos aldabones ingleses que hasta un niño puede abrir. A más de eso no era un edificio nada notable. Observé que se podía entrar a una de las ventanas por el techo de la caballeriza. Di varias vueltas alrededor de la casa y la examiné desde todos los ángulos, pero sin notar ninguna otra cosa que despertara mi interés.

"Estuve vagando por la calle un rato y me fui acercando hasta el lado del jardín, en tanto que los mozos atendían a los caballos. Me presté a ayudarlos y recibí como compensación dos peniques, un vaso de vino, un poco de tabaco corriente y toda la información deseable acerca de la señorita Adler , para no decir nada de media docena más de personas del barrio, en quienes no tengo el más mínimo interés, pero cuyas biografías fui obligado a escuchar."

-¿Y qué me dice de Irene Adler? -pregunté.

-¡Oh!, ha vuelto locos a todos los hombres de esa parte de la ciudad. Es la muchacha más bonita que hay en este planeta, en opinión de los mozos. Vive tranquilamente, canta en conciertos, sale a pasear todos los días a las cinco y vuelve a cenar exactamente a las siete. Raras ocasiones sale a otra hora, excepto cuando canta. Tiene un solo visitante masculino, aunque es un visitante muy constante. Es un tipo alto, guapo y atrevido; nunca la visita menos de una vez al día y a veces lo hace dos. Es un tal señor Godfrey Norton. ¿Ve la ventaja de ser el confidente de un cochero? Mis amigos improvisados lo han llevado varias veces a su casa en Inner Temple y saben todo lo que se puede saber respecto a él. Mientras escuchaba todo esto, yo pensaba en mi plan de campaña.

"Este Godfrey Norton es evidentemente un factor importante en el asunto. Supe que era abogado. No pude menos de preguntarme qué relación existía entre ellos y cuál era el objeto de sus frecuentes visitas. ¿Era Irene su cliente, su amiga o su amante? En el primer caso, probablemente le había entregado la fotografía a él, para que se la guardara. Si era lo último, resultaba menos probable. Y de esta cuestión dependía que continuara trabajando en Briony Lodge o que volviera mi atención a las habitaciones de este caballero en el Temple; era un punto delicado y ampliaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo con estos detalles, pero tengo que explicarle estas pequeñas dificultades para que comprenda la situación."

-Le escucho con gran interés -contesté.

-Estaba todavía estudiando mentalmente la cuestión, cuando un coche se detuvo frente a Briony Lodge y un caballero descendió de él. Era un hombre notablemente apuesto, moreno, de facciones regulares y espeso bigote... evidentemente se trataba del caballero de quien había oído hablar. Parecía tener mucha prisa. Gritó al cochero que lo esperara y pasó corriendo frente a la doncella que le abrió la puerta, con la confianza de un hombre que está en su propia casa.

"Estuvo en el interior de la casa, aproximadamente una hora. Durante este tiempo pude verlo a través de los cristales de las ventanas que corresponden a la sala, dando vueltas de un lado a otro y moviendo los brazos como si hablara con gran excitación. No vi a Irene Adler durante ese tiempo. Por fin salió, con aspecto más agitado del que traía al llegar. Al subir al coche sacó un reloj de oro del bolsillo, consultó la hora y gritó con voz desesperada:

"-¡Vámonos como alma que lleva el diablo! Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgeware Road. ¡Media guinea si logra hacer esto en veinte minutos!

"El coche partió y empezaba a preguntarme si no sería buena idea seguirlo, cuando salió de la caballeriza de Briony Lodge un carruaje pequeño. El cochero traía la librea sólo abotonada a medias y la corbata sin arreglar como si hubiera sido llamado rápidamente. Apenas había llegado el carruaje a la puerta de la casa, cuando Irene salió bruscamente de ella y subió con igual rapidez al coche. Sólo la vi un instante, pero bastó para que notara que era una mujer encantadora, con un rostro por el que cualquier hombre moriría con gusto.

"-¡A la iglesia de Santa Mónica, Jo hn! -gritó-. Y te doy medio soberano si llegas en veinte minutos.

"Aquello se ponía demasiado interesante para que yo me lo perdiera, Watson. Empezaba a meditar en si debía arriesgarme a ser visto, subiéndome a la parte posterior de su pequeño carruaje, cuando se acercó por el otro lado de la calle un coche de alquiler. El cochero me miró con desconfianza, pero yo salté al interior del carruaje antes de que pudiera protestar.

"-¡A la iglesia de Santa Mónica! -le ordené-. Y medio soberano será suyo si llega en veinte minutos.

"Faltaban veinticinco minutos para las doce, así que estaba perfectamente claro lo que se proponían.

"Mi cochero se portó muy bien. No creo que jamás haya conducido a tanta velocidad, pero los otros ya estaban allí cuando llegamos. El coche y el pequeño carruaje de Irene se encontraban a la puerta de la iglesia. Pagué al cochero y entré. No había un alma en el interior, con la excepción de los dos personajes a quienes venía siguiendo, y el sacerdote que se encontraba frente a ellos. Los tres formaban un apretado nudo frente al altar. Empecé a caminar lentamente por el pasillo central de la nave, como cualquier otro vagabundo que se ha metido en una iglesia a falta de otra cosa que hacer. De pronto, ante mi sorpresa, las tres personas del altar volvieron su rostro y Godfrey Norton se echó a correr en dirección a mí.

"-¡Gracias a Dios! -gritó-. Usted nos servira. ¡Venga! ¡Venga!

"-¿Qué quiere de mí? -pregunté.

"-Venga, hombre, venga; es sólo cosa de tres minutos. Si no, no será legal.

"Casi me arrastraron hasta el altar y antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, murmuraba respuestas que me decían al oído y declaraba cosas de las que no sabía absolutamente nada. Simplemente estaba ayudando a realizar el acto de unir en matrimonio a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo fue hecho en un instante y me encontré con una dama dándome las gracias por un lado, un caballero dándome las gracias por el otro, y el sacerdote, enfrente de mí, haciéndome una leve caravana. Era la posición más extraña en que me había encontrado en mi vida, y el pensar en ello fue lo que me produjo el acceso de risa que sufrí hace un momento. Parece que había cierta informalidad en su licencia y que el sacerdote se negaba terminantemente a casarlos sin un testigo. Mi aparición en la iglesia evitó al novio tener que echarse a correr por las calles en busca de un padrino. La novia me dio un soberano y pienso usarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo de la ocasión."

-Las cosas han tomado un curso inesperado -dije yo-, ¿y entonces qué pasó?

Bueno, encontré que mis planes estaban muy seriamente amenazados. Parecía que la pareja se disponía a partir de inmediato y eso exigía medidas rápidas y enérgicas de mi parte. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron. Él se dirigió al Temple y ella a su propia casa.

"-Saldré al parque a las cinco, como de costumbre -dijo ella al separarse de su flamante marido. No oí más. Partieron en diferentes direcciones y yo me marché para hacer mis propios arreglos."

-¿Cuáles son? -pregunté.

-Un poco de fiambre y un vaso de cerveza -ordenó Sherlock al ver entrar a la sirvienta, haciendo caso omiso de mi pregunta-. He estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en comer. Y estaré aún más ocupado esta tarde. Por cierto, doctor, quiero su cooperación.

-Encantado de servirle.

-¿No le importa faltar a la ley?

-No, en lo más mínimo.

-¿Ni correr el riesgo de ser arrestado?

-No, si es por una buena causa.

-¡Oh, la causa es excelente!

-Entonces soy el hombre que necesita.

-Ya sabía yo que podía contar con usted.

-Pero, ¿qué es lo que desea de mí?

-Cuando la señora Turner haya traído lo que le pedí, me explicaré con más claridad -dijo. Un momento después entraba nuestra patrona con la frugal comida ordenada por mi amigo y éste se lanzaba hambriento sobre ella-. Tendremos que discutir el asunto mientras como, pues no dispongo de mucho tiempo. Son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que entrar en acción. La señorita, o más bien la señora Irene , vuelve a las siete de su paseo. Debemos estar en Briony Lodge para recibirla.

-¿Y qué haremos entonces?

-Usted debe dejar las cosas en mis manos. Ya he arreglado lo que va a ocurrir entonces. Hay un solo punto en el que debo insistir. Usted no debe intervenir, pase lo que pase. ¿Entendido?

-¿Debo ser neutral?

-No debe hacer absolutamente nada. Probablemente habrá algunos incidentes desagradables. No intervenga en ellos. Los sucesos concluirán en que me conduzcan a la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá una de las ventanas de la sala. Usted entonces se acercará a esa ventana abierta.

-Sí.

-Se fijará en mí, pues para entonces estaré al alcance de su vista.

-Sí.

-Y cuando levante mi mano... así... arrojará a la habitación lo que le voy a dar. Y al mismo tiempo lanzará el grito de: "¡Fuego!" ¿Me entiende?

-Perfectamente.





-No es nada notable -dijo extrayendo de su bolsillo un rollo con la forma de un habano-. Es un ordinario cohete de humo, que estalla por sí solo al chocar contra el suelo. Su misión se concreta a eso. Al dar el grito, atraerá probablemente cierto número de curiosos. Pero usted debe caminar tranquilamente hacia la esquina de la calle y esperarme allí. Yo me reuniré con usted diez minutos después. Espero haberme explicado con claridad.

-Sí. Yo debo permanecer neutral, acercarme a la ventana abierta, para observarlo, y arrojar este objeto a una señal suya, al mismo tiempo que lanzo el grito de fuego. Entonces lo esperaré en la esquina de la calle.

-Exactamente.

-Puede confiar en mí.

-Está muy bien. Creo que es casi hora de que me prepare para el nuevo papel que tendré que interpretar.

Desapareció en su alcoba y volvió unos minutos después en el personaje de un amable y sencillo sacerdote de la Iglesia "No Conformista". Su ancho sombrero negro, sus pantalones sueltos, su corbata blanca, su sonrisa simpática y su expresión de benevolente curiosidad lo caracterizaban de un modo realmente notable. No era simplemente que Holmes cambiara de traje. Su expresión, sus modales, su propia alma parecían variar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor, al igual que la ciencia perdió un extraordinario investigador, cuando Sherlock Holmes se decidió a convertirse en un especialista en criminología.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street y aún faltaban diez minutos para la hora cuando nos encontramos en Serpentine Avenue. Ya había oscurecido y las lámparas empezaban a ser encendidas, cuando nos colocamos frente a Briony Lodge, en espera de la llegada de la dueña de la mansión. La casa era como me la había imaginado por la descripción que me hizo Sherlock Holmes, pero el sitio parecía menos tranquilo de lo que esperaba. Por el contrario, para una calle pequeña, de un vecindario lejano, estaba notablemente animada. Había un grupo de hombres pobremente vestidos, fumando y riendo en una esquina. Un afilador daba vuelta a su rueda, dos hombres flirteaban con una sirvienta, y varios jóvenes bien vestidos recorrían la calle ociosamente, de un lado a otro, con cigarrillos en la boca.

-Como usted comprenderá -comentó Holmes, mientras paseábamos frente a la casa-, este matrimonio simplifica el asunto. La fotografía se convierte ahora en un arma de dos filos. Todas las probabilidades son de que ella esté tan poco dispuesta a que la vea el señor Godfrey Norton como nuestro cliente lo está a que caiga en poder de su princesa. Ahora la cuestión estriba en dónde podremos encontrar la fotografía.

-¿En dónde realmente?

-Es poco probable que la traiga consigo. Debe ser una foto grande y no resulta fácil para una mujer esconder algo así. Además, la han registrado dos veces y debe sospechar que el rey está decidido a repetir la hazaña. Podemos dar por hecho, entonces, que no la trae consigo.

-¿En dónde la tiene, entonces?

-Con su banquero o con su abogado. Esa es una doble posibilidad, pero no me inclino mucho a ella. Las mujeres son discretas con sus propios secretos. ¿Por qué había de entregarla a manos ajenas? Además, recuerde que ha resuelto usarla dentro de pocos días. Debe estar al alcance de sus manos. Debe estar en su propia casa.

-Pero, la han registrado dos veces.

-¡Bah! Deben haberlo hecho individuos que no saben buscar.

-¿Y cómo va a buscar usted?

-Yo no buscaré.

-¿Qué hará, entonces?

-Haré que ella me muestre dónde está.

-Se negará a hacerlo.

-No podrá. Pero ya oigo el rumor de las ruedas. Es su carruaje. Ahora cumpla mis órdenes al pie de la letra.

Mientras decía eso, las luces de los faroles laterales de un carruaje trazaron la curva de la avenida. Era un carruaje pequeño, que se detuvo a las puertas de Briony Lodge. En el momento en que lo hizo, uno de los hombres que se encontraban en la esquina corrió para abrir la portezuela, con la esperanza de ganarse una moneda, pero fue empujado por otro de los vagabundos, que había echado a correr con la misma intención. Una feroz reyerta se inició con aquel incidente. Los dos hombres que antes habían estado flirteando con las sirvientas, se pusieron a defender a uno de los jovenzuelos, logrando con su intervención solamente hacer más grande el escándalo. El afilador se entrometió también en el asunto y dio el primer golpe, dirigido a uno de los guardias. Un instante después, la dama que había descendido de su carruaje, era el centro de un pequeño nudo de hombres que se lanzaban puñetazos y patadas a diestra y siniestra. Holmes se introdujo en la multitud para proteger a la dama; pero en el momento en que llegaba a su lado, lanzó un grito, cayó al suelo y la sangre empezó a manar abundantemente de su rostro. Al verlo caer, los guardias se echaron a correr en una dirección y los vagabundos en otra, mientras que un grupo de personas mejor vestidas, que habían observado la pelea sin tomar parte en ella, se acercaron para ayudar a la muchacha y para atender al herido. Irene Adler, como la seguiré llamando, había corrido hacia los escalones de su casa, pero al llegar a lo alto de ellos, se detuvo, con su figura excepcional claramente delineada por las luces del vestíbulo, volviendo la mirada hacia la calle.

-¿Está mal herido el caballero? -preguntó.

-Está muerto -dijeron varias voces.

-No, no. Todavía está con vida -gritó alguien-. Pero morirá antes de que pueda ser conducido al hospital.

-Es un hombre valiente -dijo una mujer-. Se habrían llevado el bolso de la señorita y su reloj, si no hubiera sido por él. Esos hombres deben formar una pandilla peligrosa. ¡Ah! Ya empieza a respirar.

-No lo podemos dejar tirado en la calle. ¿No podríamos meterlo en su casa, señora?

-Desde luego. Tráiganlo a la sala. Hay un sofá aquí. Pasen por acá, por favor.

Lenta y solemnemente mi amigo fue conducido al interior de Briony Lodge y acostado en la habitación principal, mientras yo observaba todo desde mi puesto, cerca de la ventana. Las lámparas habían sido encendidas, pero los cortinajes no fueron corridos, de tal modo que podía ver claramente a Holmes, tendido en el sofá. Yo no sé si mi amigo es capaz de un sentimiento así, pero sí sé que yo me sentí profundamente avergonzado y arrepentido de la falta que estábamos cometiendo cuando vi a aquella hermosísima criatura, contra quien estábamos conspirando, inclinarse en un gesto lleno de gracia y bondad sobre el "anciano lastimado". Pero habría sido la más negra traición a Holmes fallarle en el asunto que me había encomendado. Traté de endurecer mi corazón y saqué de mi chaqueta el cohete de humo. "Después de todo", pensé, "no le estamos haciendo un daño real. Sólo estamos impidiendo que haga daño a otros".

Holmes estaba sentado ahora en el sofá y lo vi moverse como quien necesita desesperadamente una bocanada de aire. Una doncella corrió y abrió la ventana. En el mismo instante lo vi levantar una mano. Era la señal. Arrojé el cohete a la habitación y grité al mismo tiempo:

-¡Fuego!

La palabra apenas había salido de mi boca, cuando toda la multitud de espectadores -caballeros, mozos, sirvientas y vagabundos- se unieron en un grito general de "¡Fuego, fuego!" Gruesas nubes de humo salieron de la habitación por la ventana abierta. Percibí por el rabillo del ojo la carrera de varias personas en el interior de la casa y, un momento después, escuché la voz de Holmes asegurando que era una falsa alarma. Deslizándome por entre la multitud de curiosos y gritones, logré alejarme del lugar y llegué hasta la esquina de la calle. Diez minutos más tarde, Holmes se encontraba a mi lado. Me tomó del brazo y nos alejamos tranquilamente de aquel loco barullo. Caminamos rápida y silenciosamente durante algún tiempo, hasta que dimos vuelta hacia una de las tranquilas calles que conducen hacia Edgeware Road.

-Se portó usted muy bien, doctor -comentó-. Nada podía haber salido mejor.

-¿Tiene usted la fotografía?

-No, pero sé dónde está.

-¿Y cómo lo averiguó?

-Ella me mostró el lugar, como le dije que lo haría.

-Todavía no comprendo.

-No quiero que esto le siga pareciendo un misterio -murmuró él echándose a reír-. El asunto es perfectamente simple. Usted, desde luego, comprendió que todas las personas que estaban en la calle eran cómplices míos. Es un grupo de actores al que contraté para mi servicio exclusivo durante estas horas.

-Me lo supuse.

-Bueno, cuando la pelea se inició, tenía un poco de pintura roja, fresca, en la mano. Corrí , me dejé caer, me llevé la mano al rostro y me convertí en un conmovedor espectáculo. Es un viejo truco.

-También sospeché eso.

-Entonces me llevaron al interior de la casa. Ella no iba a permitir que aquel pobre anciano que la había salvado se quedara en la calle. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y me llevó a la sala, que era exactamente la habitación en que yo sospechaba que estaba la fotografía. Tenía que estar allí o en su alcoba. Y yo estaba decidido a averiguar en dónde. Me tendieron en un sofá, yo pedí a gritos un poco de aire, abrieron la ventana y usted hizo lo demás.

-¿En qué le ayudó lo que hice?

-Era absolutamente importante. Cuando una mujer piensa que la casa se ha incendiado, su instinto la hace correr a rescatar lo que mayor valor tiene para ella. Es un impulso incontrolable y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de Darlington me fue de gran utilidad, al igual que en el asunto del castillo Arnsworth. Una madre corre por su hijo... una mujer soltera corre a rescatar sus joyas. Yo comprendía que nuestra dama no tenía en la casa nada más valioso para ella que la fotografía que estamos buscando. Correría a buscarla, para ponerla a salvo. La alarma de fuego resultó perfecta. El humo y los gritos eran como para alterar los nervios de cualquiera, aun a las personas de nervios de acero. Nuestra amiga reaccionó tal como lo pensé. La fotografía está en un anaquel secreto de la pared de la sala, exactamente arriba de la campanilla. Se encontró allí en un instante y pude verla en el momento en que corría la puerta disimulada. Cuando grité que era una falsa alarma, la volvió a colocar en su sitio, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no he vuelto a verla desde entonces. Me levanté y, después de excusarme, salí de la casa. No me decidí a apoderarme de la fotografía de inmediato, porque el cochero había entrado a la sala y me estaba observando fijamente. Me pareció más seguro esperar. La precipitación puede arruinar todo.

"Nuestra misión está prácticamente terminada. Mañana llamaré al rey, y con usted, si quiere venir, iremos directamente a la casa de nuestra amiguita. Nos llevarán a la sala para esperar, pero lo más probable es que cuando llegue no nos encuentre a nosotros ni a la fotografía. Será una satisfacción para Su Majestad recobrarla con sus propias manos."

-¿Y cuándo iremos, dice usted?

-A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de tal modo que tendremos el campo libre. Además, debemos apresurarnos, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y en sus hábitos. Debo telegrafiar al rey sin demora.

Habíamos llegado a Baker Street y nos habíamos detenido frente a la puerta. Mientras él buscaba las llaves en su bolsillo, pasó alguien diciendo:

-Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Había varias personas en la calle en ese momento, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado que venía en un carruaje abierto, pero que continuó su camino de inmediato.

-He oído antes de ahora esa voz -dijo Holmes, siguiendo con la mirada el carruaje, iluminado apenas por la luz del farol callejero-. Pero no sé quién pueda haber sido ese jovencito.



III

Dormí esa noche en Baker Street y estábamos gozando de nuestra taza de café y nuestras tostadas mañaneras, cuando el rey de Bohemia entró precipitadamente en la habitación.

-¿De verdad la ha obtenido? -gritó tomando a Sherlock Holmes de los hombros y mirándolo ansiosamente a la cara.

-Todavía no.

-Pero, ¿tiene esperanzas?

-Sí las tengo.

-Entonces, venga. Estoy impaciente por partir.

-Necesitaremos un coche.

-Tengo mi carruaje afuera, esperando.

-Entonces eso simplificará las cosas.

Descendimos y partimos de nuevo hacia Briony Lodge.

-Irene Adler se ha casado -comentó Holmes.

-¡Casado! ¿Cuándo?

-Ayer.

-Pero, ¿con quién?

-Con un abogado inglés apellidado Norton.

-Pero... ella no puede amarlo.

-Tengo profundas esperanzas de que lo ame.

-¿Por qué?

-Porque salvaría a Su Majestad de todo temor de futuras molestias. Si la dama ama a su esposo, no ama a Su Majestad. Y si no ama a Su Majestad, no hay razón para que se interponga en los planes de Su Majestad.

-Es cierto. Y, sin embargo... bueno, quisiera que hubiera sido de mi clase y posición. ¡Qué reina tan magnífica habría sido! -lanzó un suspiro y se sumió en un malhumorado silencio que no fue interrumpido hasta que llegamos a Serpentine Avenue.

La puerta de Briony Lodge estaba abierta y una dama anciana se encontraba en lo alto de los escalones. Nos miró con expresión sardónica, mientras descendíamos del carruaje.

-El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo.

-Yo soy el señor Holmes -contestó mi compañero con expresión interrogadora y asombrada.

-Desde luego. Mi señora me aseguró que era muy probable que viniera usted a buscarla. Salió esta mañana con su esposo, en el tren de las 5:15. Partió hacia el continente.

-¡Qué! -Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, pálido de ira y de sorpresa-. ¿Quiere decirme que ha salido de Inglaterra?

-Sí, para no volver nunca.

-¿Y los papeles? -preguntó el rey con voz ronca-. ¡Todo está perdido!

-Ya veremos -empujó a la sirvienta a un lado y corrió hacia la sala, seguido por el rey y por mí. Los muebles estaban esparcidos en todas direcciones; los anaqueles se veían vacíos; los cajones estaban abiertos. Todo parecía indicar que la dama había recogido rápidamente sus pertenencias antes de emprender aquella precipitada fuga. Holmes se acercó al tiro de la campanilla, corrió una puertecilla secreta y extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler sola, vestida en traje de gala. La carta estaba dirigida a Sherlock Holmes. Mi amigo la abrió y los tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a la medianoche del día anterior y decía lo siguiente:

Mi querido señor Sherlock Holmes:

Realmente lo hizo usted muy bien. Me sorprendió por completo. Hasta la alarma de incendio no concebí la menor sospecha. Pero entonces, cuando descubrí cómo me había traicionado yo misma, empecé a pensar. Ya me habían prevenido contra usted desde hacía meses. Me habían dicho que si el rey empleaba un agente, ése sería usted. Y me dieron su dirección. Sin embargo, a pesar de todo esto, me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de concebir sospechas, encontré difícil desconfiar de un sacerdote tan gentil y anciano. Pero, como usted sabe, yo misma he estudiado el arte de la representación. El disfraz masculino no es nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que da. Envié a Jo hn, el cochero, a vigilarlo, corrí escaleras arriba, me puse mi traje especial de paseo, como llamo a mi disfraz, y bajé en el momento en que usted se marchaba.

Bueno, le seguí hasta la puerta para asegurarme de que en realidad era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un poco imprudentemente, le di las buenas noches y partí hacia el Temple, para reunirme con mi esposo.

Los dos pensamos que el mejor recurso era la huída, ya que teníamos frente a nosotros a un antagonista formidable. Por tanto, cuando venga a buscarnos mañana, encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede descansar en paz. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que guste, sin temor a que intervenga alguien a quien él traicionó cruelmente. Voy a conservarla como defensa. Es un arma poderosa que me defenderá de cualquier paso que en mi contra se pueda dar en el futuro. Le dejo una fotografía que quizá quiera conservar. Y yo quedo a sus órdenes, mi querido señor Sherlock Holmes, como su atenta servidora.

Irene Norton,

de soltera, Irene Adler

-¡Qué mujer...! ¡Oh, qué mujer! -gritó el rey de Bohemia cuando los tres terminamos de leer la epístola-. ¿No les dije lo rápida y resuelta que es? ¿No habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no haya sido una mujer de mi nivel?

-De lo que he visto de esa dama, me parece que realmente está en un nivel muy diferente al de Su Majestad -dijo Holmes con frialdad-. Siento no haber podido llevar el negocio de Su Majestad a una conclusión más feliz.

-¡Por el contrario, mi querido señor! -gritó el rey-. ¡Nada pudo haber resultado mejor! Yo sé que la palabra de ella es inviolable. La fotografia está ahora tan segura como si estuviera en el fuego.

-Me alegra oír decir eso a Su Majestad.

-Me siento inmensamente agradecido con usted. Le suplico que me diga en qué forma puedo recompensarlo. Este anillo... -extrajo de su dedo un anillo en forma de serpiente, con una gran esmeralda en el centro, y lo extendió hasta mi amigo, colocándolo en la palma de su mano.

-Su Majestad tiene algo que vale mucho más para mí -dijo Holmes.

-No tiene más que pedirlo.

-¡Esta fotografía!

El rey lo miró con expresión de asombro.

-¿La fotografía de Irene? -gritó-. Si la quiere, es suya.

-Agradezco mucho esto a Su Majestad. Entonces, no queda nada más por hacer en este asunto. Tengo el honor de desear a usted muy buenos días -hizo una reverencia y se dio la vuelta sin hacer caso de la mano que el rey le extendía. Salió de la casa en mi compañía y nos dirigimos de nuevo a sus habitaciones.

Y así fue como terminó un escándalo que amenazaba afectar seriamente el reino de Bohemia. Y así fue también como los mejores planes de Sherlock Holmes fueron arruinados por el ingenio de una mujer. Antiguamente mi compañero acostumbraba burlarse mucho de la supuesta inteligencia femenina, pero no he oído que lo haga a últimas fechas. Y cuando habla de Irene Adler, o cuando se refiere a su fotografía, siempre lo hace bajo el honorable título de la mujer.