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martes, 23 de agosto de 2016

VISIÓN DE REOJO (Luisa Valenzuela)


La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba ya a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace. Traté de correrme al interior del coche -porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear- pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. Y muy desprendido.

lunes, 22 de agosto de 2016

EL POBRE BILL (Lord Dunsany -Edward John Moreton Drax Plunkett-)


En una antigua guarida de marineros, una taberna del puerto, se apagaba la luz del día. Frecuenté algunas tardes aquel lugar con la esperanza de escuchar de los marineros que allí se inclinaban sobre extraños vinos algo acerca de un rumor que había llegado a mis oídos de cierta flota de galeones de la vieja España que aún se decía que flotaba en los mares del Sur por alguna región no registrada en los mapas.
Mi deseo se vio frustrado una vez más aquella tarde. La conversación era vaga y escasa, y ya estaba de pie para marcharme, cuando un marinero que llevaba en las orejas aros de oro puro levantó su cabeza del vino y, mirando de frente a la pared, contó su cuento en alta voz:
(Cuando más tarde se levantó una tempestad de agua y retumbaba en los emplomados vidrios de la taberna, el marinero alzaba su voz sin esfuerzo y seguía hablando. Cuanto más fosco hacía, más claros relumbraban sus fieros ojos.)
“Un velero del viejo tiempo acercábase a unas islas fantásticas. Nunca habíamos visto tales islas.
Todos odiábamos al capitán y él nos odiaba a nosotros. A todos nos odiaba por igual; en esto no había favoritismos por su parte. Nunca dirigía la palabra a ninguno, si no era algunas veces por la tarde, al oscurecer; entonces se paraba, alzaba los ojos y hablaba a los hombres que había colgado de la entena.
La tripulación era levantisca. Pero el capitán era el único que tenía pistolas. Dormía con una bajo la almohada y otra al alcance de la mano. El aspecto de las islas era desagradable. Pequeñas y chatas como recién surgidas del mar, no tenían playa ni rocas como las islas decentes, sino verde hierba hasta la misma orilla. Había allí pequeñas chozas cuyo aspecto nos disgustaba. Sus tejados de paja descendían casi hasta el suelo y en los ángulos curvábanse extrañamente hacia arriba, y bajo los caídos aleros había raras ventanas oscuras cuyos vidrios emplomados eran demasiado espesos para ver a su través. Ni un solo ser, hombre o bestia, andaba por allí, así que no se sabía qué clase de gente las habitaba. Pero el capitán lo sabía. Saltó a tierra, entró en una de las chozas y alguien encendió luces dentro, y las ventanitas brillaron con siniestra catadura.
Era noche cerrada cuando volvió a bordo. Dio las buenas noches a los hombres que pendían de la entena, y nos miró con una cara que aterró al pobre Bill.
Aquella noche descubrimos que había aprendido a maldecir, porque se acercó a unos cuantos que dormíamos en las literas, entre los cuales estaba el pobre Bill, nos señaló con el dedo y nos echó la maldición de que nuestras almas permanecieran toda la noche en el tope de los mástiles. Al punto vióse el alma del pobre Bill encaramada como un mono en la punta del palo mayor, mirando a las estrellas y tiritando sin cesar.
Movimos entonces un pequeño motín; pero subió el capitán y de nuevo nos señaló con el dedo, y esta vez el pobre Bill y todos los demás nos encontramos flotando a la zaga del barco en el frío del agua verde, aunque los cuerpos permanecían sobre cubierta.
Fue el paje de escoba quien descubrió que el capitán no podía maldecir cuando estaba embriagado, aunque podía disparar lo mismo en ese caso que en cualquier otro.
Después de esto no había más que esperar y perder dos hombres cuando la sazón llegara. Varios de la tripulación eran asesinos y querían matar al capitán, pero el pobre Bill prefería encontrar un pedazo de isla lejos de todo derrotero y dejarlo allí con provisiones para un año. Todos escucharon al pobre Bill, y decidimos amarrar al capitán tan pronto como le cogiéramos en ocasión que no pudiera maldecir.
Tres días enteros pasaron sin que el capitán se volviese a embriagar, y el pobre Bill y todos con él atravesamos horas espantosas, porque el capitán inventaba cada día nuevas maldiciones, y allí donde su dedo señalaba, habían de ir nuestras almas. Nos conocieron los peces, así como las estrellas, y ni unos ni otras nos compadecían cuando tiritábamos en lo alto de las vergas o nos precipitábamos a través de bosques de algas y perdíamos nuestro rumbo; estrellas y peces proseguían sus quehaceres con fríos ojos impávidos. Un día, cuando el sol ya se había puesto y corría el crepúsculo y brillaba la luna en el cielo cada vez más clara, nos detuvimos un momento en nuestro trabajó porque el capitán, con la vista apartada de nosotros, parecía mirar los colores del ocaso, volvióse de repente y envió nuestras almas a la luna. Aquello estaba más frío que el hielo de la noche; había horribles montañas que proyectaban su sombra, y todo yacía en silencio cómo miles de tumbas; y la tierra brillaba en lo alto del cielo, ancha como la hoja de una guadaña; y todos sentimos la nostalgia de ella, pero no podíamos hablar ni llorar. Ya era noche cuando volvimos. Durante todo el día siguiente estuvimos muy respetuosos con el capitán; pero él no tardó en maldecir de nuevo a unos cuantos. Lo que más temíamos era que maldijese nuestras almas para el infierno, y ninguno nombraba el infierno sino en un susurro por temor de recordárselo. Pero la tercera tarde subió el paje y nos dijo que el capitán estaba borracho. Bajamos a la cámara y le hallamos atravesado en su litera. Y él disparó como nunca había disparado antes; pero no tenía más que las dos pistolas y sólo hubiera matado a dos hombres si no hubiese alcanzado a José en la cabeza con la culata de una de sus pistolas. Entonces lo amarramos. El pobre Bill puso el ron entre los dientes del capitán y le tuvo embriagado por espacio de dos días, de modo que no pudiera maldecir hasta que le encontrásemos una roca a propósito. Antes de ponerse el sol del segundo día hallamos una isla desnuda, muy bonita para el capitán, lejos de todo rumbo, larga como de unas cien yardas por ochenta de ancha; bogamos en su derredor en un bote y dímosle provisiones para un año, las mismas que teníamos para nosotros, porque el pobre Bilí quería ser leal, y le dejamos cómodamente sentado, con la espalda apoyada en una roca, cantando una barcarola.
Cuando dejamos de oír el canto del capitán nos pusimos muy alegres y celebramos un banquete con nuestras provisiones del año, pues todos esperábamos estar de vuelta en nuestras casas antes de tres semanas. Hicimos tres grandes banquetes por día durante una semana; cada uno tocaba a más de lo que podía comer, y lo que sobraba lo tirábamos al suelo como señores. En esto, un día, como diésemos vista a San Huëlgedos, quisimos tomar puerto para gastarnos en él nuestro dinero; pero el viento viró en redondo y nos empujó mar adentro. No se podía luchar contra él ni ganar el puerto, aunque otros buques navegaban a nuestros costados y anclaron allí. Unas veces caía sobre nosotros una calma mortal, mientras que, alrededor, los barcos pesqueros volaban con viento fresco; y otras el vendaval nos echaba al mar cuando nada se movía a nuestro lado. Luchamos todo el día, descansamos por la noche y probamos de nuevo al día siguiente. Los marineros de los otros barcos estaban gastándose el dinero en San Huëlgedos y nosotros no podíamos acercarnos. Entonces dijimos cosas horribles contra el viento y contra San Huëlgedos, y nos hicimos a la mar.
Igual nos ocurrió en Norenna.
Entonces nos reunimos en corro y hablamos en voz baja. De pronto, el pobre Bill se sobrecogió de horror. Navegábamos a lo largo de la costa de Sirac, y una y otra vez repetimos la intentona, pero el viento nos esperaba en cada puerto para arrojarnos a alta mar. Ni las pequeñas islas nos querían. Entonces comprendimos que ya no había desembarco para el pobre Bill, y todos culpaban a su bondadoso corazón, que había hecho que amarraran al capitán a la roca para que su sangre no cayera sobre sus cabezas. No había más que navegar a la deriva. Los banquetes se acabaron, porque temíamos que el capitán pudiera vivir su añoo y retenernos en el mar.
Al principio solíamos saludar a la voz a todos los barcos que hallábamos al paso, y pugnábamos por abordarlos con nuestros botes; mas era imposible remar contra la maldición del capitán, y tuvimos que renunciar. Entonces, por espacio de un año, nos dedicamos a jugar a las cartas en la cámara del capitán, día y noche, con borrasca o bonanza, y todos prometían pagar al pobre Bill cuando desembarcasen.
Era horrible para nosotros pensar en lo frugal que era, realmente, el capitán, un hombre que acostumbraba a emborracharse un día sí y otro no cuando estaba en el mar, y todavía estaba allí vivo, y sobrio, puesto que su maldición aún nos vedaba la entrada en los puertos, y nuestras provisiones se habían agotado. Pues bien, echáronse las suertes y tocó a Jaime la mala. Con Jaime sólo tuvimos para tres días; echamos suertes de nuevo y esta vez le tocó al negro. No nos duró mucho más el negro. Sorteamos otra vez y le tocó a Carlos, y aún seguía vivo el capitán.
Como éramos menos, había para más tiempo con uno de nosotros. Cada vez nos duraba más un marinero, y todos nos maravillamos de lo que resistía el capitán. Iban transcurridas cinco semanas sobre el año, cuando le tocó la suerte a Mike, que nos duró una semana, y el capitán seguía vivo. Nos asombraba que no se hubiera cansado ya de la misma y vieja maldición, más suponíamos que las cosas parecían de distinto modo cuando se estaba solo en una isla.
Cuando ya no quedaban más que Jacobo, el pobre Bill, el grumete y Dick, dejamos de sortear. Dijimos que el grumete ya había tenido harta suerte y que no debiera esperarla más. Ya el pobre Bill se había quedado sólo con Jacobo y Dick, y el capitán seguía vivo. Cuando ya no hubo grumete, y seguía vivo el capitán, Dick, que era un mozo enorme y fornido como el pobre Bill, dijo que ahora le tocaba a Jacobo y que ya había tenido demasiada suerte con haber vivido tanto. Pero el pobre Bill se las arregló con Jacobo, y ambos decidieron que le había llegado la vez a Dick.
No quedaban más que Jacobo y el pobre Bill; y el capitán sin morirse.
Ambos permanecían mirándose noche y día cuando se acabó Dick y se quedaron los dos solos. Por fin al pobre Bill le dio un desmayo que le duró una hora. Entonces Jacobo acercósele pausadamente con su cuchillo y asestó una puñalada al pobre Bill cuando estaba caído sobre cubierta. Y el pobre Bill lo agarró por la muñeca y le hundió el cuchillo dos veces para mayor seguridad, aunque así estropeaba la mejor parte de la carne. Luego el pobre Bill se quedó solo en el mar.
A la semana siguiente, antes de concluirsele la comida, el capitán debió de morirse en su pedazo de isla, porque el pobre Bill oyó el alma del capitán que iba maldiciendo por el mar, y al día siguiente el barco fue arrojado sobre una costa rocosa.
El capitán ha muerto hace cien años, y el pobre Bill ya está sano y salvo en tierra. Pero parece como si el capitán no hubiera concluido todavía con él, porque el pobre Bill ni se hace más viejo ni parece que haya de morir. ¡Pobre Bill!...”
Dicho esto, la fascinación del hombre se desvaneció súbitamente, y todos nos levantamos de golpe y lo dejamos.
No fue sólo la repulsiva historia, sino la espantosa mirada del hombre que la contó y la terrible tranquilidad con que su voz sobrepujaba el estruendo de la borrasca lo que me decidió a no volver a entrar en aquel figón de marineros, en aquella taberna del puerto.


sábado, 20 de agosto de 2016

CUENTO DE HORROR (Marco Denevi)


La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

-Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

-¿Cuándo he bromeado yo?

-Nunca, es verdad.

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

OSO (Marien Engel)


El oso lamía. Buscaba. Lou podría haber sido una pulga a la que él estaba persiguiendo. Le lamió los pezones hasta que se le pusieron duros y le relamió el ombligo. Ella lo guió con suaves jadeos hacia abajo.

Movió las caderas: se lo puso fácil.

—Oso, oso— susurró, acariciándole las orejas. La lengua, no solo musculosa sino también capaz de alargarse como una anguila, encontró todos sus rincones secretos. Y, como la de ningún ser humano que hubiera conocido, perseveró en darle placer. Al correrse sollozó, y el oso le enjugó las lágrimas.


viernes, 19 de agosto de 2016

ESOS AMORES QUE SE DESHACEN EN LOS DEDOS (Sebastián Beringheli)


La deseaba incluso antes de conocerla. Y la deseaba con obsesión, cultivando sutiles perversiones en la oscuridad de su cuarto, solo, rodeado por el murmullo incesante de libros antiquísimos.

Durante esas noches entendió que la buscaba desde que tenía uso de razón, o incluso antes, cuando la imaginación y la fantasía gobernaban sobre su mente. Todos los días se sometía a la rutina estéril de indagar sobre su paradero. Lo único que descubrió fue que otros hombres también la buscaban.

A su deseo insensato se añadieron pensamientos aún más perturbadores, criminales, se diría: la certeza de que sería capaz de cometer el acto más abominable con tal de encontrarla, de poseerla, de sentir su cuerpo frágil deshaciéndose entre sus dedos. Cualquier aberración, cualquier impulso oscurecido por la excitación, estaban justificados.

Entonces lo supo por los periódicos: los otros la habían encontrado.

A la desesperanza preliminar le sucedió la creencia de que ninguno de esos hombres era digno de ella; de modo que extrajo todo su dinero del banco y tomó el primer vuelo que pudo encontrar. Lucharía contra cualquiera, contra todos, con tal de poseerla.

Al llegar confirmó sus sospechas: los otros la tenían encerrada. No cabía esperar otra cosa. Durante semanas cronometró el andar de los soldados que patrullaban el perímetro. Mercenarios, sin duda, a juzgar por lo irregular de su custodia, pero sobre todo por la facilidad con la que podían ser sobornados.

Gastó hasta el último centavo. Después de todo, no habría un mañana para él.

Ingresó a la recámara al filo de la medianoche, cuando las arenas reposan y los insectos susurran maldiciones a la luna. Ahí estaba ella, desnuda, débilmente alumbrada, esperándolo.

Fue como en sus sueños más inconfesables. La besó con la sed enloquecida del caminante que hunde el rostro afiebrado en el manantial. La penetró con desesperación. La poseyó de mil formas escandalosas, criminales, caníbales, hasta deshacerla entre sus dedos.

Sin otro futuro posible que la recapitulación de esa noche, el joven se quitó la vida.

Al día siguiente las autoridades encontraron el sarcófago vacío. Junto a él, con los dedos cubiertos por una fina capa de polvo, yacía el cadáver del arqueólogo.


jueves, 18 de agosto de 2016

RIP VAN WINKLE -Escrito póstumo de Dietrich Knickerbocker- (Washington Irving)


La siguiente relación se encontró entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores. Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros, sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burgueses y aun más en sus mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folclor, tan valioso para el verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa, cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.

De todas estas investigaciones resultó una historia de la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años. Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese libro, que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.

Aquel anciano caballero murió poco después de publicar su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria, que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales, de acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus errores y locuras más con lástima que con rencor y algunos empiezan a sospechar que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que proporciona una medalla de Waterloo o de la reina Ana.

*

Cualquier persona que haya viajado río arriba por el Hudson, recordará los montes Kaatskill. Son un desprendimiento aislado del gran sistema orográfico de los Apalaches. Se les ve al oeste del río elevándose lentamente hasta considerables alturas y enseñoreándose del país circundante. Todo cambio de estación o del tiempo, hasta cada hora del día, producen alguna modificación en las mágicas formas de estas montañas; todas las buenas mujeres de los alrededores, y hasta las de lejos, tienen a esos montes por barómetros perfectos. Cuando el tiempo es bueno y se mantiene así, parecen revestirse de azul y púrpura y se destacan nítidamente sobre el fondo azul del cielo; algunas veces cuando el firmamento de la región está completamente limpio de nubes, alrededor de sus picos se forma una corona de grises vapores, que al recibir los últimos reflejos del sol poniente despiden rayos como aureola de un santo.

A los pies de estas bellas montañas, el viajero habrá percibido columnas de humo que se desprenden de un villorrio cuyos techos se destacan entre los árboles, allí donde la coloración azul de las tierras altas se confunde con el verde esmeralda de la vegetación de las bajas. Es una pequeña villa de gran antigüedad, pues fue fundada por los primeros colonos holandeses, en los primeros tiempos de la provincia, al iniciarse el período de gobierno de Pedro Stuyvesant, a quien Dios tenga en su gloria; hasta hace unos pocos años, todavía quedaban algunas de las casas de los primeros colonos. Eran edificios construidos de ladrillos amarillos, traídos de Holanda.

En aquella misma villa y en una de esas mismas casas (que, a decir verdad, el tiempo y los años habían maltratado bastante), vivió hace ya de esto mucho tiempo, cuando el territorio era todavía una provincia inglesa, un buen hombre que se llamaba Rip Van Winkle. Descendía de los Van Winkle que tanto se distinguieron en los caballerescos días de Pedro Stuyvesant y que le acompañaron en el sitio de Fuerte Cristina. Sin embargo, poco había heredado del carácter marcial de sus antecesores. Debo hacer notar que era de buen natural, vecino bondadoso y esposo sumiso, pegado a las faldas de su mujer. A esta última circunstancia, a esta mansedumbre se debía su enorme popularidad, pues estos hombres, que en casa están bajo el dominio de una tarasca, tienden en la calle a ser conciliadores y obsequiosos. Sin duda, sus temperamentos se ablandan y se hacen maleables en el terrible fuego del hogar conyugal; los gritos de su mujer equivalen a todos los sermones del mundo, en lo que respecta al aprendizaje de la paciencia y de la longanimidad. En un cierto sentido, una mujer bravía puede considerarse como una bendición; si así es, Rip Van Winkle estaba bendito tres veces.

Cierto es que era el favorito de todas las buenas mujeres de la vecindad que, como es corriente entre el bello sexo, se ponían de parte de Rip en todas las dificultades domésticas de éste; de noche, cuando se dedicaban a comentar las ocurrencias de la villa, todas ellas echaban la culpa a la señora Van Winkle. Los chiquillos lanzaban exclamaciones de júbilo en cuanto se acercaba. Los ayudaba en sus juegos, fabricaba sus juguetes, les enseñaba a hacer cometas y canicas, y les contaba extensos relatos acerca de aparecidos, brujas e indios. En cualquier lugar de la villa que se encontrara, estaba rodeado de un grupo de ellos, colgados de sus faldones o de sus espaldas, y haciéndole mil diabluras con toda impunidad; ni un perro de la vecindad le ladraba.

El gran error de Rip consistía en su invencible aversión por toda clase de trabajo provechoso. Eso no procedía de carencia de asiduidad o perseverancia, pues era capaz de pasarse sentado en una roca húmeda, con una caña tan pesada como la lanza de un tártaro, tratando de pescar todo el día, aunque los peces no se dignasen morder el anzuelo ni una sola vez. Con un fusil al hombro, recorría a pie bosques y pantanos durante muchas horas, para matar algún pájaro. Nunca se negaba a asistir a un vecino, hasta para el trabajo más duro. Era el primero en tomar parte en todas las diversiones campesinas, como tostar maíz o construir una empalizada de piedras; las mujeres de la aldea se valían de él para los pequeños servicios y hacer aquellas labores menudas que sus esposos, menos corteses, no querían llevar a cabo. En una palabra: Rip estaba pronto a efectuar cualquier trabajo menos el propio: le era completamente imposible mantener su granja en orden o dar cumplimiento a sus deberes de padre de familia.

Afirmaba que no tenía sentido trabajar sus tierras. En todo el país no se encontraba un predio que contuviera tantas dificultades, en igualdad de tamaño. Todo salía mal y saldría mal, a pesar de cualquier cosa que él hiciera. Su empalizada se derrumbaba sola. Su vaca desaparecía o se metía en la granja vecina. En sus campos crecía más aprisa la maleza que cualquier otra cosa que él plantara. La lluvia parecía empeñada en caer justamente cuando se había propuesto trabajar al aire libre. Por todas estas razones, las tierras heredadas de sus padres se habían ido reduciendo, hasta quedarle sólo una parcela, plantada de papas y maíz, que a pesar de su reducido tamaño era la granja peor administrada de toda la región.

Sus hijos, por lo descuidados, no parecían pertenecer a ninguna familia. Su primogénito, que se llamaba Rip como él, era su propia estampa y parecía heredar, con los trajes viejos de su padre, todas sus características. Se le veía, generalmente, saltando como un potrillo, al lado de su madre, vistiendo un par de pantalones, cortados de otros viejos del autor de sus días, que sostenía con una mano, con la misma elegancia con que una damisela recoge su larga falda, para evitar que se ensucie, cuando hace mal tiempo.

Sin embargo, Rip Van Winkle era uno de esos felices mortales que, gracias a su innata disposición, toman las cosas como se presentan, comen pan negro o blanco, el que pueda conseguirse con menos dificultades y quebraderos de cabeza y que prefieren morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si hubiera estado solo se habría desprendido de todas sus dificultades vitales, pero su mujer no cesaba de echarle en cara su haraganería, su descuido y la ruina que su conducta traía a su familia.

De mañana, al mediodía, de tarde y de noche, aquella mujer no daba descanso a su lengua; cualquier cosa que dijese o hiciera, provocaba, con toda seguridad, un torrente de elocuencia doméstica. Rip tenía un método propio de replicar a estos sermones y que ya se estaba convirtiendo en hábito. Consistía en encogerse de hombros, sacudir la cabeza, bajar los ojos y no decir una palabra. Sin embargo, esta actitud siempre provocaba una nueva andanada de reproches de su mujer, por lo que se veía obligado a retirarse y refugiarse fuera de la casa, el único lugar que corresponde a un marido demasiado paciente.

Sólo un miembro de la familia tomaba partido por él, y era su perro: Lobo, tan perseguido como su dueño, pues la señora Van Winkle consideraba a entrambos como cómplices en la haraganería y hasta atribuía a Lobo el que su marido se perdiera por aquellos andurriales con tanta frecuencia.

Cierto es que, en lo que respecta a las cualidades que deben adornar a un perro honorable, Lobo era tan valiente como cualquier otro animal que hubiera rastreado por los bosques. Pero, ¿qué coraje puede aguantar el eterno terror de una lengua femenina, que nada perdona? En cuanto Lobo entraba en la casa, toda su pelambre caía laciamente por los costados, metía el rabo entre las piernas, se deslizaba como si fuera culpable de algún terrible crimen y con el rabillo del ojo vigilaba a la señora Van Winkle; a la menor indicación de una escoba salía disparado hacia la puerta, aullando lastimeramente.

A medida que pasaban los años, la situación se hacía cada vez más intolerable para Rip Van Winkle; el mal genio nunca mejora con la edad y la lengua es el único instrumento cuyo filo aumenta con el uso. Durante algún tiempo se consolaba, cuando debía abandonar el hogar conyugal, frecuentando una especie de club, abierto a todas horas, formado por todos los sabios, todos los filósofos, así como todas las gentes que no tenían nada que hacer. Mantenían sus sesiones en un banco, delante de una pequeña taberna, cuyo nombre derivaba de un rubicundo retrato de su Majestad Británica Jorge III. Acostumbraban sentarse a la sombra, durante los largos días de verano, hablando sobre las murmuraciones propias de una pequeña ciudad o contando larguísimas y soporíferas historias acerca de naderías. Eran dignos de los tesoros de un hombre de estado los profundos comentarios y discusiones que tenían lugar allí, cuando por casualidad algún viajero les dejaba alguna gaceta anticuada. ¡Con qué atención escuchaban a Derrick Van Bummel leerla en voz alta, arrastrando mucho las palabras! Es cierto que el lector era el dómine del lugar, hombre pequeñito, muy sabiondo y siempre cuidadosamente vestido, que no se asustaba ante la palabra más larga del diccionario. ¡Con qué sabiduría discutían los hechos públicos, varios meses después de ocurridos!

Las opiniones de esta junta de notables estaban bajo la influencia de Nicolás Vedder, patriarca de la villa y dueño de la taberna, a cuya puerta estaba siempre sentado, desde la mañana hasta la noche, moviéndose sólo lo estrictamente necesario para evitar el sol y quedar siempre bajo la protectora sombra de un árbol, con lo que los vecinos deducían la hora por su posición con tanta certidumbre como si fuera un reloj de sol. Es cierto que muy raras veces hablaba, pero en cambio fumaba continuamente su pipa. Sus discípulos (pues todo gran hombre los tiene), sin embargo, le entendían perfectamente y sabían comprender sus opiniones. Cuando se leía o se contaba algo que no era de su agrado, fumaba nerviosamente su pipa, echando frecuentes bocanadas de humo con gesto de enojo; pero cuando le gustaba, inhalaba lentamente el humo y lo lanzaba formando nubes ligeras y plácidas. A veces llegaba a sacarse la pipa de la boca, dejando que el oloroso humo girara en volutas alrededor de su nariz, inclinando la cabeza en señal de perfecto asentimiento.

Su terrible esposa logró expulsar a Rip hasta de este último reducto, pues muchas veces interrumpió la serena tranquilidad de aquella asamblea para expresar su opinión acerca de cada uno de los presentes. Ni el mismo Nicolás Vedder estaba seguro ante la audaz lengua de aquella arpía, que le acusó públicamente de fomentar la haraganería crónica de su marido.

El pobre Rip llegó así a un estado de verdadera desesperación; su única posibilidad de escapar al trabajo en su granja o a las vociferaciones de su mujer, consistía en tomar la escopeta y recorrer los bosques. Allí se sentaba, a la sombra de un árbol, compartiendo el contenido de su mochila con el pobre Lobo, que gozaba de todas sus simpatías por ser copartícipe de sus sufrimientos. «¡PobreLobo!», acostumbraba decir, «tu ama te hace llevar una vida de perros, pero no te preocupes, pues mientras yo viva no te ha de faltar un amigo que te ayude». Lobo meneaba la cola, miraba cariñosamente a su amo y si los perros pueden sentir piedad, estoy plenamente convencido de que respondía con el mismo afecto a los sentimientos de su señor.

En uno de estos largos paseos, durante un bello día de otoño, Rip llegó sin darse cuenta a una de las más elevadas regiones de los Kaatskill. Se dedicaba a su pasatiempo favorito: la caza; en aquellas tranquilas soledades, el eco repetía varias veces los disparos de su escopeta. Por encontrarse cansado, se tiró, ya muy entrada la tarde, en un prado cubierto con hierbas de la montaña que terminaba en un precipicio. Desde allí podía divisar hasta gran distancia parte de las tierras bajas. A lo lejos, distinguía el señorial Hudson, que avanzaba majestuosamente, reflejando en sus ondas una nube purpúrea, o el velamen de alguna barca que se deslizaba por su superficie de cristal, para perderse luego en el azulado horizonte.

Por el otro lado se veía un estrecho valle, cuyo suelo estaba cubierto con las piedras que habían caído de la parte superior de la montaña. Los rayos del sol poniente difícilmente penetraban hasta su fondo. Durante algún tiempo, Rip observó distraído la escena; avanzaba la tarde; las montañas empezaban a arrojar sus azules sombras sobre los valles; comprendió Rip que sería completamente de noche cuando llegase a su casa y suspiró profundamente al pensar en lo que diría su mujer.

Cuando se disponía a descender, oyó una voz que lo llamaba: «¡Rip Van Winkle, Rip Van Winkle!» Miró en todas direcciones, pero no pudo descubrir a nadie. Creyó que su fantasía le había engañado y se dispuso a bajar, cuando oyó nuevamente que le llamaban: «¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!» Al mismo tiempo, Lobo enarcó el lomo y gruñendo se refugió al lado de su amo, mirando aterrorizado hacia el valle. Rip sintió que un miedo vago se apoderaba de él, miró ansiosamente en la misma dirección y pudo observar una extraña figura que subía lentamente por las rocas, llevando una pesada carga sobre los hombros. Se sorprendió al ver un ser humano por aquellas soledades, pero creyendo que fuera alguno de sus vecinos, necesitado de su ayuda, se apresuró a socorrerlo.

Al acercarse, se sorprendió aún más por la extraña apariencia del desconocido. Era un hombre bajo, de edad avanzada, con pelo hirsuto y barba grisácea. Vestía a la antigua usanza holandesa. Llevaba sobre los hombros un pesado barril, que parecía estar lleno de licor; hacía señales a Rip para que se acercara a ayudarle. Aunque desconfiaba algo de su nuevo amigo, Rip acudió con su prontitud habitual y, ayudándose mutuamente, ascendieron por un estrecho sendero, que era aparentemente el lecho de un seco torrente. Mientras proseguían su camino, Rip oyó algunas veces extraños ruidos, como de truenos lejanos, que parecían salir de una estrecha garganta, formada por altas rocas, hacia la cual conducía el áspero sendero que seguían. Se detuvo un momento, pero creyendo que el ruido proviniera de una de esas tormentas momentáneas tan frecuentes en las alturas, prosiguió. Pasando por la estrecha garganta, llegaron a una especie de anfiteatro, rodeado de murallas de piedra perpendiculares, por encima de las cuales se asomaban algunas ramas de árboles. Durante todo el camino, tanto Rip como su compañero habían permanecido en silencio, pues aunque el primero se admiraba de que el segundo llevase un barril de licor a aquellas alturas, había algo extraño e incomprensible en el desconocido que inspiraba respeto e impedía la familiaridad.

Al entrar en el anfiteatro, aparecieron nuevos motivos de asombro. En el centro se encontraba un grupo de extraños personajes que jugaban a los bolos. Estaban vestidos de una manera realmente extraña y anticuada, que se parecía a la del guía de Rip Van Winkle. También sus caras eran peculiares: uno tenía una cabeza larga, una cara ancha y ojillos rodeados de grasa, como los de un cerdo; la cara de otro parecía consistir exclusivamente en nariz, y llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico, en cuya cúspide lucía una roja pluma de gallo. Todos tenían barbas de las más diversas formas y colores. Uno de ellos parecía ser el jefe. Era un caballero de edad provecta, muy alto, y cuya apariencia demostraba que había pasado mucho tiempo al aire libre. Aquel grupo le recordaba a Rip las pinturas de la antigua escuela flamenca, que colgaban en el cuarto del párroco y que habían sido traídas de Holanda, en los primeros tiempos de la colonia.

Lo que extrañaba particularmente a Rip era que aquellas gentes, aunque estaban divirtiéndose, ponían unas caras muy serias, mantenían un silencio sepulcral y formaban el más melancólico grupo de personas que Rip hubiera visto jamás.

Nada interrumpía el silencio de la escena, excepto los bolos, que cuando rodaban producían entre las montañas un ruido como de truenos.

Cuando Rip y su compañero se aproximaron, dejaron repentinamente de jugar y le observaron con una mirada tan fija, más propia de una estatua, y un aire tan extraño que el corazón se le dio vuelta y se le echaron a temblar las piernas. Su compañero vertió contenido del barril en grandes copas e hizo señas a Rip para que las repartiera entre los presentes. Obedeció asustado y temblando; los extraños personajes bebieron y continuaron su juego.

Gradualmente desapareció el miedo y la aprensión de Rip. Hasta se atrevió, cuando nadie le miraba, a probar aquella bebida, en la cual encontró el sabor de una excelente ginebra. Como era denaturaleza sedienta, pronto se sintió tentado a repetir el trago. Como no hay dos sin tres, persistió en sus besos a la copa, con tanta asiduidad que finalmente perdió el sentido, le bailaron los ojos, inclinó gradualmente la cabeza y se durmió profundamente. Cuando se despertó, encontrose otra vez en la verde pradera, desde la cual había distinguido por primera vez al extraño viejo. Se frotó los ojos. Era una mañana estival. Los pájaros saltaban entre los árboles. Un águila volaba a gran altura, aspirando el aire puro de la montaña. «Supongo», pensó Rip Van Winkle, «que no habré dormido aquí toda la noche». Recordó los extraños sucesos ocurridos antes de que empezara a dormirse: el desconocido que subía con un barril a cuestas, la garganta entre las montañas, aquel anfiteatro rodeado de rocas, el juego de bolos, la copa. «¡Oh! ¡Aquella maldita copa!», pensó Rip, «¿qué explicación le daré ahora a mi mujer?»

Buscó su escopeta, pero en lugar de su arma bien aceitada y limpia, encontró a corta distancia de donde estaba un caño enmohecido, que tenía roto el gatillo y la culata carcomida. TambiénLobo había desaparecido, pero era probable que se hubiera escapado detrás de una liebre. Silbó y le llamó por su nombre, pero todo fue en vano: el eco repitió el sonido, pero el can no aparecía por ninguna parte.

Se decidió a visitar el lugar de la fiesta de la noche anterior y a pedir explicaciones a sus ocasionales compañeros acerca de su escopeta y de su perro. Al levantarse, comprobó que sus articulaciones no funcionaban como siempre. «Estas montañas no me convienen», pensó Rip, «y si esta fiesta me ha de obligar a guardar cama con reumatismo, ¡vaya el escándalo que me armará mi mujer!» Tuvo muchas dificultades para caminar, pero al fin llegó al principio del sendero que la noche anterior habían seguido él y su compañero; con gran asombro suyo halló que ahora era un verdadero río montañés, que saltaba de roca en roca, formando cascadas de espuma. Intentó ascender por sus orillas, atravesando con gran trabajo los arbustos, que parecían extender ante él una red impenetrable.

Finalmente, llegó al punto donde se abría la garganta, pero no quedaban ni rastros de aquel camino. Las rocas presentaban una superficie sólida y unida, por la cual descendía el torrente formando una capa de espuma, cayendo en su lecho ancho y profundo. Aquí el pobre Rip no pudo proseguir. Otra vez silbó y llamó a su perro. Nadie le respondió. ¿Qué hacer? Avanzaba la mañana, y Rip sentía hambre, pues no había desayunado. Le dolía perder su perro y su arma; además temía encontrarse con su mujer, pero no quería morirse de hambre en las montañas. Sacudió la cabeza, se puso sobre el hombro su descabalada escopeta y con el corazón lleno de miedo y ansiedad se dirigió a su casa.

Al acercarse a la villa encontró diferentes personas, todas desconocidas, lo que le sorprendió sobremanera, pues creía conocer a todos los habitantes de aquella parte del país. También la manera como iban vestidas se diferenciaba de aquella a la cual estaba acostumbrado. Todos le miraban con iguales demostraciones de sorpresa y, en cuanto le veían, se acariciaban la barbilla. La constante repetición de este ademán indujo a Rip a hacer lo mismo, y observó entonces con gran asombro suyo que tenía una barba de casi medio metro.

Finalmente, llegó a los suburbios de la villa. Una tropa de chiquillos desconocidos corría detrás de él gritando desaforadamente y burlándose de su barba. Los perros, ninguno de los cuales parecía conocerle, ladraban a su paso. La misma villa había cambiado: era más grande y más populosa. Encontró hileras de casas que nunca había visto; además habían desaparecido muchos lugares familiares. Las puertas tenían inscripciones de nombres desconocidos; se asomaban a las ventanas caras que nunca había visto; no podía reconocer nada. La cabeza le daba vueltas, y llegó al extremo de preguntarse si él o la villa estarían embrujados. Ciertamente este era su lugar natal, del cual había salido el día anterior. Allí estaban los Kaatskill; a una cierta distancia corría el plateado Hudson; cada colina y cada valle se encontraban precisamente donde debían estar. Rip estaba profundamente perplejo. «Esas copas de anoche -pensó- me han trastornado la cabeza».

Lo costó bastante trabajo encontrar el camino hacia su casa, a la que se acercó lleno de sobresalto, esperando oír a cada momento la voz chillona de su mujer.

La casa estaba en ruinas: el techo se había desplomado; no quedaba puerta ni ventana en su sitio. Un perro famélico rondaba por allí. Como tenía un cierto parecido con Lobo, Rip le llamó por su nombre, pero el animal le mostró los dientes y siguió de largo. «¡Hasta mi mismo perro me ha olvidado!», dijo Rip con un suspiro.

Entró en la casa, que, a decir verdad, la señora Van Winkle había mantenido siempre limpia y en orden. Estaba vacía y aparentemente abandonada. Una intensa desolación se apoderó de él. Llamó a gritos a su mujer y a sus hijos. Resonó su voz en los cuartos vacíos y después reinó otra vez un silencio completo.

Echó a correr en dirección a la taberna, pero ésta también había desaparecido. En su lugar se elevaba un edificio de madera, muy amplio, de frágil apariencia, con ventanas irregularmente colocadas, sobre cuya puerta había un letrero que decía: «Hotel Unión, de Jonatán Doolitle». En lugar del árbol, bajo el cual se albergaban los ciudadanos de antaño, había ahora un gran mástil, que en la punta tenía algo que parecía ser un rojo gorro de dormir, además de una bandera, conjunto de estrellas y barras, que era completamente extraño e incomprensible. Reconoció la rubicunda cara del rey Jorge, pero también ésta había sufrido una metamorfosis singular. En lugar de la casaca roja, llevaba otra azul, tenía una espada en la mano, en lugar de un cetro y debajo del cuadro decía en grandes caracteres: general Washington.

Cerca de la puerta se encontraba un grupo de personas, pero Rip no pudo reconocer a ninguna de ellas. Parecía que hubiera cambiado hasta el carácter de la gente. Hablaban con un tono discutidor y gritón, como si estuvieran engolfados en algún asunto importante, en lugar de la acostumbrada flema y soñolienta tranquilidad de antaño. Buscó en vano al sabio Nicolás Vedder, el de la ancha cara, la doble mandíbula y la larga pipa holandesa, que acostumbraba fumar en vez de echar discursos tontos, o a Van Bummel, el maestro de escuela, que les leía en voz alta el contenido de una vieja gaceta. En lugar de aquellas gentes, a las que estaba acostumbrado, un hombre flaco, de aspecto bilioso, echaba una vehemente arenga acerca de los derechos de los ciudadanos, las elecciones, los miembros del Congreso, la libertad, los héroes del 66 y muchas otras cosas más, que para el extrañado Rip Van Winkle sonaban como si se las dijeran en chino.

La aparición de Rip Van Winkle con su larga barba gris, su herrumbrosa escopeta, su traje desarreglado, y una procesión de mujeres y de chiquillos detrás de él, pronto atrajo la atención de aquellos políticos de taberna. Se agruparon a su alrededor, observándole de pies a cabeza con gran curiosidad. El orador se apoderó de él y, llevándole aparte, le preguntó por quién iba a votar. Rip le echó una mirada estúpida por lo inexpresiva. Otro hombrecillo, que se movía ágilmente como una ardilla, le arrastró por el brazo y, poniéndose en puntas de pies, le preguntó al oído si era federal o demócrata. Rip se encontró igualmente imposibilitado de responder a esa pregunta, pues no la entendía tampoco. Un anciano caballero, que se daba mucha importancia, se abrió paso a través de la multitud, apartándola a derecha e izquierda con sus codos, se plantó delante de Van Winkle, y con una mirada que parecía querer penetrarle hasta el fondo del alma, le preguntó en tono austero cómo se le ocurría venir a una elección portando armas, con una muchedumbre detrás de él y si era su intención armar un escándalo en la villa.

-Ay, señores -dijo Rip algo asustado-. Yo soy hombre de paz, nacido en esta villa y fiel súbdito de nuestro señor, el rey Jorge, a quien Dios guarde.

Los circunstantes estallaron en exclamaciones: «¡Un espía! ¡Un refugiado! ¡Fuera con él!» Con gran dificultad, aquel anciano caballero, que se daba tanto pisto, logró restablecer el orden. Con un fruncimiento de cejas, que indicaba una austeridad diez veces mayor, preguntó a aquel malhechor desconocido a qué había venido allí y qué buscaba. El pobre Rip aseguró humildemente que no tenía ninguna mala intención y que venía a buscar algunos de sus vecinos que acostumbraban frecuentar la taberna.

-¿Quiénes son? Nómbrelos.

Rip pensó un momento y luego preguntó por Nicolás Vedder.

Reinó silencio durante un momento, interrumpido finalmente por un anciano, que con voz quebradiza exclamó: «¿Nicolás Vedder? Murió hace dieciocho años. Hasta hace poco tiempo todavía quedaba en el cementerio una tabla con su nombre, pero ya ha desaparecido».

-¿Dónde está Brom Dutcher?

-Ese ingresó en el ejército, al principio de la guerra; algunos dicen que fue muerto durante el ataque a Stony Point; otros que se ahogó durante una tempestad. De todas maneras, nunca volvió.

-¿Dónde está Van Bummel, el maestro de escuela?

-También se fue a la guerra. Ahora forma parte del Congreso.

Al pobre Rip se le subía el corazón a la boca al oír todos estos tristes cambios, experimentados por su familia y sus amigos. Se encontraba solo en el mundo. Todas las respuestas le asombraban por referirse a tan enormes espacios de tiempo y a cosas que no podía entender: la guerra, Stony Point, el Congreso. Ya no tenía valor para preguntar acerca de sus amigos, sino que gritó desesperado:

-¿No conoce nadie aquí a Rip Van Winkle?

-¡Oh!, ¡Rip Van Winkle! -exclamaron algunos-; claro, Rip Van Winkle está allí apoyado en un árbol.

Rip miró y vio una reproducción exacta de sí mismo cuando se fue a las montañas. Por lo que se veía, seguía siendo tan haragán como siempre y su desastrado traje no había cambiado nada. El pobre Rip estaba completamente confundido. Dudaba de su propia identidad y no sabía si él era él o cualquier otra persona. En medio de su confusión, oyó que el anciano caballero le preguntaba su nombre.

-¡Sólo Dios lo sabe! -exclamó sin saber ya qué pensar ni qué decir-. Yo no soy yo. Yo soy otro. Es decir, yo estoy allí. No, es otro que se ha metido en mis zapatos. Hasta anoche, yo era yo, pero me dormí en las montañas y me cambiaron hasta la escopeta. Quiero decir, todo ha cambiado. Yo he cambiado y no puedo decir quién soy ni cómo me llamo.

Los circunstantes empezaron a mirarse los unos a los otros y a hacer girar los dedos sobre las sienes. En voz baja, se dijeron que era mejor sacarle la escopeta para evitar que hiciera algún disparate, al oír lo cual el anciano caballero, que se creía muy importante, retirose con cierta precipitación. En este momento crítico, una mujer que acababa de llegar se abrió paso a través de la muchedumbre, para poder observar a Rip. Tenía en los brazos un chiquillo de cara redonda, que, al verle, comenzó a gritar. «¡Vamos, Rip! -exclamó ella-, ¡tonto!, ese hombre no te va a hacer daño! El nombre del niño, el aspecto de la madre, el tono de su voz, todo despertó en Rip numerosos recuerdos.

-¿Cómo se llama usted, buena mujer? -le preguntó.

-Judit Gardenier.

-¿Cómo se llamaba su padre?

-Rip Van Winkle, ¡pobre hombre! Hace veinte años que desapareció en las montañas con su escopeta y desde entonces nadie ha sabido más de él. Su perro volvió solo a casa. No sabemos si se mató o si se lo llevaron los indios. Yo era entonces muy pequeña.

A Rip le quedaba tan sólo una pregunta por hacer, la que formuló con voz temblorosa:

-¿Dónde está ahora su madre?

-Murió hace muy poco tiempo. Sufrió un ataque consecuencia de una discusión que tuvo con un vendedor ambulante que venía de Nueva Inglaterra.

Por lo menos con esto oía algo reconfortante. El honrado Rip no pudo contenerse más tiempo. Abrazó a su hija y a su nieto.

-Yo soy tu padre. ¿No conoce aquí nadie al viejo Rip Van Winkle?

Todos se quedaron asombrados, hasta que una anciana salió de entre la multitud con paso tembloroso y, poniéndose la mano delante de los ojos, para ver mejor, exclamó: «¡Claro!, es Rip Van Winkle. ¡Es el mismo! Bienvenido, vecino. ¿Dónde has estado todos estos años?»

Rip acabó pronto de contar su historia, pues para él aquellos veinte años se reducían a una sola noche. Los vecinos se asombraron al oírle referir tan extraña historia; algunos se hicieron mutuamente señas; el anciano caballero que se creía importante y que había vuelto en cuanto pasó la alarma, sacudió la caza, al ver lo cual toda la asamblea hizo lo mismo.

Se decidió preguntar la opinión del viejo Pedro Venderdonk, a quien vieron venir lentamente por el camino. Descendía del historiador del mismo nombre, que escribió una de las primeras crónicas de la provincia. Era él el habitante más viejo de la villa; estaba versado en todos los sucesos maravillosos y tradiciones de la vecindad. Reconoció a Rip enseguida y corroboró su historia de la manera más satisfactoria. Aseguró a los presentes que era un hecho, transmitido de padres a hijos, que los Kaatskill habían sido siempre refugio de extraños seres. Se afirmaba que el gran Hendrick Hudson, el descubridor del país y de la comarca, mantenía allí una especie de vigilancia, visitando la región cada veinte años y vigilando el río y la gran ciudad que llevaba su nombre. El padre de Vanderdonk los había visto una vez, en sus antiguos trajes holandeses, jugando a los bolos, en un rincón de la montaña; él mismo había oído una vez durante el verano el ruido de sus juegos, que sonaban como truenos lejanos. Los circunstantes se dispersaron y volvieron a la elección, que era más importante. La hija de Rip le llevó a su casa a vivir con ella: habitaba un elegante chalet bien amueblado que compartía con su marido, un hacendado enérgico y optimista, a quien Rip reconoció como uno de los chiquillos que acostumbraban jugar con él. En lo que respecta al hijo y heredero de Rip, que era la misma estampa de su padre, y que éste había visto apoyado en un árbol, se decidió emplearlo en trabajar la hacienda, pero demostró una predisposición hereditaria a preocuparse de sus propios asuntos.

Rip reanudó sus viejos paseos y costumbres; pronto encontró muchos de sus antiguos compañeros, aunque el tiempo no los había hecho mejores, por lo cual nuestro personaje prefería hacerse amistades entre la joven generación, que pronto le consideró uno de sus favoritos.

No teniendo nada que hacer en casa, y habiendo llegado a aquella feliz edad en que un hombre puede impunemente dedicarse a la holgazanería, ocupó una vez más su lugar en el banco de la taberna, donde se le reverenciaba como uno de los patriarcas de la villa y una crónica viviente de los viejos tiempos «antes de la guerra». Pasó algún tiempo antes de que pudiera encontrar el método actual de murmuración o pudiera comprender los extraños hechos que habían ocurrido durante su sueño: la guerra, la liberación del yugo de Gran Bretaña y la circunstancia de que ahora, en vez de ser un súbdito de su majestad Jorge III, era un libre ciudadano de los Estados Unidos. Rip no era ningún político; las transformaciones de los Estados y de los imperios le hacían muy poca impresión; había una especie de despotismo bajo el cual había gemido durante muchos años: la dictadura de las faldas. Felizmente, eso había terminado, había logrado sacudir el yugo del matrimonio, y podría entrar y salir sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle. Cuando se mencionaba su nombre, sin embargo, meneaba la cabeza, se encogía de hombros y bajaba la vista, lo que podía pasar por una expresión de resignación ante su suerte o de alegría por su liberación.

Acostumbraba contar su historia a todos los extraños que llegaban al hotel de Doolittle. Al principio, algunos oyentes observaron que variaba en diversos puntos, lo que se debía indudablemente a que acababa de despertarse. Finalmente llegó a contarla exactamente cómo yo lo he relatado aquí; todo hombre, mujer o niño de la vecindad la conocía ya de memoria. Algunos pretendían dudar de la realidad de la narración e insistían en que Rip había estado loco. Sin embargo, casi todos los viejos habitantes holandeses de la villa le daban entero crédito. Hoy mismo, en cuanto oyen truenos, en una tarde de verano, alrededor de los Kaatskill, dicen que Hendrick Hudson y su tripulación están dedicados a jugar a los bolos; en la vecindad, cuando un marido a quien le ha tocado una mujer demasiado dominadora siente lo pesado de su situación, desea beber un buen trago de la misma copa de Rip Van Winkle.

Nota

Es de sospechar que el relato anterior haya sido sugerido al señor Knickerbocker por una superstición alemana acerca del emperador Federico Barbarroja y las montañas de Kiffhäuser. Sin embargo, la nota agregada a este relato demuestra que es un hecho referido con su usual fidelidad:

«La historia de Rip Van Winkle puede parecer increíble a muchos, a pesar de lo cual la creo verdadera en todos sus puntos, pues nuestras colonias holandesas han sido siempre escenario de hechos y apariciones maravillosas. Yo mismo he escuchado historias más extraordinarias que ésta en las villas situadas a lo largo del Hudson, todas las cuales eran tan auténticas que no admitían la más mínima duda. Yo mismo he hablado con Rip Van Winkle, quien, cuando le vi por última vez, era un venerable anciano, tan perfectamente lógico y consistente en todos los puntos, que no puedo suponer que ninguna persona consciente pudiera negarse a creerle. He visto un certificado del juzgado de paz sobre esta materia, firmado con una cruz, en la propia caligrafía del juez. Por consiguiente, la historia está fuera de toda duda.

D. K.»

Postdata

En lo que sigue transcribimos algunas notas de viaje del señor Knickerbocker:

«Las montañas Kaatsberg o Catskill, como se llaman ahora, han sido siempre una región legendaria. Los indios creían que allí moraban los espíritus que reinan sobre el tiempo, que esparcen las nubes o los rayos del sol, y que conceden abundantes o escasas estaciones de caza. Estaban sometidos a un viejo espíritu femenino, que, según ellos, era su madre. Esa mujer se aposentaba en el pico más alto de los Catskill, desde donde abría y cerraba las puertas del día y de la noche, siempre a la hora conveniente. Suspendía la luna nueva en los cielos y transformaba las otras en estrellas. En los tiempos de sequía, si los sacrificios que se le ofrecían eran de su agrado, hilaba ligeras nubes de verano, con telas de araña y rocío de la mañana y las mandaba a las crestas de las montañas, copo por copo, como si fuera algodón cardado, flotando en el aire, hasta que, disolviéndose por el calor del sol, descendían a la tierra en suaves lluvias, que hacían renacer los pastos, madurar los frutos y crecer rápidamente el maíz. Si, por el contrario, las ofrendas no le placían, soplaba nubes negras como la tinta, sentándose en medio de ellas, como una araña en medio de su red, y cuando estas nubes descendían, ¡ay de los valles!

»En tiempos antiguos vivía una especie de Manitú o espíritu que tenía su morada en lo más recóndito de los Catskill y que se complacía en hacer toda clase de males a los pieles rojas. Algunas veces tomaba la forma de un oso, una pantera, o un ciervo, y conducía al extrañado cazador por intrincados bosques o entre peñascales, hasta que el piel roja se encontraba al borde de un precipicio o de un impetuoso torrente.

»El escondite favorito de este Manitú se muestra todavía hoy al excursionista curioso. Es una gran roca, que por la vegetación silvestre que la adorna se llama el Jardín Rocoso. Cerca se encuentra un pequeño lago. Los indios respetaban mucho este lugar, tanto que el más audaz cazador no perseguía su presa hasta allí. Sin embargo, uno, perdido en las montañas, penetró una vez en él, donde recogió un bejuco de los que crecían en aquel lugar. En su prisa por abandonar el paraje, lo dejó caer entre las rocas, donde se formó un gran río que le arrastró entre precipicios, deshaciéndole en pedazos y abriéndose camino hasta el Hudson, hacia el cual va fluyendo hasta el día de hoy. Trátase del mismo río que se conoce con el nombre de Kaaters-kill.»

miércoles, 17 de agosto de 2016

SIMPLICIO (Émile Zola)


Había en otros tiempos -no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor-, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.

Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra.

A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas.

A los dieciocho años empezó a salirle el bigote al príncipe, observación constatada por una dama de honor de la reina. ¡Las damas de honor son tremendas, Ninón! La que te menciono quería nada menos que el heredero al trono la abrazara. El pobre chico apenas dormía; se echaba a temblar cuando ella le dirigía la palabra, y en cuanto oía el roce de sus ropas en los jardines, desaparecía. Su padre, que era un buen padre, se daba cuenta de todo esto y se reía para sus adentros, hasta que al fin, como la dama presionaba cada vez más y el beso no se producía, avergonzándose de tener un hijo semejante, dio personalmente el beso pedido, deseoso siempre de preservar la dignidad de su familia.

-¡Qué imbécil! -exclamó aquel gran rey, que era realmente inteligente.



II



Fue al cumplir los veinte años cuando Simplicio se volvió completamente idiota. Un día encontró un bosque y se enamoró de él. En aquellos tiempos lejanos, los árboles no se embellecían aún a golpe de podadera, ni estaba de moda enarenar los paseos o sembrar el césped. Las ramas se colocaban como querían, y sólo Dios dirigía el desarrollo de las zarzas y el arreglo de los senderos. El bosque descubierto por Simplicio era un inmenso nido de verdor; hojas y más hojas, macizos impenetrables separados por majestuosas avenidas. El musgo, feliz de hallarse en aquel lugar, se dedicaba a un derroche de crecimiento, los rosales silvestres extendían sus brazos buscando espacio entre la vegetación para realizar danzas desenfrenadas en torno a los árboles corpulentos; éstos permanecían tranquilos y serenos, retorciendo sus troncos en la sombra, mientras sus copas ascendían ruidosas buscando los rayos veraniegos. La hierba crecía a su antojo, lo mismo por las ramas que había sobre el suelo; las hojas abrazaban el tallo, mientras que en su deseo de invadirlo todo, las margaritas y miosotis se confundían y florecían sobre viejos troncos derrumbados. No cabía duda de que todas aquellas ramas, todas las hierbas, todas las flores cantaban, mezclándose íntimamente, para charlar más cómodamente y para contarse en voz baja los amores misteriosos de las flores.

Un soplo de vida parecía animar aquellos espacios tenebrosos, dando una voz especial a cada tallo de musgo en los encantadores conciertos del alba y del atardecer. Era la inmensa fiesta de la vegetación. Todos los insectos, los escarabajos, las abejas, las mariposas, esos enamorados de los valles floridos, se saludaban por los cuatro costados del bosque, que habían convertido en una pequeña república. Los senderos eran sus senderos; los arroyos, sus arroyos; el bosque, su bosque. Vivían confortablemente al pie de los árboles, en las ramas bajas y entre las hojas secas como en su propia casa, tranquilamente y por derecho de conquista. Como personas razonables, le habían cedido las ramas más altas a los jilgueros y ruiseñores. El bosque, que cantaba a través de sus ramas, sus hojas y sus flores, cantaba además por sus insectos y sus pájaros.

III



En pocos días Simplicio se hizo asiduo y buen amigo del bosque. Charló tanto con aquel conjunto de seres que acabó por perder la poca razón que le quedaba. Cuando dejaba aquellos lugares para encerrarse entre cuatro paredes, sentarse ante una mesa o acostarse en un mullido lecho, no hacía otra cosa que pensar con sus amigos del bosque. Finalmente, de forma inesperada, abandonó sus habitaciones en la corte y fue a instalarse bajo el amado follaje donde escogió un inmenso palacio.

El salón era un claro del monte, redondo y de unas mil toesas de superficie. Largos cortinajes verde oscuro adornaban su circunferencia; quinientas columnas esbeltas sostenían, por debajo del techo, un velo de encaje color esmeralda; el techo mismo era una amplia cúpula de raso azul de tono cambiante, sembrado de agujeros dorados. Tenía por dormitorio una deliciosa sala repleta de misterio y frescor, cuyos suelos y muros estaban tapizados por una mullida alfombra de un tejido inimitable. La alcoba propiamente dicha, tallada en la roca por algún gigante, era de mármol rosa en las paredes y el suelo estaba cubierto de polvo de rubíes. Tenía, además, como cuarto de baño, un abundante manantial de agua pura con una pila de cristal, perdida entre un gran macizo de flores. No necesito mencionarte, Ninón, las innumerables galerías que cruzaban el palacio, ni los salones de baile y espectáculo, y menos los jardines. Era uno de esos bellos palacios que sólo Dios sabe construir.

A partir de entonces, el príncipe pudo ser tonto a sus anchas, mientras que su padre, creyendo que se había convertido en lobo, buscó otro heredero que fuera digno de su trono.



IV



Durante los días que siguieron a su instalación, Simplicio estuvo bastante ocupado trabando amistad con sus vecinos, el escarabajo de la hierba y la mariposa del aire. Todos eran excelentes y dotados casi de tanta imaginación como los hombres. Al principio le costó trabajo comprender su lenguaje; pero pronto vio que le resultaría útil recordar su primera educación. No tardó en habituarse a la concisión del idioma de los insectos y, como a éstos, terminó por bastarle un solo sonido para nombrar cien objetos diferentes, según la prolongación del sonido y lo sostenido de la nota; de tal manera que perdió la costumbre de hablar el lenguaje humano, tan pobre en su riqueza... La forma de ser de sus nuevos amigos le encantó, sorprendiéndose sobre todo por su modo de juzgar a los reyes, que es el de aquellas personas que no los tienen. Se reconoció ignorante entre ellos, y decidió asistir a sus clases.

Su relación con los musgos y escaramujos fue menos habitual, porque no lograba comprender las palabras pronunciadas por el tallo de la hierba o el peciolo de la flor, esa dificultad condicionó bastante la amistad. El bosque no le vio con malos ojos, pues lo consideraba como a un pobre de espíritu que vivía en armonía con los animales. Nadie se ocultaba de él, hasta el punto de que en ocasiones pudo contemplar en el fondo de una alameda, a una mariposa besando el pétalo de una margarita. Venciendo su timidez, el césped llegó a dar algunas lecciones al joven príncipe. Gracias a él aprendió emocionado el lenguaje de los colores y los perfumes. A partir de entonces, las corolas encendidas saludaban a Simplicio al levantarse; las hojas verdes le contaban todo lo ocurrido durante la noche, y el grillo le confesaba, en voz baja, que estaba enamorado de la violeta.

Simplicio eligió por amiga a una mariposa dorada, de esbelto cuerpo y temblorosas alas, provista de gran coquetería. Jugaba, parecía llamarlo, y luego se alejaba rápida y ágilmente de su mano. Los grandes árboles que contemplaban aquellos coqueteos y los censuraban severamente, decían entre sí que aquello no terminaría bien.



V



Simplicio cambió de carácter de forma inesperada. Su bella enamorada se dio cuenta de la tristeza de su amigo, e intentó conseguir una confidencia de su parte, pero sólo consiguió que dijera llorando: «Estoy tan feliz como el primer día.» Pero se levantaba muy de mañana para recorrer el bosque hasta la noche, separando suavemente las ramas, buscando entre los zarzales, levantando las hojas y mirándose en su sombra.

-¿Qué buscará nuestro discípulo? -preguntó el escarabajo al musgo.

La enamorada, sorprendida por el abandono, creyó que había enloquecido de amor, pero cuando revoloteaba a su alrededor, no obtenía ni una mirada siquiera por parte de Simplicio. Los árboles habían acertado, pues pronto se consoló ésta con el primer mariposo que halló en una encrucijada.

Las plantas se entristecieron al ver al príncipe interrogar cada montón de hierba, escudriñar con la mirada las largas avenidas; lamentarse por la densidad de la maleza, y exclamaron: «Simplicio ha visto a Flor de las aguas, la ondina de la fuente.»



VI



Flor de las aguas era hija de un rayo de luz y de una gota de rocío. Era tan bella que el beso de un amante debía matarla, y al mismo tiempo desprendía un aroma tan dulce que un beso de sus labios le causaría la muerte a su amante. El bosque lo sabía, y celoso de su hijo predilecto, lo ocultaba siempre que podía. La ondina vivía en una fuente rodeada de espeso ramaje, donde irradiaba vivos destellos en el silencio de la sombra, abandonaba al capricho de la corriente sus pies semiocultos por las ondas y su rubia cabellera coronada por líquidas perlas. Su sonrisa hacía las delicias de las nínfeas espadañas y de otras plantas acuáticas. En definitiva, era el alma del valle. Vivía completamente aislada, sin conocer de la tierra más que el agua, su madre, y del cielo al rayo del sol, su padre. La amaban la onda que la mecía y la rama que le daba sombra; pero no tenía un verdadero enamorado.

Flor de las aguas sabía que moriría de amor, pero complaciéndose en esta certeza, vivía esperando la muerte, sonriendo, a pesar de todo, y con la esperanza de encontrar un día al ser amado.

Una noche y gracias a la claridad de las estrellas, Simplicio la vio entre las sinuosidades de un sendero. La buscó durante más de un mes, creyendo encontrarla detrás de cada tronco de árbol o verla deslizarse entre los setos; pero no encontró sino las grandes sombras de los álamos, agitados por la brisa.



VII



Mientras tanto, el bosque seguía mudo desconfiando de Simplicio; espesaba su follaje y lanzaba todas las sombras de la noche sobre el príncipe para tratar de entorpecer sus pasos. El peligro que amenazaba a Flor de las aguas le producía tristeza, y ya no prodigaba caricias ni amorosa charla.

La ondina volvió a los claros del bosque. Simplicio la vio, y loco de amor, se lanzó tras ella sin que la ninfa, montada en un rayo de luna y volando como una pluma llevada por el viento, oyese el ruido de sus pasos. Simplicio corría tras ella sin lograr alcanzarla, con lágrimas en los ojos y desesperación en el alma. Corría, y el bosque seguía con temor aquella carrera insensata; los arbustos invadían el camino y las zarzas con sus brazos espinosos lo detenían. El bosque entero defendía así la vida de la ondina. Corría notando el musgo bajo sus pies. Las ramas se entrelazaban con fuerza y se mostraban ante él como láminas de bronce; las hojas secas se amontonaban en los valles; los troncos de los árboles caídos se atravesaban en los senderos; los peñascos rodaban ante el príncipe; los insectos picaban sus talones, y las mariposas le cegaban batiendo las alas ante sus ojos. Flor de las aguas, sin verlo ni oírlo, huía sobre su rayo de luna; Simplicio temía con angustia el momento en que la viera desaparecer. Por eso corría desesperado.



VIII



Oía gritar con ira a los robles centenarios:

-¿Por qué no nos dijiste que eras un hombre? De haberlo sabido nos hubiéramos ocultado de ti, te hubiéramos negado nuestras lecciones, para que tus ojos no hubiesen visto jamás a Flor de las aguas, la ondina de la fuente. Te presentaste ante nosotros con la inocencia de los animales, y ahora resulta que tienes la intención de los hombres. Aplastas a los escarabajos, arrancas las hojas y partes las ramas. El huracán del egoísmo te arrastra y quieres robarnos el alma.

El rosal silvestre añadía:

-¡Detente, Simplicio, por piedad! Piensa que cuando un niño caprichoso quiere respirar el aroma de mis flores, en vez de dejarlas crecer libremente, las arranca y ¿cuánto disfruta de ellas? Ni una hora.

El musgo a su vez decía:

-Detén tu marcha, Simplicio, y ven a soñar sobre el terciopelo de mi fresca alfombra. Verás jugar a Flor de las aguas entre los árboles, podrás contemplarla bañándose en la fuente y arrojando sobre su cuello collares de perlas líquidas. Tendrás la alegría de mirarla; como todos nosotros podrás vivir para verla.

Y el bosque en su conjunto repetía:

-Detente, Simplicio; un beso la matará, no des ese beso. ¿No lo sabes ya? ¿No te lo ha dicho la brisa de la tarde, nuestra mensajera? Flor de las aguas es la flor celeste, cuyo perfume causa la muerte; ¡qué destino tan extraño el suyo! ¡Compadécete de ella, y no le quites el alma con tus labios!



IX



Flor de las aguas se volvió, vio a Simplicio, le sonrió, le hizo señas para que se acercara y dijo al bosque: «Éste es mi amado». Hacía tres días, tres horas y tres minutos que el príncipe perseguía a la ondina. Pero las palabras de los robles tan amenazadoras estuvieron a punto de hacer huir. Flor de las aguas le tocaba ya las manos, se ponía de puntillas para ver dibujarse una sonrisa en los ojos del joven.

-¡Cuánto has tardado! -le dijo-. Mi corazón había sentido que te encontrabas en el bosque, y te he estado buscando sobre un rayo de luna tres días, tres horas y tres minutos.

Simplicio callaba, conteniendo su respiración. Su amada le invitó a sentarse a orillas del manantial, acariciándolo con la mirada y contemplándolo mucho rato.

-¿No me reconoces? -dijo ella-. Te he visto a menudo en sueños; soñaba que me tomabas de la mano y que así paseábamos mudos y temblorosos. ¿Tú me has visto? ¿Me llamabas en tus sueños?

Y cuando, por fin, el príncipe iba a hablar:

-No digas nada -dijo la ondina-; soy Flor de las aguas y tú eres mi amante. Vamos a morir.



X



Los árboles corpulentos se inclinaban para ver mejor a la joven pareja, estremeciéndose de dolor porque su alma iba a emprender su vuelo. Todas las voces callaron; desde la brizna de hierba hasta el inmenso roble, todos se sintieron dominados por la piedad, sin que se oyese un solo grito de cólera, pues Simplicio, en su condición de amante de Flor de las aguas, era también hijo del bosque.

La ninfa apoyó la cabeza en el hombro de su compañero, y se inclinaron hacia el fondo del arroyo, sonriendo. A veces levantaban la frente y seguían con la mirada el polvillo de oro que brillaba con los últimos rayos del sol. Se abrazaron lentamente, y esperaron la primera estrella para confundirse y lanzarse hacia el infinito. Ninguna palabra interrumpió su éxtasis. Sus almas, que subían a sus labios, se confundían en su aliento. Y apareció la estrella, se unieron los labios en un supremo beso y los robles lanzaron un largo sollozo. Los labios se unieron, y las almas volaron hacia las alturas...



XI



Un hombre práctico se internó en el monte en compañía de un sabio. Mientras el primero se extendía en profundas consideraciones acerca de la humedad malsana de los bosques, hablando de los hermosos campos de alfalfa que podrían obtenerse talando aquellos árboles vulgares, el segundo, que deseaba hacerse un nombre en el mundo científico, descubriendo alguna planta todavía desconocida, miraba por todas partes, examinando las ortigas y las plantas gramíneas. Al llegar a orillas del manantial descubrieron el cadáver de Simplicio. El príncipe sonreía en su sueño de muerte, las ondas mecían sus pies, y su cabeza reposaba sobre el césped de la orilla. En sus labios, cerrados para siempre, sostenía una florecilla blanca y rosa de gran delicadeza y dotada de un intenso aroma.

-Pobre loco -dijo el hombre-; sin duda ha querido coger la flor y se ha ahogado.

El naturalista, sin preocuparse del cadáver, cogió la flor, y con el pretexto de examinarla, despedazó la corola para ver sus características botánicas, y exclamó:

-¡Que magnífico hallazgo! En recuerdo de este pobre tonto voy a denominar a esta flor Anthapheleia.

-¡Ah, Ninón, Ninón!, el muy bárbaro llamó a mi maravillosa Flor de las aguas la Anthapheleia linnaia.

martes, 16 de agosto de 2016

PÍDELE A UN FÍSICO QUE HABLE EN TU FUNERAL (Kina)


Quieres que un físico hable en tu funeral. Quieres que hable en tu duelo familiar sobre la conservación de la energía, así comprenderán que tu energía no ha muerto. Quieres que el físico le recuerde a tu madre la primera ley de la termodinámica; que no se crea la energía en el universo y, por lo tanto, no es destruida. Quieres que tu madre sepa que toda tu energía, incluso la vibración, cada onda de cada partícula que era su amado hijo, permanece con ella en este mundo. Quieres que el físico le diga a tu padre que en medio de las energías del cosmos, le diste lo bueno que tenías.

En algún momento tendrás la esperanza de que el físico baje del púlpito y camine hacia tu destrozada esposa, situada en los bancos de la iglesia, para decirle que todos los fotones que han formado tu cara, todas las partículas que formaban tu sonrisa, el roce de tu pelo, el realizar carreras como si fueras un niño, esas cosas habían cambiado para siempre por ti. El físico podría permitirle a tu viuda esposa conocer que todos los fotones que saltaron de ti fueron almacenados en los detectores de partículas que son sus ojos, que la energía de esos fotones creados dentro de sus constelaciones de neuronas cargadas electromagnéticamente, seguirá existiendo para siempre.

El físico le recordará a la congregación cuánta energía nuestra es emitida en forma de calor. Puede haber algunas personas abanicándose con sus programas, como él dice. Les contará que el calor que fluía a través de ti en vida, sigue presente.

Querrás que el físico explique a aquellos que has amado que no necesitan tener fe; de hecho, no deberían tener fe. Permíteles conocer que pueden medirlo, que los científicos han medido de forma precisa la conservación de la energía y la han encontrado exacta, verificable y consistente a lo largo del espacio y del tiempo. Puedes tener la esperanza de que tu familia examinará las pruebas y se quedará satisfecha sabiendo que la ciencia es sólida y que se sentirán mejor al saber que tu energía sigue permaneciendo alrededor de ellos.

De acuerdo con la ley de la conservación de la energía, nada de ti se ha ido. Es simplemente que estás de manera menos ordenada.


lunes, 15 de agosto de 2016

LOS QUE VAN A MORIR (Saiz de Marco)


Noche en las trincheras. Poco más de cien metros separan ambas. En cada una hay soldados de un bando. “Tregua de fumar”, gritan desde una, y los de la otra trinchera aceptan: “tregua de fumar”, confirman. Es agosto de 1938 y en un lugar de España, bajo el cielo estrellado, se encienden pequeñas luces rojas. Cerillas, cigarros. Los que van a morir necesitan fumar. Tras cada lucecilla hay una boca fumando, una cabeza, pero nadie les dispara. Quien lo hiciera sería un cretino, repudiado por sus propios compañeros. La batalla será mañana, con claridad diurna, para intentar tomar las posiciones enemigas. De pronto, inesperadamente alguien grita “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.

Desde la otra trinchera se oye bien, y el eco lo amplifica. Lo oyen también los que no están de guardia, los que inútilmente intentan dormir. Durante unos segundos los grillos callan. Luego reanudan el roce de sus élitros y con ellos parecen repetir “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.

La pregunta queda en pie. Pasan las horas y nadie responde. Pero las palabras no se pierden en la noche.

“Sí -piensan los soldados-, igual que hemos acordado la ‘tregua de fumar’ podríamos convenir que nadie ataque, irnos de aquí, volver cada uno a su pueblo con su mujer y sus hijos, con su vida… ¿Pero qué pasaría? Nos formarían un consejo de guerra en cada bando, nos fusilarían por deserción. Claro que si el acuerdo fuera entre los mandos, o entre los superiores de ellos…, entonces no habría nadie que apriete el gatillo, nadie dispuesto a fusilar a nadie… ¿Y por qué no es así?”.

Por la mañana en la batalla los corazones laten fuerte, redoblan, martillean (algunos hasta apagarse) “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.


domingo, 14 de agosto de 2016

EL DOBLE (Patricia Suárez)


Cuando entro, veo que él está sentado más allá con otra mujer. Ni siquiera levanta los ojos para mirarme y nuestras miradas no se cruzan. La mujer a su lado es muy fea, tiene el pelo rojo y raído y se le notan los huesos de la cara, la calavera. Pienso que quizás sea su exmujer, él me dijo una vez que ella estaba enferma. Pienso que está avergonzado de estar sentado junto a una mujer tan fea y verme de pronto a mí. Pero no puede quitarme el saludo así de repente; hago el cálculo y mis matemáticas fallan: ¿cuánto hace que lloré en sus brazos, ¿tres semanas? ¿hace ya un mes? ¿O dos? Él, pienso también, me hubiera olido apenas pisé el teatro. Él sabía de mi paso, de mi perfume, de mi risa: siempre estaba dándome caza. Así que no es él, debe ser otro que se le parece mucho y así se lo digo a mi amiga a mi lado. ¿Qué estaría haciendo él en el teatro, un lugar al que nunca iba, qué cosa se le habría perdido ahí? No podía ser él.


La obra que vemos sucede en un tren. Hay dos personajes, un hombre y una mujer. La actriz, que es una mujer encantadora, hace en voz alta la siguiente pregunta: ¿Para qué deseamos tanto, si al final sentimos tan poco?


Estoy clavada en su perfil. El hombre, su doble, tiene la nariz recta, fina. Su nariz no era así. Trato de recordar los detalles del cuerpo del que era mi amante, los detalles que lo hacían singular, las particularidades. Tiene una mancha en la nalga, por ejemplo, pero no puedo pedirle a un hombre, para saber si es un desconocido o no, que se baje los pantalones. Yo, me digo, conozco su cuerpo a la perfección, porque yo me adueñé de su cuerpo en algún momento y dejó de ser agua que pasa. El hombre seis butacas más allá rechaza las pastillas que le ofrece la mujer a su lado. Mira hacia mí, pero no me mira. En un momento sonríe, me parece que me quiere decir algo, pero no es a mí. Tiene un gesto idéntico al que era mi amante, pero debo reconocer que es un gesto común, que es patrimonio de cualquiera. No puedo quitarle los ojos de encima. Trato de imaginarlo a él, en esa butaca, ver cómo encajaría él, recortarlo. Es más menudo y de piel tal vez más oscura que su doble. Este hombre es más fino, más largo. Tiene una leve papada, graciosa. Tiene exactamente sus mismos ojos, los ojos que no dirige hacia mí, pero con una mirada más suave. El hombre en la butaca no quiere convertirse en un peligro para nadie; lo leo en la silueta que veo de él, en la oscuridad. La del doble. La mujer y el doble no están tomados de la mano, así que tal vez son amigos. De pronto tengo la certeza de que es mi examante. ¿Cuándo fue la última vez que tuve noticias de él? Él, mi examante, se hubiera parado y hubiera venido a saludarme. No iba a perderse de demostrar a la mujer fea a su lado, que me conoce.


En el escenario, la actriz, que es una mujer que exuda dulzura, pronuncia algo así: “Tengo que decirle al hombre enfrente mío, a este hombre inesperado: ‘Estoy dispuesta por usted a vivir cualquier clase de aventura. Si no es en esta vida, que sea en otra, porque yo no quiero incomodarlo.’ Si el hombre, el pasajero, se ríe, estará todo bien. Pero, ¿y si no se ríe? Si no se ríe, me echo de cabeza del tren”.


Lo miro con descaro. Elevo una súplica y ruego que no sea él, mi examante. Ruego que sea otro hombre que se le parece demasiado. Dicen que hay siete personas en el mundo que son demasiado parecidas a uno. Siete personas por cada uno de nosotros. Si este hombre no es él, toda la historia, toda mi historia con él tiene explicación. Ha habido un error, eso es. El hombre seis butacas más allá era el que a mí correspondía y no el que he tenido, el del sufrimiento. Eso es todo; la obra termina con los protagonistas a punto de besarse. Es como en esas películas de Hollywood en blanco y negro, donde el beso final lo arregla todo: un beso largo, dulce, en primer plano. Pero aquí no hay beso, sino la sospecha de que el beso sucede cuando cae el telón. Hay aplausos, aplausos. El doble y la mujer fea se paran y aplauden de pie. Yo no lo vi a él tan conmovido con la obra como para aplaudir de pie. ¿Lo hará para congraciarse con la mujer fea? La actriz, a escasas tres filas de nosotros, los mira y asiente. Deben ser sus amigos. Él -el que era mi amante- no hubiera podido tener una amiga tan famosa y bella, me lo hubiera dicho apenas conocerme. Para darme celos, para hacerme rabiar, no se hubiera privado de lanzármelo a la cara.


Mi amiga pregunta: ¿Es, no es?


Le pido que nos quedemos de pie a un lado y los dejemos pasar.


Por la estatura podré darme cuenta, por su cuerpo.


Pero él pasa y no me reconoce.


Momentos después, salió del teatro con la mujer. Salieron, se pierden entre las luces de la Avenida. Mi amiga repite su pregunta:


-¿Y? ¿Era?


-No.


-Habrá pensado qué noche se perdió esta noche. No le quitamos los ojos de encima.


-No. Ni los ojos ni el corazón.

sábado, 13 de agosto de 2016

LA RANA QUE QUERÍA SER UNA RANA AUTÉNTICA (Augusto Monterroso)


Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.


CÓMO SE FABRICA UN POETA (Rafael Azcona)


Enterado de que numerosas familias desean contar entre su prole con un poeta, me apresuro a dar las normas pertinentes para que esas familias se salgan con la suya. No sé para qué querrán una cosa tan rara, pero los deseos de las familias ya se sabe que son sagrados, excepto en caso de deseo de piso desalquilado.


Lo primero que debe hacer la familia esa es alimentar al niño destinado a ser poeta, de manera adecuada: le arrojarán migas de pan, granos de cebada y otros cereales, pequeñas lombrices y otras porquerías semejantes. Así, además de habituar su estómago a la más elemental actividad, el futuro poeta contraerá un fuerte complejo de pájaro, y el día de mañana se lo pasará cantando como un descosido.


Cuando el pequeño proyecto de vate crezca, la familia lo conducirá a los parajes ricos en auroras, en ocasos, en señoritas pálidas y en muertes varias. Abandonado allí, el que ha de ser poeta, encontrará la inspiración con gran facilidad y su cerebro comenzará a eliminar las células grises que podían servirle para ganarse la vida de una manera honorable.


Rebosante ya de inspiración, el que ya es casi un poeta hecho y derecho, debe ser puesto en contacto con la cultura. Ofrézcasele una cartilla llena de consonantes, que todas las palabras que contenga el librito terminen en “ton”, en “tin” y similares. Esto le facilitará mucho la tarea al presunto versificador, ya que no sabrá de la existencia de vocablos tan poco poéticos como “dólar”, “fiducia” y “etcétera”.


Si el chico no es tonto de capirote, al llegar a este punto ya hará versos… Malos, seguramente, pero versos al fin y al cabo. Ahora todo se reduce a que la familia se oponga a que el chico se enamore de una señorita determinada, a que no le dé dinero para tabaco y a que no le deje entrar en casa por las noches. El chico, poeta ya de tomo y lomo, escribirá versos como un condenado o como un fabricante de calendarios, a la vez que sufrirá horrores, dejará el café a deber y se hará un bohemio tremendo.


En el caso de que el chico, a pesar de todo, se prepare para ingresar en Hacienda, la familia debe desistir: no es un poeta.

viernes, 12 de agosto de 2016

DESAPARICIONES Y PASOS PERDIDOS (José Luis Morante)


Desde hace varias semanas, no estoy. Ignoro si mi ausencia es un ocaso momentáneo, o una voluntariosa huida hacia la arena gruesa de un litoral lejano. Así que ando aplicado, con los magros sentidos que tengo todavía, en la tarea de encontrarme. No sé vivir a solas, sin esa voluntad que me despierta en medio de la noche recordando el inventario de asuntos pendientes.

Durante algunos años pensé que daba cuerpo a un sujeto centrípeto y sin fracturas, destinado a vivir en el previsible monolito de mi identidad. Nunca imaginé esa atracción interna por la vida nómada. Me doy prisa en la búsqueda, antes de que empiece a olvidarme.


jueves, 11 de agosto de 2016

UNA VÍCTIMA DE LA PUBLICIDAD (Émile Zola)


Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.

El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.

No hablaré de todos los potingues que tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía.

La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.

El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.

Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.

miércoles, 10 de agosto de 2016

LA UÑA (Max Aub)


El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de Miguel, traspasándola.
Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.



martes, 9 de agosto de 2016

POQUITA COSA (Anton Chéjov)


Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.

-Siéntese, Yulia Vasilievna -le dije-. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...

-En cuarenta...

-No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...

-Dos meses y cinco días...

-Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más tres días de fiesta...

A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!

-Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!

-En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez... También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... Así que le descontamos cinco más... El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.

-No los tomé -musitó Yulia Vasilievna.

-¡Pero si lo tengo apuntado!

-Bueno, sea así, está bien.

-A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...

Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas...

Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!

-Sólo una vez tomé -dijo con voz trémula-... le pedí prestados a su esposa tres rublos... Nunca más lo hice...

-¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres... tres... uno y uno... ¡sírvase!

Y le tendí once rublos... Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.

-Merci -murmuró.

Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.

-¿Por qué me da las gracias? -le pregunté.

-Por el dinero.

-¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?

-En otros sitios ni siquiera me daban...

-¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lección... ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?

Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: "¡Se puede!"

Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió... La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!

lunes, 8 de agosto de 2016

EL PRIMER DÍA DESPUÉS DEL APOCALIPSIS (Sebastián Beringheli)


El desenlace se produjo según lo planeado: sin cielos incandescentes, lunas enrojecidas ni jinetes cósmicos desatando plagas. Nada de eso fue necesario. La destrucción bien puede prescindir de las profecías y ciertamente carece de toda espectacularidad.

Las leyes que Él había establecido para el universo simplemente se rompieron. El Verbo fue el principio, el movimiento, la acción, y también el final.

No hubo muertes, al menos no en el sentido que los humanos podemos imaginar; sino más bien la desaparición instantánea de la vida. La humanidad fue barrida hacia el olvido sin dejar atrás un mísero cadáver, un modesto testimonio de su existencia.

Pero la extinción no solo alcanzó a nuestro mundo. Todos los reinos, sutiles y groseros, perecieron en el acto. El cielo se vació de ángeles, de almas, de santos y mártires. El infierno se despobló de réprobos y demonios. El Purgatorio, cuya única función es la espera, se desinfectó de postulantes a la eternidad.

En ese Vacío absoluto, donde ni siquiera el silencio podía existir, el Creador se permitió un último amanecer antes de aniquilarse.

Descendió sobre la esfera arrasada que fue la Tierra, levantó una casa de barro y aguardó la salida del sol, regocijado en la soledad perfecta, en el Tiempo sin Porvenir ni Espera. Y en esa hora incierta que precede al alba, alguien golpeó a la puerta.