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lunes, 31 de octubre de 2016

DIÁLOGO SOBRE UN DIÁLOGO (Jorge Luis Borges)

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

viernes, 28 de octubre de 2016

LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE (Stefan Zweig)


Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador, y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia…, horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él…

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.

Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque… Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.

De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.

Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida… Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…

La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida…

El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos…


miércoles, 26 de octubre de 2016

LA SEÑAL (Mascha Kaléko)


Cuando los tres cruzamos la calle incluso el semáforo se puso en rojo. Con los coches resoplando gas y rodeados por el tumulto de personas me agarré del brazo de aquel que estaba a mi derecha. Y no de aquel por quien llevaba el anillo. Cuando los cuatro nos encontramos tras el cruce, todos lo supieron. El uno. El otro. El silencio. Y yo.



martes, 25 de octubre de 2016

LUCAS, SUS ERRATAS (Julio Cortázar)


Los textos escritos por Lucas han sido siempre espléndidos, es obvio, y por eso desde el principio lo aterraron las erratas que se sigilosaban en ellos para no solamente enchastrar una transparente efusión sino para cambiarle las más de las veces el sentido, con lo cual los motetes de Palestrina se metamorfoseaban en matetes de Palestina y así vamos.

El horror de Lucas ha sido tema de insomnio para más de cuatro correctores de pruebas, sin hablar de las puteadas de tanto abnegado linotipista a quien le llegaron originales llenos de guarda con esto, ojo, attenti alpiatto, aquí donde dice coño léase coño, carajo, observaciones neuróticas que a veces son como un libro paralelo y en general más interesante que el contratado por un editor al borde de la hidrofobia.

Todo es inútil (pensamiento que Lucas pensó seriamente convertir en el título de un libro) porque las erratas como es sabido viven una vida propia y es precisamente esa idiosincrasia que llevó a Lucas a estudiarlas lupa en mano y preguntarse una noche de iluminación si el misterio de su sigilosancia no estaría en eso, en que no son palabras como las otras sino algo que invade ciertas palabras, un virus de la lengua, la CIA del idioma, la transnacional de la semántica. De ahí a la verdad sólo había un sapo (un paso) y Lucas tachó sapo porque no era en absoluto un sapo sino algo todavía más siniestro.

En primer lugar el error estaba en agarrárselas contra las pobres palabras atacadas por el virus, y de paso contra el noble tipógrafo que se rendía a la contaminación. ¿Cómo nadie se había dado cuenta de que el enemigo cual caballo de Troya moraba en la mismísima ciudadela del idioma, y que su guarida era la palabra que, con brillante aplicación de las teorías del chevalier Dupin, se paseaba a vista y paciencia de sus víctimas contextúales? A Lucas se le encendió la lamparita al mirar una vez más (porque acababa de escribirla con una bronca indecible) la palabra errata. De golpe vio por lo menos dos cosas, y eso que estaba ciegoderabia. Vio que en la palabra había una rata, que la errata era la rata de la lengua, y que su maniobra más genial consistía precisamente en ser la primera errata a partir de la cual podía salir en plan de abierta depredación sin que nadie se avivara.

La segunda cosa era la prueba de un doble mecanismo de defensa, y a la vez de una necesidad de confesión disimulada (otra vez Poe); lo que hubiera podido leerse allí era ergo rata, conclusión cartesiana + estructuralista de una profunda intuición: Escribo, ergo rata. Diez puntos.

—Turras —dijo Lucas en brillante síntesis. De ahí a la acción no había más que un sapo. Si las erratas eran palabras invadidas por las ratas, gruyeres deformes donde el roedor se pasea impune, sólo cabía el ataque como la mejor defensa, y eso antes que nada, en el manuscrito original ahí donde el enemigo encontraba sus primeras vitaminas, los aminoácidos, el magnesio y el feldespato necesarios para su metabolismo.

Provisto de una alcuza de DDT, nuestro Lucas espolvoreó las páginas apenas sacadas de la Smith-Corona eléctrica, colocando montoncitos de polvo letal sobre cada metida de pata (de rata, ahora se descubría que el viejo lugar común era otra prueba de la presencia omnímoda del adversario). Como Lucas para equivocarse en la máquina es un as, no (la coma puede ser otra errata) le sobró gran cosa de polvo pero en cambio pudo gozar del vistoso espectáculo de una mesa recubierta de páginas y sobre ellas cantidad de volcancitos amarillos que dejó toda una noche para estar más seguro. Estos volcancitos estaban idénticos por la mañana, y su único resultado parecía ser una pobre polilla muerta encima de la palabra elegía que se situaba entre tres volcancitos de lo más copetones. En cuanto a las erratas, ni modo: cada una en su lugar, y un lagar para cada una. Estornudando de rabia y de DDT, nuestro Lucas se fue a casa del ñato Pedotti que era una luz para el artesanado, y le encargó cincuenta tramperas miniaturas, que el ñato fabricó con ayuda de un joyero japonés y que costaron un hueco. Apenas las tuvo, más o menos ocho meses más tarde, Lucas puso sus últimas páginas en la mesa y con ayuda de una lupa y una pinza para cejas cortó microtajadas de queso tandil y montó las tramperas al lado de cada errata.

Puede decirse que esa noche no durmió, en parte por los nervios y también porque se la pasó bailando con una nena martiniquesa en una milonga de barrio, cosa de despejar el ambiente hogareño para que el silencio y las tinieblas coadyuvaran con la tarea lustral. A las nueve, después de arropar bien a la nena porque tendía a la coriza, volvió a su casa y encontró las cincuenta tramperas tan abiertas como al principio salvo una que se había cerrado al cuete. Desde ese día Lucas progresa en una teoría con arreglo a la cual las ratas no viven ni comen en las erratas sino que se alojan del lado del que escribe o compone, a partir del cual operan salidas y retiradas fulminantes que les permiten elegir los mejores bocados, hacer polvo a las pobres palabras preferidas y volverse en un siesnoés a su lugar de origen. En ese caso cabe preguntarse si moran en los diez dedos, en los ojos o todavía peor en la materia gris del escriba. Claro que esta teoría, por alucinante que parezca, deja perfectamente frío a Lucas porque le da la impresión de que ya otros la enunciaron cambiando solamente el vocabulario, complejos, Edipo, castración, Jung, acto falluto, etc. Andá ponele DDT a cosas así, después me contás.


lunes, 24 de octubre de 2016

EL PRIMER CUMPLEAÑOS DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO (Sebastián Beringheli)


La fecha se dedujo gracias a un viejo calendario. Nadie se atrevió a cuestionar ese cómputo. Las matemáticas, así como la necesidad de calcular el tiempo, eran asuntos superfluos para los sobrevivientes.

Algunas costumbres, sin embargo, perduraron.

Y fue así que la fiesta de cumpleaños se celebró en medio de la devastación, sobre ruinas olvidadas, entre colosales construcciones de acero y concreto (1) ahora devoradas por la maleza.

Los últimos sobrevivientes del apocalípsis se reunieron alrededor de la mesa principal. Se articuló entonces un vago simulacro del rito original, con regalos improvisados, afectados cánticos, felicitaciones y augurios de prosperidad.

Envueltas por el hedor de millones de cadáveres calcinados, doce velas de colores fueron encendidas sobre la torta (2) de cumpleaños. Una extravagancia, desde luego, pero era tradición honrar al más anciano de los ancianos.

.....
(1) En España, cemento.

(2) En España, tarta.

sábado, 22 de octubre de 2016

EL PUÑAL (Jorge Luis Borges)


En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César.

Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon loshombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

viernes, 21 de octubre de 2016

ARTE Y VIDA (Enrique Ánderson Imbert)


Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.

martes, 18 de octubre de 2016

LA LEYENDA DE CIERTAS ROPAS ANTIGUAS (Henry James)


Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha, pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó un viaje por Francia. En su vigésimotercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas, con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados acierta agradable brusqueriey originalidad propia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar un indicio.


En aquella época las dos hermanas estaban en plena lozanía de su juvenil floración; cada una de ellas, por supuesto, manifestaba esta natural brillantez de la manera que más le cuadraba. Eran disímiles tanto en apariencia como en carácter. Viola, la mayor -de veintidós años recién cumplidos-, era alta y clara, de calmosos ojos grises y cabellos de color castaño rojizo: un muy remoto parecido con la Viola de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino como una criatura morena (con permiso de ustedes), pero delgada, briosa, plena de las más tiernas y elevadas emociones. La señorita Willoughby, con su intensa blancura de piel, sus bien torneados brazos, su majestuosa estatura y su pausado hablar, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto unas calzas y una camisa masculinas; y, a decir verdad, siendo una belleza muy corpulenta, acaso es una suerte que no lo hiciera. También Perdita habría debido cambiar la dulce melancolía de su nombre por algo más en consonancia con su aspecto y temperamento. Era morena a ultranza, baja de estatura, ligera de pies, con ojos oscuros plenos de fuego y animación. Desde niña había sido una criatura de sonrisas y alegría; y, cuando uno hablaba con ella, lejos de hacerlo esperar como era costumbre en su bella hermana (quien lo estudiaba a uno con sus más bien fríos ojos grises), le daba a escoger entre media docena de respuestas antes de que uno hubiera terminado de pronunciar sus frases.


Las jóvenes se alegraron muchísimo de volver a ver a su hermano; mas se descubrieron bastante capaces de reservar cierta porción de entusiasmo para destinarla al amigo de su hermano. Entre sus propios amigos y vecinos, la belle jeunesse de la colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios admiradores devotos, y unos dos o tres que gozaban de la reputación de irresistibles galanes y conquistadores. Pero los lugareños ardides y la algo ruda galantería de estos honrados colonos incipientes quedaron completamente eclipsados ante la buena apariencia, las elegantes ropas, el respetuoso empressement, la perfecta cortesía, la inmensa cultura, del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún dechado: era un franco, resuelto, instruido joven, rico en libras esterlinas, en salud y anodinas esperanzas, y en un pequeño capital de afectos por invertir. Pero era un caballero; poseía un hermoso rostro; había estudiado y viajado; hablaba francés, tocaba la flauta y declamaba versos con muy buen gusto. Había una docena de razones para que de sopetón la señorita Willoughby y su hermana menor se volvieran sobremanera exigentes en su elección de amistades masculinas. La imaginación de la mujer está particularmente adaptada a las diversas pequeñas convenciones y misterios de la buena sociedad. La conversación del señor Lloyd les reveló a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra muchísimo más de lo que él creyó sobre las personas de alcurnia de las capitales europeas. Era fascinante sentarse a oír charlar a él y Bernard sobre las personas extraordinarias y las cosas extraordinarias que ambos habían visto. Tras el té toda la familia solía reunirse alrededor de la chimenea, en el saloncito revestido de madera -por entonces inocente de cualquier propósito de resultar pintoresco o de resultar cualquier otra cosa, a decir verdad, salvo económico, de tal modo que se habían ahorrado los gastos de papeles pintados y colgaduras-, y los dos jóvenes aludían discretamente el uno para el otro, desde los extremos opuestos de la alfombra, esta, esa y aquella aventura. Muchas veces Viola y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber exactamente de qué aventura se trataba, y dónde ocurrió, y quién participó, y qué llevaban puesto las mujeres; mas en aquel tiempo no se consideraba correcto que una joven bien educada interviniese en la conversación por iniciativa propia o formulase excesivas preguntas; y por lo tanto las pobres muchachas se parapetaban ansiosas detrás de la curiosidad, más lánguida -o más discreta-, de su madre.


Que las dos eran muy atractivas fue algo que Arthur Lloyd no tardó en descubrir; pero necesitó más tiempo para decidir cuál poseía mayores encantos. Tuvo un fuerte presagio -una sensación de una naturaleza demasiado enteramente alegre para aplicarle el calificativo de ominosa- de que estaba destinado a llevar al altar a una de ellas; sin embargo era incapaz de llegar a una preferencia, y para tal ceremonia ciertamente era indispensable una preferencia, por cuanto Lloyd tenía demasiada sangre joven como para avenirse a la idea de elegir echándolo a suertes y verse desposeído del celestial deleite de enamorarse. Resolvió tomarse las cosas con calma y aguardar hasta que hablara su corazón. Mientras tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Willoughby hacía gala de una digna indiferencia ante sus “intenciones”, tan lejana de despreocuparse de la honra de sus hijas como de mostrar esa insoportable alacridad por hacerlo comprometerse que tantísimas veces él, en su calidad de joven con posibles, había notado en las venerables damas de sus islas natales. En cuanto a Bernard, lo único que él pedía era que su amigo tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las propias lindas criaturas, por mucho que cada una anhelara secretamente el monopolio de las atenciones del señor Lloyd, se ciñeron a un proceder muy decoroso y humilde y discreto.


En su trato mutuo, empero, ellas estaban algo más a la ofensiva. Eran buenas amigas fraternas, entre las cuales habría hecho falta más de un día para que germinara y fructificara la semilla de los celos; pero ambas pensaban que esa semilla había quedado sembrada el día en que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una determinó que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría la decepción en silencio, y que nadie llegaría a sospechar nada; pues, aunque sentían un fuerte amor, asimismo sentían una fuerte soberbia. Pero cada una rezaba en secreto, pese a todo, para que sobre ella recayera la gloria. Tuvieron necesidad de una gran cantidad de paciencia, de autodominio y de disimulo. En aquel tiempo, una joven que se preciara no podía permitirse hacer ninguna insinuación, ni casi responder, de hecho, a las que se le hacían. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en su asiento con la mirada en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el mágico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd estaba obligado a llevar a cabo su cortejo en el saloncito revestido de madera, bajo la mirada de la señora Willoughby, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que era posible intercambiar un centenar de minúsculas señas y promesas sin que las detectara ninguno de aquellos tres pares de ojos. Las dos muchachas compartían la misma habitación y el mismo lecho, conque durante largas horas estaban juntas cada una bajo la observación directa de la otra. Empero, el saberse recíprocamente espiadas no introdujo ni un ápice de diferencia en los pequeños servicios que se prestaban mutuamente, ni en las diversas tareas domésticas que desempeñaban en común. Ninguna desertó ni titubeó ante las silenciosas baterías de la mirada de su hermana. El solo cambio notable que se verificó en sus costumbres fue que ahora tenían menos cosas que contarse una a otra. Era imposible hablar sobre el señor Lloyd y era ridículo hablar sobre cualquier otra cosa. Por tácito acuerdo empezaron a lucir sus mejores ropas y a emplear pequeños instrumentos de coquetería, en forma de cintas y moños y volantes, permitidos por la más incorruptible modestia. De esa misma guisa muda establecieron un pequeño pacto de sinceridad sobre estos delicados menesteres. “¿Quedo mejor así?”, preguntaba Viola, prendiéndose al corpiño un conjunto de cintas y apartando del espejo la mirada para dirigírsela a su hermana. Solemnemente Perdita alzaba la vista de su propia labor y examinaba el ornato. “Creo que sería preferible que añadieras una lazada más”, decía, con gran gravedad, mirando intensamente a su hermana con ojos que agregaban: “Palabra de honor.” Así estaban continuamente cosiendo y modificando sus faldas, y planchando sus muselinas, y urdiendo lociones y pomadas y cosméticos, como las mujeres del hogar del vicario de Wakefield. Transcurrieron unos tres o cuatro meses; ya era pleno invierno y Viola continuaba diciéndose que si Perdita todavía no era capaz de vanagloriarse de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero a estas alturas Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secretismo se había vuelto diez veces más precioso que el de su hermana.


Una tarde la mayor de las señoritas Willoughby estaba sentada a solas ante el espejo de su tocador, desenredándose los luengos cabellos. Había empezado a anochecer y cada vez había menos luz; encendió las dos velas a ambos lados del marco del espejo y después se acercó a la ventana para cerrar las cortinas. Era un gris atardecer decembrino: el panorama se veía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes nivosas. Al extremo del amplio jardín al cual daba la ventana había una tapia con una puertecita trasera, que comunicaba con un callejón. Dicha puertecita estaba entreabierta, como borrosamente vio en la creciente oscuridad, y morosamente oscilaba en sus goznes, como si alguien la moviera desde el lado del callejón. Sin duda se trataba de una de las criadas. Pero, cuando se disponía a echar la cortina, Viola vio a su hermana entrar en el jardín y echar a andar apresuradamente por el caminito que conducía hasta la casa. Corrió la cortina, aunque dejando una pequeña rendija para espiar. Mientras Perdita recorría el caminito, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Cuando llegó junto a la casa se detuvo un instante, contempló intensamente el objeto y se lo oprimió contra los labios.


La pobre Viola regresó lentamente a su silla y se sentó ante el espejo, en el cual, de haberlo mirado menos abstraídamente, habría visto sus bellas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió a su espalda y su hermana entró en la habitación sin resuello y con las mejillas encendidas por el aire glacial.


Perdita se sobresaltó:


-Qué susto -dijo-. Creía que estabas con mamá. -Las tres mujeres iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones su costumbre era que una de las hijas ayudara a la madre a vestirse. En vez de penetrar, Perdita se quedó junto a la puerta.


-Pasa, pasa -dijo Viola-. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos cuantos retoques a mi peinado. -Sabía que su hermana quería retirarse y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos en la habitación-. Vamos, ayúdame a peinarme -dijo-, y después yo iré a ayudar a mamá.


De mala gana Perdita acudió a empuñar el cepillo. Vio la mirada de su hermana, en el espejo, firmemente clavada en sus manos. Aún no se lo había pasado tres veces por el cabello cuando Viola aferró su propia mano derecha a la izquierda de su hermana y se levantó de un salto.


-¿De quién es este anillo? -gritó pasionalmente, arrastrándola hacia una luz.


En el dedo corazón de la joven refulgía un anillito dorado, adornado con un par de pequeños rubíes. Perdita decidió que ya no servía de nada guardar secreto, pero que debía efectuar su confesión con audacia.


-Es mío -dijo con orgullo.


¿Quién te lo ha regalado? -gritó la otra.


Perdita vaciló un instante.


-El señor Lloyd.


-De golpe y porrazo el señor Lloyd se ha vuelto rumboso.


-¡Huy, no -exclamó Perdita, con arrojo-: no de golpe y porrazo! Ha estado ofreciéndomelo desde hace un mes.


-¿Es que necesitas un mes de ruegos para aceptarlo? -dijo Viola, contemplando la pequeña sortija, que en realidad no era extraordinariamente elegante aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar-. Yo no lo habría aceptado en menos de dos.


-¡No es tanto el anillo -dijo Perdita- cuanto lo que significa!


-Significa que no eres una muchacha decente -gritó Viola-. A ver, ¿mamá está enterada de tu intriga?; ¿y Bernard?


-Mamá ha aprobado mi “intriga”, como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano, y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que te solicitara a ti, hermana?


Viola le dedicó a su hermana una larga mirada, llena de pesadumbre y envidia apasionadas. Después bajó las pestañas sobre las pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita se hizo cargo de que no había sido una escena agradable; mas la culpa era de su hermana. Pero raudamente la joven de más edad hizo acopio de amor propio, y tornó a encararla:


-Acepta mis felicitaciones -dijo con una débil cortesía-. Te deseo toda la felicidad del mundo, y una muy larga vida.


Perdita se rió amargamente.


-¡No lo digas con ese tono! -exclamó-. Una maldición sería más entusiasta. Vamos, hermana -agregó-, él no puede casarse con las dos.


-Te deseo muchísimas alegrías -reiteró maquinalmente Viola, tornando a sentarse frente al espejo-, y una muy larga vida, e innumerables hijos.


En el sonido de estas palabras hubo algo que no fue del entero agrado de Perdita.


-¿Me concederás un año, al menos? -dijo-. En un año puedo tener un hijo... o cuando menos una hija. Si me dejas el cepillo, te arreglaré el cabello.


-Gracias -dijo Viola-. Será mejor que vayas con mamá. No es correcto que una joven prometida en matrimonio atienda a una muchacha que no lo está.


-De eso nada -dijo Perdita, bienhumoradamente-. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.


Pero su hermana le hizo ademanes para que se fuera, conque ella abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, la pobre Viola cayó de rodillas ante el tocador, ocultó la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas y sollozos. Se sintió muchísimo mejor gracias a esta efusión de pesadumbre. Cuando regresó su hermana, ella insistió en ayudarla a vestirse y en que se pusiera sus mejores galas. La obligó a aceptar un hermoso encaje de su propiedad, declarando que ahora que iba a casarse debía hacer todo cuanto estuviera a su alcance para aparecer digna de la elección de su novio. Ejecutó esas tareas en severo silencio; pero, aun así, hubieron de servir como disculpa y expiación; no se excusó de ninguna otra forma.


Ahora que Lloyd era recibido por la familia en calidad de pretendiente aceptado, únicamente restaba fijar la fecha de la boda. Se concertó para el cercano mes de abril, y durante el intervalo se realizaron diligentes preparativos para la ceremonia. Lloyd, por su parte, estaba ocupado realizando acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra. Por consiguiente no fue un tan asiduo visitante de la casa de la señora Willoughby como durante los meses de su timidez e irresolución, y la pobre Viola hubo de sufrir menos de lo que había temido a causa del espectáculo de los mutuos arrumacos de los jóvenes novios. En lo tocante a su futura cuñada Lloyd tenía perfectamente tranquila la conciencia. Entre ellos no había sido pronunciada una sola palabra de sentimiento, y no tenía ni la más remota sospecha de que ella codiciara algo más que un fraternal afecto por parte de él. Se sentía muy feliz: la vida se anunciaba plena de venturas, tanto domésticas como financieras. A la sazón las cárdenas nubes de la revuelta de las colonias todavía estaban veinte años por debajo del horizonte, y era absurdo, era blasfemo, temer que su dicha conyugal tomara derroteros trágicos. Mientras tanto, en casa de la señora Willoughby había un mayor rumor de sedas, un más rápido manejo de tijeras y vuelo de agujas que nunca anteriormente. La señora Willoughby se había propuesto que su hija tuviera el ajuar más espléndido que su dinero pudiera comprar o que el país pudiera suministrar. Fueron convocadas todas las mujeres sabias del condado, y sus gustos aunados fueron inducidos a concentrarse en el vestuario de Perdita. Desde luego no era para ser envidiada la situación de Viola en aquellos momentos. La pobre tenía un irrefrenable amor por los vestidos, y el mejor de los gustos, como sobradamente sabía su hermana. Viola era alta, era exuberante y majestuosa, estaba hecha para portar rígidos brocados y masas de pesados encajes, tales como los propios del atavío de la esposa de un hombre rico. Pero Viola se mantenía apartada, cruzados los hermosos brazos y ausente la mirada, mientras su madre y su hermana y las venerables mujeres antedichas discurrían y cavilaban acerca de sus materiales, abrumadas por la multitud de sus recursos. Un día llegó un hermoso rollo de seda blanca, con brocados de color azul celeste y plata, enviado por el mismísimo novio: en aquel tiempo no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Perdita no se le ocurría ninguna confección y disposición que estuviera a la altura del esplendor de aquella tela:


-El azul es tu color, hermana, más bien que el mío -dijo, con ojos zalameros-. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.


Viola se levantó de su asiento y se acercó a examinar el gran rollo reluciente, extendido sobre el respaldo de una silla. Después lo tomó en sus manos y lo palpó -amorosamente, como observó Perdita- y se plantó ante el espejo con él. Dejó caer hasta sus pies uno de los extremos y colgó de sus hombros el otro, ciñéndoselo alrededor del talle y dejando su blanco brazo desnudo hasta el codo. Echó hacia atrás la cabeza y contempló su propia imagen, y una trenza de su pelo castaño rojizo cayó sobre la lustrosa superficie de la seda. El efecto era sorprendente. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño “¡Oh!” de admiración. “Sí, en efecto -dijo Viola en su fuero interno-, el azul es mi color.” Mas Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había disparado y de que ahora se volcaría en la tarea y les resolvería todos sus enigmas modisteriles. Y de hecho lo hizo requetebién, tal como estuvo muy dispuesta a declarar Perdita, sabedora del insaciable amor de su hermana por la mercería. Metros y metros de preciosas sedas y satenes, de muselinas, terciopelos y encajes, pasaron por sus hábiles manos, sin que de sus labios brotara una sola palabra de envidia. Gracias a su laboriosidad, el día de la boda Perdita estaba preparada para lucir mayor número de vanidades de este mundo que cualquier otra temblorosa joven novia que hasta entonces hubiese solicitado la bendición sacramental de un cura de Nueva Inglaterra.


Hablase convenido que la joven pareja viajaría de luna de miel al extranjero para pasar unos días en la mansión campestre de un caballero inglés: un hombre de rango y un muy gentil amigo para con Lloyd. Se trataba de un soltero: se declaró encantado de esfumarse para dejarlos entregados durante una semana a sus caricias y arrullos. Tras la ceremonia en la iglesia -había sido oficiada por un clérigo inglés- la joven señora Lloyd se aprontó a dirigirse a casa de su madre para cambiarse sus galas nupciales por un traje de montar. Viola la ayudó a hacerlo, en la antigua habitacioncita que durante tantos años habían compartido como buenas hermanas. Luego Perdita fue sin pérdida de tiempo a decir adiós a su madre, dejando que Viola la siguiera. La despedida fue breve: los caballos aguardaban a la puerta y Arthur estaba impaciente por emprender viaje. Mas Viola no la había seguido, conque Perdita regresó a su habitación, abriendo la puerta bruscamente. Como de costumbre, Viola estaba frente al espejo, pero en una situación que hizo que la otra se detuviera paralizada por el asombro. Se había puesto el velo y la guirnalda nupciales de Perdita, y en su cuello tenía el oneroso collar de perlas que la joven había recibido de su marido como regalo de bodas. Estos objetos habían sido dejados de lado apresuradamente, para esperar hasta que su dueña dispusiera de ellos a su regreso de la campiña inglesa. Adornada con estas galas ilegítimas, Viola estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y teniendo Dios sabe qué audaces visiones. Perdita se sintió escandalizada y dolida. Era una espantosa imagen que resucitaba su antigua rivalidad mutua. Avanzó un paso hacia su hermana, como para arrancarle el velo y las flores. Mas, habiendo percibido la mirada de Viola en el espejo, se detuvo.


Adiós, Viola -dijo- Por lo menos habrías podido esperar a que me hubiera marchado. -Y apresuradamente salió de la habitación.


El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, según el gusto de aquel tiempo, era considerada un prodigio de elegancia y comodidad; y aquí muy pronto se estableció con su joven esposa. De esta guisa quedó separado de la residencia de su suegra por una distancia de treinta kilómetros. En aquella era de primitivos caminos y transportes treinta kilómetros eran como ciento cincuenta de los actuales, conque la señora Willoughby vio escasamente a su hija durante su primer año de matrimonio. Sufrió no poco por su ausencia; y su pesar no se vio aminorado por la actitud de Viola, quien había caído en un estado de apatía y languidez, que hacía imprescindible para su recuperación un cambio de escenario y ambiente. La verdadera causa del decaimiento de la muchacha será adivinada sin dificultad por el lector. Sin embargo, la señora Willoughby y sus compañeras de cotilleo consideraron que su mal era puramente físico y no dudaron de que obtendría alivio del remedio precitado. En consecuencia su madre gestionó en su nombre una visita a unos parientes de su difunto esposo, residentes en Nueva York, que siempre estaban quejándose de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Viola les fue enviada a estas buenas personas, con una escolta apropiada, y permaneció con ellas varios meses. En el intervalo su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, se resolvió a tomar esposa. Viola retornó a casa para la boda, aparentemente curada de su melancolía, con encendidos colores en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd se vino desde Boston para asistir a la boda de su cuñado, pero sin su esposa, quien en breve esperaba dar a luz. Hacía casi un año que Viola no lo veía. Se alegró -sin saber muy bien por qué- de que Perdita se hubiera quedado en su casa. Arthur parecía feliz, pero estaba más serio y solemne que antes del matrimonio. A ella se le antojó que tenía un aspecto “interesante”... pues aunque este vocablo en su sentido moderno todavía no había sido inventado, podemos estar seguros de que la idea sí. La verdad es que sencillamente estaba preocupado por el inminente trance de su esposa. Pese a ello, de ningún modo dejó de observar la belleza y esplendor de Viola y cómo casi borraba del mapa a la pobre novia. La asignación que antaño Perdita recibía para comprar ropa le había sido transferida ahora a su hermana, quien ciertamente le sacaba el máximo partido. La mañana inmediatamente posterior a la boda, Lloyd hizo colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que con él se había venido desde la ciudad y salió a dar un paseo ecuestre con Viola. Era una clara mañana contagiosa de enero: el suelo estaba limpio y firme, y los caballos en buenas condiciones..., por no hablar de Viola, que estaba preciosa con su empenachado sombrero y su chaqueta azul de montar forrada con pieles. Cabalgaron toda la mañana, se extraviaron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en una alquería. Ya había caído la temprana noche invernal cuando lograron regresar. La señora Willoughby los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero despachado por la señora Lloyd: había empezado a sentirse enferma y anhelaba el inmediato regreso de su marido. El joven profirió una blasfemia al pensar que había perdido varias horas y que cabalgando sin descanso ya habría podido estar junto a su esposa. No accedió a quedarse a tomar un bocado de cenar, sino que montó en el caballo del mensajero y partió al galope.


A medianoche llegó a su hogar. Su esposa había parido una niña.


-Ah, ¿por qué no has estado conmigo? -dijo ella, al llegarse él a la vera de su lecho.


-Había salido cuando se presentó el mensajero. Estaba con Viola -dijo él, inocentemente.


La señora Lloyd articuló un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero la convalecencia iba muy bien, y durante una semana fue ininterrumpida su mejoría. Finalmente, empero, a causa de alguna imprudencia en la dieta o de su afán por abandonar el lecho, se presentaron complicaciones y la pobre mujer empeoró velozmente. Lloyd estaba desesperado. Bien pronto se hizo obvio que la recaída era fatal. La señora Lloyd cobró conciencia de que su fin estaba próximo y declaró que se había resignado a morir. La tercera noche desde que se iniciara el empeoramiento le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de esa noche. Hizo salir a los criados, y asimismo le pidió a su madre que abandonara la habitación (la señora Willoughby había llegado el día anterior). Había hecho que trajeran a su hijita a su lecho, y ahora estaba tumbada de costado, con la niña contra su seno, mientras asía las manos de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta tras las pesadas cortinas de la cama, pero la estancia era iluminada por un rojizo resplandor procedente del inmenso fuego de leños de la chimenea.


-Resulta extraño morir cerca de un fuego como ése -dijo la joven, débilmente tratando de sonreír-. ¡Ojalá tuviese siquiera una pizca de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta chispita de humanidad. -Y posó la mirada sobre su hija. Luego alzó los ojos para dedicarle a su marido una larga mirada penetrante. El postrer sentimiento que anidaba en su corazón era de desconfianza. No se había recobrado de la conmoción que Arthur le había producido al enterarla de que en el instante de su tormento él había estado con Viola. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba; pero ahora que iba a abandonar este mundo para siempre, su hermana le inspiraba un escalofriante horror. En el fondo sabía que Viola nunca había dejado de envidiarle su buena suerte; y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con sus galas nupciales y sonriendo con imaginado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedar solo, ¿qué no haría Viola? Era hermosa, era insinuante; ¿qué artificios no utilizaría, qué impresión no causaría en el melancólico corazón del joven? En silencio la señora Lloyd miró a su marido. Resultaba difícil, pensándolo bien, dudar de su fidelidad. Sus hermosos ojos rebosaban de lágrimas; su rostro se convulsionaba por los sollozos; el asimiento de sus manos era cálido y apasionado. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, cuán fiel y devoto! “No -pensó Perdita-, no está hecho para una mujer como Viola. Jamás me olvidará. Ni realmente Viola lo ama: lo único que ama es el lujo y los vestidos y las joyas.” Y posó la mirada sobre sus pálidas manos propias, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y sobre los fruncidos de encaje que formaban el reborde de su camisón. “Viola me envidia más los anillos y los encajes que a mi marido.”


En aquel momento el pensar en la rapacidad de su hermana semejó proyectar una negra sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.


-Arthur -dijo-, tienes que quitarme todos los anillos. No deseo ser enterrada con ellos puestos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos y mis encajes y sedas. Hoy he hecho que los sacaran y me los mostraran. Es un magnífico vestuario, no hay ninguno comparable en toda la provincia; puedo decirlo sin vanidad ahora que ya no será mío. Será un magnífico legado para mi hija cuando se haga mayor. En él hay cosas que un hombre no puede comprar dos veces, y si se pierden no hay medio de volver a tenerlas. Conque guárdalas bien. Una docena de ellas se las lego a Viola: ya se las he especificado a mi madre. Le doy aquel vestido de seda recamado de azul y plata; es perfecto para ella; yo sólo lo llevé una vez, no me sentaba nada bien. Pero lo demás debe ser guardado como oro en paño para esta pequeña inocente. Es providencial que su color sea el mismo que el mío; podrá llevar mis vestidos; tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas se repiten cada veinte años. Podrá llevar mis vestidos sin retocarlos. Hasta que crezca lo suficiente, reposarán envueltos en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la dulcemente perfumada oscuridad. Tendrá el pelo negro, se vestirá con mi satén granate. ¿Me lo prometes, Arthur?


-¿Qué he de prometerte, cariño?


-Prométeme que preservarás los vestidos de tu pobre esposa.


-¿Acaso temes que los venda?


-No, sino que se pierdan. Mi madre los envolverá adecuadamente y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el ático, reforzado con hierro? Es enorme e inviolable. Ahí podrás meterlos todos. Mi madre y el ama de llaves lo harán y te entregarán la llave. Y tú guardarás la llave en tu secreter y jamás se la entregarás a nadie que no sea tu hija. ¿Me lo prometes?


-Oh, sí, te lo prometo -dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con que su esposa parecía aferrada a aquel plan.


-¿Lo juras? -insistió Perdita.


-Sí, lo juro.


-Bien..., confío en ti.... confío en ti -dijo la pobre mujer, mirándolo a los ojos con una mirada en que él, si hubiera intuido las vagas aprensiones de ella, habría podido leer una advertencia no menos que una súplica.


Lloyd sobrellevó su pérdida con entereza y hombría. Un mes después de la muerte de su esposa, en el decurso de sus negocios, surgieron circunstancias que le ofrecieron la oportunidad de viajar a Inglaterra. Abrazó tal oportunidad como un remedio contra la tristeza. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hijita quedó bajo los tiernos cuidados y mimos de la abuela. A su regreso volvió a abrir de par en par las puertas de su casa y proclamó su intención de reincorporarse a la vida social como en la época de su esposa. Muy pronto oyéronse predicciones de que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por culpa de ellas si, durante seis meses tras su regreso, la predicción se incumplió. Durante este intervalo su hijita siguió en manos de la señora Willoughby, pues ésta le aseveró a su yerno que un cambio de residencia a tan temprana edad era arriesgado para la salud. Finalmente, empero, él declaró que su corazón ansiaba la presencia de la pequeña y que debía serle reintegrada. Mandó su carruaje y su ama de llaves para recogerla. A la señora Willoughby le entró terror de que a su nietecita le ocurriera algún percance por el camino; y, ante la manifestación de tal sentimiento, Viola se ofreció a acompañarla durante el viaje. Podría regresar al día siguiente. Así es que marchó a Boston con su sobrinita, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, emocionado de gratitud ante su amabilidad. En vez de regresar al día siguiente, Viola se quedó allí toda la semana; y cuando por fin volvió a su casa, sólo lo hizo para llevarse algunas de sus cosas. Arthur y la niña no querían ni oír hablar de su marcha. La pequeña lloraba y gemía si Viola la dejaba; y ante la visión de su decaimiento Arthur enloquecía y juraba que también ella iba a morir. En definitiva, nada los tranquilizaba excepto que Viola se quedara hasta que la criaturita se hubiere acostumbrado a las caras desconocidas.


El acostumbramiento tardó dos meses en producirse; pues no fue sino hasta que hubo transcurrido este plazo cuando Viola se despidió de su cuñado. La señora Willoughby se había incomodado e irritado ante la prolongada ausencia de su hija: había declarado que no era decorosa y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido únicamente porque, sin la presencia de la joven, su hogar gozó de un inusitado período de paz. Bernard Willoughby continuaba viviendo en casa de su madre, junto con su esposa, y entre ésta y su cuñada existía una amarga hostilidad. Puede que Viola no fuese ningún ángel; pero en los asuntos cotidianos de la vida era una muchacha de suficiente buen talante, y aunque se peleaba con la mujer de Bernard no era sin mediar provocación. Que se peleaba, sin embargo, era algo sobre lo cual no cabía duda, para gran enojo no sólo de su antagonista, sino también de los dos espectadores de estos continuos altercados. Por consiguiente, el vivir en el hogar de su cuñado habría sido delicioso aunque sólo fuera porque así podía apartarse del objeto de sus antipatías en el hogar materno. Lo era doblemente -lo era diez veces más- por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las reflexiones de la señora Lloyd se habían quedado lejísimos de la verdad, en lo tocante a lo que por su marido sentía Viola. Había sido una pasión al principio y una pasión seguía siendo: una pasión los efluvios de cuyo radiante calor no tardó en notar el señor Lloyd, atemperados para acomodarse al delicado estado de los sentimientos de éste. Como ya he dicho, Lloyd no era ningún dechado; no entraba en su naturaleza guardar una fidelidad eterna. Aún no había compartido muchos días su hogar con su cuñada cuando comenzó a aseverarse para sus adentros que ésta era, como se solía decir en aquel tiempo, diabólicamente atractiva. No es preciso investigar si realmente Viola puso en práctica aquellos insidiosos artificios que su hermana se había sentido tentada de atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecerse en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas se sentaba junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de ganchillo, mientras a sus pies su sobrinita retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, y jugaba con sus ovillos de lana. Muy insensible habría sido Lloyd si hubiese permanecido indiferente a las ricas sugerencias de aquel cuadro encantador. Adoraba portentosamente a su hijita, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, haciéndola gorjear de alegría. No pocas veces, sin embargo, se permitía mayores libertades de lo que por ahora la pequeña estaba dispuesta a tolerar, y ésta vociferaba súbitamente su desagrado. Entonces Viola depositaba la labor y tendía sus bellas manos con la grave sonrisa de una joven cuya virginal imaginación le hubiera revelado todas las artes apaciguadoras de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus miradas se encontraban, sus manos se rozaban, y Viola apagaba los infantiles sollozos sobre los níveos pliegues del tocado que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y nada podía ser menos intrusivo que el modo en que hacía uso de la hospitalidad de su cuñado. Casi se habría podido decir, quizá, que en su reserva había algo de hosquedad. Lloyd experimentaba la provocativa sensación de que ella estaba en la casa y sin embargo era inabordable. Media hora después de la cena, al mismísimo inicio de las largas veladas invernales, ella encendía su vela, le hacía una asaz respetuosa reverencia al joven y marchaba a acostarse. Si esto eran artificios, Viola era una gran artífice. Pero el efecto de los mismos era tan suave, tan paulatino, estaban calculados para influir sobre el alma del joven viudo con un crescendo tan exquisitamente matizado, que, como ya ha visto el lector, hicieron falta varias semanas para que Viola principiara a sentirse segura de que sus ganancias habrían de compensar su desembolso. Una vez que adquirió esta convicción interior, hizo el equipaje y regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apasionado pretendiente. Viola lo escuchó hasta el final con gran humildad y lo aceptó con infinito recato. Es difícil creer que la señora Lloyd le habría perdonado esto a su marido; mas si algo habría podido desarmar su resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Viola le impuso a su novio un brevísimo periodo de noviazgo. Se casaron, como convenía, en la más estricta intimidad, casi en secreto... con la esperanza, tal vez, como a la sazón alguien sugirió maliciosamente, de que la anterior señora Lloyd no llegara a enterarse.


Según toda apariencia el casamiento era venturoso, y cada una de las partes obtenía lo que había deseado: Lloyd una mujer “diabólicamente atractiva”, y Viola... pero hasta ahora los deseos de Viola, como habrá advertido el lector, tienen mucho de misteriosos. En su mutua felicidad hubo, a la hora de la verdad, dos sombras; pero el tiempo podría, acaso, desvanecerlas. Durante los primeros tres años de su matrimonio la señora Lloyd no consiguió ser madre, y por su parte su marido sufrió grandes descalabros económicos. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción de gastos, y por fuerza Viola no pudo llevar la vida de una gran dama en la misma medida que su hermana. Se las industrió, no obstante, para representar con ininterrumpida constancia el papel de mujer elegante, aunque hay que confesar que ello requería el despliegue de un ingenio mayor de lo que corresponde a un auténtico sosiego aristocrático. Desde hacía mucho tiempo había comprobado que el suntuoso vestuario de su hermana había sido secuestrado en beneficio de su hija y estaba languideciendo en la desagradecida oscuridad del polvoriento ático. Era indignante pensar que aquellas gloriosas telas esperarían hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una sillita y tomaba leche con migas en una cuchara de madera. Viola tuvo el buen gusto, empero, de no hablar del asunto hasta que hubieron expirado varios meses. Entonces, por fin, tímidamente abordó a su marido. ¿No era una lástima que se estropearan tantos vestidos tan hermosos? Pues se estropearían, sin duda, comidos por la polilla, descoloridos por el tiempo y devaluados por los cambios de las modas. Pero Lloyd le ofrendó una negativa tan abrupta y perentoria que ella comprendió que por el momento su aspiración era vana. Transcurrieron seis meses, sin embargo, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevas ocurrencias. Los pensamientos de Viola se cernían ávidamente sobre las reliquias de su hermana. Subió a examinar el baúl del cual eran prisioneras. En sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro hubo un hosco desafío, que no logró sino acrecentar sus ansias. Había algo exasperante en su incorruptible inviolabilidad. El baúl era como un viejo sirviente canoso y severo que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un copioso contenido, y cuando Viola golpeó su costado con la punta de la zapatilla se produjo un sonido de estar lleno a rebosar, que la hizo sofocarse de impotentes anhelos.


-¡Es absurdo! -exclamó-. ¡Es una ridiculez, una iniquidad! -Y en el acto determinó llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después del almuerzo, cuando él se hubo tomado su vino, osadamente ella volvió a la carga. Pero él la interrumpió con gran sequedad:


-De una vez por todas, Viola -dijo-, no hay nada que discutir. Me sentiré gravemente disgustado si vuelves a hablarme de ese asunto.


-Qué bien -dijo Viola-. Me resulta muy agradable enterarme de la valía que se me atribuye. ¡Cielo santo -gritó-, qué mujer tan feliz soy! ¡Es maravilloso sentirse sacrificada a un capricho! -Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y decepción.


Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno a los sollozos de una mujer, y probó -puedo decir condescendió- a explicarse:


-No es un capricho, cariño, es una promesa -dijo-, un juramento.


-¿Un juramento? ¡Bonito motivo de juramentos! Y ¿a quién, si puede saberse?


-A Perdita -dijo el joven, alzando la mirada un instante, pero bajándola de inmediato.


-¡Perdita, ah, Perdita! -Y se desbordó el llanto de Viola. Su pecho se estremeció en tempestuosos sollozos: unos sollozos que eran la retardada reproducción del violento acceso de llanto que la invadiera la noche en que se enteró del compromiso de su hermana. Se había figurado, en sus mejores momentos, que sus celos habían desaparecido; mas he aquí que volvían a hervir tan fieros como siempre-. Y, si me haces el favor, ¿qué derecho -gritó- tenía Perdita a disponer de mi futuro? ¿Qué derecho tenía a obligarte a la mezquindad y la crueldad? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué bonito papel represento! ¡Tengo que conformarme con lo que Perdita dejó! Y ¿qué es lo que dejó? ¡Hasta ahora no lo había sabido! ¡Nada, nada, nada!


Esto fue un razonamiento muy endeble, pero un apasionamiento muy efectivo. Lloyd pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y trató de darle un beso, pero Viola lo rechazó con olímpico desdén. ¡Pobre hombre! Había ambicionado una mujer “diabólicamente atractiva”, y la había conseguido. Fue insoportable aquel desdén. Salió de la estancia mientras le zumbaban los oídos, indeciso, turbado. Ante él estaba el secreter, y en éste la sagrada llave con que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y extrajo de un cajón secreto la llave, envuelta en un paquetito que él mismo había sellado con su propio noble blasón heráldico. Teneo, rezaba la divisa: “Yo guardo.” Pero no se atrevió a devolverla a su escondite. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.


-¡Quédatela! -gritó ella-. No la quiero. ¡La odio!


-Yo me lavo las manos de este asunto -dijo su marido-. ¡Dios me perdone!


Despectivamente la señora Lloyd se encogió de hombros y se fue de la estancia, mientras el joven se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde la señora Lloyd volvió y encontró la estancia ocupada por su pequeña hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Miró a la niña. La niña estaba subida en una silla, con el paquetito en las manos. Había roto el sello con sus propios deditos. Prestamente la señora Lloyd se apoderó de la llave.


A la hora habitual de la cena Arthur Lloyd regresó de su contaduría. Era el mes de junio y mientras la cena se servía todavía duraba la luz diurna. La comida estaba sobre la mesa, pero la señora Lloyd no comparecía. El criado a quien su señor envió en su busca, volvió diciendo que estaba vacía la habitación de su señora y que las sirvientas lo habían informado de que no había sido vista desde el almuerzo. Lo cierto es que se habían apercibido de su rostro lloroso y, suponiendo que se habría encerrado en su habitación, no habían querido molestarla. Su marido la llamó por su nombre por diversas partes de la casa, pero sin obtener respuesta. Por último se le ocurrió que tal vez la hallaría si se encaminaba al ático. La idea le produjo una extraña sensación de malestar, y les ordenó a los criados que permanecieran en la planta baja, no deseando ningún testigo de su búsqueda. Llegó al pie de las escaleras que conducían al piso superior y se detuvo con la mano en la barandilla, voceando el nombre de su esposa. Le tembló la voz. Llamó de nuevo, en tono más alto y firme. El único sonido que rompió el absoluto silencio fue un débil eco de su propia voz, que repetía su llamada bajo el gran alero. Pese a todo se sintió irresistiblemente impulsado a subir las escaleras. Desembocaban en una amplia sala, flanqueada de armarios de madera y rematada por una ventana orientada a poniente, que dejaba pasar los últimos rayos solares. Ante la ventana estaba el enorme baúl. Ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante salvó la distancia que los separaba, privado del habla. La tapa del baúl estaba abierta, exhibiendo, entre perfumadas fundas, su tesoro de telas y joyas. Viola había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra oprimida contra el corazón. En sus extremidades había la rigidez de la muerte, y en su rostro, a la moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que la muerte. Sus labios estaban entreabiertos en súplica, en consternación, en agonía; y en su exangüe cuello destacaban las horrendas huellas de los dedos de dos vengativas manos fantasmales.

lunes, 17 de octubre de 2016

LA PENITENCIA (Miguel Ángel Carcelén)


Pues verá, señor, que esto sucedió no hace tanto en un pueblo de por aquí mismo cuyo nombre me callo porque está feo eso de señalar, y no porque los susodichos me sean parientes o vayamos a escote en lo de mandar jamones para los que ya no tienen escarpias donde colgarlos. Podemos convenir que el protagonista se llamaba Cristóbal, un agonías que al tiempo que vareaba los olivos rebuscaba almendrucos entre los gasones y cavilaba si era mejor cebar a los conejos con mielga o con alfalfa (el mismo que le daba la vuelta a las mudas cuando se ensuciaban para no gastar tiempo ni agua en las friegas, el mismo que calzaba albarcas como albardas). A este rosigón samugo le hicieron que le llegara con mucho retraso el tiempo de los amoríos y se apañó con la Cari, que no era tanto diminutivo cariñoso como apócope de su propio nombre, la Caridad de la Agustina, que así la llaman en el pueblo; y ya no disimulo más nombres para que no se vaya a tener lo que cuento por invención. Además, a la Cari se la conoce en toda la comarca por lo mandroguera y manilarga que es, entre otras virtudes de las muchas que la adornan. A Cristóbal le sobraba para bien vivir, aunque no lo hacía porque su ansia de estar siempre al retortero para rascarles unos céntimos más a sus ganancias le quitaba el sueño. Por eso andaba siempre alicaído; sin parar quieto, pero morrongo. Los vecinos más metijosos lo convencieron de que su mal no era la avaricia, sino el amor, y se dejó convencer felicitándose por la pronta solución a su sinvivir. No había mucho donde escoger, de manera y modo que le tocó apechugar con el rebús de las mozas casaderas, esto es, la Cari de la Agustina. “Siempre hay un roto para un descosido”, sentenciaban los correveidiles oficiales, augurando que la muchacha le sacaría hasta los hígados al roñoso de Cristóbal. A la Cari le faltaba un hervor para que se le pasase el arroz y hablaba con la boca chica al decir que prefería quedarse para vestir santos que tener que estar toda la vida desnudando a un borracho. Con el más roscao, pendenciero y revientaorzas habría matrimoniado, llegado el caso, con tal de estrenar su ajuar tras casarse de blanco. Porque se casó de blanco, blanco inmaculado, ¡vaya que sí! Otra cosa no, pero ¿limpia?, la Cari era limpísima; otra cosa no, pero ¿apañá?, la Cari era apañaísima; ¿de buena familia?, buenísima; ¿de inteligencia?, inteligentísima; ¿y de reputación?, reputísima. Pero Cristóbal la vio tan bien plantá, tan jaquetona y reluzángana que le faltó tiempo para querer pillar cacho y poder así dejar de darle al manubrio para contentar los apretones del cuerpo. El caso es que, como rumian por aquí, toda la vida de Dios cagando en el corral y a los luegos la Cari nos sale con que quería retrete de oro. Vengo con esto a decir que a quien no había pisado la iglesia en años nada más que para dar la cabezá en los entierros, le entraron las prisas por hacer todos los trámites previos a la boda como si fuera cristiana vieja, así que antes de dejar que el futuro esposo disfrutara un adelanto de sus aireadas gracias le exigió que se pusiese a bien con Dios, o a lo claro, que se confesase. Cristóbal era todavía menos de rezos que su prometida, con lo cual escuchó aquella condición con una creciente sofoquina que acabó en torrencial sudaera, y sobre todo porque lo que tenía oído del cura le dolería en el bolsillo de todas todas, su fama de golondro y sableador era legendaria, por no hablar de su saque a la hora de vaciar orzas y tornajos de atascaburras y otras delicias del campo. Con más pena y miedo que un gorrino en vísperas de San Martín allá que se fue, a postrarse de hinojos ante la caja que se le antojaba mezcla de cabina telefónica y ataúd en tanganillas. Don Nicasio lo recibió con el tan típico como desconocido por Cristóbal formulario:
- Ave María Purísima.
- ¡Ave! –atinó a contestar el labriego echando mano de sus conocimientos cinematográficos en cuestiones romanas.
Si el comienzo fue desacertado el resto de la confesión no pudo ser más desastrosa. A la pregunta que inquiría por el tiempo que había dejado pasar desde la última confesión siguió un tembleque y una tiefalta que fraguaron en sincera respuesta y posterior tronisca del párroco. Cristóbal se explicó. No salió del pueblo hasta que lo llamaron a filas, toda su vida había sido cuidar del campo y del ganado y si su padre consideró que la escuela le sobraba, con más razón pensó lo mismo de las catequesis, de forma que cuando el páter de la mili preguntó que quién no había hecho la primera comunión prometiendo días de rebaje a tenteporrillo, él se animó a levantar el brazo tan campante. Aguantó sesiones de doctrina para aburrir a un muerto, pero se libró de muchas imaginarias y pudo, por fin, en una misma sentá, confesar y tomar la primera comunión vestido de militar pelón. Aunque la broma le costó lo suyo, porque tuvo que invitar a tabaco a todo el cuartel, comprarle una petaca al traspillao del cabo furriel y unos quesos al capitán, un tontifacio tragaldabas que se aficionó a negarle los permisos si no recibía un queso en su despacho cada semana. “Hágase el cargo, padre –continuó con la confesión-, que tan cara como me salió la primera comunión, no iba a ser caso de hacer una segunda ni una tercera, por eso no he vuelto a comulgar desde la mili”. Don Nicasio no sabía si estaba ante un alma sin fuste o ante un comediante; en cualquier caso, sabedor como era de la buena hacienda del confesante decidió hacer honor a su fama a la hora de imponerle una penitencia más agradable a sus arcas que a los ojos de Dios: “Rezarás dos padrenuestros al Cristo de los Remedios, un avemaría a la Virgen de los Dolores y en el cepillo de limosnas penitenciales de san Isidro, patrón de los agricultores, echarás el equivalente a un mes de jornales de vendimia. Y no te olvides de hacerlo –remarcó con mucho énfasis- porque aunque yo no te vea, Dios lo ve todo”. A Cristóbal casi le da un telele al convertir los jornales en euros, telele, espertugá o corajina, no sabía muy bien qué. Aquéllas eran muchas perras, y el cura había dicho que la Iglesia necesitaba fondos para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento, pero él miraba a su alrededor y veía que el cura no tenía trazas de pasar angosturas y los santos llevaban mantos y ropajes más caros que todos sus avíos juntos. Había un Cristo que estaba desnudo, con apenas unos calzones, sí, pero tenía tantas velas y tantas lámparas de pingos alumbrándolo que no creía el buen mozo que estuviese pasando frío. En tanto discurría la manera de salir con bien de aquella engañifa para no tener que mentirle a la Cari y poder solazarse con ella, se fue al Cristo desnudo, que debía ser el de los Remedios, pues no vio otro, y le rezó los padrenuestros. Para la cuestión de las avemarías tuvo más problema, pues hasta cuatro imágenes de la Virgen encontró a lo largo de su recorrido por las capillas del templo. Como él sabía lo justo y menos sobre vírgenes y santos no atinaba a encontrar a la destinataria de sus impuestos rezos, y lo mismo le rezaba a la Magdalena creyendo que era la Virgen de los Dolores, como lo hacía a la de los Remedios, recelando que podían enfadarse entre ellas por quedarse alguna con lo que no le correspondía. “Decisión salmónica -se dijo equivocando lo que había escuchado en las películas de romanos que tanto le gustaban-, le rezo a las cuatro y en paz”. Y así lo hizo. Pero el tinglao se armó cuando buscando a san Isidro se tropezó con cuatro santos que podían serlo: uno calvo, con larga barba blanca, capucha y un gorrino a sus pies; otro con un palo de peregrino y un perro sin rabo; el tercero con un par de bueyes enanos sobre la peana, y el último montado sobre un caballo blanco blandiendo una espada. Desde luego que no iba a hacer lo mismo que con las vírgenes, si mucho dinero le parecía lo que tenía que entregarle a san Isidro, un disparate se le figuraba echar esa cantidad en el cepillo de cada uno de los santos. Preguntarle al cura que cuál de los cuatro era san Isidro no le pareció, porque conociendo al cantamisas seguro que le incrementaba la penitencia por su ignorancia supina en cuestiones de santorales, y repartir los euros entre los cuatro tampoco, que no había oído nunca que se discutiese por oraciones mal repartidas, pero por dinero mal repartido sí, y muchas. Así que, rumiando lo mejor, se flechó hacia la imagen de un Niño Jesús de Praga que flanqueaba la pila del agua bendita, se sacó un euro del bolsillo y lo metió en el cepillo, diciéndole: “Atiende, criaturo, que tú pareces de fiar: la propina es pa que le digas a san Isidro, tanto da que sea tu padre como si no, que me mande recao antes de la boda si cree que es de justicia lo que le tengo que pagar. Si me hace saber que sí le abono hasta los intereses”. Ya se iba cuando volvió sobre sus pasos para añadir con un deje de socarronería, mirando de reojo el confesionario: “Y no te olvides de hacerlo porque aunque yo no te vea, Dios lo ve todo”.

viernes, 14 de octubre de 2016

CUANDO UN AMIGO SE VA (Saiz de Marco)


No tiene nombre. No es un castaño, ni un roble, ni un peral, ni una higuera. Tendrá, a lo sumo, un nombre en latín en libros de botánica. Pero no lo necesita.

También se ignora quién lo plantó. Sólo se sabe que es alto, grueso y frondoso. Y que está desde siempre en el patio del colegio.

Bajo su copa han jugado varias generaciones de niños. Casi todos han trepado por su tronco, han atado una cuerda a alguna rama para hacer un columpio y se han sentado a su sombra a la hora del recreo. Algunos han escrito en su corteza el nombre de su amor, de ese amor inicial a los doce años.

La caída de sus hojas avisaba del otoño. El verdor de sus ramas anunciaba otro abril: de nuevo manga corta, el final de otro curso. Hacia mayo le brotaban unas flores pequeñas y blancas que esparcían por el patio un olor dulce. Y después unos frutos morados y redondos, supuestamente no comestibles (aunque muchos de Preescolar los mordieron y no les pasó nada), que servían para jugar a las canicas.

Hoy van a derribarlo. Se ha hecho viejo y su tronco se ha ablandado, como un hueso vegetal afectado por la artrosis. La madera presenta signos de podredumbre. Está enfermo.

La noticia ha corrido por el barrio. Los alumnos lo han dicho a sus padres, muchos de los cuales acudieron, de niños, también a ese colegio.

Por eso es numerosa la asistencia al derrumbe. Tres operarios van a talarlo. Mientras uno corta con la motosierra, los otros tiran de una cuerda atada al tronco.

Finalmente se tambalea y cae. Despacio, sin estrépito (las ramas amortiguan la caída), hasta quedar yacente en el patio. En ese patio que ya no será el mismo.

Cuando está en el suelo, muchos se acercan a verlo. El amputado tronco exhibe incontables círculos concéntricos. Hay quien arranca hojas y se las guarda en el bolsillo. Junto a una de las ramas se ve un nido. En el suelo hay trozos de cascarón: huevos de pájaro rotos al caer.

Algunos congregados huyen aprisa y corriendo, sin despedirse, no vaya a ser que les vean (llorica, llorica) derramar lágrimas por un árbol.


jueves, 13 de octubre de 2016

AUSENCIAS (Juan Antonio Masoliver Ródenas)


¡Treinta años desde entonces! Uno sólo se da cuenta del paso brutal del tiempo cuando de pronto encuentra un punto de referencia tan lejano como el que encuentro ahora. Habíamos estudiado en la misma Universidad. Cinco años. Su novio se llamaba Jerónimo Ondárroa. A Rosa María le gustaba bailar en la playa o por los pasillos de la facultad, cantar las canciones más tontas y más divertidas, tomarse martinis hasta que le brillaban los ojos, y reírse de los hombres a los que abrazaba y besaba. Le gustaba reírse. Un día, en una fiesta que hice en mi casa de Masnou, me agarró por la camisa, me arrastro hacia un rincón y me metió la lengua en la boca. Yo metí la mía en la suya. En el jardín se oía la risa estentórea de Ondárroa. El beso era interminable. Teníamos las bocas llenas de saliva. ¿Cuándo había que acabar? ¿Cómo iba a acabar? ¿Se iba a acabar todo cuando terminara el interminable beso? No fue así: me llevó a un cuarto y empezó a desnudarse. Pero yo era el anfitrión y la fiesta no era sólo para ella. Y en cualquier momento podría entrar alguien a buscarme. El mismo Ondárroa, si no se le había atragantado la risa. Ya estaba desnuda cuando le dije: “Perdona, vuelvo enseguida.” Salí. La verdad es que me olvidé de ella. Y ahora me la encuen­tro, treinta años más tarde, y aunque al principio me he quedado indeciso, su efusividad me ha ayudado a reconocerla. Han pasado los años, pero también y más para mí. Ella se mantiene en forma. Y la simpatía la rejuvenece. “¿Nos sentamos en el Doria?”, me propone. Siempre es ella la que toma la iniciativa. Nos sentamos en la mesa donde nos sentábamos cuando éramos estudiantes, debajo del plá­tano. Sin preguntarme, me pide una cerveza. “¡Maga!”, le digo. Le brillan los ojos de alegría. Nos preguntamos cosas por preguntar, sin esperar una respuesta, por el puro placer de estar hablando. Y de pronto siento que finalmente, en esta ciudad inhóspita que el tiempo ha hecho todavía más inhóspita, puedo comunicar con alguien. Alguien que fue una buena amiga y con la que comparto tantas cosas del pasado, ese pasado al que cada día vuelvo con más frecuen­cia. Me pregunta si estoy contento en Londres y yo le doy de Londres una imagen muy idílica, para que no se le escape la ironía. “¡Y yo que lo más lejos que he llegado es a Montserrat”, exclama con divertida envidia. Y entonces me entra una especie de hundimiento extraño, como cuando en los sueños nuestra madre se aleja por un paisaje de hojas y cada vez se hace más pequeña hasta que desaparece en el horizonte. Siento que necesito una mano y sé que ella es la única persona ante la que puedo desnudarme y se lo digo, le digo que es conmovedor recuperar algo que creíamos perdido y que de pronto está aquí, a nuestro alcance, como cuando uno está llorando, en los sueños, ante la madre muerta, y le despierta el cálido beso de la madre. “No me gusta la gente que se desnuda sentimentalmente, me parece obsceno y abusivo, pero contigo es distinto.” Le tomo la mano y le hablo de mi acumulación de fracasos sentimenta­les, de mi soledad, de mi incapacidad para identificarme con el lugar donde vivo, de mi impaciencia ante la estupidez humana. Ella escucha y asiente y parece agradecer mis palabras, como si fueran la mejor forma de recuperarme. De pronto me dice: “Perdona que te interrumpa, Juan Antonio, pero me parece que se han olvidado de tu cerveza”, y se levanta para llamar al camarero, como cuando en esta misma mesa yo estaba besando a Helena, lamiéndole el cuello y las orejas, y ella pedía cerveza para los cuatro para que no se rompiera aquella efímera magia. Su ausencia de unos minutos me duele, me cruje la nostalgia, la necesidad de hablarle, esta posibilidad de comunicar que yo creía perdida para siempre. Pero no tardo en darme cuenta. Soy yo el que llama al camarero con un gesto y le pide una cerveza. Y ya de noche, cuando veo que están a punto de cerrar, me levanto y pago, para no sentir que me están expulsando.

miércoles, 12 de octubre de 2016

LA CIUDAD MÁS GRANDE (Anton Chéjov)


En la memoria de los habitantes de la ciudad de Tim, en la provincia de Kursk, se conserva, para su vanidad, la leyenda siguiente.

En una ocasión, complicados azares llevaron a un corresponsal inglés hasta la ciudad de Tim. Llegó de paso.

–¿Qué ciudad es esta? –le preguntó al conductor al llegar a una calle.

–¡Tim! –respondió el conductor mientras maniobraba cuidadosamente entre profundos charcos y baches.

Mientras esperaba a que el conductor saliera del barrizal, el inglés se sentó en el pescante y se quedó dormido. Cuando se despertó una hora después, contempló una gran plaza sucia, llena de puestos de mercado, cerdos y una torre.

–Y esta, ¿qué ciudad es? –preguntó.

–Ti... ¡Tim! ¡Venga, condenado! –respondió el conductor, bajándose del carro y ayudando al caballo a salir de un socavón.

El corresponsal bostezó, cerró los ojos y se volvió a dormir. Cuando se despertó por culpa de una fuerte sacudida dos horas después, se frotó los ojos y vio una calle llena de pequeñas casas blancas. El conductor, hasta las rodillas de barro, tiraba de las riendas del caballo, luchando con todas sus fuerzas, mientras maldecía.

–Y esta, ¿qué ciudad es? –preguntó el inglés contemplando las casas.

–¡Tim!

Cuando un poco más tarde ya estaba en el hotel, el corresponsal se sentó a escribir: «La ciudad más grande de Rusia no es Moscú ni Petersburgo, sino Tim».


lunes, 10 de octubre de 2016

LAS SIRENAS (Azorín)


Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.