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martes, 29 de noviembre de 2016

EL PELO (Raymond Carver)



Lo intenta con la lengua, luego se sienta en la cama y empieza a escarbar con los dedos. Afuera comienza un día agradable, cantan los pájaros. Coge la caja de cerillas, le arranca una esquina y hurga con ella entre los dientes. Nada. Pero puede sentirlo. Pasa la lengua por los dientes moviéndola de atrás hacia delante y se detiene al toparse con el pelo. Palpa con la lengua alrededor del pelo y luego da un suave toque entre los dos dientes, tanteando con la lengua la extensión del pelo y aplastándolo contra el velo del paladar. Lo toca con el dedo.

―¿Qué pasa? —le pregunta su mujer, sentándose en la cama— ¿Nos hemos dormido? ¿Qué hora es?

―Tengo algo entre los dientes. No puedo sacarlo. No sé. Parece un pelo.

Va al baño y se mira en el espejo. Luego se lava las manos y la cara con agua fría. Enciende la lamparilla del espejo.

―No lo puedo ver pero sé que está ahí. Si pudiera cogerlo con los dedos un momento podría sacarlo.

Su mujer entra en el baño, rascándose la cabeza y bostezando.

―¿Lo tienes, cariño?

Aprieta los dientes y sujeta el labio hasta que las uñas le rasgan la piel.

―Espera un momento. Déjame ver, le dice ella acercándose. Está de pie bajo la luz, con la boca abierta, la cabeza torcida, limpiando con la manga del pijama el cristal cuando se empaña.

―No veo nada, le dice. Él apaga la luz del espejo y deja correr el agua en la ducha.

―A la mierda. Tengo que prepararme para ir a trabajar.

No tiene ganas de desayunar y decide ir caminando hasta el trabajo. Le sobra mucho tiempo. Nadie tiene llave excepto el jefe y si llega tan temprano tendrá que esperar. Pasa por la esquina vacía en la que suele aguardar el autobús. Un perro al que no había visto antes por el barrio levanta la pata y se pone a mear sobre la señal del autobús.

―¡Eh!

El perro deja de mear y se acerca corriendo. Otro perro que tampoco reconocía se acerca corriendo, husmea la señal y se pone a mear también. Una mancha dorada y ligeramente vaporosa avanza por la acera.

―¡Eh, fuera de aquí! El perro suelta unas pocas gotas más y ambos cruzan la acera. Parece que le miran como si se estuvieran riendo de él. Mueve con la lengua el pelo entre los dientes.

―Bonito día, ¿no?, pregunta el jefe al abrir la puerta delantera y levantar la persiana.

Miran hacia fuera y asienten sonriendo.

―Sí, un día estupendo, dice uno de ellos.

―Demasiado para pasarlo trabajando, dice otro, riéndose con los demás.

―Sí, así es, dice el jefe. Sube las escaleras para abrir la sección de ropa de chicos. Silba y hace sonar las llaves.

Más tarde, sube del almacén en camiseta fumando un cigarrillo después de haber desayunado.

―Hace calor hoy.

―Sí, así es. Nunca se había fijado en que el jefe tenía mucho pelo en los brazos. Se sienta escarbando con la uña entre los dientes, mirando fijamente las gruesas matas de pelo negro que tiene el jefe entre los dedos.

―Verá, me preguntaba… si no lo considera oportuno no hay problema, naturalmente, pero si lo cree posible, y siempre que no meta a nadie en un apuro, me gustaría irme a casa. No me encuentro muy bien.

―Bien, podemos arreglarnos. Ese no es el problema, desde luego. Da un trago a su Coke y se queda mirándole.

―Vale, de acuerdo, sólo me lo preguntaba. Disculpe.

―No, no hay problema. Vete a casa. Llámeme esta noche para saber cómo estás. Mira el reloj y termina la Coke.

―Diez y veinticinco. Digamos diez y media. Márchate ahora y apuntaremos a las diez y media.

En la calle se afloja el cuello de la camisa y empieza a caminar. Se siente raro yendo por la ciudad con un pelo en la boca. Lo toca con la lengua. Camina sin mirar a la gente. Al poco rato empieza a sudar y siente la humedad de las axilas en la camiseta. A veces se detiene ante los escaparates, fija la vista en el cristal e intenta atraparlo con los dedos. Luego continúa en dirección a casa. Cruza el parque Lions Club y se queda mirando a los niños que juegan en la piscina infantil. Más tarde, paga a una anciana los cincuenta céntimos de la entrada al pequeño zoo para ver los pájaros y otros animales. Tras pasarse un buen rato mirando al monstruo de Gilal, la criatura abre un ojo y lo mira. Da la vuelta, sale del parque y se dirige a casa.

No tiene mucha hambre, sólo toma un poco de café para cenar. Tras unos sorbos, dobla la lengua de nuevo sobre el pelo. Se levanta de la mesa.

―Cariño, ¿qué te pasa? —le pregunta su mujer— ¿Dónde vas?

―Creo que me voy a acostar. No me encuentro bien.

Ella le sigue hasta la habitación y se queda mirándole mientras se desviste.

―¿Puedo hacer algo por ti?, ¿No sería mejor que llamara al médico? Me gustaría saber qué pasa.

―No te preocupes, me pondré bien.

Se cubre con el cobertor hasta los hombros, se da la vuelta y cierra los ojos.

Le baja la persiana.

―Voy a ordenar un poco la cocina y vuelvo luego.

Tumbado se siente mejor. Se toca la frente y le parece que tiene fiebre. Lamiéndose los labios palpa el final del pelo con la lengua. Le entra un escalofrío. Poco después, empieza a dormitar pero despierta de repente y se acuerda de que tiene que llamar al jefe. Sale de la cama y se acerca a la cocina.

Su mujer lava los platos.

―Creí que estabas dormido, cariño. ¿Te sientes mejor?

Asiente en silencio y descuelga el teléfono. Habla con Información. Tiene mal sabor de boca mientras marca el número que le dan.

―Hola. Sí, creo que estoy mejor. Mañana iré a trabajar, sí. De acuerdo. Ocho y media en punto.

Vuelve a la cama y se pasa la lengua por los dientes otra vez. Suele hacerlo a menudo y no se había dado cuenta hasta hoy. Poco antes de quedarse dormido casi había conseguido no pensar en ello. Pensaba en el día tan estupendo que había hecho y en los niños
jugando en la piscina. Los pájaros cantando temprano. Pero se despierta en mitad de la noche gritando y sudando. Siente que se ahoga, mueve la cabeza de un lado a otro pateando bajo las sábanas y asustando a su esposa, que no sabe lo que pasa.


lunes, 28 de noviembre de 2016

LA REVELACIÓN DE DOUGHERTY (O' Henry)


El Gran Jim Dougherty era un Tipo Legal. Pertenecía a esa raza de hombres, que en Manhattan se encuentra bien diferenciada del resto, y que podríamos llamar “los caribes del norte”: fuertes, ladinos, autosuficientes, fieles a su clan y honrados conforme a las leyes de su raza, muestran un desprecio indulgente hacia las tribus vecinas que ceden a las medidas que marca la cinta métrica de la sociedad. Me refiero, por supuesto, a esos tipos que ostentan el título nobiliario de la Legalidad, y cuya nobleza se equipara con más noble de los metales; aunque lo cierto es que ni todas las minas Sudáfrica juntas produjeron nunca el material para fabricar la nomenclatura descriptiva del Gran Jim Dougherty.

El hábitat del Tipo Legal es el vestíbulo o la esquina del exterior de algunos hoteles y restaurantes-cafetería. En su mayoría son hombres de diferentes tallas, desde la pequeña a la grande; pero coinciden en la tenencia de mejillas y barbillas azuladas recién afeitadas y abrigos —en temporada— con cuellos de terciopelo negro.

Poco se sabe sobre la vida privada del Tipo Legal. Parece ser que Cupido e Himeneo toman cartas en el asunto de vez en cuando, y confabulan para que la reina de corazones pierda su partida contra ellos. Teóricos osados atestiguan que los Tipos Legales suelen contraer matrimonio, e incluso pueden incurrir en descendencia, pero solo en ciertas ocasiones, cuando mantienen escarceos con el mundo de la política, se alcanza a ver un espejismo de la señora Tipa Legal y de los Tipitos Legales con sombreritos y cubos de metal destellantes durante idílicos picnics.

Aun así, el Tipo Legal es básicamente un hombre de costumbres orientales y considera que su mujer no debe estar demasiado expuesta al público. Ésta le espera en algún lugar tras las rejas o las salidas de incendios decoradas con flores, donde sin duda va pisando alfombras de Teherán, se distraen con el bulbul, toca el dulcimer y se alimenta a base de dulces. Fuera de su hogar el Tipo Legal es un entero, y en sus horas libres, a diferencia de los hombres de otras razas de Manhattan, lejos de convertirse en la escolta de volátiles encajes y altos tacones que van acompasando dulcemente los felices segundos de los paseos vespertinos, se reúne junto a su manada en las esquinas, comentando en su jerga de caribe el espectáculo que discurre frente a ellos.

El Gran Jim Dougherty tenía una esposa, aunque no llevase un retrato suyo en miniatura en la solapa, y tenía un hogar en alguna de esas calles de ladrillo rojizo y barandillas de metal de la parte oeste, que parecen una bolera descubierta recientemente en una excavación en Pompeya.

En esta casa, propiedad del señor Dougherty, descansaba cada noche cuando las altas esferas de los Tipos Legales no prometían más diversiones. A unas horas en las que la inquilina del harén monógamo dormiría en los brazos de Morfeo, el bulbul se habría callado y sería momento para el sueño.

Al día siguiente el Gran Jim se levantaría a las doce del mediodía para desayunar, y poco tiempo después regresaría a la cita con los suyos. Siempre había sido consciente, aunque fuese vagamente, de la existencia de una señora Dougherty, y hubiera aceptado sin intentar defenderse los cargos de que la mujercita sigilosa, pulcra y tranquila al otro lado de la mesa era su mujer. De hecho, recordaba perfectamente que llevaban casados casi cuatro años, sobre todo porque a menudo ella le hablaba de los graciosos jueguecillos de Spot, el canario, y de la señorita de pelo claro que vivía en la ventana del piso de enfrente. En ocasiones, el Gran Jim Dougherty llegaba incluso a escuchar su conversación.

Sabía que cada tarde a las siete cuando llegaba con hambre, su señora tendría preparada una buena cena; que esa mujer tenía un tocadiscos con seis docenas de discos, que a veces iba a las sesiones de tarde del teatro, y que, en cierta ocasión, su tío Amos se presentó de improviso y fueron con él al museo de cera. Esas cosas eran sin lugar a dudas suficiente diversión para una mujer.

Cierto día, pasadas las doce, el señor Dougherty terminó de desayunar, se puso el sombrero y se encaminó hacia la puerta. Cuando tenía la mano sobre el pomo oyó la voz de su mujer.

—Jim, me gustaría que me llevaras a cenar esta noche —dijo sin titubear—. Hace tres años de la última vez que estuviste tras esa puerta conmigo.

El Gran Jim se quedó estupefacto. Nunca le había pedido algo así antes y aquello tenía el sabor de una proposición completamente nueva, pero él era un Tipo Legal.

—Vale —dijo—. Estate preparada a las siete. Nada de “espera dos minutillos mientras me acicalo una hora o dos”.

—Estaré lista —dijo su mujer con serenidad.

A las siete bajó las escaleras de piedra de la bolera de Pompeya hasta llegar frente al Gran Jim Dougherty. Llevaba un vestido de noche confeccionado con un material que debían haber cosido las arañas, y de un color al que debía haber contribuido el crepúsculo. Un abrigo claro con muchas capas maravillosamente prescindibles y lazos adorablemente inútiles cayendo de los hombros. El bello plumaje hace al cisne, y el único reproche que puede hacérsele a este refrán recae en el hombre que se niega a donar su salario a la industria de los tocados de plumas.

El Gran Jim Dougherty estaba confuso, pues a su lado tenía un ser desconocido. Pensó en el sobrio traje que este pájaro del paraíso acostumbraba a llevar en su jaula, y la revelación alada que tenía ante sus ojos le desconcertaba. En cierto modo le recordaba a la Delia Cullen con la que se había casado hacía cuatro años. Con timidez y bastante torpeza buscó su mano derecha.

—Después de cenar te traeré a casa, Dele, —dijo el señor Dougherty, —y entonces volveré al Seltzer’s con los chicos. Puedes comer lo que quieras esta noche, pues ayer gané con Anaconda en las carreras.

El señor Dougherty pretendía hacer de la salida con su atípica mujer algo discreto. La complacencia con la esposa era una debilidad que el código de los caribes no contemplaba, y si alguno de sus amigos de las pistas, del tapete de billar o del cuadrilátero, tenía mujer, nunca se había quejado de ello en público. Existían varios restaurantes de menú en las calles perpendiculares a la alumbrada calle principal, y a uno de ellos se había propuesto escoltarla para no apartar demasiado al animalillo de su hábitat.

Pero por el camino el señor Dougherty cambió de planes. Había interceptado miradas furtivas hacia su atractiva compañía y comenzó a pensar que éste no era caballo que se vendiera al final de la carrera. Decidió pasear con su mujer frente al Seltzer’s café, donde a esa hora muchos de su tribu estarían reunidos para ver la procesión diaria de la tarde. Y la llevaría a cenar al Hoogley’s, el mejor restaurante de la calle, se dijo a sí mismo.

La congregación de caballeros tribales de afeitado apurado estaba de guardia en el Seltzer’s, cuando el señor Dougherty y su reestructurada Delia pasaron por allí. Incapaces de apartar la mirada, quedaron petrificados y se quitaron el sombrero, un gesto tan poco habitual en ellos como la sorprendente novedad que el Gran Jim ponía ante sus ojos. Sobre la que había sido la cara impasible de un caballero apareció un ligero destello de triunfo, no más perceptible que la expresión que provoca en un jugador experto la aparición de un póquer de picas.

El Hoogley’s estaba animado. Las luces eléctricas brillaban como, de hecho, se espera de ellas, y los manteles, la cristalería y las flores también desempeñaban con mérito las espectaculares obligaciones que se les exigen. Había numerosos comensales bien vestidos y contentos.

Un camarero —no necesariamente servil— condujo al Gran Jim Dougherty y a su esposa a la mesa.

—Pide directamente lo que quieras de la carta, Dele —dijo el Gran Jim—. Quiero un manjar de reyes para ti esta noche. Puede que nos hayamos mimetizado con el forro doméstico demasiado pronto.

La esposa del Gran Jim pedía la cena mientras éste la observaba con respeto. Mencionó algo de trufas, cuando Jim ni siquiera hubiera imaginado que supiera lo que eran las trufas. De la carta de vinos escogió uno apropiado y apetecible. La mirada de Jim expresaba cierta admiración pues su esposa estaba radiante, con esa excitación inocente que la mujer experimenta con el ejercicio de la socialización. Le hablaba de cientos de cosas con entusiasmo y deleite; conforme avanzaba la cena, las mejillas, incoloras por la vida de interior, iban ganando un delicado rubor. El Gran Jim echó un vistazo alrededor pero no veía ninguna mujer allí con tal encanto. Entonces pensó en los tres años que había sufrido confinada sin quejarse, y sintió un ardiente bochorno; el juego limpio era un mandamiento de su credo.

Pero cuando el Honorable Patrick Corrigan, líder del distrito de Dougherty y amigo suyo, les vio y se acercó a su mesa, el asunto se complicó. El Honorable Patrick era un hombre galante, tanto en hechos como en palabras. Su relación con la piedra de la elocuencia era manifiesta, tanto que si la piedra de la elocuencia hubiera considerado apropiado demandar al Honorable Patrick hubiera recibido sin lugar a dudas una valiosa compensación por incumplimiento de promesas.

—¡Jimmy, viejo amigo! —le llamó, le dio unos golpes a Dougherty en la espalda e iluminó a Delia como un sol de mediodía.

—Honorable señor Corrigan, le presento a la señora Dougherty —dijo el Gran Jim.

El Honorable Patrick se convirtió de inmediato en una fuente de entretenimiento y admiración. El camarero tuvo que coger una tercera silla para él, preparar la mesa para uno más y rellenar las copas.

—¡Viejo granuja egoísta! —Exclamó, apuntando con el dedo al Gran Jim— ¡Haber mantenido en secreto a la señora Dougherty!

Y entonces el Gran Jim, que no había sido agraciado con del don de la palabra, se quedó sentado y mudo, y vio a la mujer con la que había cenado todas las noches durante tres años florecer como una rosa de cuento de hadas. Despierta, ingeniosa, encantadora, llena de luz y palabras, respondía al ataque experto del Honorable Patrick en el campo de la conversación, lo pillaba por sorpresa, y, para deleite del mismo, le derrotaba. Desplegó sus pétalos replegados desde hacía tiempo y a su alrededor la sala se convirtió en jardín. Intentaron incluir al Gran Jim en la conversación, pero no tenía palabras.

Entonces, un rebaño descarriado de políticos y hombres de bien que vivían en los dominios de la legalidad entró en la sala. Vieron al Gran Jim y al líder, se acercaron a ellos y se les comunicó la existencia de la señora Dougherty. En pocos minutos era la reina del salón. Se vio rodeada de media docena de hombres, todos cortesanos, y seis de ellos la encontraron encantadora. El Gran Jim permanecía sentado, abochornado, y repitiéndose una y otra vez: ¡Tres años, tres años!

La cena llegó a su fin. El Honorable Patrick intentó alcanzar la capa de la señora Dougherty; pero eso era una cuestión de acción no de palabras, y la enorme mano de Dougherty se adelantó por dos segundos.

—¡Jimmy, amigo mío, —le susurró descaradamente, —la dama es una joya de primerísima calidad. Eres un tipo con suerte.

El Gran Jim se encaminó hacia casa con su mujer. Ella parecía tan encantada con las luces y los escaparates de las calles como con la admiración de los hombres en el Hoogley’s. Cuando pasaron por el Seltzer’s oyeron las voces de varias personas en el café. A esta hora los chicos habrían empezado a beber y a discutir actuaciones del pasado.

Delia se detuvo en la puerta de casa. Su rostro irradiaba sutilmente el placer de la salida. No podía esperar tener al Jim de las noches, pero la gloria de ésta iluminaría sus solitarias horas durante mucho tiempo.

—Gracias por sacarme a cenar, Jim —le dijo satisfecha. —Ahora regresarás al Seltzer’s, claro.

—Al…con el Seltzer’s —dijo el Gran Jim con mucho énfasis—. ¡Y ese…de Pat Corrigan! ¿Se cree que no tengo ojos en la cara?

Y la puerta se cerró dejando a ambos dentro.


domingo, 27 de noviembre de 2016

UN SER PURO (Manuel Vicent)


La mujer adúltera permanecía arrodillada en medio de un círculo de fariseos airados y cada uno de ellos tenía una piedra en la mano. Según la Ley de Moisés esa mujer debía ser lapidada como castigo a su pecado y así estaban dispuestos a hacerlo aquellos fariseos cuando en ese momento vieron que se acercaba un joven profeta al que tentaron con estas palabras: “Dinos, maestro, si debemos ejecutarla, como manda la Ley de Moisés, o perdonarla”. Por toda respuesta el joven profeta en silencio se puso a escribir en tierra con el dedo unos signos misteriosos y sin volver el rostro dijo: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y luego siguió escribiendo en el polvo hasta completar su sentencia. Los fariseos comenzaron a hurgar en su conciencia y todos excepto uno encontraron en ella algún motivo para sentirse culpables de pecados cometidos en el pasado, así que dejaron la piedra de lado y se fueron alejando. Pero hubo uno que permaneció frente a la adúltera humillada porque se sentía puro, libre de culpa, propietario de la verdad absoluta y con autoridad suficiente para ejecutar el castigo. Lleno de ira levantó el brazo y descargó la piedra sobre la mujer adúltera. Los exégetas han discutido hasta la neurosis qué clase de enseñanza pudo haber escrito el joven profeta sobre el polvo, que fue de inmediato disuelto por el viento. Pudo, tal vez, haber escrito este duro pronóstico: a lo largo de la historia la figura de ese fariseo falto de piedad adoptará diversas formas teológicas, morales y políticas, de modo que adondequiera que vayas habrá un inquisidor que podrá acusarte contra toda justicia, un juez de la horca decidido a condenarte sin pruebas, un fanático dispuesto a degollarte. En cualquier caso siempre será el mismo personaje: alguien que se cree puro, exento de culpa y por eso mismo incapaz de perdonarte.


sábado, 26 de noviembre de 2016

AGUAFUERTE (Rubén Darío)


De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.


jueves, 24 de noviembre de 2016

LA YERBA MATE (Eduardo Galeano)


La luna se moría de ganas de pisar la tierra. Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar.
Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo para que nadie advirtiera que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció misteriosos aromas y sabores y nadó largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces.
Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa:
«Te ofrecemos nuestra pobreza», dijo la mujer del labrador, y le dio unas tortillas de maíz
A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos.
El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio, con su mujer y su hija.
La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz. Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás.
La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y hace hermanas a las gentes que no se conocen.


martes, 22 de noviembre de 2016

NO HAY PEOR CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VERME (António Lobo Antunes)


Quiero que sepas, para tu información, que no me atraía para nada ni era tampoco mi tipo de hombre, con aquella sonrisa de oreja a oreja como la ropa puesta a secar en una cuerda, entre dos edificios. Eras tú quien lo traía a casa, siempre elogiándolo

-Que si João esto, que si João lo otro

y yo lo recibía por ti, lo soportaba por ti, irritada por su sonrisa, sin paciencia para vuestras conversaciones, siempre al margen, pensando cuál sería el motivo de que cuando estás a solas conmigo no me haces ningún caso, el televisor, el periódico, el silencio, los miércoles

(más raramente los martes)

los miércoles por la noche y los sábados por la tarde

-Ven aquí

o sea tú de pie en la sala

-Vamos a la habitación

diez minutos después te levantabas

-Tengo sed

y yo me quedaba sola, con el placer a medias, con la esperanza, por lo menos, de una caricia o de un beso que no venían nunca, y tú por el contrario indiferente, distante, desviando la cara

-Odio las zalamerías

apartando tus piernas de las mías, que te perseguían hasta el borde de la sábana. Para tu información, no creas que me enamoré de él, lo que ocurrió fue que su sonrisa de oreja a oreja era como poner a secar la ropa en la cuerda, tú ajeno a nosotros, las camisas y los pijamas colgados de sus dientes ondeaban hacia mi lado y tú sin reparar en ello, me cambiaba de vestido y nada, me cambiaba de peinado y nanay de la China, al tiempo que João con más viento entre las orejas, más camisas y más pijamas colgados, las camisas y los pijamas

-Te queda bien el vestido, te queda bien el peinado

detrás de las camisas y los pijamas su mano en mi muñeca cuando ibas a buscar una botella a la despensa, yo, alelada, mirando a João y João

-¿Qué hay de malo?

las camisas y los pijamas a centímetros de mi boca

-¿Qué hay de malo?

tú, desde la despensa, a João

(nunca a mí)

-¿Prefieres un vino alentejano o un vino de Ribatejo?

como los vinos alentejanos estaban detrás de los vinos de Ribatejo y se tardaba más tiempo en cogerlos, yo, asombrada por mi reacción

-João prefiere un vino alentejano

y era sin querer, palabra, me salía de sopetón

-João prefiere un vino alentejano

y mis uñas hacia atrás y hacia delante en su palma, mi rodilla, sin que yo me diese cuenta, encontraba una rodilla que no me pertenecía y se demoraba allí, mientras la sonrisa susurrante, entre dientes

(es decir, entre camisas y pijamas)

-Helena

y de ahí a su casa fue un paso, un piso de soltero todo desordenado

(me enterneció ese desorden)

y diez minutos después no se levantó, no me sentí sola, no necesité perseguir sus piernas hasta el borde de la sábana, se entrelazaban en mí como iniciales de servilleta y tal vez no haya tenido un placer completo pero por lo menos no sobraba ni faltaba y las orejas del edificio, rojísimas, sacudían la ropa colgada bajo un temporal que daba gusto.

No pongas esa cara, no te enfades conmigo, es la vida, según dice tu madre cuando se enferma una amiga suya. Nunca me tocas, nunca susurras

-Helena

nunca una rodilla, nunca esperas que mi cuerpo responda, nunca

-Te queda bien el vestido, te queda bien el peinado

y si quieres mi opinión

(aunque no la quieras igual te la doy)

no te fijas en mí a no ser para quejarte porque te falta un botón o la carne de la cena tiene muchos nervios. ¿Te pasó por la cabeza alguna vez, por casualidad, que mi carne también tiene nervios, que no es todo tierno, fácil de masticar, sin hueso?

João no quería que te dijese nada

-Es mi amigo

aunque sospecho que no era la amistad lo que lo hacía sentirse culpable y receloso sino el hecho de que pesases, con creces, treinta kilos más que él y pudieras romperle la cuerda de la ropa de un sopapo, haciéndole caer algunas camisas y algunos pijamas colgados, sobre todo bajo el impulso del vino alentejano. Pensándolo mejor, tal vez no debería haberte dicho nada: me habría quedado esperando el miércoles

(más raramente el martes)

me habría quedado esperando el miércoles por la noche o el sábado por la tarde, el

-Ven aquí

el

-Vamos a la habitación

los diez minutos, una caricia o un beso que no vendrían nunca. Pero no puedo, cada vez me gusta más ser inicial de servilleta y ya he comenzado, enternecida, a ordenarle el piso. Por lo tanto puedes quedarte tranquilo con el periódico, con el televisor, con el silencio. Las llaves están en el plato de la entrada y la asistenta te explicará cómo funcionan las máquinas. Enviudó hace seis meses, ya ha criado a sus hijos, y como tenemos un colchón ortopédico y ella un problema de columna, seguro que tardará muy poco en tomarle amor a la casa. ¿No crees que tiene una sonrisa de oreja a oreja, como ropa puesta a secar en una cuerda entre dos edificios?


lunes, 21 de noviembre de 2016

DISPÁRAME (Saiz de Marco)


Casi nadie quería que estallara una guerra, pero estalló.

Casi nadie eligió un bando en que luchar, pero hubo que luchar en alguno.

Fue en 1936 en España.

A uno de aquellos hombres que no quería que hubiera guerra le obligan a ir a la guerra y a luchar en un bando. Y le obligan también a fusilar a un “enemigo”. (¿”Enemigo” por qué, si a él no le ha hecho nada?).

"Pégale un tiro a ése", le ordenan.

Y va a donde está aquel hombre, el “enemigo”, atado de pies y manos. Coge su fusil, lo levanta para apuntar y después de unos segundos lo deja en el suelo.

-No puedo- dice.

El que está atado lo mira y le pregunta:

-¿Tienes familia?

-Sí, tengo mujer y dos niños pequeños...

-Entonces no lo dudes y apúntame bien al corazón. No tiembles, no falles el tiro y deja de llorar... Si no me matas tú, te van a matar a ti, y a mí me va a matar otro. Así que, ya que de todas formas voy a morir, prefiero que me mate un hombre honrado que no quiere matar a otra persona. Olvida lo que vas a hacer. Me llamo Andrés y soy de...

La guerra termina pero durante décadas está prohibido exhumar los cadáveres de “enemigos” enterrados en el campo. Como el de Andrés.

Pasa el tiempo, pero el ejecutor no olvida los ojos de aquél a quien disparó. A uno de sus hijos lo llama Andrés. Y cada aniversario del fusilamiento deja un ramo de flores sobre la fosa donde él mismo tuvo que enterrar, tras fusilarlo, a aquel hombre. Entonces le parece oír la voz de Andrés que, subiendo de la tierra, le dice "Prefiero que me mate un hombre honrado".


jueves, 17 de noviembre de 2016

ETERNORETORNÓGRAFO (Luis Rogelio Nogueras)


El joven poeta murmuró cerrando el libro de Apollinaire:
"Este sí es un poeta...".
Y Apollinaire, el soldado polaco Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky,
enterrado hasta la cintura en el fango de la trinchera cerca de Lyon,
mirando la noche estrellada del 4 de agosto de 1914,
la tierra reseca, florecida de estacas y alambre de púas,
sembrada de minas esa noche de 1914,
mirando las bengalas azules, rojas, verdes en el cielo envenenado por los gases
apretó el húmedo librito de Rimbaud mientras
sobre su cabeza pasaban silbando los obuses.
Y Rimbaud, haciendo sus maletas en Charlesville,
echó junto a su ropa los versos de Villón.
Y Villón, el doce veces condenado, el apócrifo,
el inédito, pensó ante el patíbulo en las tres
cosas que más había amado: su mujer Christin,
su leyenda, la de él, la de Villón,
y el borroso recuerdo de unos versos que hablaban de la noche del 711 en que Taric
se apoderó de Gibraltar.
Y el sombrío poeta árabe que escribió aquellos versos la calurosa noche del 711
apoyándose en la cimitarra
imitaba los versos que su abuelo le leía en la lejana Argel;
y el abuelo de Argel había leído a Imru-Ui-Qais,
al que Mahoma consideraba el primer gran poeta árabe; lo había leído una interminable
jornada en el desierto de Sahara (más húmedo ahora que entonces)
en la lenta marcha de los camellos y las teas encendidas.
Y es probable que Imru-Ui-Qais escribiera en la lengua de Alá imitaciones de Horacio,
Y Horacio admiraba a Virgilio
y Virgilio aprendió en Homero,
y Homero, el ciego, repetía en hexámetros los extraños poemas que se susurraban
al oído
los amantes en las estrechas calles de Babilonia y Susa,
y en Babilonia y Susa
los poetas imitaban los versos de los hititas de Bog Haz Keul y de la capital egipcia
de Tell El Amarna,
y los poetas del 4000 a.n.e.
imitaban a los poetas del 5000 a.n.e.
hasta que le Hombre de Pekín en la húmeda caverna de Chou-Tien
viendo arder lentamente sobre las brasas el anca de un venado,
gruñó los versos que le dictaba desde el futuro
un joven poeta que murmuraba cerrando un libro de Apollinaire.

martes, 15 de noviembre de 2016

EL VIENTO DISTANTE (José Emilio Pacheco)


En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.

El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.

Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.

Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.

Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.

Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:

—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.

Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.

—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.

—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.

Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.



lunes, 14 de noviembre de 2016

LA FE EN EL TERCER MUNDO (Julio Cortázar)


A las ocho de la mañana el padre Duncan, el padre Heriberto y el padre Luis empiezan a inflar el templo, es decir que están a la orilla de un río o en un claro de selva o en cualquier aldea cuanto más tropical mejor, y con ayuda de la bomba instalada en el camión empiezan a inflar el templo mientras los indios de los alrededores los contemplan desde lejos y más bien estupefactos porque el templo que al principio era como una vejiga aplastada se empieza a enderezar, se redondea, se esponja, en lo alto aparecen tres ventanitas de plástico coloreado que vienen a ser los vitrales del templo, y al final salta una cruz en lo más alto y ya está, plop, hosanna, suena la bocina del camión a falta de campana, los indios se acercan asombrados y respetuosos y el padre Duncan los incita a entrar mientras el padre Luis y el padre Heriberto los empujan para que no cambien de idea, de manera que el servicio empieza apenas el padre Heriberto instala la mesita del altar y dos o tres adornos con muchos colores que por lo tanto tienen que ser extremadamente santos, y el padre Duncan canta un cántico que los indios encuentran sumamente parecido a los balidos de sus cabras cuando un puma anda cerca, y todo esto ocurre dentro de una atmósfera sumamente mística y una nube de mosquitos atraídos por la novedad del templo, y dura hasta que un indiecito que se aburre empieza a jugar con la pared del templo, es decir que le clava un fierro nomás que para ver cómo es eso que se infla y obtiene exactamente lo contrario, el templo se desinfla precipitadamente y en la confusión todo el mundo se agolpa buscando la salida y el templo los envuelve, los aplasta, los cobija sin hacerles daño alguno por supuesto pero creando una confusión nada propicia a la doctrina, máxime cuando los indios tienen amplia ocasión de escuchar la lluvia de coños y carajos que distribuyen los padres Heriberto y Luis mientras se debaten debajo del templo buscando la salida.


domingo, 13 de noviembre de 2016

LOS ESCLAVOS (Jacques Sternberg)


En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.

Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.

Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.


sábado, 12 de noviembre de 2016

ANDAMIOS (Mario Benedetti)


Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.

No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta curiosidad.

-Sentate. ¿Querés comer algo?

-No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un helado.

Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es suficiente.

-Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.

Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.

-Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo. Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó, ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida, ¿no te parece? Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo aguanté un año. Tenía que laborar, claro, y llegaba a las clases medio dormido. Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un aullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos dirías heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas, pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otra parte, el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal, no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; no nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia. Somos algo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en una comunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enamora de nadie. Cuando nos roza un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimos casi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron, de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo, pensaban en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto. Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que eran desenlaces posibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos, descalabrados, se equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más. Hicieron lo que pudieron ¿o no? Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hicimos? ¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos adolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche en que sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente, murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto del suicidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza, por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy cagones.

-Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿Él también anda en lo mismo?

-No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos, Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno, moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal Vázquez Montalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavía será joven. ¡Le tengo una envidia!

-¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?

-No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal vez es una interpretación que vos llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación semántica.

-¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo. Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido contrario).

-Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.

-No jodas. Y está la droga.

-Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.

-Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas que el desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.

-¡Ufa! ¡Qué reprimenda! Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta madre. Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.

-Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.

-Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa? A veces me gustaría meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios me tiene harto.

-¿Y por qué no te metes?

-Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no son lágrimas lo que ellos precisan.

-Claro que no. Pero sería un buen cambio.

-De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?

-Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.

-¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?

-Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...


viernes, 11 de noviembre de 2016

EL HOMBRE AL QUE LE TEMÍAN LOS MUERTOS (Sebastián Beringheli)


Usted se preguntará por qué se me ocurre hablar de Jacinto Aligatti el mismo día en el que los muertos se levantaron de sus tumbas; y yo le responderé: porque a ese tipo raro, apático, de hábitos infrecuentes, cuando no delictivos, le debemos la vida.

Siempre sospechamos de su inclinación a la necrofilia. Siempre, incluso de chicos, aunque no conociésemos ni la palabra ni su significado. Conocíamos el comportamiento, la predilección por la muerte, las astucias, el sigilo.

Además, a Jacinto le gustaba exhumar cosas.

Por las noches merodeaba en los terrenos baldíos buscando mascotas recién sepultadas. Asistía a todos los velorios, ubicándose en la proximidad de los ataúdes abiertos, donde aguardaba el agotamiento de los deudos para quedarse a solas con el finado.

De lejos ya causaba rechazo por su palidez extrema, mortuoria, en contraste con el sobretodo negro, por su andar inarticulado, catatónico; de cerca, por el hedor cadavérico que despedía su piel. Algunos deducen que para ocultar ese tufo utilizaba formaldehído en las axilas.

El comportamiento aberrante de Jacinto nos pareció un asunto secundario el día que los muertos se levantaron de sus tumbas.

Los vimos saltar el paredón del cementerio. Cruzaron la plaza y se esparcieron en todas direcciones. Los fallecidos más recientes mostraban una agilidad asombrosa para trepar por los techos e introducirse en las casas por las ventanas; los más decrépitos graznaban órdenes desde abajo. Y todos, grandes y pequeños, embalsamados y semidescompuestos, aullaban con un rencor absoluto mientras devoraban a sus víctimas.

Justo cuando estábamos a punto de ser arrasados por esa turba, apareció Jacinto, con su andar inarticulado y su sobretodo negro.

Siempre sospechamos de su inclinación por la necrofilia, pero lo confirmamos el día en que los muertos huyeron de él al verlo acercarse.

jueves, 10 de noviembre de 2016

TODA LA CASA DE BORRACHERA (Ester Berdor Corrales)


Para una noche que llego sobrio a casa, ¡y menuda curda llevaba la banqueta! Me intenté sentar en ella para quitarme los zapatos y no había manera porque estaba venga a menearse. La mesilla también se había unido a la fiesta, quería dejar mi medallita de oro en el cajón, pero se me iba de aquí para allá. ¡Yo todo era intentar cogerla, y ella, todo querer escaparse! El perchero, ciego como un piojo, lanzaba la gabardina y el sombrero contra la cama, que tenía las sábanas arremolinadas y muertas de risa. Al final me fui hacia el mueble-bar, a ver si también yo me ponía a tono.


martes, 8 de noviembre de 2016

TEORÍA DEL CANGREJO (Julio Cortázar)


Habían levantado la casa en el límite de la selva, orientada al sur para evitar que la humedad de los vientos de marzo se sumara al calor que apenas mitigaba la sombra de los árboles. Cuando Winnie llegaba Dejó el párrafo en suspenso, apartó la máquina de escribir y encendió la pipa. Winnie. El problema, como siempre, era Winnie. Apenas se ocupaba de ella la fluidez se coagulaba en una especie de Suspirando, borró en una especie de, porque detestaba las facilidades del idioma, y pensó que ya no podría seguir trabajando hasta después de cenar; pronto llegarían los niños de la escuela y habría que ocuparse de lo baños, de prepararles la comida y ayudarlos en sus ¿Por qué en mitad de una enumeración tan sencilla había como un agujero, una imposibilidad de seguir? Le resultaba incomprensible, puesto que había escrito pasajes mucho más arduos que se armaban sin ningún esfuerzo, como si de alguna manera estuvieran ya preparados para incidir en el lenguaje. Por supuesto, en esos casos lo mejor era Tirando el lápiz, se dijo todo se volvía demasiado abstracto; los por supuesto los en esos casos, la vieja tendencia a huir de situaciones definidas. Tenía la impresión de alejarse cada vez más de las fuentes, de organizar puzzles de palabras que a su vez Cerró bruscamente el cuaderno y salió a la veranda. Imposible dejar esa palabra, veranda.


lunes, 7 de noviembre de 2016

PAJAREARÁ TU ALMA (Saiz de Marco)


He tenido que saltarme algunas normas. Leyes sanitarias, mortuorias, policía de fronteras. Incluso inventar una empresa de congelados: no es fácil recorrer el mundo con un cadáver. Pero a partir de ahora lo que hago es legal. Aquí en el Tíbet es legal. Entregar a los buitres el cuerpo de mi madre. Dejárselo comer.

Les veo picotear sus manos. Las manos que me abrazaban. Las que, siendo yo pequeño, hacían un agujero en la sandía y sacaban su pulpa para convertir la cáscara hueca, con una vela dentro, en un farol. Esas manos no han muerto, ahora vivirán.

Comen sus piernas, últimamente torpes, ágiles antes para subir escaleras silbando, anunciando su llegada a casa, ese sonido alegre de mi niñez.

Hace frío, pero no es por eso que tiemblo.

Hunden sus picos en la cabeza y no cierro los ojos, porque quiero ver cómo devoran la frente y su interior, el lugar donde habitaban el cariño y la risa, la materia carnosa o gris en que vivieron.

Cuando ellos mueran, otros comerán sus cuerpos.

Los buitres han terminado su tarea. Vuelven al cielo. Con sus alas de ángel me dicen adiós y yo les respondo Feliz día, mamá.


domingo, 6 de noviembre de 2016

CUENTO DE NAVIDAD (José María Merino)


En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
-Mi capitán –transmitió el cabo-. Aquí sólo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
-Registradlo todo con cuidado.
-Mi capitán –transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
-A ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego –ordenó al fin-. No quiero sorpresas.

sábado, 5 de noviembre de 2016

BEATRIZ, UNA PALABRA ENORME (Mario Benedetti)


Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasa, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en este caso hay que hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra: justificando.

Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.


Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por los menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.

Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga, yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.

O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?



viernes, 4 de noviembre de 2016

VUDÚ (Enrique Ánderson Imbert)


Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sólo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.

-¿Estás segura que anda lejos?

-Sí.

-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

-Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -Protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí nomás estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.

martes, 1 de noviembre de 2016

LOS NUTRIEROS (Rodolfo Walsh)


Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.

Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: "San Felipe"

-Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato-. Creo que es de la estancia.

Y añadió al cabo de una pausa:

-Se habrá cortado el amarre.

Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercose a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca.

La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un "sweater" de lana a rayas multicolores.

-¿Cazaste algo? -preguntó Renato en voz baja.

-No -replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva-: Gallaretas.

-Oí los tiros -dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentose en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia.

Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear.

Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.

Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.

-Está bien, hermanito; esta noche es la vencida -dijo Chino Pérez sin volverse.

Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. "Dientudos", pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.

-Ya sé que querés irte -dijo Chino Pérez.

Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias.

Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión.

A lo lejos, en el campo, encendiose una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua.

"Ya sé que querés irte -pensó Chino Pérez-. Yo también quiero irme"-meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del "sweater" se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. "Ya te vendrán a buscar", pensó con saña.

Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua.

En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío.

-Ya puse las trampas -dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.

Chino Pérez acercose al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. "Mañana nos vamos -pensó-. Para siempre". Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.

-¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?

-¿La plata? -Renato parpadeó-. Volveré a la chacra -dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo... Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.

-Si la cobramos... -agregó en voz baja.

Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyose un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua.

Renato apagó la pipa y se puso en pie.

-Voy a recorrer las trampas -dijo.

-Dejá; voy yo -replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó-. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho.

Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna.

Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras.

Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar.

En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda -un tiro en la garganta-, entre las ásperas ortigas de agua.

Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. "Que se quede con ellas el mayordomo", pensó torvamente.

El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire.

Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras.

Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.

De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.

Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.

A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.

A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato.

-Paciencia, hermanito. Paciencia.

Se detuvo a cien pasos del molino.

Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.

-Paciencia, hermano.

Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.

Chino Pérez apretó el gatillo.