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jueves, 30 de junio de 2016

LAS SIRENAS (Azorín)


Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.

miércoles, 29 de junio de 2016

PARTIR ES MORIR UN POCO (Jacques Sternberg)


14 de marzo

No me he movido desde hace un cuarto de hora.

Podría creer que mi carne se ha convertido en una nueva materia y que mi cuerpo se ha soldado al muro que parece chuparme con su mugre y todas sus cicatrices gangrenadas.

Mis ojos no se han movido desde hace un cuarto de hora. Petrificado en una única visión, como fascinado por su absoluta falta de interés, miro la gran mancha de humedad que devora uno de los ángulos de mi celda. En tres semanas de encierro he visto a esta mancha cambiar de forma todos los días. Pero esta mañana no he tratado ni siquiera de saber el fantasma de qué objeto me sugerían sus contornos. La miro simplemente. Sintiendo quizás en forma vaga la armonía secreta que liga mis pensamientos al color turbio de la mancha. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Estoy pensando en realidad? ¿Entonces lo que acabo de saber autoriza a un pensamiento lógico, a una red de pensamientos? ¿Es posible traducir en deducciones lo que a pesar de todo se han negado a traducir en palabras, por otra parte muy simple? ¿Se puede hacer entrar una botella de un litro en un litro de agua?

Hace tres semanas que espero al hombre que entró esta mañana en mi celda.

Pues, desde el momento en que fui condenado a muerte, espero con cierto disgusto al hombre que debe anunciarme que me han acordado el derecho de vivir. Vino esta mañana. Pronunció las palabras que yo preveía.

-Ha sido usted indultado.

-Sabe usted bien que no tengo ganas de vivir -le respondí

-No vivirá -me dijo.

Vaciló un instante antes de explicarme por qué. Parecía un poco ebrio, como sobrepasado por la situación. Tenía por qué, en verdad.

-Usted no será ejecutado, pero no vivirá. La ejecución debía tener lugar el 18 de abril, al alba. Pero en esa fecha no habrá nadie para proceder a una ejecución.

-¿Nadie?

-Así es.

En ese momento, él me reveló los hechos. Ya no más gente, ya no más mundo, además. La tierra está, en efecto, condenada a muerte. Como yo. Más que yo. El 4 de abril a las diez de la mañana, en el lugar del mundo no habrá más nada. Nada más que un vacío como cualquier otro. ¿El infinito puede pasársela sin la tierra? Así parece. Sin duda ni siquiera notará este incidente privado de consecuencias en el absoluto. Un mundo de más o de menos, ¿qué importancia tiene?

-Extraño -agregó el hombre-, usted ha recibido su indulto, pero de cualquier manera morirá. Y quince días antes de la fecha normal de ejecución.

Salió enseguida, ligeramente agobiado, no mucho. Se podría jurar que había visto otros como yo. Que había tenido una jornada agotadora, que se resentía por ello y enfrentaba sin placer el día de mañana. Casi el último. Para él, para mí, para todo el mundo.

-Así es -dijo antes de volver a cerrar la puerta-. Usted morirá de cualquier modo. Pero si eso puede consolarlo, no estará solo. Todos estamos condenados a muerte. Todos, porque hemos cometido el único delito de nacer. Desde ahora, somos miles los que esperamos, encerrados en nuestro cuerpo, como en una celda sin salida, una ejecución capital que debe tener lugar en una fecha exacta, irrevocablemente. Y esta vez la ejecución no sólo es general sino que no contiene ningún elemento de esperanza: nadie será indultado a último momento. Las paredes tienen oídos para escuchar nuestras quejas, el acontecimiento no.

El fin de este mundo que armó tanto escándalo en el universo, ¿será ruidoso?

Morir de cualquier modo...

¿Cómo creerlo? ¿Cómo creer en la muerte un segundo después de haber escapado de la muerte por milagro? ¿Entonces existía otra muerte más allá de la que los hombres me habían reservado? Un cambio, eso era lo que venían a proponerme, un simple cambio.

¿Pero cómo admitir que en este mundo donde el malestar de unos había constituido siempre el bienestar de otros, vayamos a tener todos la misma suerte en el mismo segundo? No es posible. Los hombres fueron concebidos para interpretar papeles de verdugos y víctimas, no para ser todos víctimas de una deflagración abstracta. Sólo los hombres son peligrosos, sólo ellos acostumbran atar a sus víctimas para entregarlas a la muerte con los pies y los puños ligados. La naturaleza tiene que ser menos cruel. Siempre deja una posibilidad. La Tierra es vasta, uno siempre puede huir, ocultarse en alguna parte, salvar el pellejo. Los peores cataclismos nunca dieron cuenta de todos los seres vivientes. Sólo el hombre tiene ese poder. Porque él piensa, porque sabe apuntar y masacrar con la única intención de matar sobre seguro.

Escapé de los hombres. Eso es lo esencial. Han renunciado a darme muerte cuando mi fosa ya estaba abierta. Soy un superviviente. Escaparé a la naturaleza, no puede ser de otro modo. Aún si no hubiera más que un superviviente, yo seré ese superviviente.

Y cuando la Tierra sea sólo cenizas, cuando los hombres sean sólo polvo, cuando la nada haya encontrado al fin su definición práctica y sólo yo vea ese espectáculo, entonces podré sonreír y darme el lujo de morir de un mal resfrío. Pero más tarde, un poco después.

Morir de cualquier manera... Entonces es cierto que, aun después de haber escapado a mi ejecución, aun si escapo a la muerte que nos ha dado cita para el 4 de abril, moriré de cualquier modo.

De uno u otro modo... En ese caso, ¿para qué?


17 de marzo

Moriré como los demás. El 4 de abril. Todo el mundo pasará por ese día, ahora lo sé.

Me han explicado que el acontecimiento del 4 de abril tendrá la fuerza suficiente para aniquilar a un planeta que, sin embargo, dio en el pasado buenas pruebas de su vitalidad. Pero el espacio tiende una emboscada a la Tierra y todas las bombas no bastarían para detener lo que se viene.

¿Cómo, más allá de esos muros que son desde siempre los de alguna antecámara de la muerte, aceptan los hombres su suerte? ¿Quizá se los acusa, uno tras otro, de algún delito ficticio y se los condena de prisa, pero oficialmente, a muerte, con el fin de hacerles creer en una lógica de su destino? ¿Cómo admitirán las estrellas de la pantalla que los fuegos de su gloria van a extinguirse junto con sus agentes de publicidad; los hombres de negocios, que ya no habrá mundo que sostenga sus cheques y sus empresas; los propietarios que el infinito abre ya sus fauces para tragar en un segundo todas las propiedades de este mundo al mismo tiempo que algunos siglos de Historia, una tonelada de gramática, montones de geografía, y otras diversas instituciones? El Hombre que se sentía otro tras el volante de un automóvil o ante una cuenta bancaria ¿va a comprender al fin que no es si siquiera el hijo del polvo y que sólo la muerte es el centro de su verdad?

Durante algunos instantes, el acontecimiento me desvela, no tanto por su horror, bastante evidente, sino por su deslumbrante potencial humorístico. ¿Por qué no imaginar que se trata simplemente de una farsa galáctica? Se permitió que el hombre se divirtiera con sus juguetes durante algunos siglos, se le dio la oportunidad de asombrarse a sí mismo creando sin cesar nuevos juguetes antes de concederse el título de rey del universo; luego, de repente, decidieron quitarle todo, su vida, su decorado y sus juguetes. ¡Broma genial! No podían reservar una jugada más divertida al hombre, que vacilaba a veces de generación en generación antes de desembarazarse de los múltiples horrores adquiridos: y ahora le tiran todo su mundo al cesto de basura sin siquiera pedirle opinión. El hombre, ese propietario de tan blanda sonrisa, iba a comprender al fin que no era más que un inquilino de su mundo. Y que no tenía arriendo ni defensa. Nada. Ni siquiera su vida.


19 de marzo

Realmente pasa algo.

Aunque la vida apenas si se infiltra a través de los muros de esta prisión, se adivinan sin embargo ciertas fluctuaciones que sugieren un acontecimiento histórico.

Por ejemplo, esta mañana, anuncian que todos los detenidos serán liberados en el día de hoy, a excepción de los condenados a muerte o a cadena perpetua. El mundo se derrumba, los principios permanecen, según veo. Incluso, al borde del abismo guardan el sentido de los valores y la jerarquía. Eso sin hablar de la lógica. Porque es evidente que sería pernicioso y poco moral dejar correr a los homicidas en libertad mientras que el mundo entero será asesinado en masa dentro de unos días. Hasta su último suspiro el hombre habrá probado su maravilloso sentido de la seriedad. Imagino además que esta decisión fue tomada con toda solemnidad por un comité de severos ancianos, que ha sido ratificada por decreto después de algunos días y que acaba de aparecer en el Diario Oficial. Ya, era ridículo imaginar al hombre devorado por sus tareas burlescas cuando se mantenía en equilibrio sobre una bola de fuego, ¿pero cómo llegar a imaginar siempre devorado por las mismas tareas cuando esa bola está a punto de desintegrarse? Decididamente el hombre siempre sobrepasará sus propios límites. Se habrá hecho digno de sí mismo, y sobre la tumba del Hombre Desconocido podrán inscribir como epitafio que cumplió con su Deber hasta el fin. Y con qué respeto por sí mismo.

Dicho esto, dado que me condenan a quedar encerrado, me mantienen siempre con la misma puntualidad. Todo el mundo a su trabajo, las jornadas comienzan siempre a las 9 en punto, ésas deben ser las consignas. Los menús, no obstante, son un poco menos copiosos desde que me indultaron. Sin duda, tengo derecho a menos consideraciones, ya que no seré una excepción, sino un cadáver como todos los demás.

También compruebo asombrado que me suprimieron el vino. ¿Qué pensar? ¿Que hacen economías cuando a pesar de todo van a morir dejando tras ellos un mundo enteramente amueblado y sobrecargado de los más diversos productos? Todo esto es muy desconcertante. Sin embargo, es muy tarde para dejarse desconcertar.


20 de marzo

Un acontecimiento se encadena a otro.

Dicen que el mundo entero espera una comunicación de la más alta importancia. En efecto, los sabios del mundo entero están conferenciando desde hace una semana y habrían tomado una decisión que amenaza con trastornar la historia del mundo.

La humanidad espera. Yo también. Pero no tengo suerte: una vez que realmente pasa algo, y no estoy en la onda. Es injusto. Sin embargo, deberían darse cuenta de que a partir de mi nacimiento aún no ha pasado nada en mi vida.

Evidentemente, el hecho de estar excluido me da cierta distancia. Por un único instante, no me siento capaz de participar de la nerviosidad general que debe enfebrecer al mundo, ya sea la nerviosidad del pánico o de la esperanza. Sin embargo es una pena que no me hayan concedido la autorización de vivir de cerca esta notable epopeya, y de participar como ser humano en este drama humano. Me gustaría tanto ver cómo dan vuelta una página de la historia. Sobre todo cuando se trata de una página que amenaza con quedar virgen. Infinitamente virgen. Como el vacío. Como el siempre de lo sin límites y sin fronteras que encierra el vacío.

Duermo mucho actualmente. Me entreno en ser muerto. Es muy fácil. Es lo que la muerte tiene de inquietante: su simplicidad; y hemos pasado tantos años inútiles aprendiendo truquitos sabios, tan tontos, tan tontos.

He pensado también que tengo buena suerte. Millones de personas podrían envidiarme actualmente: sin pena y sin ningún deseo de vivir. Además, hace mucho tiempo que estoy preparado para morir este año. De la misma manera hace mucho que liquidé todo lo que constituyó el decorado y el centro de interés de mi vida. Incluso maté con mis propias manos al único ser al que me sentía unido. Mi suerte es verdaderamente envidiable.

¿Que pasará? ¿Habrán hallado por casualidad el medio de desbaratar las intenciones del acontecimiento previsto en el programa? ¿Qué piensan hacer? ¿Atraparlo al vuelo, con red, con un cometa? ¿Y ocultarlo? ¿Pero dónde? ¿A menos que supongamos que por el contrario van a lanzar la Tierra a lo largo del espacio, lejos de los remolinos del acontecimiento? ¿O quizá las autoridades científicas van a anunciar, más sencillamente, que hubo un error y que no pasará absolutamente nada?

Preguntas que ya no me conciernen. Si el acontecimiento, por una u otra razón, no llega a estallar nunca, sin duda me harán comprender que mi ejecución capital está siempre a mi entera disposición. Si el señor tiene a bien tomarse la molestia de ponerse de pie y vivir su muerte...


21 de marzo

Hacía mucho que la historia no se veía recompensada con una sorpresa tan sensacional. El hombre es un verdadero apasionado del golpe teatral. El peligro le ha dado alas, genio, energía. En efecto, las radios del mundo entero anunciaron ayer a la tarde que, estando la Tierra irremediablemente condenada, los hombres dejarán su planeta para ir a otros lugares. Destino Supervivencia, Operación Milagro, partida fijada para el 2 de abril. La fecha del primero de abril ha sido evitada por escaso margen, con razón.

Desde esta mañana, las fábricas del mundo entero construyen cohetes. Habrá cohetes para todo el mundo. Incluso para los perros y los canarios. Cada persona tendrá derecho a una sobrecarga de 3 kg. de equipaje. Toda actividad comercial, industrial o intelectual se detiene oficialmente en el día de la fecha y la partida general se convierte en la única obsesión de todo el mundo.

Esas revelaciones me sirven de lección. Había subestimado las facultades creativas del cerebro humano. Había olvidado que ese mismo cerebro puede crear los laberintos burocráticos más estrafalarios y las relojerías más complejas. Y del mismo modo que puede resolver los teoremas contenidos en las contribuciones directas, puede también, cuando es necesario, hacer juegos malabares con las ecuaciones de las grandes imposibilidades. Acaba de probarlo. ¿Cómo imaginar que se trata del mismo cerebro? Poco importa, de todas maneras: pensó, ergo vivirá. Sólo me resta desear buen viaje a los habitantes de este planeta. Si son lúcidos, pueden partir sin pena. Este planeta no valía en absoluto la publicidad que le habían hecho. Su color verde era más bien de gusto dudoso, sus paisajes no tenían nada particularmente excepcional, su cielo era feo cuando estaba claro, triste cuando estaba lluvioso, y su clima dejaba mucho que desear. Sin duda encontrarán en otra parte un mundo más satisfactorio. Es cierto que los hombres se las arreglarán para arruinar en poco plazo a los mejores. Pueden huir de su mundo natal, entendámonos, pero nunca abandonarán su verdadera patria: la demencia y el mal gusto. Aun si se van más allá del sol de este mundo.


25 de marzo

Recibí la visita oficial de una delegación de desconocidos cuya dignidad no podía ser puesta en duda. Con voz de abogado, uno de los desconocidos declaró que, como a todo habitante de este mundo, me sería acordado el derecho de partir con los cohetes, el 2 de abril. Los gobiernos habían decidido ofrecer a todos, incluso a los condenados a muerte, la oportunidad de sobrevivir y escapar el acontecimiento que engullirá a la Tierra. No se había previsto ninguna excepción. Los hechos siguieron a las palabras. Con gesto de ujier, un funcionario me entregó con cierto sentido de lo ceremonioso un sobre que contenía mi pasaje de partida y una circular con las instrucciones a seguir.

Un poco asombrado, agradecí a todo el mundo.

Vamos de sorpresa en sorpresa. En pocas días, heme aquí, presenciando más situaciones asombrosas de las que haya tenido durante toda mi vida. ¿De homicidas que eran, los gobiernos se han vuelto humanitarios? El mundo decide cambiar. Falta saber si no es demasiado tarde. Se pone de rodillas, se apiada, hace caridad derramando indulgencias. Al menos si morimos, nadie irá al infierno. La redención dirige al mundo. Y la ascensión, por supuesto.

En cambio, aunque candidato a la partida, no seré puesto en libertad hasta último momento. La víspera de la partida, para ser más exactos.

-Usted comprenderá que teniendo en cuenta su pasado... -me explicaron.

Comprendí fácilmente, por supuesto.

Me hubiera gustado mucho hablarles, no de mi pasado, sino del porvenir de ellos, mas no tuve ocasión de hacerlo. Tenían que visitar a otros condenados.

-Le deseo buena suerte -me dijo uno de los funcionarios.

Le deseé lo mismo. Total, entre hermanos, ¿verdad?

Después de que salieron me asombró no haberles oído entonar un cántico.

Mi boleto de partida es verdoso, marcado con sellos, afiligrano, ilustrado y se parece mucho a un cheque. Siempre esa obsesión por ser bancario, en consecuencia solemne. ¿Hasta qué estación del espacio vamos con este billete? No está indicado. Pero no hay que preguntar demasiado, ya que el viaje es gratuito. Eso también parece casi increíble. ¡Varios millones de kilómetros a costa de la humanidad! Cuando uno piensa lo que costaba el kilómetro la semana pasada. El boleto menciona igualmente a qué zona debo dirigirme el 2 de abril y, por medio de una ingeniosa red de números y letras, da indicaciones precisas sobre el camino a seguir para alcanzar el cohete que me asignaron.

Camino que, por otra parte, no seguiré, ya que nunca tuve la intención de partir. ¿Por qué? ¡Ah! sí, ¿por qué?

Digamos que tengo vértigos o que la altura me descompone y no hablemos más del asunto.

Hay que aclarar que el rechazo a partir ha sido previsto. En semejante caso, dice la circular, es necesario devolver el billete sin demora a las autoridades. Así será. Sin demora, efectivamente. Ni siquiera quiero apostar la cuestión a cara o cruz.

¿Qué hacer ahora que todo está decidido, reglamentado? En verdad ya no me queda nada por ordenar en mi vida. No tengo que enfrentar el menor problema. Todo se reduce a lo esencial, es decir a nada. Sin duda voy a aburrirme en estos últimos días. Aunque estoy acostumbrado. Desde que me encarcelaron, compruebo que no me aburro mucho más que lo que me aburría asumiendo diversos empleos. Al menos aquí puedo adormecerme en mi indolencia sin tener que poner cara de que cumplo con mis obligaciones.


28 de marzo

Ya no pasa nada.

Pero veré de cerca el fin del mundo. Me han anticipado, en efecto, que aun si no deseo disfrutar de mi billete de partida, me liberarán, a pesar de todo, la víspera del éxodo general. El primero de abril, por lo tanto. Estoy feliz de saber que este importante incidente cae un primero de abril.


1º de abril

Aquí estoy, libre,

En regla, con plena conciencia. Es extraño pensar que cumplí con mi deuda ante la sociedad: un mes de detención por haber cometido un asesinato. No es caro.

O sea que me quedan cuatro días de vida. Y dentro de dos días tendré todo un mundo por compartir con los pocos habitantes que, como yo, se nieguen a irse. Parece que no habrá muchos. Incluso los ancianos quieren irse, huir, escapar. Los arruinados, los impotentes y los paralíticos también. Vivir. No se piensa más que en eso. Nunca conoció la fe en la vida un auge tal. Todas las miradas giran al mismo tiempo hacia el cielo. Detalle desalentador: está nublado desde hace una semana. La religión ha forjado nuevas consignas y, embanderada en su eterna liturgia, receta. Las iglesias rechazan el mundo y el agua bendita corre a borbotones. El Papa habla al mundo todos los días, sus delegados todas las horas, y cada hombre siente tal temor del silencio que se pega día y noche a los innumerables hilos eléctricos de la radio o la televisión. Por más vivos que se encuentren, me parece que hacen en verdad demasiado ruido. Esto sin contar el estruendo de acero de los innumerables camiones que pasan por las calles de la ciudad, transportando todo un mundo de piezas sueltas hacia los cohetes erguidos, hieráticos, en la campiña de los alrededores.

He ido a verlos por curiosidad. Había centenares, clavados al suelo como gigantescas estacas metálicas, apuntando al cielo, amenazantes, mudos, recreando un decorado similar a un singular huerto de catedral. Su número, su altura, su densidad, todo impresiona y fija literalmente la mirada en el fondo de las pupilas. Hay que felicitar a los técnicos. Celeridad de ejecución, perfección de la empresa, terminación del trabajo, armonía de las líneas; pusieron todos los triunfos en su juego. No sé dónde encallarán estos cohetes, no sé incluso si los seres vivientes soportarán este viaje, pero al ver este material uno confía y está dispuesto a creer que llegará lejos.

De todos modos estas máquinas decoran agradablemente la campiña particularmente desagradable de esta región y se podría lamentar incluso que Dios no haya creído necesario utilizar el cohete como elemento de una naturaleza que, como suele decirse, deja bastante que desear.

He vuelto favorablemente impresionado. Haber llegado a transformar en pocos días un sueño de muchos siglos en una realidad es una proeza que marcaría una fecha en la Historia de la Tierra si no fuese justamente que la Historia se detiene en esa fecha. A pique. ¿Sobre qué vacío? ¿Tendrá la Historia ocasión de decirlo?

No menos impresionante es el rigor concentracionario con que se lleva a cabo la evacuación de la capital. Pues los habitantes dejan la ciudad esta tarde para encerrarse en los cohetes antes de medianoche. La partida se hará mañana, al amanecer. Siempre se parte al amanecer, para el cadalso, para el infinito. En las rutas barridas por hordas de vehículos que parecen moverse como enormes aspiradoras, ningún pánico, ningún desorden. Los altoparlantes instalados por todas partes aúllan himnos marciales entrecortados por órdenes lacónicas. Ahogando sus temores secretos, atiborrados de esperanza, inflados de estrépito, los habitantes se dejan llevar hacia los centros de partida donde serán separados, desinfectados, envasados e introducidos en los cohetes como fardos de algodón.

¿Qué decirles?

Esto no es más que un hasta la vista, hermanos míos.


2 de abril

Son las dos y media de la mañana.

La ciudad, siempre desierta a esta hora, no ha cambiado de aspecto. Se podría creer que no ha pasado nada y que, dentro de algunas horas, vendrán a retirar los cestos de basura. Las calles siguen iluminadas. Es la primera vez que los hombres salen de viaje olvidándose de cerrar el agua, el gas y la electricidad detrás de ellos.

He tomado un café negro en un bistrot donde fui servido por el patrón mismo.

-¿Usted no parte? -le pregunté.

-No -me dijo-. Los viajes me aburren. Ni siquiera conozco las afueras. Falta de curiosidad sin duda.

Luego subí a un coche abandonado y rodé hacia los suburbios de la ciudad. Después alcancé la campiña. Quiero ver todo. La partida para empezar, el fin del mundo a continuación. Y mañana iré incluso a ver una última película si es que llego a poner en marcha el aparato de proyección.

Hasta el momento el espectáculo de la partida no ofrece gran interés. De los cohetes no se divisa más que una multitud de puntos verdes y rojos. En alguna parte, una vasta torre de vidrio, probablemente la torre desde donde controlarán la partida. Acercándose más el conjunto evoca un aeropuerto. Nada extraordinario.

Ningún ruido en ninguna parte. Los pasajeros están todos encerrados en el interior de los cohetes. Un silencio de tal densidad que es casi increíble pensar que toda la vida de una ciudad se encuentra comprimida en esas máquinas muertas.

Son las cuatro de la mañana. La partida se llevará a cabo de un momento a otro.

Aguardo la apertura de los infiernos, una tormenta a ras de tierra, un ciclón de llamas y rugidos, el desencadenamiento de todas las furias atómicas del siglo XX. Pero aguardo en vano. Sólo el silencio responde a las tinieblas, como un reflejo helado. De pronto percibo algo; un silbido difuso, insinuante, pero apagado por toneladas de blindaje.

Debe ser el preludio. Va a explotar el suelo y los cohetes desfondarán el cielo. Pero nada llega, nada se mueve, nada tiembla. Nada más que el silbido, más discreto que nunca, contenido insidioso. Después, a las 4 y 10, nada más. El silbido ha cesado.

El silencio.

No pasó nada. No despegó ningún cohete. Debe haber algo podrido en el mundo del átomo. Pero aguardo. Nunca se sabe. Un simple desperfecto, quizás. O un mal contacto. O un simple error de maniobra. ¿Y si los cohetes en vez de despegar entraran en las entrañas de la tierra?

Pasa un cuarto de hora y es entonces cuando veo dos hombres saliendo de la torre de control. Se dirigen hacia la ruta. Me uno a ellos. Tienen el aspecto de los obreros que han hecho horas extra y vuelven al hogar fatigados y un poco aturdidos.

-¿Se perdió la partida? -me pregunta uno de los dos hombres al verme.

-Había venido a ver, simplemente. Pero me decepcionó. No ha pasado gran cosa, ¿verdad?

-¿Usted cree? Sin embargo todo marchó bien.

Los enfrento. Veo que uno de los dos sonríe. Y comprendo todo en ese instante. Comprendo que, en efecto, todo se ha desarrollado normalmente, según el plan previsto. Partir, hay distintos modos de partir. Con y sin esperanza.

-Pero los cohetes están siempre allí -digo, sabiendo perfectamente lo que van a responderme.

-Sí, siempre están allí. Nunca fueron concebidos para ser lanzados al espacio. Aparentemente, uno diría que son cohetes, pero en realidad son cámaras de gas.

martes, 28 de junio de 2016

EL DESAFÍO (Mario Vargas Llosa)


Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar" apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
- ¿Qué pasa? - preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
- Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.- Me encargó que les avisara - agregó Leoniidas. - Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
- ¿Cómo fue?
- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo demás...
- Bueno - dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
- Si - repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
- Son casi las nueve - dijo León.- Mejor noos vamos.
Salimos.
- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza.
- ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? - preguntó Briceño.
- Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.
- El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Briceño.
- Cállate - dijo León.
- Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
- ¿Otra vez a la calle? - dijo ella.
- Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
- Tienes que levantarte temprano - insistió ella - ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
- No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos.
Caminé de vuelta hacia el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
- ¿Es cierto lo de la pelea?
- Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
- No necesito que me adviertas - dijo. - Loo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
- El Cojo es un asco de hombre.
- Era tu amigo antes... - comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
- ¿Quieres que yo vaya? - me preguntó.
- No. Con nosotros basta, gracias.
- Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. - Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
- Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
- Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.

Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
- Acabo de llegar - dijo. - ¿Qué es de los otros?
- Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
- ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
- ¿Eres muy hombre? - gritó el Cojo.
- Más que tú - gritó Justo.
- Quietos, bestias - decía el cura.
- ¿En "La Balsa" esta noche entonces? - gritó el Cojo.
- Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo.
La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
- He traído esto - dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
- Son iguales - dijo. - Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
- Hermanito - dijo León - Usted lo va a hacer trizas.
- De eso ni hablar - dijo Briceño. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
- Bajemos por aquí - dijo León - Es más corto.
- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche.
- Haremos fogatas - dijo Justo.
- ¿Estas loco? - dije. - ¿Quieres que venga la policía?
- Se puede arreglar - dijo Briceño sin convicción.-
Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
- Ahí está "La Balsa" - dijo León.

En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.
Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos.
- Ellos ya están ahí - dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
- Anda tú - dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
- ¡Quieto! - gritó alguien. - ¿Quién es?
- Julián - grité - Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
- Ya nos íbamos - dijo. - Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
- Quiero entenderme con un hombre - grité, sin responderle - No con este muñeco.
- ¿Eres muy valiente? - preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
- ¡Silencio! - dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
- ¿Por qué has traído a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca.
- ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
- ¡Qué pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted.
- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
- Está bien, viejo - dijo el Cojo. - Le creo. - Se dirigió a mí: - ¿Están listos?
- Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
- Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
- ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
- Está bien - dije.
- Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
- ¿Quién le dijo a usted que viniera? - preguntó Justo, severamente.
- Nadie me dijo. - afirmó Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
- Perdón - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escapó. Aquí está.
Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
- ¡Listos! - exclamó una voz, del otro ladoo.
- ¡Listos! - grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
- No te le acerques ni un momento. - El veejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. - Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos.
Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
- Ya está - murmuró Briceño. - lo rasgó.
- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.
Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.
Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
- ¡Julián! - grito el Cojo. - ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: - ¡Don Leonidas!
- gritó de nuevo con acento furioso e implorante. - ¡Dígale que se rinda!
- ¡Calla y pelea! - bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar.

Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. - No llore, viejo - dijo León. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
- ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
- Sí - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

lunes, 27 de junio de 2016

HEMORRAGIA INTERNA (Saiz de Marco)


Entra en la habitación del hospital como si temiera llegar tarde a una cita. Mira al enfermo y éste, tras la mascarilla y los tubos, reacciona con sorpresa. El visitante y el hombre encamado se estrechan las manos, fuerte, largamente, hablándose con la mirada. El silencio lo ocupa todo, así que la hija del enfermo tiene que salir. Fuera, con la vista nublada y una presión que crece en la garganta, la muchacha identifica a aquel hombre como el viejo amigo de su padre. Recuerda las charlas y risas de ambos, años atrás, cuando ella era pequeña. Ahora el visitante sale abatido al pasillo. Se acerca a la muchacha y dice: “Dejamos de hablarnos hace años. No recuerdo el motivo. Por una sandez…”. Se gira y echa a andar, haciendo gesto de despedirse con una mano y llevándose la otra a los ojos.


sábado, 25 de junio de 2016

EL CULO DE MARILYN MONROE (Patricia Suárez)


Estoy en un pueblo que se llama Banff, en Canadá. Subo la montaña hasta pasar el bosquecito de cedros. Hay un parador para los turistas. Es un día soleado de primavera, en poco tiempo empezará el frío recio y ya no se podrá subir. Sino que descenderán los alces y los osos. Ahora los alces están en el período de apareamiento y se ponen bravos, hay que tener cuidado de no enfrentarlos. Por el pueblo hay carteles con prevenciones, qué hacer si uno es atacado por un alce. No parece que hablarles pueda hacerlos entrar en razón. Yo apenas si vi algunos de lejos, indiferentes. Los venados, en cambio, pasan cerca de uno husmeando si hay comida. Igual, al parador no se acercan. Hay un plato especial que es Deer-steak, bife de venado. Deberían ser caníbales o suicidas para andarse rondando por acá. El dependiente es un señor muy viejo, de unos sesenta que le pesan como mil. Viene y me pregunta con cara de pocos amigos qué quiero. Pido café. Hay una bicicleta un poco oxidada aparcada dentro del parador, donde termina el mostrador. Cuando el viejo trae el café, le pregunto si todavía la usa. Sí, responde. Debe darle trabajo pedalear. Un poco, ¿la quiere? Se la puedo dejar en tres quinientos. ¿Tres quinientos qué? Dólares americanos, de los grandes. ¿¿Tres mil quinientos?? ¿Usted sabe acaso quién montó acá? Por ese precio tendría que haber sido la diosa Diana en persona. Acá apoyó su bello culo nada menos que Marilyn Monroe. Ah. Vino el director de la película, paraban al principio en Calgary. Escenas de rodeos. Después vinieron a filmar el Río del No Retorno, que es como se llama la película. No hay un río así, así que entre seis ríos de montaña hicieron uno solo, el del No Retorno. El celuloide hace milagros. Como sea, la estrella se aburre. Quiere estirar las piernas, no le gusta estar en el set. Según me enteré después, Mitchum, el co-protagonista, la cortejaba. Pero ella no quería nada con Mitchum, que era una especie de macho cabrío. Ella estaba triste, sí, muy triste porque acababa de romper con el marido, el deportista. Así que viene, sube hasta acá. Yo tengo diez años. Me dice: ¿Me prestas la bici? Yo no podía ni hablar y tenía miedo de hacerme en los pantalones. Sí, tartamudeé. ¿Me acompañas, me enseñas el camino?, pregunta y monta. Esa imagen no puedo quitármela de la cabeza; tengo dos divorcios encima, mis dos ex esposas hablan de esta obsesión. Ni que le cuente. Yo subo en la bici de mi hermano -murió hace diez años- y le muestro cosas del camino. Ella dice: “Mejor no hablemos, tengo que practicar”. Se pone a cantar One silver dollar, que después canta y se acompaña con una guitarrita en el filme. Un dólar de plata, brillante, pasando de mano en mano… Tres quinientos es un buen precio; pero pensándolo mejor no la vendo. Ya estoy viejo; es el último recuerdo de amor verdadero que tengo…

    viernes, 24 de junio de 2016

    MI VECINO JACQUES (Émile Zola)


    I

    Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint-Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas -las casas son bajas en esa zona- ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.

    Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.

    II

    Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza.

    Un día -había llovido la víspera y mi corazón estaba algo nostálgico-, cuando bajaba por el bulevar del Enfer, vi venir hacia mí a uno de esos parias del pueblo obrero de París, un hombre vestido y tocado de negro, con corbata blanca, que llevaba debajo del brazo el estrecho ataúd de un recién nacido.

    Iba con la cabeza gacha, llevando su ligero paquete con una indolencia meditabunda, dándole con el pie a los guijarros de la calle. La mañana era blanca. Me impresionó aquella tristeza que pasaba. Al oír mis pasos, el hombre levantó la cabeza y luego la volvió rápidamente; pero era demasiado tarde, ya lo había reconocido. Mi vecino Jacques era, pues, enterrador. Lo vi alejarse, avergonzado de su vergüenza. Lamenté no haber ido por la otra acera. Y se alejaba, con la cabeza más baja, diciéndose sin duda que acaba de perder el apretón de manos que intercambiábamos cada noche.

    III

    Al día siguiente me lo encontré en la escalera. Se echó tímidamente hacia a la pared, haciéndose pequeño, pequeño, recogiendo con humildad los pliegues de su uniforme para que el paño no rozara mi ropa. Estaba allí, con la frente inclinada, y yo veía su pobre cabeza gris temblando de emoción.

    Me detuve mirándolo de frente y le tendí la mano. Él levantó la cabeza, titubeó, me miró de frente a su vez. Vi sus gruesos ojos agitarse y su cara pálida teñirse de rojo. Luego, cogiéndome por un brazo bruscamente, me llevó hasta mi buhardilla donde recuperó el habla.

    -Es usted un buen chico, -me dijo-; su apretón de manos acaba de hacerme olvidar muchas miradas desagradables.

    Se sentó y se confesó conmigo. Me dijo que antes de ser del oficio, como los demás, sentía cierto malestar cuando se encontraba con un enterrador. Pero, después, en sus largas horas caminando en medio del silencio de los cortejos fúnebres, había reflexionado sobre ello y se había sorprendido de la repugnancia y del temor que levantaba a su paso. Yo tenía entonces veinte años y habría sido capaz de abrazar a un verdugo. Me lancé a hacer consideraciones filosóficas, queriendo demostrar a mi vecino Jacques que su trabajo era santo. Pero él encogió sus puntiagudos hombros, se frotó las manos en silencio, y prosiguió con su voz lenta y tímida:

    -¿Sabe una cosa, señor? Los comentarios del barrio, las malas miradas de los transeúntes, me preocupan poco con tal de que mi mujer y mi hija tengan qué comer. Sólo hay una cosa que me inquieta. Cuando pienso en ello, no puedo dormir. Mi mujer y yo ya somos viejos y ya no sentimos vergüenza. Pero las chicas es distinto. Mi pobre Marthe se avergonzará de mí más tarde. Cuando tenía cinco años, vio a uno de mis colegas y le dio tanto miedo, lloró tanto, que no me he atrevido aún a ponerme el uniforme negro delante de ella. Me visto y me desvisto en la escalera.

    Tuve lástima de mi vecino Jacques; le ofrecí que depositara su uniforme en mi cuarto y viniera a ponérselo o quitárselo a su gusto, al abrigo del frío. Él adoptó mil precauciones para transportar a mi cuarto su siniestra ropa. A partir de aquel día, lo vi regularmente mañana y tarde. Se arreglaba en un rincón de mi buhardilla.

    IV

    Yo tenía un viejo cofre cuya madera se estaba deshaciendo a causa de la carcoma. Mi vecino Jacques lo convirtió en su guardarropa; forró el fondo con periódicos y dobló en él delicadamente su uniforme negro.

    A veces, por la noche, cuando alguna pesadilla me despertaba sobresaltado, echaba una mirada despavorida hacia el viejo cofre que se extendía junto a la pared como un ataúd. Y me parecía ver salir de él el sombrero, el abrigo negro, la corbata blanca. El sombrero rodaba alrededor de mi cama, zumbando y saltando a pequeños brincos nerviosos; el abrigo se ensanchaba y agitando sus faldones como grandes alas negras, volaba por el cuarto, amplio y silencioso; la corbata blanca se alargaba, se alargaba, luego se ponía a reptar suavemente hacia mí con la cabeza levantada y la cola en movimiento. Yo abría los ojos desmesuradamente y veía el viejo cofre inmóvil y oscuro en su rincón.

    V



    En aquella época yo vivía en sueños, sueños de amor, también sueños de tristeza. Me complacía en mi pesadilla; amaba a mi vecino Jacques porque vivía con los muertos y porque me aportaba los desagradables olores de los cementerios. Me hacía confidencias. Y empecé a escribir las primeras páginas de Las memorias de un sepulturero. Por la noche, antes de quitarse la ropa, mi vecino Jacques se sentaba sobre el viejo cofre y me contaba su jornada. Le gustaba hablar de sus muertos. Unas veces era una chica, una pobre niña que había muerto tísica y que pesaba poco; otras veces era un anciano, un anciano cuyo ataúd le había partido los brazos; era un funcionario importante y debía haberse llevado todo su oro en los bolsillos. Yo tenía detalles íntimos acerca de cada muerto; conocía su peso, los ruidos que se habían producido dentro de los ataúdes, la forma en la que había sido necesario bajarlos por los recodos de las escaleras.

    Ciertas noches mi vecino Jacques volvía más charlatán y comunicativo. Se apoyaba en las paredes, con el uniforme al hombro y el sombrero echado hacia atrás. Había dado con unos herederos generosos que le habían pagado «los tragos y el trozo de queso de Brie del consuelo». Y acababa por enternecerse; me juraba que, cuando llegara el momento, me depositaría en tierra con la suavidad de una mano amiga. Viví así más de un año en plena necrología.

    Una mañana mi vecino Jacques no vino. Ocho días después estaba muerto. Cuando dos de sus colegas se llevaron su cuerpo yo me encontraba en el quicio de mi cuarto. Los oí bromear mientras bajaban el ataúd que se quejaba sordamente a cada golpe. Uno de ellos, pequeño y gordo, le decía al otro, alto y delgado:

    -«Le croque-mort est croqué», el enterrador la ha palmado.

    jueves, 23 de junio de 2016

    ROCK SPRINGS (Richard Ford)


    Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su exmarido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
    No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»
    Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le mataría. Helen, mi exesposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.
    Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.
    Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.
    El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de medianoche.
    Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.
    Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.
    En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.
    Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.
    —¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.
    Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.
    —Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.
    Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.
    —¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.
    Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión. —Voy a probarlo otra vez.
    —Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.
    Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.
    —¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.
    Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de película.
    —Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí
    —Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.
    —Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.
    —¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.
    —Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma carretera. —Señaló hacia el frente.
    Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.
    —Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.
    —Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.
    —Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.

    Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, porque aunque tiene fama de ser un estado llano la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.
    —Es la hora del cóctel —dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago, festejar algo, cualquier cosa.
    Se sentía mejor pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin duda un fallo mecánico, y más valía abandonarlo cuanto antes.
    Edna sacó una botella de whisky y unos vasos de plástico, y se puso a igualar niveles sobre la tapa de la guantera. A Edna le gustaba beber, y le gustaba beber cuando iba en coche, algo bastante corriente en Montana, donde no estaba penado por la ley, pero donde, en cambio, un cheque sin fondos bastaba para que te pasaras un año entere tras las rejas de la cárcel de Deer Lodge.
    —¿Te he contado que una vez tuve un mono? —preguntó Edna mientras dejaba mi vaso sobre el salpicadero para que pudiera cogerlo cuando me apeteciera. Estaba otra vez animada. Edna era así, pasaba de la alegría a la depresión en un instante.
    —Me parece que no me lo has contado —respondí—. ¿Dónde vivías entonces?
    —En Missoula —dijo Edna. Puso un pie descalzo sobre el salpicadero y apoyó el vaso sobre sus pechos—. Estaba de camarera en el club de veteranos de guerra. Fue antes de conocerte. Un día llegó un tipo con un mono. Un mono araña. Y yo, bromeando, le dije: «Te lo juego a los dados.» Y el tipo propuso: «¿A una tirada?» Y yo le respondí: «Vale.» El tipo dejó el mono en la barra, cogió el cubilete, tiró y le salieron doce puntos. Luego tiré yo, y saqué tres cincos. Y me quedé mirando al tipo. No era más que alguien que iba de paso, un veterano, supongo. Vi que se le había puesto una expresión rara en la cara, aunque seguro que menos rara que la mía, pero parecía triste y sorprendido y satisfecho, todo al mismo tiempo. «Podemos tirar otra vez», le dije. «No. Nunca tiro dos veces los dados. Por nada.» Se sentó y se bebió una cerveza y estuvo hablando de esto y de aquello durante un buen rato, de la guerra nuclear y de construir una fortaleza en lo alto de las Bitterroot, dondequiera que eso esté, mientras yo miraba el mono y me preguntaba qué iba a hacer con él cuando aquel tipo se fuera. Y al fin se puso en pie y dijo: «Bueno, adiós, Chipper», porque era así como se llamaba el mono. Y se fue sin darme tiempo a decirle nada. Y el mono se quedó sentado en la barra toda la noche. No sé por qué me he acordado de esto, Earl. Qué extraño. Mis pensamientos vagan sin rumbo fijo.
    —Me parece perfecto —le dije.
    Tomé un sorbo de mi vaso.
    —Yo nunca tendría un mono —añadí poco después—. Son unos bichos asquerosos. Pero estoy seguro de que a Cheryl le encantaría tener uno, ¿verdad que sí, bonita? —Cheryl estaba hundida en el asiento, jugando con Duke. En aquella época se pasaba el día hablando de monos—. ¿Qué diablos hiciste con ese mono? —pregunté mientras echaba una ojeada al velocímetro.
    Convenía ir más despacio, porque la luz roja parpadeaba a veces. Lo único que conseguía apagarla era reducir la velocidad. Íbamos a menos de sesenta; faltaba una hora para que anocheciera, y confiaba en que Rock Springs no estuviese demasiado lejos.
    —¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Edna.
    Me lanzó una mirada rápida y luego volvió la vista al desolado paisaje, como si el desierto le diera que pensar.

    Claro —dije.
    Seguía animado. Pensé que más valía que sólo yo me preocupara por el posible fallo mecánico, y que los demás siguieran disfrutando.
    —Lo tuve una semana. —De pronto Edna pareció ponerse triste, como si empezara a ver cierto aspecto de la anécdota que hasta entonces se le había escapado—. Me lo llevé a casa, e iba con él de casa al bar y del bar a casa todos los días. Y no me creó ningún problema. Le puse una silla al fondo del bar para que se sentara, y a la gente le gustaba. Hacía un clic-clic muy gracioso. Le pusimos de nombre Mary, porque el encargado del bar dijo que era una hembra. Pero nunca me sentí realmente a gusto teniéndolo en casa. Hasta que un día vino un tipo que había estado en Vietnam y aún llevaba la guerrera de faena, y me dijo: «¿No sabes que un mono puede matarte? Tiene más fuerza en los dedos que tú en todo el cuerpo.» Contó que hubo soldados en Vietnam que murieron a manos de los monos. Que los bichos salían a merodear en grandes grupos mientras la gente dormía, y te mataban y te tapaban con hojas. No me creí ni media palabra pero cuando llegué a casa me desnudé y me puse a mirar a Mary. Estaba en su silla, al otro extremo del cuarto, mirándome. Y me entró pánico. Y al cabo de un rato me levanté y me fui al coche, cogí un rollo de alambre de tender la ropa, volví a casa y até a Mary al tirador de la puerta después de pasarle el alambre por el collar plateado, y luego intenté conciliar el sueño otra vez. Y supongo que me dormí como un leño, aunque yo no lo recuerde, porque al despertar me encontré con que Mary había tirado la silla al suelo y se había ahorcado con el alambre de tender. Le había dejado un cabo demasiado corto.
    Edna parecía muy afectada por lo que había contado, y se hundió en el asiento hasta que no pudo ver por encima del salpicadero.
    —¿No te parece horrible, Earl? ¿No es horrible lo que le pasó a aquel pobre mono?
    —¡Veo un pueblo! ¡Veo un pueblo! —empezó a gritar Cheryl desde el asiento trasero, y al instante Duke se puso a ladrar y todo el coche se llenó de estrépito. Y, en efecto, Cheryl acababa de ver algo que yo no había visto, y era Rock Springs, Wyoming, al fondo de una larga ladera; una diminuta joya rutilante en medio del desierto, con la I-80 en su lado norte y el vasto y negro desierto a su espalda.
    —Ahí está, cariño —le dije—. Es ahí adonde vamos. Has sido la primera en verlo.
    —Tenemos hambre —dijo Cheryl—. Duke quiere algo de pescado, y yo espaguetis.
    Me rodeó el cuello con los brazos y me apretó contra su pecho.
    —Pues eso es lo que vais a comer —dije—. Podrás tomarte lo que quieras. Y lo mismo Edna y el pequeño Duke.

    Volví la mirada, sonriendo, hacia Edna, pero ella me miraba con ojos llenos de ira—. ¿Qué pasa? —pregunté.
    —¿No te importa un rábano esa cosa horrible que me pasó?
    Tenía los labios apretados, y sus ojos miraban con fiereza hacia Cheryl y Duke, como si se hubieran pasado toda la tarde fastidiándola.
    —Claro que me importa —dije—. Pienso que fue espantoso.
    No quería que Edna estuviese triste. Estábamos a punto de llegar, y muy pronto podríamos sentarnos ante una buena comida de verdad sin preocuparnos por que nadie pudiera hacernos daño.
    —¿Quieres saber qué hice con el mono? —dijo Edna.
    —Claro que sí —dije.
    —Metí a Mary en una bolsa verde de basura, la puse en el maletero del coche, me fui hasta el vertedero y la tiré a la basura.
    Me miraba con expresión sombría, como si la historia tuviera para ella un significado realmente importante; algún sentido que sólo ella podía ver y que nos convertía en estúpidos al resto de los mortales.
    —Me parece horrible —dije—. Pero no veo qué otra cosa habrías podido hacer. No quisiste matarla. Si hubieses querido matarla, lo habrías hecho de otro modo. Luego tuviste que librarte del cuerpo, no te quedaba otra alternativa. Lo de tirarla puede que a alguien le parezco poco piadoso, no lo niego, pero no a mí. A veces no te queda otro remedio, y no debes preocuparte por lo que piensen los demás. —Traté de sonreírle, pero la luz roja se encendía por poco que pisara el acelerador, y traté de calibrar las posibilidades que teníamos de descender en punto muerto hasta Rock Springs antes de que el coche se nos quedara parado por completo. Miré otra vez a Edna—. ¿Qué más puedo decirte? —le dije.
    —Nada —dijo ella, y volvió a mirar hacia el oscuro asfalto—. Debería haberme imaginado que pensarías de ese modo. Tienes un carácter que olvida ciertas cosas, Earl. Hace mucho que lo sé.
    —Pero aquí estas —le dije—. Y no te va mal. Las cosas podrían ir mucho peor. Al menos, estamos los tres juntos.
    —Las cosas siempre pueden ir mucho peor —dijo Edna—. Podrían llevarnos mañana mismo a la silla eléctrica.
    —Exacto —le dije—. Y puede que a alguien, en algún lugar, le suceda eso. Pero no a ti.
    —Tengo hambre —dijo Cheryl—. ¿Cuándo vamos a comer? Busquemos un motel. Ya estoy cansada. Y Duke también lo está.
    El coche dejó de deslizarse cuesta abajo a cierta distancia de la ciudad; desde donde estábamos divisábamos el claro perfil de la autopista interestatal en la oscuridad, y Rock Springs iluminando el cielo mas atrás. Nos llegaba el ruido de los grandes tráileres al pisar las juntas de dilatación del paso elevado, y al reducir la marcha para iniciar el ascenso hacia las montañas.
    Apagué los faros.
    —¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Edna en tono irritado, dirigiéndome una mirada rencorosa.
    —Es lo que trato de pensar —dije—. Sea lo que sea, no va a ser tan terrible. Tú no tendrás que hacer nada.
    —Eso espero —dijo Edna, y miró hacia otro lado.
    Al otro lado de la carretera y de un arroyo seco, a unos cien metros de distancia, había una especie de camping, y contigua a él una fábrica o refinería muy iluminada y en plena actividad. Había luces encendidas en muchas de las caravanas, y coches que circulaban por una carretera de acceso que terminaba cerca del paso elevado de la autopista, un kilómetro más allá. Las luces de las caravanas se me antojaron amistosas, y supe al instante lo que tenía que hacer.
    —Baja —dije, abriendo mi puerta.
    —¿Vamos a andar? —dijo Edna.
    —Vamos a empujar el coche.
    —Yo no voy a empujar nada.
    Edna alzó la mano y cerró su puerta con el seguro.
    —De acuerdo —dije—. Basta con que lleves el volante.
    —¿Piensas empujarnos hasta Rock Springs, Earl? No parece que esté a más de cinco kilómetros.
    —Yo empujaré —dijo Cheryl desde atrás.
    —No, cariño. Ya empuja papá. Tú baja del coche con Duke y hazte a un lado.
    Edna me miró con aire amenazador, como si hubiera pretendido pegarle. Pero cuando me bajé del coche, se deslizó hasta mi asiento, cogió el volante y se quedó mirando fija y airadamente hacia una fronda de álamos que se alzaba a escasos metros.
    —Edna no sabe conducir este coche —dijo Cheryl desde la oscuridad del asiento trasero—. Se le irá a la cuneta.
    —Claro qué sabe, cariño. Tan bien como yo. Y hasta mejor.
    —No, no sabe —dijo Cheryl—. No sabe.
    Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.
    Le dije a Edna que dejase el contacto puesto para que no se trabara la dirección, y que condujera hacia los álamos con las luces de posición encendidas, para poder ver un poco. Y cuando empecé a empujar, Edna dirigió el coche hacia los álamos, y yo seguí empujando hasta que nos adentramos en el bosquecillo unos veinte metros y los neumáticos se hundieron en la arena blanda y ya nadie podía vernos desde la carretera.
    —¿Dónde estamos ahora? —dijo Edna, sentada al volante. Hablaba con voz dura y cansada, y comprendí que estaba muerta de hambre. Edna era dulce de carácter, y hube de admitir que lo que nos estaba sucediendo no era culpa suya sino mía. Pero me habría gustado que pudiera ser más optimista.
    —Quédate aquí. Voy a ir hasta esas caravanas y pediré un taxi por teléfono —le dije.
    —¿Un taxi? —dijo Edna, con la boca fruncida, como si fuera la primera vez en la vida que oía tal cosa.
    —Habrá taxis —dije, e intenté sonreírle—. En todas partes hay taxis.
    —¿Y qué piensas decirle al taxista cuando llegue? ¿Que el coche que robamos se ha averiado y necesitamos que nos lleve a algún sitio para agenciarnos otro? Será fantástico, Earl.
    —Ya me encargaré yo de hablar con él —dije—. Tú escucha la radio unos diez minutos y luego vete andando hasta la carretera como si no ocurriese nada raro. A ver si Cheryl y tú lo sabéis hacer. Ella no debe saber nada de este coche.
    —Como si no fuéramos ya bastante sospechosos. —Edna alzó la vista hacia mí en la cabina iluminada del coche—. No piensas correctamente, ¿lo sabes, Earl? Crees que el mundo es estúpido y tú eres muy inteligente. Pero no es así. Me das pena. Podrías haber llegado a ser alguien, pero las cosas se te torcieron en alguna parte.
    Pensé un instante en el pobre Danny. Era veterano de guerra y estaba loco como un cencerro, y me alegré de que se hubiese librado de todo aquello.
    —Mete a la niña en el coche —dije, tratando de ser paciente—. Estoy tan hambriento como tú.
    —Estoy cansada de todo esto —dijo Edna—. Ojalá me hubiese quedado en Montana.
    —Pues vuelve a Montana mañana por la mañana —le dije—. Te compraré el billete y te acompañaré al autobús. Pero mañana, no antes.
    —Sigue así, Earl.
    Se hundió en el asiento, apagó las luces con un pie y conectó la radio con el otro.

    Aquella comunidad de caravanas era la mayor que había visto en mi vida. Debía de hallarse vinculada de algún modo a la planta industrial que seguía iluminada más abajo, pues de cuando en cuando algún coche salía de una de las calles formadas por las caravanas, torcía en dirección a la fábrica y finalmente, muy despacio, accedía a su interior. Todo en aquella fábrica era blanco, y las caravanas —idénticas todas ellas— también eran blancas. Un zumbido grave salía de la fábrica, y al ir acercándome pensé que no me habría gustado trabajar en ella.
    Me encaminé directamente a la primera caravana iluminada, y llamé a la puerta metálica. En la gravilla, al pie de los peldaños de madera, había unos cuantos juguetes desperdigados. La televisión, que instantes antes había oído en el interior, cesó de pronto. Luego una mujer dijo algo, y después se abrió la puerta.
    En el umbral, ante mí, había un rostro ancho y amistoso. Me sonrió y se adelantó, como si fuera a salir, pero se detuvo en el escalón de arriba. Un niño negro asomaba tras sus piernas y me miraba con ojos entrecerrados. En la caravana flotaba como un aura de que no hubiera nadie más en su interior, un algo casi imperceptible que a lo largo de la vida yo había llegado a conocer bien.
    —Siento molestar —dije—. Pero parece que esta noche tengo una racha de mala suerte. Me llamo Earl Middleton.
    La mujer me miró; luego miró hacia la noche, en dirección a la autopista, como si lo que acababa de decirle fuera algo que ella pudiera ver con los ojos.
    —¿Qué clase de mala suerte? —dijo, mirándome de nuevo.
    —Se me ha averiado el coche en plena carretera —dije—. No puedo arreglarlo solo, y quería saber si sería tan amable de dejarme utilizar un segundo su teléfono.
    La mujer me dirigió una sonrisa perspicaz.
    —Ya no sabemos vivir sin coche, ¿no es eso?
    —Tiene usted toda la razón —dije yo.
    —Son casi como nuestro corazón —dijo ella. La cara le brillaba a la débil luz de la bombilla que había al lado de la puerta—. ¿Dónde se le ha quedado el coche?
    Me volví y miré hacia la oscuridad, pero no pude ver nada: el coche estaba oculto entre los álamos.
    —Por allí —dije—. Desde aquí no puede verse; está muy oscuro.
    —¿Cuántos son? —dijo la mujer—. ¿Está con usted su esposa?
    —Se ha quedado en el coche con la niña y el perrito —dije—. Mi hija se ha dormido. Si no, me habrían acompañado.
    —No debería dejarlas solas con esta oscuridad —dijo la mujer, y frunció el ceño—. Hay mucho indeseable suelto.
    —Lo mejor será que vuelva cuanto antes. —Traté de parecer sincero, pues todo lo que había dicho, salvo que Cheryl dormía y que Edna era mi esposa, era verdad. La verdad puede resultarte útil si permites que lo sea, y yo quería servirme de ella—. Le pagaré la llamada —le dije a la mujer—. Si me trae el teléfono a la puerta, puedo llamar desde aquí mismo.
    La mujer volvió a mirarme como si buscara su propia verdad sobre el asunto, y luego miró otra vez hacia la noche. Parecía tener unos sesenta y tantos años, aunque no podría asegurarlo.
    —¿Verdad que no va a robarme, señor Middleton? —Sonrió, como si se tratara de una broma entre nosotros.
    —Esta noche no —dije, y le dediqué una sonrisa genuina—. Esta noche no estoy en ello. Quizá en otra ocasión.
    —En tal caso, supongo que Terrel y yo podemos dejarle usar el teléfono aunque no esté papá en casa, ¿no crees, Terrel? Señor Middleton, le presento a mi nieto, Terrel Junior. —Puso la mano sobre la cabeza del niño y le miró—. Terrel no habla. Pero si supiese hablar le diría que puede usted usar nuestro teléfono. Es un encanto de niño.
    La mujer abrió la puerta de tela metálica y me invitó a pasar.
    Era una caravana grande, con una alfombra y un sofá nuevos y una sala de estar tan amplia como la de una casa común y corriente. De la cocina llegaba un aroma apetitoso y dulce; el ambiente general no era el de un acomodo temporal sino el de un hogar nuevo y confortable. Yo he vivido en caravanas, pero eran remolques de mala muerte con una sola habitación y sin retrete, y siempre me parecieron exiguos y tristes, aunque a veces he pensado que quizá era yo quien se sentía desdichado en ellas.
    Había un gran televisor Sony y un montón de juguetes esparcidos por el suelo. Vi un autocar Greyhound como el que le había comprado a Cheryl. El teléfono estaba junto a un sillón nuevo de cuero, y la mujer me indicó con un gesto que me sentara para llamar, y me dio el listín de teléfonos. Terrel se puso a jugar con sus cosas y la mujer se sentó en el sofá, mirándome y sonriendo.
    Había tres empresas de taxis: tres series de números con una sola cifra diferente. Marqué los números por orden y no obtuve respuesta hasta el último, que contestó con el nombre de la segunda empresa. Expliqué que estaba en la carretera, más allá del paso elevado de la interestatal, y que necesitaba antes de nada llevar a mi esposa e hija a la ciudad, y que de contratar una grúa me ocuparía más tarde. Mientras explicaba el lugar donde me encontraba, busqué el nombre de un servicio de grúa para decírselo al taxista en caso de que me lo preguntara.
    Cuando colgué, la negra me miraba con los mismos ojos con que había mirado antes a la noche; una mirada que parecía exigir la verdad de lo mirado. Sin embargo, sonreía. Debía de recordarle algo que le era grato recordar.
    —Tiene una casa preciosa —dije, y me eché hacia atrás en el sillón, que era tan confortable como el asiento del conductor del Mercedes y en el que no me habría importado arrellanarme un rato.
    —Esta no es nuestra casa, señor Middleton —dijo la negra—. Todas estas caravanas son de la empresa. Nos las dejan gratis. Tenemos nuestra propia casa en Rockford, Illinois.
    —Maravilloso —dije.
    —Estar lejos de la propia casa no es nunca maravilloso, señor Middleton; aunque sólo llevamos aquí tres meses y todo será más fácil cuando Terrel Junior empiece a ir a esa escuela especial. Mire, nuestro hijo murió en la guerra, y su mujer se largó sin llevarse a Terrel Junior. Pero no se preocupe usted. Él no nos entiende. Su almita no sufre. —La mujer entrelazó las manos sobre el regazo y sonrió con expresión satisfecha. Era atractiva, y llevaba un vestido floreado azul y rosa que la hacía parecer más grande de lo que en realidad era: la mujer adecuada para el sofá donde se había sentado. Era la estampa de la bondad, y me alegré de que fuera capaz de vivir con aquel nieto aquejado de alguna dolencia cerebral en un lugar donde nadie en su sano juicio soportaría vivir un solo minuto—. ¿Dónde vive usted, señor Middelton? —dijo en tono cortés, sonriendo con la misma afabilidad de siempre.
    —Mi familia y yo estamos de paso —dije—. Soy oftalmólogo, y ahora volvemos a Florida, donde nací. Voy a abrir un consultorio en algún pueblo donde haga buen tiempo todo el año. Todavía no he decidido dónde.
    —Florida es precioso —dijo la mujer—. Creo que a Terrel le gustaría.
    —¿Me permite que le pregunte una cosa? —dije.
    —Claro que sí —dijo la mujer. Terrel se había puesto a empujar su Greyhound por la pantalla del televisor, arañó el cristal e hizo una raya que no podía dejar de verse— Deja de hacer eso, Terrel Junior —dijo sin alterarse la mujer. Pero Terrel siguió empujando su autobús por el cristal, y ella volvió a sonreírme como si ambos entendiéramos algo triste. Pero yo sabía que Cheryl nunca estropearía un televisor. Respetaba las cosas bonitas, y me dio lástima aquella mujer que había de soportar que Terrel no supiera respetarlas—. ¿Qué quería preguntarme? —dijo la mujer.
    —¿Qué es lo que hacen en esa especie de fábrica? ¿En ese sitio iluminado que hay detrás de las caravanas?
    —Oro —dijo la mujer, y sonrió.
    —¿Cómo dice?
    —Oro —dijo la negra, sonriendo tal como venía haciendo casi todo el rato desde mi llegada—. Es una mina de oro.
    —¿Quiere decir que sacan oro de ese sitio? —dije, señalando con el dedo.
    —Día y noche —dijo con sonrisa satisfecha.
    —¿Trabaja ahí su marido? —dije.
    —Es el ensayador —dijo ella—. Controla la calidad. Trabaja tres meses al año, y el resto del tiempo lo pasamos en nuestra casa de Rockford. Hemos esperado mucho tiempo para conseguir esto. Nos alegra tener aquí a nuestro nieto, pero no puedo decir que vaya a lamentar que tenga que dejarnos. Queremos empezar una nueva vida. —Me dirigió una abierta sonrisa, y después sonrió a Terrel, que la miraba maliciosamente desde el suelo—. Ha dicho que tenía una hija —dijo la negra—. ¿Cómo se llama?
    —Irma Cheryl —dije—. Como mi madre.
    —Muy bonito. Y es una niña sana. Lo noto en su cara —dijo mirándome. Miró a Terrel Junior de forma compasiva.
    —Puedo considerarme afortunado —le dije.
    —Hasta ahora lo es. Pero los niños traen pesares del mismo modo que traen alegrías. Nosotros fuimos infelices durante mucho tiempo, antes de que mi marido consiguiera este empleo en la mina de oro. Ahora, cuando Terrel empiece a ir a esa escuela, volveremos a ser niños. —Se puso en pie—. No vaya a perder el taxi, señor Middleton —dijo dirigiéndose hacia la puerta, aunque sin forzarme a marcharme. Era demasiado cortés para hacer algo semejante—. Si nosotros no podemos ver el coche, lo más probable es que el taxista tampoco pueda verlo.
    —Cierto. —Me levanté del sillón sobre el que había pasado un rato tan cómodo—. Nosotros no hemos cenado aún, y su comida me recuerda lo hambrientos que debemos de estar todos.
    —En la ciudad hay buenos restaurantes, ya los encontrará —dijo la negra—. Siento que no haya conocido a mi esposo. Es un hombre maravilloso. Lo es todo para mí.
    —Dígale que agradezco lo del teléfono —dije—. Me han salvado ustedes.
    —No ha sido difícil —dijo la mujer—. A todos nos pusieron en la tierra para que salváramos a nuestros semejantes. No he hecho más que ayudarle a seguir hacia lo que le está esperando.
    —Esperemos que algo bueno —dije, adentrándome de espaldas en la noche.
    —Confío en ello, señor Middleton. Terrel y yo confiamos en ello.
    Le dije adiós con la mano mientras caminaba hacia el Mercedes oculto en la tiniebla de la noche.

    Cuando llegué, el taxi estaba ya esperando. Había visto sus pequeños pilotos rojos y verdes desde el otro lado del arroyo seco, y ello me hizo temer que Edna estuviera ya diciendo algo que pudiera meternos en un lío, algo acerca del coche o del lugar de donde veníamos, algo que pudiera hacer que el taxista sospechara de nosotros. Entonces pensé que nunca llegaba a planear bien las cosas. Siempre se abría un abismo entre mis planes y los hechos; yo me limitaba a reaccionar ante las cosas a medida que se iban produciendo, o a confiar en que me ahorraría los problemas. A los ojos de la ley, yo era un delincuente. Pero yo siempre había visto las cosas de otro modo: a mis ojos no era un delincuente. Ni tenía intención de serlo, lo cual era verdad. Pero tal como leí una vez en una servilleta, entre la idea y el acto hay todo un mundo. Y yo había tenido siempre dificultades con mis actos, que con frecuencia eran actos delictivos, y mis ideas, tan buenas como el oro que sacaban en aquella mina iluminada en medio de la noche.
    —Estábamos esperándote, papá —dijo Cheryl cuando crucé la carretera—. El taxi ya ha llegado.
    —Ya lo veo, cariño —dije, y la abracé con fuerza. El taxista, sentado al volante, fumaba con las luces interiores encendidas. Edna estaba apoyada en el maletero, entre las dos luces de posición, y llevaba puesto su sombrero—. ¿Qué le has dicho? —dije cuando estuve cerca de ella.
    —Nada —dijo ella—. ¿Qué iba a decirle?
    —¿Ha visto el coche?
    Edna echó una ojeada en dirección a los álamos donde habíamos escondido el Mercedes. En la negrura reinante no podía verse nada, pero oí a Duke husmeando en el sotobosque; seguía alguna pista, y su pequeño collar tintineaba en la oscuridad.
    —¿Adónde vamos? —dijo Edna—. Estoy tan hambrienta que podría desmayarme.
    —Edna está enfadadísima —dijo Cheryl—. Hasta me ha dado un cachete.
    —Todos estamos muy cansados, cariño —dije—. Así que trata de ser más amable.
    —Ella no es nunca amable —dijo Cheryl.
    —Corre a buscar a Duke —dije—. Y vuelve enseguida.
    —Parece que las preguntas que yo hago son las menos urgentes —dijo Edna.
    Le pasé el brazo por los hombros.
    —Eso no es cierto.
    —¿Has encontrado en las caravanas a alguien con quien te hubiera gustado quedarte? Has tardado mucho.
    —¿Por qué dices eso, Edna? —dije—. Sólo pretendía hacer que todo pareciese normal; no quiero que nos metan en la cárcel.
    —Que te metan, querrás decir.
    Edna rió con una risita que no me gustó.
    Exacto. Para que no me metan. Soy yo el que acabaría en chirona. —Me quedé mirando hacia aquel enorme complejo de edificios blancos y luces blancas del que ascendían penachos de humo blanco hacia el despiadado cielo de Wyoming, y todo aquel montaje de edificios parecía un castillo inverosímil que emitiera un zumbido en un sueño deformado—. ¿Sabes lo que son esos edificios? —le dije a Edna, que no se había movido y que parecía no sentir el más mínimo deseo de moverse nunca más.
    —No. Pero la verdad es que me da igual, porque no es un motel ni un restaurante.
    —Es una mina de oro —dije, mirando hacia la mina, la cual, según sabía ahora, estaba mucho más lejos de nosotros de lo que parecía; pero la veíamos gigantesca y próxima, recortada contra el cielo helado. Pensé que, en lugar de aquellas luces y espacios sin vallar, lo lógico habría sido que hubiera un muro y guardias de seguridad. Daba la sensación de que cualquiera podía entrar y llevarse lo que le viniera en gana, del mismo modo que yo me había acercado hasta el remolque de la mujer negra y usado su teléfono. Pero se trataba, corlo es lógico, de una impresión desatinada.
    Edna, en aquel momento, se echó a reír. No con la risa malévola que no me gustaba, sino con una risa en la que había algo de afectuoso, la risa abierta que celebra una broma, la risa con la que reía cuando la vi por vez primera, en el East Gate Bar de Missoula, en 1979, una risa que reíamos los dos juntos cuando Cheryl aún vivía con su madre y yo tenía un empleo fijo en el canódromo y no me dedicaba a robar coches y a pasar cheques sin fondos en las tiendas. Un tiempo mejor en todos los sentidos. Y por alguna razón me hizo reír el simple hecho de oír la risa de Edna, y reímos juntos, y nos quedamos allí en la oscuridad, detrás del taxi, riéndonos de aquella mina de oro en pleno desierto, yo con el brazo sobre sus hombros y Cheryl correteando con Duke y el taxista fumando en el taxi y nuestro Mercedes-Benz robado —que tan bien nos habría venido a todos en Florida— hundido hasta los ejes en la arena, en un rincón donde ya jamás volvería a verlo.
    —Siempre me he preguntado cómo sería una mina de oro —dijo Edna, aún riendo, secándose una lágrima de un ojo.
    —Yo también —dije—. Siempre me picó la curiosidad.
    —Menudo par de tontos estamos hechos, ¿eh, Earl? —dijo ella, incapaz de dejar de reír totalmente—. Somos tal para cual.
    —Podría ser una buena señal, esa mina ¿No crees? —dije.
    —¿Una buena señal? Imposible. No es nuestra. No tiene autoservicio para llevarnos lo que nos apetezca. —Seguía riendo.
    —Al menos la hemos visto —dije, señalándola—. Está ahí mismo. Puede significar que estamos acercándonos. Hay gente que ni siquiera ve una en toda su vida.
    —¿Y nosotros la hemos visto, Earl? Y un cuerno —dijo ella—. Y un cuerno.
    Y dio media vuelta y subió al taxi.

    El taxista no preguntó nada sobre el coche, ni se interesó por dónde estaba; no parecía haber notado nada extraño. Ello me hizo pensar que habíamos logrado zafarnos del Mercedes, y que no podrían relacionarnos con él hasta mucho más tarde, si es que llegaban a hacerlo. Mientras conducía, el taxista nos habló largo y tendido de Rock Springs; dijo que la mina de oro había atraído a mucha gente en los últimos seis meses, gente de todas partes, hasta de Nueva York, y que la mayoría de ella vivía en las caravanas. La marea de prosperidad, dijo, había hecho que llegaran prostitutas de Nueva York —«chicas de vida alegre», dijo—, y por las calles de la ciudad pululaban todas las noches Cadillacs con matrícula de Nueva York llenos de negros con grandes sombreros, los chulos de las chicas. Explicó que, en los últimos tiempos, todo el que subía a su taxi quería saber dónde estaban esas chicas, y que cuando recibió nuestra llamada estuvo a punto de no venir a recogernos, porque algunas de las caravanas eran burdeles que la propia mina proporcionaba a ingenieros y técnicos de ordenador a los que el trabajo había alejado de sus casas. Dijo que estaba harto de ir y venir del campamento para aquel indigno asunto. Dijo que 60 minutos hizo incluso un programa sobre Rock Springs que dio lugar a un gran escándalo en Cheyenne, pero que nada podía hacerse mientras durase el boom.
    —Es el fruto de la prosperidad —dijo el taxista—. Yo prefiero ser pobre, y ser como soy me parece una suerte.
    Dijo después que los precios de los moteles estaban por las nubes, pero tratándose de una familia iba a llevarnos a uno aceptable y de precio módico. Pero yo le dije que queríamos un hotel de primera en donde aceptaran anímales, y que el dinero no importaba porque habíamos tenido un día muy duro y queríamos terminarlo a lo grande. Yo sabía que la policía busca ante todo en hoteles mínimos y anónimos y que es en ellos donde acaban encontrándote. A la gente con problemas que he conocido siempre la detenían en hoteles baratos y albergues turísticos de los que nadie ha oído hablar en su vida. Nunca, en cambio, en un Holiday Inn o un TraveLodge.
    Le pedí que primero nos llevara hasta el centro para que Cheryl pudiera ver la estación de ferrocarril, y mientras estábamos allí vi un Cadillac rosa con matrícula de Nueva York y antena de televisión, conducido por un negro con un gran sombrero, deslizándose despacio por una calle estrecha en la que únicamente había bares y un restaurante chino. Una imagen singular, algo absolutamente inesperado.
    —Ahí tienen, el elemento criminal en estado puro —dijo el taxista con aire triste—. Siento que personas como ustedes tengan que ver algo así. Tenemos una ciudad bonita, pero hay quienes la quieren arruinar. Antes había formas de eliminar a la gentuza y a los criminales, pero esos tiempos se fueron para siempre.
    —Usted lo ha dicho —dijo Edna.
    —No deje que eso le deprima —dije yo—. Hay más gente como usted que como ellos. Y la habrá siempre. Usted es la mejor publicidad de esta ciudad. Sé que Cheryl lo recordará a usted y no a ese tipo, ¿verdad, Cheryl? —Pero Cheryl se había ya dormido para entonces, con Duke en los brazos.
    El taxista nos llevó al Ramada Inn de la autopista interestatal, no lejos de donde habíamos tenido que abandonar el coche. Al pasar bajo la marquesina del Ramada sentí cierta punzada de pesar: me habría gustado hacerlo en un Mercedes color arándano y no en un castigado y viejo Chrysler conducido por un taxista quejumbroso. Aunque sabía que era preferible de aquel modo. Estábamos mejor sin aquel coche; es más, cualquier coche era mejor que aquel Mercedes, pues fue en él donde la suerte nos dio la espalda.
    Me registré con nombre supuesto y pagué la habitación en metálico para que no me hicieran preguntas. En el recuadro donde ponía «Empresa» escribí «Oftalmólogo», y añadí «doctor» delante de mi nombre. Me gustó cómo quedaba, aunque no fuera mi nombre.
    Al llegar a la habitación, que como había pedido daba a la parte de atrás del edificio, dejé a Cheryl en una de las camas y a Duke a su lado, para que durmieran juntos. Cheryl no había cenado, pero no importaba demasiado; por la mañana despertaría hambrienta, y podría comer cuanto le viniera en gana. A ningún niño le sucede nada por quedarse sin comer de cuando en cuando. Yo perdí muchas comidas en mi infancia, y no he salido tan mal parado.
    —Vamos a comer pollo frito —le dije a Edna cuando salió del baño—. Los Ramada tienen un pollo frito estupendo, y he visto que aún tienen abierto el restaurante. Podemos dejar aquí a Cheryl, durmiendo tranquilamente, hasta que volvamos.
    —Creo que ya no tengo apetito —dijo Edna. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la noche. Más allá de su cuerpo alcancé a ver en el cielo un resplandor como de niebla amarillenta. Por espacio de un instante pensé que era la mina de oro que iluminaba el cielo nocturno a lo lejos, pero no era más que la autopista.
    —Podemos pedir que nos lo suban —dije—. Lo que te apetezca. Hay una carta encima de la guía de teléfonos. Podrías tomar sólo una ensalada.
    —Come tú —dijo ella—. Yo ya no tengo hambre. —Se sentó en la cama junto a Cheryl y Duke y les miro con dulzura y puso la mano en la mejilla de Cheryl como para comprobar si tenía fiebre—. Bonita —dijo Edna—. Todo el mundo te quiere, pequeña.
    —¿Qué quieres hacer? —dije—. Yo quiero comer. A lo mejor pido que me suban algo de pollo.
    —Claro, por qué no —dijo ella—. Es tu plato favorito. —Y me sonrió desde la cama.
    Me senté en la otra cama y marqué el número del servicio de habitaciones. Pedí pollo, ensalada verde, patata asada y un panecillo, y una ración de tarta de manzana caliente y té con hielo. Caí en la cuenta de que no había comido en todo el día. Cuando colgué el teléfono vi que Edna estaba mirándome, no con odio o con amor, sino como si hubiera algo que no entendiera y fuera a pedirme que se lo explicara.
    —¿Desde cuando es tan ameno mirarme? —dije, y le sonreí. Intentaba mostrarme amistoso. Sabía lo cansada que debía estar. Eran más de las nueve.
    —Estaba pensando en lo odioso que se me hace estar en un motel sin coche propio. ¿No es gracioso? Me empecé a sentir así anoche, al pensar que el Mercedes no era mío. Creo que ese coche color púrpura me puso los pelos de punta, Earl.
    —Uno de esos coches que hay ahí fuera es tuyo —dije—. Míralos bien desde la ventana y elige.
    —Ya lo sé —dijo Edna—. Pero no es lo mismo, ¿no crees? —Alargó el brazo y cogió su sombrero Bailey azul, se lo puso y se lo echó hacia atrás, a lo Dale Evans. Estaba adorable—. Antes me gustaba ir a los moteles —dijo—. Son lugares secretos, y libres. Yo nunca pagaba, claro. Pero me sentía a salvo de todo y libre de hacer lo que quisiera, porque había tomado la decisión de estar allí y pagar ese precio, y lo demás era lo bueno. Joder y todo eso, ya me entiendes.
    Me dirigió una sonrisa bondadosa.
    —¿Y no son así las cosas ahora?
    Estaba sentado en la cama, mirándola, sin saber qué era lo que iba a contestarme.
    —Yo diría que no, Earl —dijo, y se quedó mirando a través de la ventana—. Tengo treinta y dos años y voy a tener que dejar de ir a moteles. Ya no puedo seguir alimentando fantasías.
    —¿No te gusta esto? —dije, y miré a mi alrededor. Me agradaban los cuadros modernos y la cómoda y el televisor de pantalla grande. Me parecía un lugar francamente bueno, teniendo en cuenta los otros donde habíamos estado.
    —No, no me gusta —dijo Edna con convicción—. Pero de nada sirve que me enfade contigo por eso. La culpa no es tuya. Haces todo lo que puedes por todo el mundo. Pero en todos los viajes aprendes algo. Y yo he aprendido que tengo que dejar de ir a moteles antes de que me ocurra alguna desgracia. Lo siento.
    —¿A qué te refieres? —dije, porque en realidad no sabia lo que pretendía hacer, aunque debería haberlo adivinado.
    —Me parece que sacaré ese billete de que hablabas antes —dijo Edna, y se puso en pie y se quedó de cara a la ventana—. Puedo salir mañana. De todos modos, no tenemos coche.
    —Vaya, estupendo —dije, sentado en la cama. Me sentía como sí acabara de sufrir una conmoción. Quería decirle algo, discutir con ella, pero no se me ocurría nada apropiado. No quería enfurecerme, pero estaba furioso.
    —Tienes derecho a enfadarte conmigo, Earl —dijo ella—, pero en realidad no creo que puedas reprochármelo.
    Se volvió hacia mí y se sentó en el alféizar, con las manos en las rodillas. Alguien llamó a la puerta, y yo grité que dejaran la bandeja en el suelo y me lo cargaran en la cuenta.
    —Me temo que sí te lo reprocho -dije, y estaba furioso. Pensé que habría podido desaparecer en aquel campamento de caravanas y no lo había hecho; que había regresado para salvar aquel contratiempo y había tratado de tomar las riendas de la situación cuando las cosas se ponían feas para todos.
    —Pues no lo hagas. Preferiría que no lo hicieras —dijo Edna, y me sonrió como si quisiera que la abrazase—. Todo el mundo tendría que poder elegir, ¿no crees, Earl? Aquí estoy, en mitad de un desierto que no conozco en absoluto con un coche robado, en una habitación de hotel bajo nombre supuesto, sin un céntimo, con una criatura que no es mía, con la policía sobre mis pasos. Y tengo la posibilidad de librarme de todo eso con sólo tomar un autobús. ¿Qué harías en mi lugar? Sé exactamente lo que harías.
    —Crees que lo sabes —dije. Pero no quise empezar una discusión sobre el asunto y decirle lo que yo podía haber hecho y no había hecho. Porque no habría servido para nada. Cuando se llega al terreno de las discusiones, ha quedado ya atrás la posibilidad de lograr que alguien cambie de opinión, aunque suela pensarse que es justo lo contrario, y tal vez lo sea para cierto tipo de gente, pero nunca con la gente que yo trato.
    Edna me sonrió, cruzó el cuarto y me rodeó con sus brazos sin que yo me hubiera levantado de la cama. Cheryl se dio la vuelta hacia un costado, nos miró y sonrió; luego cerró los ojos y la habitación quedó en silencio. Y yo empezaba a pensar en Rock Springs del modo en que —sabía— habría de pensar ya siempre: una ciudad envilecida, plagada de delincuencia y de prostitución y de desencantos, el lugar en donde una mujer me había dejado, y no el lugar en donde logré encarrilar mi vida de una vez por todas, el lugar en donde vi una mina de oro.
    —.Cómete el pollo que has pedido, Earl —dijo Edna—. Luego nos meteremos en la cama. Estoy cansada, pero quiero hacer el amor contigo. No se trata de que no te quiera, y lo sabes.

    Avanzada ya la noche, mucho después de que se durmiera, me levanté y salí al aparcamiento. Podía ser una hora cualquiera, porque la luz de la autopista seguía helando el cielo bajo y el gran rótulo rojo del Ramada aún zumbaba inmóvil en la noche y no había ni la menor luminosidad en el este que indicase una posible proximidad del alba. El aparcamiento estaba atestado de coches aparcados en batería; había unos cuantos con maletas atadas a las bacas y los maleteros vencidos por el peso de las pertenencias que sus dueños llevaban consigo a algún lugar, a un hogar nuevo o a un centro de recreo en las montañas. Me había quedado largo rato tendido en la cama después de que Edna se durmiera, viendo a los Atlanta Braves en la televisión, tratando de no pensar en lo que sentiría al día siguiente cuando viese partir el autocar, en cómo me sentiría al volverme y ver allí a Cheryl y a Duke, sin nadie salvo yo para cuidar de ellos a partir de entonces; pensando en que lo primero que tendría que hacer sería conseguir un coche y cambiarle las placas de la matrícula, y luego desayunar y emprender viaje hacia Florida; y todo ello en un máximo de un par de horas, porque era obvio que el Mercedes estaría menos oculto de día que de noche, y las noticias corren a velocidad vertiginosa. Siempre, desde que la tengo conmigo, he cuidado a Cheryl personalmente. Jamás tuvo que hacerlo ninguna de mis compañeras. A la mayoría de ellas ni siquiera parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así yo pude cuidar de Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más duro. Aunque mi mayor deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi mente dejara de estar en vilo a fin de hacer acopio de fuerzas para enfrentarme a lo que me esperaba. Pensé que la diferencia entre una vida con éxito y una vida fracasada, entre yo en aquel instante y los propietarios de aquellos coches perfectamente aparcados en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de la caravana del campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de aptitud para alejar de la mente cosas como éstas, para lograr que no te abrumaran, y tal vez también en el número de problemas con que tenías que enfrentarte a lo largo de tu vida. Por azar o por voluntad, ellos se habían enfrentado a un menor número de problemas, y por su propio carácter los habían olvidado antes. Y era eso lo que yo quería. Menos problemas, menos recuerdos de problemas.
    Me acerqué a un coche, un Pontiac con matrícula de Ohio, uno de los que llevaban bultos y maletas atados en la baca y otra tanta carga en el maletero, a juzga por las traseras hundidas. Miré al interior por la ventanilla de volante. Había mapas y libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de plástico para las latas de bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi juguetes y cojines y un cesto con un gato que me miraba fijamente como si yo fuera la luna. Todo aquello me resultaba familiar; eran exactamente las cosas que habría habido en mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció asombroso, nada difería de mi idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó una sensación extraña y me volví y alcé los ojos hacia las ventanas de la fachada trasera del motel. Todas estaban oscuras salvo dos: la mía y otra. Y me pregunté —porque la situación se me antojó extraña— qué pensaría cualquier mortal de un hombre a quien viera en mitad de la noche mirando el interior de los coches aparcados en un Ramada Inn. ¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba de prepararse para un día en el cual se abatiría sobre él un gran problema? ¿Pensaría que le estaba a punto de dejar su amiga? ¿Pensaría que tenía una hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier otro mortal, como él mismo?