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viernes, 30 de septiembre de 2016

ADIÓS (Luciano G. Egido)


Estaba condenado a muerte y los médicos le echaban de seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban muertos o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimientos. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes, que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas ciudades donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas.
También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir.
Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, lumi­nosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el milagro que había esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.
Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud, por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad. Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos, los oasis de su fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle adiós al pobre don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?
Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría por san Agustín y hasta donde llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano.
El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serena­mente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: “Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo”. Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del insondable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con una fruición renovada elUlises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia irónica de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos años se enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.
Pasó por Melville, Novalis, O'Neill, Pessoa, Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y, cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, se murió.

jueves, 29 de septiembre de 2016

EL FABULISTA Y SUS CRÍTICOS (Augusto Monterroso)

En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.

Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.


martes, 27 de septiembre de 2016

1969 (Juan Villoro)


Los granaderos no quisieron presentar examen para entrar a la preparatoria. Ellos usaron su propio método: el bazukazo que convirtió la puerta colonial en una nube de aserrín.
La policía justificó el ataque con razones estratégicas: la Prepa 1 era un “foco de sedición”; los estudiantes, en vez de ideales académicos, acariciaban ametralladoras soviéticas.
En 1968 los periodistas, transformados en inmunólogos, describían la revuelta estudiantil como un virus que atacaba el rosado y saludable cuerpo social. ¿De dónde salió aquel microbio?, ¿dónde estaban los antídotos, dónde los glóbulos blancos? Alguien hizo comparaciones con la Europa del siglo xiv devastada por la peste, la Muerte Negra, el enemigo invisible. Entonces se había recurrido a un dramático conjuro: quemar brujas. Las mujeres ardieron en llamas ejemplares. Y la peste siguió su danza macabra. La puerta de la preparatoria explotó en una galaxia de astillas. Y la epidemia siguió creciendo.
Tomás era un alumno irregular; confiaba en el recurso del acordeón y en que Carolina Fuentes le soplara los datos cruciales en los exámenes. Ese día sólo fue a la preparatoria para conectar mariguana. La transacción se llevó a cabo en los baños. El material estaba tan bueno que dos toques bastaron para oír que los orines crepitaban como fulminantes. Salió al patio y sus pupilas vacilaron frente a los murales; nunca había visto nada tan psicodélico: una selva colorida que de pronto tembló con gritos y explosiones. Tomás vio con retardada precisión las macanas que destrozaban quijadas y costillas. También él fue jaloneado. Cayó al piso, recibió una patada, perdió la mariguana.
Después lo pusieron contra la pared, con los pantalones en los tobillos y las manos en alto. De reojo, alcanzó a distinguir el brillo asesino que se aproximaba, las tijeras que entraban en su pelo y subían hasta la coronilla con su atroz siseo, destruyendo una cabellera legendaria, años y años de champú de jojoba y de cepillarse cada vez que un avión surcaba el cielo.
En la preparatoria los granaderos se encontraron con los inquietantes paisajes en las paredes. Aparte de los murales, todo estaba en paz.
Tomás pasó tres días en los separos policiacos. Al salir no dudó en unirse a la manifestación silenciosa. Ahí se encontró al Champiñón, un amigo al que daba por perdido en la sierra de Oaxaca. El Champiñón le habló en voz baja de las montañas de luz y los acantilados de aire. Al cabo de un kilómetro sus murmullos eran tan insoportables que Tomás le dijo que sí, que se iría con él a Huautla.
Mantuvo su promesa por una sencilla razón: el miedo. La represión se volvía cada vez más brutal y una bayoneta podía hacer que sus entrañas corrieran la misma suerte que su pelo. Además se quería enfrentar con los dioses dorados de Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service, abrir de sopetón las puertas del paraíso, conocer la meseta donde el aire sopla en cuatro direcciones y el desfiladero donde la lluvia asciende al cielo.
Estuvo en Huautla hasta fin de año. El Champiñón hizo honor a su apodo y le preparó mezclas de hongos alucinantes, derrumbes y pajaritos que al principio Tomás rociaba con miel. Después aprendió a disfrutar del jugo ácido que le teñía la lengua de azul. En un instante privilegiado todo se trastocaba y confundía: Tomás escuchaba la tierra húmeda, olía las nervaduras rojizas en las hojas de los árboles, palpaba el cielo amplio después de las lluvias. Oía colores que eran voces que paladeaba.
El instante de percepciones múltiples se prolongó hasta el 31 de diciembre, cuando una gringa que había llegado a la sierra siguiendo a unos desertores de la guerra de Vietnam les leyó el tarot en spanglish. Lo único que sacaron en claro era que la onda se estaba poniendo gruesa, karma del más espeso, y que lo más sensato era regresar al altiplano.
Su pecosa Casandra les predijo que en la ciudad reunirían energías dispersas. Y en efecto, a las pocas semanas se encontraron con otros amigos que también habían estado fuera: Fede venía de una comuna en California, Ariel de un kibutz y Juan de un campamento boy scout en Camomila. El movimiento estudiantil había sido liquidado. Tomás y sus amigos no podían pensar en volver a clases como si nada hubiera sucedido.
Los toques circularon hasta que el plan estuvo listo: Fede conseguiría que su tío les prestara una granja en la Huasteca veracruzana; convencerían a sus amigas más liberadas de que los acompañaran. Esto último no fue tan fácil. Sara, la novia de Ariel, tenía unos papás que difícilmente la dejarían irse con una pandilla de goys. Maricruz y Yolanda, las novias de Juan y Fede, detestaban a Érika, que no era novia de nadie, se apuntó para ir y estaba buenísima. Tomás y el Champiñón buscaban mujeres de emergencia. Finalmente, en una fiesta en un frontón de San Ángel, conocieron a las gemelas Martínez, que olían a incienso de zarzamora y sólo se distinguían por el tatuaje que Gloria (minuto y medio mayor que Glenora) tenía en el antebrazo: un monograma en escritura celta.
La granja resultó ser una cabaña con techo de paja que se inundaba cada vez que el río Panuco crecía. El Champiñón ideó un ritual antilluvia y Juan los puso a trabajar en un dique. Los lugareños miraban con desconfianza a esos vecinos de zapatos tenis que pintaban de colores los troncos de los árboles.
La coexistencia entre seis mujeres y cinco hombres no fue fácil, sobre todo porque la que sobraba era Érika y todos querían con ella. Pero el trópico y las exigencias de cinco galanes le hicieron mal. Al cabo de unas semanas era una belleza deshidratada. Las gemelas Martínez, en cambio, florecieron como orquídeas de invernadero. Tostadas, alegres, tibiecitas, Gloria y Glenora se convirtieron en objetos de codicia.
Tomás se había impuesto un código alivianado que consistía, principalmente, en no segregar a Sara. Todas las religiones partían de un mismo punto de energía. Había que derrumbar barreras. Así, Tomás pasó los cuatro lados de Blonde on Blondeelogiando judíos. Aunque él pensaba en Einstein y en Bob Dylan (né Zimmerman), Sara se sintió poderosamente aludida: canceló los elogios de Tomás besándolo enfrente de todo mundo. Ariel los insultó y ya estaba a punto de lanzarse sobre Tomás cuando el Champiñón puso All You Need is Love a todo volumen. Las bocinas se cuartearon a los pocos segundos. Nadie criticó al Champiñón: su intención había sido yin, y Juan trató, infructuosamente, de reparar el resultado yang. Sin tocadiscos, la Huasteca les pareció una región de verdura insoportable.
Después del pleito con Sara y Tomás, Ariel se dedicó a trabajar con frenesí. Se asignaba tareas dignas de un cebú tabasqueño. Juan y Fede lo ayudaban ocasionalmente; el Champiñón pasaba el día bajo una palma, abrumado por problemas trascendentales; las gemelas se asoleaban desnudas y nadie pretendía que hicieran otra cosa; Yolanda se encariñó con una cabra y se dedicaba a darle besitos en la trompa; Tomás y Sara hacían excursiones de las que regresaban tan contentos que no les importaba haber sido devorados por los mosquitos; Maricruz intrigaba de tiempo completo.
Los esfuerzos de Ariel no bastaron para producir una buena cosecha. La situación se volvió crítica: no tenían tocadiscos ni comida. Y pronto sucedió algo peor: un grupo de campesinos traspasó el letrero escrito por Tomás: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Ariel habló con ellos y se enteró de que la quinta dimensión estaba en terrenos ejidales. Los campesinos llevaban machetes y azadones para recuperar sus tierras, pero no encontraron resistencia.
Los comuneros regresaron a la ciudad en el primer Flecha Verde. Por la ventana trasera recogieron una última imagen del trópico: niños desnudos en medio de la carretera, cáscaras de mameyes, una nube de polvo rosado.
Al llegar a su casa, Tomás se puso al corriente de las noticias. Su hermano menor había colgado en la pared fotos de los astronautas saltando en la superficie lunar y de la primera huella de Neil Armstrong (que informaba a las inteligencias extraterrestres que los humanos calzaban del 36). Las novedades locales eran menos espectaculares: un metro anaranjado recorría la ciudad y todos los números telefónicos empezaban con 5.
Después de tanto tiempo de vivir juntos acabaron creyendo las intrigas de Maricruz. Tomás ya sólo veía a Sara.
La siguiente reunión del grupo fue por demás trágica: el Champiñón quiso volar en pleno viaje de lsd y se tiró a la avenida Revolución desde un doceavo piso. Se encontraron en Gayosso.
Tomás, Juan y Fede se encerraron en los baños de la funeraria para darse un toque. Fede les contó que su tío había recuperado la granja en la Huasteca.
—El ejército hizo mierda a los campesinos.
Tomás recordó el asalto a la preparatoria. Tiró la colilla en el excusado. Jaló. Esperó unos segundos, y volvió a jalar, con mayor urgencia. La colilla siguió girando en espiral.
Al finalizar el año seguía decidido a no estudiar. Era incapaz de regresar a un mundo de nubarrones algebraicos. Hacía mucho que sus papas no le daban dinero, así es que o conseguía trabajo o jamás salvaría la distancia que lo separaba del último disco de Captain Beefheart. Después de tratar a tantos desertores norteamericanos en la sierra tenía un mediano conocimiento del inglés. Sara lo escuchaba imitar la voz grave de Frank Zappa hasta que le encontró futuro profesional: un trabajo de recepcionista en el hotel María Isabel.
Tomás aceptó aquel modesto acto de justicia: de la comunicación trascendental pasó a las llamadas telefónicas. Se sonrió al recordar aquel letrero: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Después marcó un número de teléfono: 5…

domingo, 25 de septiembre de 2016

WOOD´ STOWN (Alphonse Daudet)


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo.
Entonces, rodeada por colinas boscosas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, a sólo cuatro millas del mar.
En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habréis visto un bosque parecido. Anclado al suelo con todas las lianas, con todas las raíces, cuando talaban por un lado, renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, ya estaban invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que, en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias en que se enmohecía el hierro de las hachas, tuvieron que recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Por fin, llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones, aduanas, muelles, tinglados, astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood'stown -como se la llamó- fue rápidamente poblada por los pioneros de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios; pero, sobre las colinas de los alrededores, dominando las calles repletas de gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado su lugar en las riberas del río, y tres millas de árboles gigantescos. Toda Wood'stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto, aquellos innumerables tejados inclinados los unos hacia los otros, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, teniendo sólo en cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los habitantes de Wood'stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda se partía con estruendo. Pero la madera nueva padece estos accidentes, y nadie les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera -una primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor de las fuentes-, el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes se hincharon, y se vieron en los tablones del piso largas elevaciones como ante el paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. "Es la humedad -decían los habitantes-, con el calor pasará".
De pronto, el día posterior al de una gran tempestad que provenía del mar y que trajo el verano con sus relámpagos ardientes y su lluvia tibia, la ciudad lanzó, al despertar, un grito de estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba empapado de una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un encaje. De cerca se veía una cantidad de brotes microscópicos, de donde ya surgía el enroscamiento de las hojas. Esta rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron por todas partes sobre los muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía afuera para ver los diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo aquel pueblo inactivo, daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien gritó: “¡Mirad el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde hacía dos días el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se extendía hasta las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood'stown empezó a comprender y a sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para adelantarlo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo, esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar un árbol en donde quiera que cayeran?
Sin embargo, todos se pusieron bravamente a luchar con guadañas, rastrillos, hachas: se hizo una inmensa tala de árboles. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, en donde el entrelazamiento de las lianas creaba formas gigantescas, invadía las calles de Wood'stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los tamaños y colores volaban sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras, buscando abrigo seguro en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos, instalaban sus colmenas como una demostración de permanencia.
Vagamente, en el tambaleo rumoroso del follaje, se oían sordos golpes de hacha; pero al cuarto día se reconoció que todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos. Además, las casas se volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y, en lugar de techumbres, se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood'stown, espantados, se precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que juncos gigantescos. Los astilleros marítimos, en donde se guardaban las maderas para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los barcos nuevos parecían islotes de verdor. Por suerte se encontraban allí algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre y desde donde pudieron ver cómo el viejo bosque se unía victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas y bajo el cielo azul, resplandeciente de sol, la enorme masa de follaje se extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad, ni tejados, ni muros. A veces, se oía un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último eco de las ruinas, o cómo el golpe de hacha de un leñador enfurecido retumbaba en las profundidades del follaje. Sólo el silencio vibrante, rumoroso, zumbante,nubes de mariposas blancas que giraban sobre la ribera desierta y, lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, y que llevaba a los últimos emigrantes de lo que fue Wood'stown…

sábado, 24 de septiembre de 2016

ESA MUJER (Rodolfo Walsh)


El coronel elogia mi puntualidad:

-Es puntual como los alemanes -dice.

-O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, de que tiene veinte años de servicios de informaciones, ha estudiado filosofía y letras, es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

-Esos papeles -dice.

Lo miro.

-Esa mujer, coronel.

Sonríe.

-Todo se encadena -filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.

-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

-Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.

-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

-Cuénteme cualquier chiste -dice.

Pienso. No se me ocurre.

-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

-¿Y esto?

-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

-Le pegó un tiro una madrugada.

-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

-Pero el capitán N...

-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

-¿Y usted, coronel?

-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

-Me gustaría.

-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

-Ojalá dependa de mí, coronel.

-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

-Mire.

A la pastora le falta un bracito.

-Derby -dice-. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

-¿Qué querían hacer?

-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

-Y orinarle encima.

-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

-No.

-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

-¿Pobre gente?

-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.

-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

-Ah, bueno -dice.

-¿La vieron así?

-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

-¿Se impresionaron?

-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

-Beba -dice el coronel.

Bebo.

-¿Me escucha?

-Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

-¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

-Tantito así. Para identificarla.

-¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

-Comprendo.

-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

-¿Y?

-Era ella. Esa mujer era ella.

-¿Muy cambiada?

-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

-¿El profesor R.?

-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

-¿Enciendo?

-No.

-Teléfono.

-Deciles que no estoy.

Desaparece.

-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

-Ganas de joder -digo alegremente.

-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

-¿Qué le dicen?

-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

-Llueve -dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

-¿La sacaron del país?

-Sí.

-¿La sacó usted?

-Sí.

-¿Cuántas personas saben?

-DOS.

-¿El Viejo sabe?

Se ríe.

-Cree que sabe.

-¿Dónde?

No contesta.

-Hay que escribirlo, publicarlo.

-Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

-Cuando llegue el momento... usted será el primero...

-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

-¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

viernes, 23 de septiembre de 2016

¡ CHIST ! (Anton Chéjov)


Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

-¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!

Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente… Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.

-Nadia -le dice-, voy a escribir… Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan… Procura que tenga té y… un bistec, ¿eh?… Ya lo sabes, no puedo escribir sin té… El té es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: “¡Vil!” También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador… Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con una mueca de mártir-. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer… Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas… Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá… Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el título…

-¡Mamá, agua! -grita la voz de su hijo.

-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe. Chist…

Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: “¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!”

-¡Chist! -rasguea la pluma.

-¡Chist! -dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído… Oye un cuchicheo monótono… Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.

-¡Oiga! -grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.

-Perdóneme -responde tímidamente Nicolaievich.

-¡Chist!

Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira el reloj.

-¡Dios mío, ya son las tres! -gime-. La gente duerme y yo… ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:

-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas…

Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!

-Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme… -dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma… Debería tomar bromuro… ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!… ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo… ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!…

-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su mujer con gesto apurado-. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

-¡Chist! -se oye a través de la casa-. ¡Chist!

jueves, 22 de septiembre de 2016

EL TESTAMENTO (Max Aub)

   
Nos quedamos de piedra. Porque, de veras, lo único que hizo bien aquel hombre durante su vida fue su testamento. Y cuando digo bien quiero decir algo que se saliera de lo ordinario. Porque bien ordinario fue aquel Remigio Salas, de Logroño, educado -si es que se puede decir- en Teruel. Comerciante en abonos, republicano porque lo fueron sus padres, al abuelo Andrés le quemaron los pies los carlistas, que llegó a sargento durante los treinta y tantos meses de nuestra guerra, que pasó íntegra en la milicia, sin herida. Lo evacuaron a Orán, estuvo unos días en Inglaterra, luego en Cuba y, desde fines de 1940, en México. Aquí entró en una casa de refacciones de coches -en Bucareli 287- donde trabajó hasta el día de su muerte, el 7 de julio de 1960. Le susurraban marica, pero no lo creo; indiferente, eso sí. Iba por el café, discutía poco. En 1950 trajo de España a un sobrino suyo, de Calatayud, al que pagó buen colegio y carrera. Acaba hoy la de veterinario, casado con una muchacha de Veracruz, muy guapa. El testamento nos sorprendió a todos, debió pensarlo mucho: lo dictó hace siete años a uno de esos notarios españoles refugiados que no pueden ejercer pero que de hecho lo hacen bajo el nombre prestado de un colega mexicano: Castellón, debe conocerlo: de Cuenca. Las últimas voluntades de Remigio Salas fueron más o menos éstas: "Si muero en México, entiérreseme normalmente, es decir, acostado en un ataúd, cara arriba. Si muero en cualquier otro lugar de la tierra cuyo gobierno reconozca al de Franco, entiérreseme cara para abajo para no ver un mundo tan indecente. Si muero en España otra vez republicana, entiérreseme de pie. Si por casualidad, que no se puede prever, paso a mejor vida, en la que no creo, en la España de Franco, entiérreseme cabeza para abajo."

-Lo de vuelto hacia la tierra no es nuevo. Lo pidieron algunos nobles del Franco Condado (otra vez el nombre de Franco) para no ver a su país dominado por Luis XIV: nostalgia de seguir siendo españoles.

-No creo que lo supiera el difunto.

-Claro que no.

-Dejó lo suficiente para que, en un caso dado, dieran vuelta o plantaran el ataúd, según las circunstancias.

-Por lo visto fue la ilusión de su vida.

-Nunca se sabe con quién se juega uno el dinero. Lo que sucedió fue que el sobrino, ignorando la existencia del testamento, lo hizo incinerar de buenas a primeras, siguiendo sus propios deseos. Ahí lo tiene, en la trastienda, un poco remordida la conciencia.

martes, 20 de septiembre de 2016

VIAJE CIRCULAR (Émile Zola)



I

Hace ocho días que Luciano Bérard y Hortensia Larivière están casados. La madre de la novia, viuda del señor Larivière, que posee, desde hace treinta años, un comercio de juguetes y bisutería en la calle de la Chaussée d'Antin, es una mujer seca y angulosa, de carácter despótico, que no pudo negar la mano de su hija a Luciano, único heredero de un quincallero del barrio; pero que tiene intenciones de vigilar, constantemente y muy de cerca, al nuevo matrimonio. En el contrato, la señora Larivière ha cedido a su hija la tienda completa, reservándose apenas una habitación de su casa, pero en realidad es ella misma quien continúa dirigiéndolo todo con pretexto de poner a sus hijos al corriente de la venta.

Estamos en el mes de agosto; el calor es intenso y los negocios van mal. La señora Larivière tiene un carácter más agrio que nunca; no tolera que Luciano descuide sus quehaceres, al lado de Hortensia, ni un solo minuto. Un día que los sorprendió abrazándose en la tienda, dos semanas después de la boda, hubo un escándalo en la casa. Acordándose de que ella no permitió nunca a su difunto esposo la menor familiaridad en el almacén, decía a sus hijos que sólo con mucha seriedad y con mucha compostura podía lograrse una clientela y una fortuna.

-Yo, al menos -repetía- no conseguí sino de esa manera la fama de mi establecimiento...

Luciano, pues, no queriendo aún enojarse, se contenta con enviar a su mitad besos furtivos cada vez que su buena suegra vuelve las espaldas.

Un día, sin embargo, se toma la libertad de recordar en alta voz que sus familias les han prometido el dinero necesario para hacer un viaje de novios y pasar la luna de miel en santa calma.

A lo cual contesta la señora Larivière, apretando sus labios delgadísimos:

-Pues bien, váyanse a pasar un día al bosque de Vincennes.

Ante tal respuesta los jóvenes esposos se miran consternados; y Hortensia comienza a encontrar verdaderamente ridícula a su madre. No pudiendo estar juntos sino durante la noche, tienen que guardar el mayor silencio, so pena de que la señora Larivière venga, al menor ruido, a preguntarles si están enfermos. Y cuando aun no están callados a media noche, les grita:

-Mejor sería que se durmieran ¡caramba! para no quedarse, mañana también, dormidos sobre el mostrador.

No siendo ya tolerable aquella manera de vivir, Luciano habla, por segunda vez, del viaje soñado y cita los nombres de los comerciantes del barrio que hacen paseos de varios días, mientras sus padres o sus empleados cuidan de sus tiendas:

-El vendedor de guantes de la esquina de la rue Lafayette, por ejemplo, está en Dieppe; el cuchillero de la rue San Nicolás acaba de irse a Luchón; el joyero del bulevar fue a Suiza con su mujer... Ahora todo el que tiene algún dinero se permite un mes de vacaciones.

Pero la señora Larivière grita de mal humor:

-Es la muerte del comercio, caballero, compréndalo usted. El ojo del amo engorda el ganado. En tiempo de mi difunto marido, nosotros no íbamos a Vincennes sino una vez al año, el lunes de Pascua... y siempre gozamos de muy buena salud, gracias a Dios... ¿Quieren que les diga una cosa? Pues bien, ustedes echarán a perder la casa con sus deseos de recorrer el mundo. ¡Sí, la casa está ya echada a perder!

-Sin embargo -se atreve Hortensia a responder-, me parece que antes de casarnos se nos había prometido un viaje de novios. Acuérdate, mamá, de que tú misma habías consentido en ello.

-Puede ser -dice la señora Larivière- pero eso fue antes de la boda, y las madres tenemos la costumbre de ofrecer en tal ocasión una multitud de necedades... Ahora es necesario ser formales...

Luciano sale de la casa para evitar una querella. Un deseo feroz de estrangular a su suegra lo tortura. Pero al volver, después de dos horas de ausencia, su fisonomía y su carácter están cambiados. Su manera de hablar con la madre de su mujer es dulce y aún algo sonriente y maliciosa. Por la noche, la primera pregunta que dirige a su esposa es:

-¿Conoces Normandía?

Hortensia responde:

-Bien sabes que no; lo único que conozco es Vincennes; ¡lo único!...


II

Al día siguiente un acontecimiento inesperado conmueve la tienda de juguetes y bisutería de la señora Larivière. El padre de Luciano -el señor Bernard como le dicen en el barrio, donde se le considera como a buen vividor, franco y honrado en los negocios- viene a visitar a sus hijos. Y después de un rato de conversación, dice:

-Me parece que a ustedes les agradará mi propósito de acompañarlos a almorzar -palabras que produjeron mal efecto en el ánimo de su consuegra.

Pero la verdadera sorpresa estaba reservada para los postres. Apenas servido el café, el señor Bernard exclama:

-También traigo en los bolsillos un regalo para los chicos.

Y sacó triunfalmente dos billetes del camino de hierro.

-¿Qué es eso? -pregunta en tono angustioso la señora Larivière.

El padre de Luciano responde:

-¿Esto? Pues esto son dos billetes de primera clase para hacer un viaje circular por Normandía... Vaya, hijos míos, un mes de alegría, un mes al aire libre... Estoy seguro de que van a volver frescos como un par de rosas.

La madre de Hortensia está pálida, aterrada; y aunque deseosa de protestar, se calla y se muerde los labios. La perspectiva de una disputa con el señor Bernard, que decía siempre la última palabra, le da miedo.

Pero lo que más la atemoriza son las últimas palabras del quincallero que, hablando fuerte:

-Es preciso preparar las maletas -dice-. El viaje es para esta misma noche. Yo los conduciré a la estación ahora mismo. Hasta que no los vea en camino, no he de estar contento...

-Está bien -declara ella con una rabia sorda-; ¡llévense a mi hija!... Así estaré más contenta, después de todo, puesto que ellos no se darán besos en la tienda y yo podré velar por el honor de nuestra casa.


III

Al fin el matrimonio está ya en la estación de San Lázaro acompañado del suegro que apenas les dio el tiempo necesario para meter algo de ropa blanca y unos cuantos trajes en el fondo de un baúl y que, al despedirse, los besa en las mejillas y les recomienda mirarlo todo para divertirlo, al regreso, con el relato de sus impresiones.

Luciano y Hortensia se precipitan sobre los andenes buscando un compartimiento desocupado que, al fin de muchas vueltas, encuentran por su buena fortuna, y en el cual toman asiento preparándose a pasar bien la noche. Al cabo de algunos minutos, sin embargo, un caballero viejo viene a echar por tierra sus castillos en el aire, tomando, frente a ellos, una plaza desde la cual su mirada severa examina con atención los menores movimientos de los novios.

El tren se pone en marcha. Hortensia vuelve la cabeza, desolada, afectando interés por el paisaje; pero, en realidad, sus ojos húmedos ni siquiera ponen atención en los árboles. Luciano busca un medio ingenioso para desembarazarse del viejo, no encontrando sino expedientes demasiado enérgicos. Al fin se calma esperando que su compañero los abandonará en Nantes o en Vernón, pero sus esperanzas se desvanecen al mirar que va hasta Le Havre. Entonces, desesperado, se decide a tomar entre las suyas la mano de su mujer. Después de todo, siendo casados, bien pueden manifestarse su ternura. La mirada del viejo se hace cada momento más severa y es tan evidente que desaprueba en absoluto aquellas muestras de afecto, que la pobre Hortensia se ruboriza y retira la mano.

El resto del viaje transcurrió en medio del más profundo silencio, hasta que, dichosamente, el tren llegó a Roán.

Al salir de París, Luciano había comprado una Guía, en donde pudo escoger el hotel que mejor le pareció, creyendo poderse encontrar muy bien en él. En la mesa redonda apenas les es posible cambiar una palabra delante de toda aquella gente que no deja de mirarlos. Luego se deciden a meterse en la cama desde muy temprano, esperando poder estar en ella más contentos que en el camino de hierro y en el comedor; pero los muros del cuarto son tan delgados, que ninguno de los vecinos podía hacer un movimiento que no fuese oído por ellos, por lo cual no se atreven ni a toser...

-Visitemos la ciudad -dice Luciano al levantarse- y sigamos de prisa nuestro camino hacia Le Havre.

Luego comienzan su paseo sin poderse sentar un solo momento durante el día. Miran la catedral donde un cicerone les enseña la torre de Beurre que fue construida con los productos de una contribución que el clero había impuesto sobre las mantecas del lugar; miran el antiguo palacio de los duques de Normandía; las viejas iglesias convertidas en graneros; el cementerio monumental... lo miran todo, como en cumplimiento de un deber, sin encontrar ninguna alegría en la contemplación de tanto edificio histórico. Hortensia, sobre todo, se aburre soberanamente, cansándose de tal manera que al día siguiente se queda dormida en el tren.

Al llegar al Havre, también encuentran contrariedades. Las camas del hotel son tan estrechas que el posadero se ve obligado a darles un cuarto con dos lechos. Hortensia se pone a llorar creyéndose insultada. Luciano la consuela jurándole que no se detendrán allí sino el tiempo necesario para ver la ciudad.

Sus viajes locos, a través de los edificios, continúan al día siguiente.

Después de abandonar Le Havre, se detienen algunos días en cada villa importante marcada en el itinerario. Visitan Honfleur, Pont l'Evêque, Caen, Bayeux, Cherbourg, etc., y llenándose la cabeza con una infinidad de calles y de monumentos, confundiendo las iglesias, atontados por la sucesión rápida de horizontes, no llegan a encontrar el interés buscado. En todas partes les ha sido imposible hallar un rincón pacífico y dichoso para acariciarse lejos de los oídos indiscretos. Al fin ya no miran nada, siguiendo su viaje como una obligación molesta de la cual no encuentran manera de deshacerse.

Una tarde Luciano deja escapar, en Cherbourg, estas palabras:

-¡Creo que estaríamos menos tristes al lado de tu madre!...

Al día siguiente, caminando en dirección de Grandville, Luciano comienza a mirar la campiña a través de las ventanillas, con verdadera furia. De repente el tren se detiene en una estación insignificante cuyo nombre, dicho en alta voz por un empleado del ferrocarril, ni siquiera llega a sus oídos, y cuyo aspecto adorable hace exclamar a Luciano:

-Bajemos, bajemos de prisa.

-Pero esta estación no está en la Guía -dice Hortensia, espantada.

-¡La Guía!, ¡la Guía! -responde el marido-. ¡Ya vas a ver lo que voy a hacer con ella!... Venga, ¡bajemos de prisa!

-Pero ¿y los equipajes?

-Los equipajes me importan poco.

Y cuando Hortensia hubo bajado, el tren se puso de nuevo en marcha, dejándolos en una hondonada verde y fresca.

Al salir de la pequeña estación, los dos enamorados se encuentran en pleno campo... Ningún ruido turba el gran silencio de la Naturaleza, a no ser el canto de los pájaros y el murmullo de un arroyuelo...

La primera ocupación de Luciano consiste en arrojar su Guía en medio de un estanque.

Después... la calma y la libertad sonríen ante sus ojos encantados...


IV

La dueña de una posada que se encuentra a trescientos pasos de la estación, les proporciona un cuarto amplio, encalado, con paredes de un metro de espesor, pero cuyo aspecto primaveral alegra la vista. Por lo demás, ni un solo pasajero, ni un solo testigo indiscreto; nada más que las gallinas que miran curiosamente.

-Puesto que nuestros billetes son aún válidos para ocho días -dice Luciano- pasemos aquí una buena semana.

Y realmente, ¡buena semana fue!

Perdiéndose entre los senderos floridos e internándose en el bosque hasta llegar a las faldas de una colina, pasan alegremente los días, escondidos en el fondo de los matorrales que abrigan, complacientes, sus amores. A veces siguen al arroyuelo en su curso, corriendo como estudiantes escapados; Hortensia se quita los botines para tomar baños de pies, mientras Luciano la hace exhalar gritos de susto besándole bruscamente la nuca...

Hasta la falta de ropa blanca y el estado de desnudez en que se encuentran, es causa para ellos de contento. Esa especie de abandono en un desierto donde nadie los supone, les encanta. Un día es necesario que Hortensia pida prestadas algunas prendas interiores a la dueña, y la tela grosera de las camisas, que le pica la piel, no la hace sino reír. Su cuarto es tan alegre que desde las ocho de la noche, hora en que la campiña oscura y silenciosa ya no los atrae, se encierran en él con verdadero placer, recomendando siempre que nadie vaya a despertarlos. A veces el mismo Luciano baja a la cocina para buscar el almuerzo, compuesto de huevos y de chuletas, sin permitir que nadie le ayude a subir sus provisiones. Y esos almuerzos exquisitos comidos al borde de la cama, en donde las caricias y los besos son más numerosos que los bocados de pan, se prolongan siempre hasta muy tarde...

El séptimo día, sin embargo, llega al fin; y los pobres enamorados se admiran y se entristecen al ver lo de prisa que han vivido, decidiéndose a partir sin averiguar siquiera el nombre de ese país, propicio como ninguno a sus amores, en el cual han obtenido un cuarterón de luna de miel...


V

Sus equipajes los esperan en París desde hace una semana.

Cuando el señor Bernard los interroga, Luciano y Hortensia responden embrolladamente, diciendo que han visto el mar en Caen y la torre de Beurre en el Havre.

-Pero ¡qué demonios! -exclama el quincallero- ustedes no me hablan de Cherburgo... ¡ni del Arsenal!

-Ah -responde Luciano- el arsenal es muy pequeño y además tiene pocos árboles.

Entonces la señora Larivière, siempre seca, siempre agria, alza los hombros y murmura:

-Lo que es así no vale la pena hacer viajes... ¡Ni siquiera conocen los monumentos!... Vamos, Hortensia, basta de locuras y al mostrador otra vez...

domingo, 18 de septiembre de 2016

SUÉLTATE (Saiz de Marco)


La tigresa ha cuidado al cachorro durante muchos días, primero lamiéndolo y amamantándolo, luego llevándole piezas muertas cazadas para él, después enseñándole a acechar y perseguir. Esto último es un juego divertido pero exige paciencia y atención, y no siempre se gana. Finalmente el cachorro, inducido y vigilado por su madre, lo ha intentado solo. Y ha conseguido atrapar un lagarto. Entre tanto ha ido creciendo su cuerpo, le han salido los dientes definitivos, le han brotado las garras…

Un día el cachorro, bajo la mirada de la tigresa, logra cazar un conejo. Orgullosamente se vuelve para enseñárselo a su madre, pero de pronto ella no está. Sobrecogido, con el conejo en la boca, la busca ávidamente durante varias horas. (¿Por qué se ha ido?, ¿por qué me ha abandonado? Es verdad que me he alejado más que otras veces pero ¿no debía estar ella ahí, como siempre, esperándome?) Por fin se resigna y, como tiene hambre, mastica su presa.

En lo sucesivo tendrá que ir por libre, cazar y caminar solo.

Sucede en un mes sin nombre de un año sin número. La especie humana todavía no existe, de modo que en la Tierra aún no hay palabras para decir “hijo”, “adultez”, “separación”.

sábado, 17 de septiembre de 2016

OTRA FORMA DE MIRAR (Sara Mesa)


Un hombre joven y dos mujeres. Una de ellas soy yo. Estamos conversando. El hombre nos produce repulsión, pero le permitimos que coquetee con nosotras. No recuerdo de qué conozco a la otra mujer, pero me da apuro preguntárselo. Es probable que hayamos coincidido en algún curso, que sea una antigua vecina o una excompañera de trabajo. Lo que digo es ambiguo, encaja con todas estas posibilidades, no me delata. El hombre nos formula multitud de preguntas absurdas, a modo de pequeños acertijos, y ella responde con tanta sagacidad como yo. Sin embargo, al levantarnos para despedirnos, el hombre dice:

—Donde ella llega a cinco, tú a cincuenta.

No me queda claro si se trata de una manifestación de sus preferencias o una advertencia soterrada; si es un elogio o un insulto. Me quedo inmóvil, esperando alguna aclaración. El hombre se acerca a mí por detrás, quiere desabrocharme la gargantilla —un cordón azul con una hermosa pieza de plata que no recuerdo haber tenido nunca—. Yo me giro, no se lo permito. El hombre, que hasta entonces había sido pacífico, entra en un ataque de cólera. La otra mujer y yo, muy asustadas, corremos a protegernos a una especie de cuartito con trastos de limpieza. Corremos el cerrojo, pero la puerta es tan endeble que tememos que el hombre la eche abajo. Nos miramos aterrorizadas. Ella tiene los ojos muy azules, desorbitados. Fuera, el hombre grita como un endemoniado. Grita como jamás he oído gritar a nadie. Dice: “¡La violaré!”, y también: “¡La mataré!”. Se refiere a mí y parece más un juramento que una amenaza. Pienso que alguien oirá los gritos, que la policía acudirá a rescatarnos. Sin embargo, los gritos cesan, y no podemos saber si es porque han detenido al hombre o porque permanece callado al otro lado de la puerta, al acecho. No podemos salir. No nos atrevemos. De pronto recuerdo de qué conozco a la mujer —¿cómo pude olvidar esos ojos?— y comprendo que el odio que me tiene ese hombre procede de algo que le hice en el pasado, algo que tiene que ver con ella y conmigo —con los tres—, pero que todavía se me escurre de la memoria. Retrocedo unos pasos y es entonces cuando descubro que en la pared trasera del cuartillo hay una puerta de la que parte un pasillo estrecho y húmedo. Me escapo por allí, reptando, y al abrir una trampilla en el techo desemboco en una plaza porticada, de consistencia irreal, como un decorado extendido bajo un cielo verde, que dibuja sombras perfectas en el suelo. Es como un cuadro de Chirico, pienso deslumbrada. Algunas personas vagan por la plaza; otras, por las colinas del fondo; estén a la distancia que estén, todas tienen exactamente el mismo tamaño.

—¿Ves? —oigo a mi espalda—. No hay salida.

La mujer de los ojos azules ha debido de seguirme, porque está otra vez conmigo, aunque ahora mucho más tranquila.

—Ellos —añade señalando a las figuras— no están en tiempo alguno, por eso nos parecen iguales.

No entiendo bien a qué se refiere. Lo único que necesito saber, le digo, es si estamos a salvo. Ella encoge los hombros. Por supuesto que sí, responde. En cuanto despierte, lo estaré. Las figuras cogerán profundidad y el mundo volverá a su dimensión de siempre. Ella desaparecerá. Es otra forma de mirar, concluye, distintas perspectivas. No hay que lamentarlo.

viernes, 16 de septiembre de 2016

EL GRAJO (Anton Chéjov)


Llegaron volando los grajos, giraban a montones sobre los campos rusos. Elegí al más respetable de todos ellos y comencé a hablar con él. La mala suerte es que me tocó un grajo razonador y moralizante, así que la conversación resultó algo aburrida. Esto fue lo que conversamos:

Yo.–Dicen que ustedes los grajos viven mucho tiempo. Tanto a ustedes como a los lucios, los colocan los naturalistas como ejemplo de una longevidad extraordinaria. ¿Cuántos años tiene usted?

El grajo.–Trescientos setenta y seis años.

Yo. –¡Oh! ¡De verdad! ¡Sí que habrás vivido! ¡A saber cuántos artículos hubiera escrito yo para La antigüedad rusa y El Mensaje de la Historiade ser tan mayor como usted! ¡Si yo viviera trescientos setenta y seis años no me imagino cuántos relatos, cuentos y escenitas hubiera escrito en ese tiempo! ¡Cuánto habría ganado! ¿Usted qué ha hecho en todo ese tiempo, grajo?

El grajo.–¡Absolutamente nada, señor! Únicamente bebí, comí, dormí y me multipliqué...

Yo. –¡Debería darle vergüenza! ¡Me avergüenzo yo y me compadezco, pájaro estúpido! ¡Ha vivido trescientos setenta y seis años y es tan tonto como hace trescientos! ¡No ha progresado nada!

El grajo. –Pero no llega la inteligencia, señor, con la longevidad sino con la instrucción y educación. Mire usted el ejemplo de China... Más que yo ha vivido, y sigue siendo la misma indulgente que era hace mil años.

Yo (que continúo sorprendiéndome). –¡Trescientos setenta y seis años! ¡Pero si eso es una eternidad! En tanto tiempo, yo habría intentado entrar en todas las facultades, me habría casado veinte veces, hubiera probado todas las carreras y empleos, a saber para qué cargo hubiese valido, y seguro que me habría muerto como uno de los Rothschild. ¿Pero no ve que un rublo en un banco, al cinco por ciento de intereses, se convertiría en un millón al cabo de doscientos ochenta y tres años? ¡Haga las cuentas! Si hace doscientos ochenta y tres años hubiera depositado usted un rublo en el banco, ¡ahora tendría un millón! ¡Eres tonto, tonto! ¿No te da pena y vergüenza ser tan tonto?

El grajo. –Ni lo más mínimo... Nosotros seremos tontos, pero sin embargo nos consuela que en cuatrocientos años de vida, hacemos bastantes menos tonterías que las que un hombre hace en cuarenta... ¡Sí, señor! Vivo desde hace trescientos setenta y seis años, pero no he visto ni una sola vez a los grajos peleándose entre ellos, matándose los unos a los otros, y en cambio ustedes no pueden recordar un solo año sin guerra... Entre nosotros no nos desplumamos, no nos difamamos, no nos hacemos chantajes, no escribimos malas novelas ni poemas, no publicamos periódicos sensacionalistas... He vivido trescientos setenta y seis años y no he visto que nuestras hembras engañen y ofendan a sus maridos. ¿Y ustedes, señor? Entre nosotros no hay sirvientes, ni aduladores, ni traidores, ni vendedores de Cristo...

Pero en ese momento, a mi interlocutor lo llamaron sus compañeros y, sin acabar su discurso, salió volando a través del campo.

jueves, 15 de septiembre de 2016

TERMINAL (Isla Correyero)


Sé que voy a morir antes del próximo invierno. Pero he sembrado las patatas, el trigo y las cebollas. Sigo dando de comer a las gallinas y a los cerdos, aunque sé que voy a morir antes de las heladas.

Limpio meticulosamente la casa y los corrales. Me levanto y me acuesto cada día a mi hora. Sigo haciendo la comida y el café. Me limpio los dientes después de las comidas. Sigo leyendo el periódico y cosiendo la ropa. He comenzado una bufanda y unos calcetines para el próximo otoño.

Salgo a la calle a hablar con los vecinos. Estoy pintando la fachada de la casa y las paredes de la casa. Me tomo las medicinas que me ha mandado el médico. Persevero en el rezo de mis oraciones.

He reanudado una amistad que tenía perdida. Canto de vez en cuando. Lloro de vez en cuando. He plantado las flores de mi tumba.

Todavía me enfado con mis hijos si no han hecho los deberes. De vez en cuando voy a la peluquería y una vez al mes voy a mirar zapatos.

He contratado un viaje a la ciudad de Viena y un entierro sencillo. Tengo mi cama preparada y la ropa que me pondrá el amigo que he recuperado.

Cada noche, pienso en las cosas que aún no he podido hacer y, si recuerdo algo, lo hago al día siguiente.

Creo que cuando lleguen los azules momentos del invierno, estaré todavía trabajando.


martes, 13 de septiembre de 2016

UNA JAULA DE FIERAS (Émile Zola)


I

Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada.

-¡Caray! -dijo el león-. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres.

En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía.

-¡Dios Santo! -susurró la hiena- no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran?

-Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador -contestó el león.

El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.

-¿Cree usted que es prudente entrar ahí? -preguntó.

-¡Bah! No nos comerán ¡qué demonios! Venga pues. Deben estar mordiéndose de lo lindo y eso nos hará reír -dijo el león.


II

Por las calles, caminaron modestamente a lo largo de las casas. Cuando llegaron a un cruce, fueron arrastrados por un enorme gentío. Obedecieron a aquel empuje que les prometía un espectáculo interesante. Pronto se encontraron en una gran plaza en la que el pueblo se agrupaba. En medio había una especie de armazón de madera roja y todas las miradas estaban fijas en aquella construcción, con expresión de avidez y de gusto.

-Mire -dijo en voz baja el león a la hiena-, eso es sin duda una mesa sobre la que van a servir un buen festín a todas estas personas que ya se están relamiendo de gusto. Aunque la mesa me parece bastante pequeña.

Cuando pronunciaba esas palabras, la masa lanzó un alarido de satisfacción y el león declaró que debían ser los víveres que llegaban, tanto más cuanto que un vehículo pasó al galope por delante de él. Sacaron a un hombre del carruaje, lo subieron al armazón y le cortaron la cabeza con destreza; luego, pusieron el cadáver en otro vehículo y se apresuraron a sustraerlo al apetito feroz del populacho que gritaba, sin duda de hambre.

-¡Anda! ¡No se lo comen! -exclamó el león decepcionado.

La hiena sintió que un pequeño escalofrío recorría su pelo.

-¿En medio de qué fieras me ha traído usted? -dijo-. Matan sin tener hambre… Por amor de Dios, tratemos de salir pronto de aquí.


III

Cuando abandonaron la plaza, tomaron los bulevares exteriores y caminaron después tranquilamente a lo largo de los muelles. Cuando llegaron a la Cité vieron, detrás de Notre-Dame, una casa baja y larga en la que los transeúntes entraban como se entra en una barraca de feria, para ver allí algún fenómeno y salir maravillado. No se pagaba ni al entrar ni al salir. El león y la hiena siguieron al gentío y vieron, sobre grandes losas, cadáveres tendidos, con la carne agujereada de heridas. Los espectadores, mudos y curiosos, miraban tranquilamente los cadáveres.

-¡Eh! ¿Qué decía yo? -comentó la hiena- No matan para comer. Mire cómo dejan que los víveres se estropeen.

Cuando estuvieron de nuevo en la calle, pasaron por delante de una carnicería. La carne colgada de los ganchos de acero estaba muy roja; junto a las paredes había montones de carne, y la sangre corría por las placas de mármol formando pequeños regueros. La tienda entera ardía siniestramente.

-Mire pues, -dijo el león- dice usted que no comen. Ahí tiene carne para alimentar a nuestra colonia del Jardin des Plantes durante ocho días… ¿Será carne de hombre?

La hiena, que como ya dije había desayunado copiosamente, dijo volviendo la cabeza:

-¡Puaf! Es repugnante. Me dan náuseas de ver toda esa carne.


IV

-¿Ve usted esas puertas gruesas y esas enormes cerraduras? -comentó la hiena un poco más lejos-. Los hombres ponen hierro y madera entre ellos para evitar el disgusto de devorarse. Y en cada esquina hay personas con espadas que mantienen las buenas formas ¡Qué animales más ariscos!

En ese momento, un coche de caballos atropelló a un niño y la sangre salpicó hasta la cara del león.

-Pero… ¡es repugnante! -exclamó secándose con una mano-; no se puede dar dos pasos tranquilamente. En esta jaula llueve la sangre.

-¡Pardiez! -añadió la hiena- han inventado estas máquinas rodantes para obtener la mayor cantidad de sangre posible; son como el lagar de su innoble vendimia. Desde hace un rato, estoy observando a cada paso, unas cavernas apestadas al fondo de las cuales los hombres beben grandes vasos llenos de un licor rojizo que no puede ser sino sangre. Y beben mucha cantidad de ese licor para darse valor para matar pues, en numerosas cavernas he visto a los bebedores derribarse a puñetazos.

-Ahora comprendo -prosiguió el león- la necesidad del gran arroyo que atraviesa su jaula. Lava todas sus impurezas y arrastra toda la sangre derramada. Son los hombres los que han debido traerlo hasta aquí por miedo a la peste. Arrojan en él a las personas asesinadas.

-No pasaremos por los puentes -interrumpió la hiena temblando- ¿No está usted cansado? Tal vez fuera prudente que regresáramos…


V

No pude seguir paso a paso a los dos honrados animales. El león quería verlo todo y la hiena, cuyo pavor se iba incrementando a cada paso, se sentía obligada a seguirlo porque no se habría atrevido jamás a regresar sola. Cuando pasaron por delante de la Bolsa, logró por medio de ruegos insistentes no entrar. Salían de aquel antro tales lamentos, tales voces, que ella permanecía en la puerta temblando y con el pelo erizado.

-Vámonos, vámonos rápido -decía tratando de llevarse al león-, éste es sin duda el escenario de la matanza general. ¿No oye los gemidos de las víctimas y los gritos de alegría furiosa de los verdugos? Esto es un matadero que debe abastecer a todas las carnicerías de barrio. Alejémonos de aquí, se lo ruego.

El león, del que el miedo se iba apoderando e iba empezando a llevar la cola entre las patas, se alejó gustoso. No huía porque quería conservar intacta su reputación de valentía; pero, en el fondo, se acusaba de temeridad y se decía que los rugidos de París por la mañana, habrían debido impedirle entrar en medio de aquella extraña casa de fieras. Los dientes de la hiena castañeteaban de pavor y ambos caminaban con precaución, buscando el camino para volver a su hogar, creyendo sentir a cada instante las zarpas de los transeúntes clavarse en su cuello.


VI

Y he aquí que, bruscamente, surge un sordo clamor en las esquinas de la jaula. Se cierran las tiendas, el toque a rebato se lamenta con voz anhelante e inquieta. Grupos de hombres armados invaden las calles, arrancan los adoquines, levantan apresuradamente barricadas. Los rugidos de la ciudad han cesado; reina en ella un silencio pesado y siniestro. Las bestias humanas se callan; se deslizan a lo largo de las casas, dispuestas a saltar. Y pronto saltan. La fusilería estalla acompañada por la voz grave del cañón. La sangre corre, los muertos aplastan su cara contra el suelo, los heridos gritan. En la jaula de los hombres se han formado dos bandos y esos animales se divierten degollándose en familia. Cuando el león comprendió de qué se trataba exclamó:

-¡Dios mío! ¡Sálvanos de este pelea! Ya estoy bien castigado por haber cedido al tonto deseo de hacerle una visita a estos temibles carniceros. ¡Qué suaves son nuestras costumbres comparadas con las suyas! Nosotros no nos comemos jamás entre nosotros. Y dirigiéndose a la hiena prosiguió: -No nos hagamos los valientes. Yo, lo reconozco, tengo los huesos helados de espanto. Tenemos que abandonar de inmediato este país de bárbaros.

Entonces huyeron avergonzados y temerosos. Su carrera se hizo cada vez más furiosa y desbocada porque el miedo los espoleaba y los terroríficos recuerdos de la jornada eran otros tantos aguijones que precipitaban sus saltos. Llegaron al Jardin des Plantes sin aliento y mirando hacia atrás con pánico. Entonces pudieron respirar a gusto y corrieron a refugiarse en una jaula vacía cuya puerta cerraron con energía. Allí se felicitaron con efusión de su regreso.

-¡Ah! -dijo el león-. No volveré a salir de mi jaula para ir a pasearme por la de los hombres. Sólo hay paz y felicidad posibles al fondo de esta celda dulce y civilizada.


VII

Y como la hiena palpaba uno tras otro los barrotes de la jaula:

-¿Qué mira usted, pues? -preguntó el león.

-Compruebo si estos barrotes son fuertes y nos defienden adecuadamente de la crueldad de los hombres -respondió la hiena.

domingo, 11 de septiembre de 2016

PÉRDIDAS (Ildiko Nassr)

Estoy muy distraída. Pierdo todo. Acaso dejo las cosas en cualquier lado y me olvido.

Hace una semana, perdí mi sueldo. El domingo, el vestido rojo y tres camisetas. Antes de ayer, las llaves y la casa. Ayer, perdí la cabeza y las manos. Sin embargo, dormí tranquila. No tuve que tomar la pastilla (que tampoco encontré).

Desperté feliz, hasta que me di cuenta de que había perdido los sueños anoche. Esta mañana, en el mercado, me perdí a mí.

Envidio a las personas que, por lo menos, son asaltadas y apuñaladas.

¿Qué más voy a perder? Las piernas, los pechos, el sexo, la memoria.

sábado, 10 de septiembre de 2016

LA MIRADA DEL MOSQUITO (Yalal Al-Din Rumi)


Te pareces a un mosquito que se cree importante. Al ver una brizna de paja flotando en un charco de orina de cerdo, el mosquito levanta la cabeza y piensa : «Hace mucho tiempo que sueño con el mar y con un barco, ¡y aquí están por fin !»

El charco de agua sucia le parece profundo e ilimitado porque su universo tiene la estatura de sus ojos, y estos ojos sólo ven océanos semejantes a ellos. De pronto, el viento mueve un poco la brizna de paja y el mosquito se dice: « Soy un gran capitán ».

Si el mosquito conociese sus límites, sería como el halcón. Pero los mosquitos no tiene la mirada de los halcones.


viernes, 9 de septiembre de 2016

FÁBULA (Robert Fox)


El joven iba perfectamente afeitado y pulcramente vestido. Era un lunes muy de mañana, y se metió en el metro. Era el primer día de su primer empleo, estaba un poco nervioso. No sabía con exactitud en qué iba a consistir su trabajo. Aparte de esto, se encontraba perfectamente bien. Toda la gente le veía bien. Le caían bien los transeúntes, los que se metían en el metro, y le caía bien el mundo, porque el día era claro y bueno, y él iba a empezar su primer empleo.
El joven consiguió encontrar un asiento en el metro que iba a Manhattan sin tener que dar codazos ni patadas a nadie. El vagón se llenó rápidamente, y él miraba a los que estaban de pie en torno a él y le envidiaban el asiento. Entre esta gente había una madre y su hija, que iban de compras. La hija era una bella muchacha rubia cuya piel parecía muy suave, y el joven se sintió atraído por ella inmediatamente.
-Te está mirando -susurró la madre a la hija.
-Sí, madre, y me molesta mucho. ¿Qué hago?
-Está enamorado de ti.
-¿Enamorado de mí? ¿Cómo puedes saberlo?
-Pues porque soy tu madre.
-Pero ¿qué hago?
-Nada. Intentará hablar contigo. Si lo hace tienes que contestarle. Sé amable con él. No es más que un muchacho.
El tren llegó al barrio de las oficinas comerciales y mucha gente se bajó. La chica y su madre encontraron asiento enfrente del joven, que seguía mirando a la chica, la cual, de vez en cuando, le miraba para ver si la estaba mirando.
El joven cedió su sitio a un hombre mayor como pretexto para ponerse de pie. Se quedó de pie junto a la chica y su madre. En otra parada quedó libre el asiento que había junto al de la chica, y el joven se sonrojó, pero lo ocupó inmediatamente.
-Lo sabía -dijo la madre, entre dientes-, lo sabía. Lo sabía.
El joven carraspeó y tocó a la chica en el hombro, haciéndola sobresaltarse.
-Dispénseme -le dijo-, pero es usted una chica muy bonita.
-Gracias -dijo ella.
-No hables con él -dijo la madre-, no le contestes. Te lo advierto. Hazme caso.
-Estoy enamorado de usted -dijo él a la chica.
-No le creo -dijo la chica.
-No le contestes -dijo la madre.
-De verdad que sí -dijo él-; más aún: estoy tan enamorado de usted que quiero casarme con usted.
-¿Tiene usted empleo? -dijo ella.
-Sí, hoy es el primer día. Voy a Manhattan a empezar mi primer día de trabajo.
-¿Y qué clase de trabajo es el que va a hacer? -preguntó ella.
-No lo sé con exactitud -dijo él-, ya le dije que todavía no he empezado.
-Parece interesante -dijo ella.
-Es mi primer empleo, pero tendré mesa propia, y manejaré un montón de papeles y tendré que llevarlos por ahí en una cartera, y me pagarán bien, y ascenderé a fuerza de tra­bajo.
-Te amo -dijo ella.
-¿Te casarás conmigo?
-No lo sé. Tendrás que preguntárselo a mi madre.
El joven se levantó de su asiento y se situó de pie ante la madre de la chica. Esta vez carraspeó con gran cuidado.
-Tengo el honor de pedirle la mano de su hija -dijo, pero el ruido que hacía el vagón ahogó completamente su voz. La madre le miró y dijo:
-¿Cómo?
Él tampoco la podía oír, pero por el movimiento de sus labios y por su manera de arrugar el rostro comprendió lo que había dicho: cómo.
El metro llegó a una estación.
-¡Que tengo el honor de pedirle la mano de su hija! -gritó él, sin darse cuenta de que el metro ya no hacía ruido.
Todos los que estaban en el vagón se le quedaron mirando, sonrieron, y luego se pusieron a aplaudir.
-¿Esta usted loco? -preguntó la madre.
El tren volvió a ponerse en marcha.
-¿Cómo? -dijo él.
-¿Por qué quiere casarse con ella? -preguntó la madre.
-En primer lugar porque es bonita. Quiero decir que estoy enamorado de ella.
-¿Y nada más?
-Pues no -dijo él-, ¿es que tiene que haber algo más?
-No, de ordinario no -dijo la madre-. ¿Trabaja usted?
-Sí, y, por cierto, ésa es la razón de que vaya ahora a Manhattan tan temprano. Es que hoy es mi primer día de trabajo.
-Pues felicidades -dijo la madre.
-Gracias. ¿Puedo casarme con su hija?
-¿Tiene usted coche? -preguntó ella.
-Todavía no -dijo él-, pero probablemente tendré uno dentro de muy poco. Y también casa.
-¿Casa?
-Sí, con muchas habitaciones.
-Bueno, sí, ya me figuré que iba a decir eso -dijo ella. Se volvió a su hija-: ¿Lo quieres?
-Sí, madre, lo quiero.
-¿Por qué?
-Pues porque es bueno, y dulce, y amable.
-¿Estás segura'?
-Sí.
-Entonces es que lo quieres de verdad.
-Sí.
-¿Estás segura de que no hay ningún otro al que pudieras amar y con quien desearas casarte?
-No, madre -dijo la chica.
-Bueno, pues entonces -dijo la madre al joven- está visto que no puedo hacer nada. Pregúnteselo usted otra vez.
El metro se paró.
-Queridísima mía -dijo él-, ¿quieres casarte conmigo?
-Sí -dijo ella.
Todos los del vagón sonrieron y se pusieron a aplaudir.
-¿No es cierto que la vida es maravillosa? -preguntó el joven a la madre.
-Maravillosa -dijo la madre.
El revisor se bajó de entre los vagones al arrancar de nuevo el tren y, poniéndose bien la corbata oscura, se acercó a ellos con un solemne libro negro en la mano.

jueves, 8 de septiembre de 2016

YO SUGIERO LA EXTRACCIÓN (Javiera Valentina Núñez Álvarez)


La introducción es burda, pero necesaria para el entendimiento de este relato.

I

Desprenderse, esa era la palabra, rondaba entre las conversaciones de los adultos, en los baños de mujeres que se prestan el maquillaje, entre las estudiantes de uniforme en el vagón del metro, más tarde en el café con los amigos.
Separarse, desapegarse...¡tanta teoría!, tantas palabras volcadas al respecto. Parecía una cosa seria -y es que no puede avanzar si uno no se separa de las cosas que se han ido-. No sirve dormir con la luz prendida, ni hacer grandes hogueras con restos de objetos a los que se les da tanta importancia como si fueran las personas mismas. No sirve recrear en la mente escenas de asesinato, no sirve empujarlos al río con los ahogados.

Sin embargo, cuando creía que nada podía ser peor, sufrí mi episodio de desprendimiento. Me está doliendo en el lado derecho de la cara, también sangra, con constancia , y mantiene un dolor pequeño que no se ausenta.

II

12:00 pm, la sala del dentista, una esperada cita para continuar el proceso de endodoncia de mi molar derecho; la pobre muela no había sobrevivido íntegra al embate de ese aparato ruidoso que escarba y agujerea, se había roto, y tenía pocas esperanzas de ser salvada.

La tranquilidad que otorga el sentir que se hace lo correcto, que uno se hace cargo de uno mismo, me llevó, casi sonriente, a la silla del dentista. Después de una breve charla sobre posibilidades y buenas decisiones, el señor de bigote procedió a hacer su evaluación, y con una pequeña plaquita radiográfica dio sentencia de muerte a mi amado molar derecho -es mejor extraerla -dijo. -La endodoncia puede salir mal -dijo. -Quizá gaste mas dinero- dijo. -Yo sugiero la extracción.

Silencio sepulcral. -¿No hay nada que hacer?- pregunté. -Puede arriesgarse, pero será un proceso largo y costoso, y no le podemos garantizar que dé buenos resultados. La historia de mi vida -pensé-, tantos pinches procesos largos y costosos sin garantía de buenos resultados.

-Sáquela.
-¿Está segura?
-¿Por qué me vuelve a preguntar?
-Es una decisión difícil.
-No quiero que me la saque, pero usted dice que es lo mejor, ¿no?

-Sí..., por protocolo debía preguntar otra vez
(yo asiento con la cabeza)

Me recliné en la silla, las manos sobre el abdomen, mientras veía entrar una a una las herramientas de tortura que el joven ayudante depositaba en la mesita metálica. La luz sobre la cara, que a esas alturas me parecía la luz del túnel que nos lleva al mas allá.

Una inyección que aguanté estoica, luego otra y el labio se iba durmiendo, luego una más grande, metálica y terrorífica, directo en la víctima, sin darme tiempo de despedirla.

-¡No cierre los ojos!
-¡Mierda!, pensé -¿además tengo que presenciar cómo mete esa aguja gigante en mi boca?-
Recurriendo a la única parte no ansiosa de mi existencia comencé a respirar lentamente para mantener el control, mientras le sonreía al dentista con lo ojos y el aparato succionador retiraba la baba y la anestesia amarga derramada en el procedimiento.

-Vamos a empezar -dijo. -¿Estás lista? Asentí como pude pensando- ¡no, no estoy lista!, ¿como se puede estar lista para esto? ¡No quiero que me saque la muela señor! ¿Alguien lo va a notar? ¡Sí, todo el mundo lo va a notar! ¡No saldré nunca mas a la calle!
Entre sus manos alzó un aparato metálico, como una ganzúa y me jaló mi pobre y moribundo molar -!ah!- me retorcí.
-¿Duele? Preguntó.
¿Duele? Pensé. -¡sí duele!, duele pensar que me van desmantelando de a poco, como a un coche en un deshuesadero. Es que nunca va a volver, esa pobre muela, producto de mi irresponsabilidad, no va a volver. ¿Cuándo van a dejar de sacarme cosas del cuerpo?
Cambió de instrumento, ahora esa pinza gigante como la que tenía mi papá para aflojar las tuercas del refrigerador... De pronto el crujido de la carne que se desprende -!mmmmm!
-¿Quiere descansar? Alce su mano izquierda si quiere que me detenga.
Ya era tarde, no podía hacer que se detuviera; uno a otro comenzaron a alternarse los instrumentos, el crujido constante dentro de la cabeza, y los minutos que pasaban y la muela que se resistía.

¡Despréndete de una puta vez! Pensé.
Y entonces la epifanía, las voces de los amigos “hay que desprenderse para que pase el dolor”.
Lo entendí todo, a eso se referían, déjala ir, ¡suéltala!
¿Era la muela la concreción del desprendimiento?
Porque a mí todo lo demás me parecía absurdo, las conversaciones, las ideas, ¡tantas teorías que nadie practica!, ¡tantas buenas ideas para vivir mejor!, pero ahí estaba, sucedía, sin quererlo yo debía desprenderme de mi muela aunque no lo deseara.
-Señorita, deje de hacer fuerza- dijo el dentista frente a la posición retorcida que yo adoptaba sobre la silla; las manos en absoluta tensión sobre las rodillas, el cuerpo replegado hacia el centro, la mirada de animal atropellado, y las ilusas lágrimas que a esas alturas me empapaban el cuello de la camisa.
-El que tiene que hacer fuerza soy yo- agregó en tono jocoso, frente a la escena absurda que estaba observando.
-¡Me estoy desprendiendo!- quise decirle, con la mirada, por supuesto. -Lo he comprendido todo -quise decirle, pero vi la tensión en su antebrazo. El tiempo se detuvo un segundo, y como en cámara lenta, percibí el último golpe que infringía a mi molar. El ultimo tronido. La despedida. Lenta y dolorosa como deben ser las despedidas.
Todo terminó, sacó la blanca y accidentada muela de mi boca, sustituyéndola por un miserable algodón.
-¡Aquí está!. Terminamos.
-Tome- me entregó un pedazo de servilleta. -Para que se seque las lágrimas.
La tomé avergonzada, y sin quererlo dejé escapar un pequeño gemido infantil, generado por la certeza de que nadie me iba a comprar un helado a la salida del dentista.
-¿Llora porque le dolió o porque es artista?- agregó el dentista en tono de broma.
Respondí con una mueca que pretendía ser sarcástica.
-¿Se la quiere llevar?
¡“¿Se la quiere llevar?”! ¿¡cómo!?, si llevo cuarenta minutos desprendiéndome de ella.
¡No me la van a cambiar por dinero! ¿De qué habla?- pensé con la indignación que da la experiencia, con la ira propia de la sabiduría adquirida. Yo sé desprenderme.
Me paré de la silla, mareada, adolorida, con el cachete derecho de la cara embarrado de sangre, el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.
-Gracias- dije. Y lo dije de manera profunda. “Gracias”, resonó en la sala, mientras me alejaba tambaleante hacia la puerta.
Me detuve antes de cruzar el umbral. -¿Y si me hubiese arriesgado?, ¿si no hubiese seguido la sugerencia del doctor?, ¿si hubiese conservado mi muela?, ¿si hubiese luchado por ella?... Ese último pensamiento me llevó a retroceder en mis pasos, y al volver la vista hacia la silla de tortura solo pude ver a chica de la limpieza que retiraba los instrumentos y ordenaba el lugar de la masacre; llevaba delantal blanco y en los oídos un par de audífonos. Tarareaba en silencio alguna canción alegre, eso se notaba por los gestos movedizos de su cara.

Entonces tomó mi muela, ese pedazo de mí, con sus manos vestidas en guantes de látex, y sosteniéndola entre dos dedos, la dejó caer lentamente en el bote de los desechos peligrosos.