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domingo, 31 de diciembre de 2017

BIOGRAFÍA (Saiz de Marco)


A las 7:23 la flor de un día brotó en silencio. A las 9:35 empezó a abrirse. A las 10:14 se desplegó del todo. A las 12:46 un insecto anduvo por sus pétalos, libó de su néctar, se llevó algo de polen adherido a sus patas. A las 18:51 la flor se cerró. A las 22:39 se mustió para siempre. Y eso fue todo. Todo. Pasó por la vida, y la vida por ella, sin apenas rozarse una con otra.


sábado, 30 de diciembre de 2017

Muñeca rusa


El huevo de la serpiente


LA MUERTE DE UN SUEÑO NO ES MENOS TRISTE QUE LA MUERTE (António Lobo Antunes)



Aquí donde trabajo (y mi madre: ¿desde cuándo escribir es un trabajo?) aquí donde trabajo, es decir, ahí fuera, junto al portal del lugar donde trabajo, las palomas se pasan la vida haciendo caca sobre el coche. El señor de la tienda contigua de comestibles advierte que los excrementos de las palomas estropean la pintura

(El ácido, señor, el ácido)

de modo que ahí voy yo, con agua y un trapito, a frotar concienzudamente esa especie de tiza blanca, aprobado por un tío con una botella de cerveza en la mano, que bebe a morro en la puerta de la tienda. Me gusta este lugar de pequeños comercios, esta especie de aldea, encajada en el centro de Lisboa, que por la noche se llena de travestis despampanantes mostrando el culo a pretendientes tímidos, me gusta la tienda de lámparas, la tienda de electrodomésticos, la tienda de los chinos, llena de inutilidades delicadas, los varios hostaluchos para alojarse con el tiempo medido, la peluquería de la esquina, con fotografías descoloridas, con rizos y flequillos, en la que nunca vi entrar a nadie. Lo único que no me gusta son las palomas, pero me consuelo imaginando qué sería del automóvil si los elefantes volasen. Al lado del portón el muro del hospital, viejo, oscuro, cubierto de musgo. Viudas perfumadas, en la cafetería a cien metros de aquí, lidiando con los pasteles de nata. El quiosco de revistas, con artículos sobre culebrones y presentadoras de televisión, supongo que hijas de las viudas de los pasteles, y la empleada del quiosco sentada en un banquito de cocina en medio de esos disparates coloridos. Pequeños restaurantes con el televisor puesto en el canal del partido de fútbol, el camarero dibujando ochos en la mesa con la fregona, la cocinera mulata, con cofia, abanicándose por el calor con el periódico y en el periódico, a todo lo largo, EL SOLTERÓN MÁS CODICIADO SE CONFIESA. Cortinas de ganchillo, gatos de escayola, lugares exiguos, sombríos, donde el solterón más codiciado sin duda no vive, toldos que las palomas salpican también, a falta de mi automóvil cerca

Tenía razón, madre, desde cuándo escribir es un trabajo, debería dibujar casas y árboles en el bloc

(El ácido, señor, el ácido)

los estantes polvorientos de la casa de empeños y sus despojos de naufragio, cadenas de oro, budas, litografías piadosas, una persona con gafas y sexo indefinido en la oscuridad del mostrador, especie de lechuza gris intentando habituarse al día. Pues en estos alrededores me paso las tardes, estrujándome la mollera

(¿Desde cuándo escribir es un trabajo?)

frente a hojitas de bloc, una persona mayor, qué estupidez, haciendo redacciones de niño, tenía razón, madre, desde cuándo escribir es un trabajo, debería dibujar casas y árboles en el margen del papel, no es trabajo, claro, de trabajo nada, un pasatiempo, una cosa de chicos, escribir cualquier persona escribe, madre, dónde está la dificultad, basta con ver la cantidad de cartas que andan por ahí, informes, telegramas, postales, listas de supermercado, cualquier persona escribe, debería tener una profesión como es debido, una tarea que se notara, una ocupación que inspirase respeto, en una oficina, por ejemplo, donde las palomas no me ensuciasen el coche, yo con traje, corbata, peinado, normal, con una secretaria que me llevase cafés, recibiendo

-Por favor, señores, por favor

la administración de otra compañía de seguros, yo expeditivo, decidido, vigoroso, yo con tacos de golf, yo en barco, yo con reloj de pulsera de oro, yo con un chófer que limpiase la caca de las palomas por mí, yo con una amante productora de modas, yo con una revista de negocios en la cama, desde cuándo escribir es un trabajo, realmente, blocs que no valen un comino, estilográficas que es mejor tirar a la basura, vaqueros, mi madre suspirando, disgustada

-Artistas

resignándose

-Por lo menos no bebe, vaya con los artistas, vaya personas inútiles, de qué sirve lo que hacen, sólo después de muertos los reconocen, ni reloj usa, barcos sólo de papel, no le importa nada, hace libros, de trabajo nada, hasta sorprende que no coma la sopa de los pobres, una sueña tantas cosas para un hijo y, de repente, páginas escritas, estuvo estudiando medicina, acabó la carrera Dios sabe cómo y con la manía de las redacciones no ejerce, la muerte de un sueño no es menos triste que la muerte, le dimos una profesión para vivir, médico, y no la practica, no quiere saber nada, no le interesa, usted, madre, que asimiló enseguida su desdicha cuando, al ir a verme en el examen de admisión al instituto, me pilló instalado al revés en el pupitre, mirando el techo, siempre fue tan raro este hijo mío, con dos, tres años se quedaba en el balcón varias horas seguidas, mirando, daba la impresión de que el mundo entero no era para él más que un balcón, si quieren encontrarlo es aquel de allá, con una botellita de agua y un paño, quitándole la caca de las palomas al coche e interrumpiéndose, de vez en cuando, para mirar, olvidado de la botellita, del paño, del automóvil, el techo del cielo, como si siguiese instalado al revés en el pupitre que no hay, del todo indiferente (imaginen qué vergüenza) a una carrera como es debido.




viernes, 29 de diciembre de 2017

Recogen tempestades


Porque sembraron viento...


ELOGIO DEL HURACÁN (Alejandro Morellón)


Siempre he disfrutado de la violencia de lo cotidiano: por ejemplo, la de un vaso que se rompe en la oscuridad. A veces me pregunto si este recuerdo es realmente mío. Revivo la escena con una alegría difícil de contener: el objeto que cae y se desintegra y se hace estrépito sordo y luego tumulto de voces en mitad de la noche. Mi madre le da al interruptor para que se iluminen los vidrios desperdigados. Su mano abierta en el aire, por encima de mí. El sonido de la bofetada que no se parece en nada al sonido del cristal contra el suelo y la sensación de comprender que todo forma parte de la ceremonia. La violencia que empieza en un vaso y termina con el dolor que una madre le impone a su hijo.

Ya han pasado muchos años desde entonces y ya no hay vaso ni madre ni cristales desperdigados ni ese niño que era yo asumiendo el dolor de la bofetada. Ahora vivo en Ehio con el resto de mi congregación. Aquí, en este pueblo, hay violencia así como también hay armonía gracias a que pasa de vez en cuando Amalia, y todos queremos mucho a Amalia.

Sabemos cuándo vuelve por la densidad del aire, por el relinchar de los caballos, o por cómo nuestros hijos gritan sin ninguna explicación. A veces los niños son los primeros en saberlo y lloran, y nosotros creemos que es porque les duelen los dientes o porque tienen sueño, hasta que las contraventanas chocan contra la pared y la veleta del tejado empieza a chirriar; entonces caemos en la cuenta de que está aquí otra vez.

Cuando llega Amalia la tierra roja del camino se desplaza, gira en remolinos y se esparce por el aire.

Cuando llega Amalia dos o tres de los nuestros entonan una canción.

Cuando llega Amalia nos santiguamos, le damos las gracias al viento y nos apresuramos a dejar nuestras ofrendas antes de que alcance la zona de las casas.

En estos quince meses desde que pasó por última vez apenas hemos tenido tiempo de restituir el ganado, de reforzar los cimientos, de reconstruir el muro, de cavar otros huecos para la gente que ha venido nueva este año. Cristian y los más jóvenes han construido un doble techo para todas las casas y el resto nos hemos ocupado de la comida y del agua. Los niños han dibujado unas líneas de colores en el camino para que ella se oriente. Todo el pueblo ha hecho ya su elección para la ofrenda: telas bordadas y pelo trenzado y metales preciosos y figuritas de madera y algunos dientes tallados. Este año, los de la tercera casa van a ofrecer a su primer hijo, que está enfermo. Se lo entregan a ella para que lo envuelva y se lo lleve a otro sitio donde no exista el dolor. También dicen, les he oído cuchichearlo en voz baja después de las reuniones, que creen que ella, Amalia, es el brazo invisible de Dios.

Lo dejamos todo en el camino y nos esforzamos de verdad para que quede bien presentado y dispuesto, para que ella lo vea y se lo quiera llevar consigo, aunque casi siempre se lo lleva todo. Otros años, cuando se ha dejado alguna cosa, el dueño de la ofrenda tiene que irse para que no caiga en desgracia toda la comunidad. Este año, a nuestra hija Sally se le ha ocurrido que nuestra ofrenda sea Gianfredo, el ternero, al que hemos pintado de rojo y atado a un poste adornado con flores. Está algo nervioso y no deja de berrear.

Aún tenemos tiempo para ver cómo desaparecen, a lo lejos, los primeros árboles. Nos quedamos todos juntos y nos damos la mano para observarla; una sombra blanca y espectral que repta sin dirección, aunque todos sabemos que se dirige a nosotros, siempre lo hace. Observamos también los corrimientos de tierra, los primeros carruajes arrastrándose hacia la vorágine, los objetos menos pesados elevándose en el aire en círculos concéntricos.

“Oh, mensajera del cielo, Amalia, señora de todos los vientos: acepta nuestras ofrendas”.

Después de la oración, soltamos nuestras manos y encerramos a los animales que nos da tiempo a atrapar. Luego corremos a refugiarnos bajo el muro de hormigón y piedras, nuestro fortín, y nos colocamos de manera que cada uno pueda tener un agujero delante para mirarlo todo. Permanecemos juntos y esperamos en silencio. No hablamos entre nosotros porque nos gusta oír cómo se acerca, las cristaleras que estallan, miles de objetos rompiéndose, la primera casa que se desploma; oímos gritar —un grito débil, casi sin fuerzas— al hijo enfermo de los de la tercera casa. Al mirarles, vemos que están llorando y que sonríen al mismo tiempo. Puede que sea cosa mía, pero también me parece oír a nuestro Gianfredo, aunque, de todas maneras, llega un momento en el que solo se la oye a ella. Todos nos acercamos más a nuestro respectivo agujero para mirar. Nadie quiere perdérselo.

Dentro de Amalia están todas las cosas que hemos dejado sobre el camino: tres vacas, un ternero, cinco caballos, una baraja de cartas, una bañera llena de leche, un niño enfermo, una escultura hecha de fruta, un instrumento de cuerda, una colección de libros, comida y agua en abundancia; está, además, todo lo que no hemos dejado pero que Amalia se ha molestado en llevar de todas maneras: cascotes de piedra, árboles, carruajes, casas enteras, peces del río, algunas ovejas perdidas, cerdos salvajes que ha encontrado a saber dónde, cinco personas ya muertas, los cuerpos transportados como por una nube de moscas.

Dicen —a mí nunca me ha tocado verlo— que estar justo debajo, en ese mismo punto en el que se origina el impulso, es como ver un túnel que conecta directamente con el cielo, y que en ese momento no hay ruido, no hay brutalidad, solo hay una música como de cosas que flotan, y todo se ralentiza. A los que les pasa esto les cambia la vida y se les da un mejor trato entre los vecinos. A mí, algún día, me gustaría verlo también, escuchar el vacío y entender esa plenitud de la que hablan. A lo mejor, lo que se oye dentro no es el silencio sino un cristal que se rompe y desintegra en la oscuridad. Todavía no lo sé. Quizá el año que viene, cuando vuelva Amalia.



jueves, 28 de diciembre de 2017

Tabarnia elige quedarse


EL PARTO (Franco Sacchetti)


En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.

Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.

El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.

Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:

-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?

El párroco le respondió:

-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.

Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:

-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.

-Cuente conmigo -repuso el cura.

Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.

La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:

-¡Es un muchacho!

Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:

-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!

A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:

-¿Que es lo que dices?

Digo que es un muchacho.

El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:

-Ayúdala, ayúdala, hija mía.

Muchas veces la joven repitió:

-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.

Y el cura respondía siempre:

-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.

Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.

La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.

Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:

-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.

La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.

El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:

-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?

-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.

-¿Dónde está?

-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.

-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.

-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.

Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.

Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.


miércoles, 27 de diciembre de 2017

La caja de los truenos


Freedom for Tabarnia


LA CICATRIZ (Marco Denevi)


Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres cuneiformes inscritos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la escritura sin ninguna dificultad. Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de (Storie per la sera della domenica -Cuentos para le velada del domingo-). "La anunciación del traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.

Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió. Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.

Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo.

Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.

De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.

Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó.

L'Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: "En 1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron en los alrededores de Valderrosa. Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa".
La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras: "Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l'Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle".



martes, 26 de diciembre de 2017

República independiente de Mi Casa


ENCARNACIONES DE NIÑOS QUEMADOS (David Foster Wallace)


El Padre estaba a un lado de la casa poniendo una puerta para el inquilino cuando oyó los chillidos del niño y la voz alterada de la Madre entre ellos. Pudo moverse deprisa, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de un golpe a su espalda el Padre pudo contemplar toda la escena, la olla volcada en la baldosa del suelo que quedaba justo delante de la cocina y la llama azul del fogón y el charco de agua en el suelo todavía humeando mientras sus muchos brazos se extendían, el bebé con el pañal holgado de pie y rígido mientras le salía vapor del pelo y del pecho y los hombros de color rojo intenso y los ojos en blanco y la boca muy abierta y dando la sensación de estar de algún modo separada de los ruidos que estaba emitiendo, la Madre apoyada en una rodilla intentando secarlo absurdamente con el trapo de fregar los platos y soltando gritos tan fuertes como los de su hijo, tan histérica que estaba casi paralizada. La rodilla de ella y los piececitos descalzos y suaves seguían en el charco humeante, y lo primero que hizo el Padre fue coger al niño por las axilas y levantarlo del charco y llevarlo al fregadero, donde tiró varios platos y accionó el grifo de un golpe para que corriera agua fría por los pies del niño mientras con la mano ahuecada recogía agua y se la derramaba o bien se la arrojaba sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el objeto de que antes que nada dejara de salirle vapor, y la Madre detrás de su espalda invocando a Dios hasta que él la mandó por toallas y vendas si es que tenían, el Padre moviéndose deprisa y bien y con su mente masculina vacía de todo salvo aquello que estaba haciendo, sin darse cuenta todavía de la ligereza con que se estaba moviendo o del hecho de que había dejado de oír los chillidos porque oírlos lo paralizaría y le impediría hacer lo que hacía falta hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración y tardaron tanto en apagarse que acabaron por convertirse en una cosa más de las que había en la cocina, algo más que eludir para moverse con presteza. La puerta trasera para el inquilino, fuera, colgaba a medio atornillar de su bisagra superior y el viento la movía un poco, y un pájaro posado en el roble del otro lado de la entrada para coches parecía observar la puerta con la cabeza inclinada mientras seguían saliendo gritos del interior. Las peores quemaduras parecían estar en el brazo y el hombro derechos, el color rojo del pecho y la barriga se fue volviendo rosado bajo el agua fría y el Padre no podía ver ampollas en las suelas suaves de sus pies, a pesar de lo cual el bebé todavía tenía los puños cerrados y chillaba, aunque tal vez ahora de forma puramente refleja y por miedo, el Padre no sabría hasta más tarde que había pensado en aquella posibilidad, con la carita dilatada y venas nudosas abultándole en las sienes, y el Padre no paraba de decir que estaba allí, que estaba allí, a medida que le bajaba la adrenalina y que una furia hacia la Madre por permitir que pasara aquello empezaba a acumularse de forma intermitente en el fondo más recóndito de su mente, todavía a horas de distancia de ser expresada. Cuando la Madre regresó él no estuvo seguro de si envolver o no al niño con una toalla pero acabó por mojar la toalla y envolverlo, lo lió bien fuerte y levantó a su bebé del fregadero y lo puso en el borde de la mesa de la cocina para tranquilizarlo mientras la madre intentaba examinarle las plantas de los pies, agitando una mano en las inmediaciones de su boca y emitiendo palabras absurdas mientras el Padre se inclinaba y ponía la cara delante de la del niño sentado en el borde a cuadros de la mesa repitiendo el hecho de que estaba allí y tratando de calmar los chillidos del niño, pero el niño seguía gritando sin aliento, con un sonido agudo, puro y brillante que podía pararle el corazón y con los labios y las encías granulosas ahora teñidas del color azul claro de una llama baja o eso le pareció al Padre, gritando casi como si siguiera debajo de la olla inclinada y sufriendo el mismo dolor. Así pasaron un minuto o dos que parecieron mucho más largos, con la Madre al lado del Padre hablando en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en la rama con la cabeza inclinada a un lado y una línea blanca apareciendo en la bisagra como resultado del peso de la puerta inclinada hasta que la primera voluta de vapor apareció perezosamente desde debajo del borde de la toalla y los padres intercambiaron una mirada y abrieron mucho los ojos: el pañal, que cuando abrieron la toalla e inclinaron a su niño hacia atrás sobre el mantel a cuadros y desabrocharon las lengüetas reblandecidas e intentaron quitarlo se resistió un poco provocando más chillidos y resultó estar caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y vieron dónde había caído realmente el agua y dónde se había acumulado y había estado quemando a su bebé todo aquel tiempo mientras él gritaba pidiendo ayuda y ellos no lo habían ayudado, no se les había ocurrido, y cuando se lo quitaron y vieron el estado de lo que había allí la Madre dijo el nombre propio de su Dios y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio mientras el padre se daba la vuelta y le pegaba un puñetazo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y también al mundo y no por última vez, y ahora su hijo podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y por los ligeros movimientos acongojados de sus manos en el aire de encima del sitio donde estaba tumbado, unas manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que habían agarrado el pulgar del Padre en la cuna mientras el niño miraba cómo la boca del padre se movía al cantar una canción, con la cabeza inclinada y dando la impresión de mirar algo situado más allá, algo que hacía sentirse solo a su Padre, como apartado. Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo. “Break your heart inside and something will a child” es la canción gangosa que el Padre vuelve a oír casi como si la mujer de la radio estuviera allí a su lado mirando lo que han hecho, aunque horas más tarde lo que el Padre menos podrá perdonarse es lo mucho que quería un cigarrillo justo mientras estaban envolviendo la entrepierna del niño lo mejor que podían con vendas y con dos toallas de mano cruzadas, después el Padre lo levantó en brazos como si fuera un recién nacido, cogiéndole el cráneo con la palma de la mano, se lo llevó corriendo a la camioneta recalentada y quemó los neumáticos hasta llegar al pueblo y a la sala de urgencias del hospital dejando la puerta del inquilino abierta y colgando durante el día entero hasta que la bisagra cedió, pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa fue irreversible y ellos no llegaron a tiempo el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y ver cómo sucedía todo lo demás desde un punto en lo alto, y lo que fuera que se perdió entonces nunca más volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y echó a caminar y ganó un sueldo y vivió su vida sin inquilino, una cosa entre cosas, y el alma de su yo fue en gran medida vapor en lo alto, que caía como la lluvia y luego se elevaba, y el sol subía y bajaba como un yoyo.


lunes, 25 de diciembre de 2017

LA SALVACIÓN (Adolfo Bioy Casares)


Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".


domingo, 24 de diciembre de 2017

POR CORREO (O' Henry)


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aún no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una maleta. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, pero ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la maleta y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:

-Deseo que le transmitas un mensaje a esa joven que está sentada en el banco. Exprésale que voy camino a la estación para marchar a San Francisco, donde me uniré a la expedición de caza en Alaska. Dile que, puesto que me ha ordenado que ni le hable ni le escriba, recurro a este medio de hacer un último llamado a su sentido de justicia, en aras de lo que ha sido. Que condenar y rechazar a una persona que no merece tal tratamiento, sin darle sus razones o brindarle la oportunidad de que se explique, es contrario a la naturaleza de ella, según yo la juzgo. Que, hasta cierto punto, he desobedecido así sus órdenes, esperando que pudiera inclinarse a hacer justicia. Ve y dile eso.

El joven deslizó medio dólar en la mano del muchacho. Este lo miró durante un momento con brillantes y sagaces ojos, desde su sucia e inteligente cara, y luego marchó a la carrera. Se aproximó, con cierta duda, pero sin embarazo, a la muchacha que estaba sentada en el banco. Se tocó la parte de atrás de la vieja gorra a cuadros de ciclista. La muchacha lo miró con frialdad, sin prejuicio ni favor.

-Señora -dijo-, ese caballero que está en el otro banco le envía a usted una canción y una danza por mi intermedio. Si usted no conoce al tipo y él está tratando de hacerse el fresco, dígamelo, y llamaré a un vigilante en tres minutos. Si realmente lo conoce usted, y es correcto, le transmitiré la sarta de cosas que le manda decir.

La muchacha mostró cierto interés.

-¡Una canción y una danza! -exclamó la joven con un tono decidido y dulce, que parecía envolver sus palabras en un diáfano manto de impalpable ironía-. Supongo que se trata de una nueva idea dentro de la especialidad de los trovadores. Yo… conocía al caballero que lo envió a usted, de manera que no me parece necesario llamar a la policía. Puede usted ejecutar su danza y su canción, pero sin elevar mucho la voz. Es demasiado pronto para realizar espectáculos de vodevil al aire libre, por lo cual podríamos llamar la atención de la gente.

-Ah -dijo el muchacho con un encogimiento de hombros que recorrió la distancia de su estatura-, usted sabe a qué me refiero, señora. No es un acto de vodevil; es un secreto. Me dijo que le dijera a usted que tiene los cuellos y los puños de las camisas en la mano, listos para disparar a Prisco37. Luego va a cazar pinzones de las nieves del Klondike. Dice que usted le dijo que no le enviara más esquelas rosadas, ni se acercara al portón del jardín, y él emplea este medio de enterarla. Dice que usted se refería a él como a algo pasado, sin haberle dado derecho al pataleo. Dice que usted le dio el olivo y nunca le dijo por qué.

El interés ligeramente despertado en la muchacha y reflejado en sus ojos, no disminuía. Quizá lo había suscitado la originalidad o la audacia del cazador de pinzones de las nieves para enredar en esa forma las expresas órdenes de ella contra el empleo de los medios ordinarios de comunicación. Fijó los ojos en una estatua parada, desolada, en el descuidado parque, y le habló al transmisor:

-Dígale al caballero que no necesito repetirle la descripción de mis ideales. Él sabe cuáles fueron y cuáles son todavía. En lo que concierne a ellos en este caso, la lealtad y la verdad absolutas son de primerísima importancia. Dígale que he estudiado mi propio corazón tan bien como a uno mismo le es posible hacerlo y conozco sus debilidades, así como sus necesidades. Por eso decliné prestar atención a sus ruegos, sea cuales fueren. No lo condeno por oídas o pruebas dudosas, y es por eso que no formulo cargos. Pero, puesto que insiste en oír lo que conoce muy bien, puede usted transmitirle la cuestión.

“Dígale que esa noche entré en el conservatorio por la puerta trasera, con el objeto de cortar una rosa para mi madre. Que los vi a él y a la señorita Ashburton debajo de la rosa adelfa. El cuadro vivo era lindo, pero la pose y la yuxtaposición demasiado elocuentes y evidentes para requerir explicación. Abandoné el conservatorio y, al mismo tiempo, la rosa y mi idea. Puede usted llevarle esa canción y esa danza a su empresario”.

-Tengo reparo en cuanto a una palabra, señora. Yux… yux… explíquemela, ¿quiere?

-Yuxtaposición, o puede usted decir también proximidad o, si le agrada, estando demasiado cerca para que una conserve la posición de un ideal.

Las piedras giraban debajo de los pies del muchacho, que se paró al lado del otro banco. Los ojos del hombre lo interrogaban sediento. Los del muchacho brillaban con el celo impersonal del traductor.

-La señora dice que sostiene que las muchachas son presa fácil cuando los tipos cuentan historias de fantasmas y tratan de fingir, y que por eso no atenderá charlas falsas. Dice que lo sorprendió a usted abrazando a una muchacha en un invernáculo. Ella se estiró para cortar unas flores y usted estaba abrazando a la otra muchacha en gran forma. Dijo que el cuadro tenía lindo aspecto, perfecto, perfecto, pero la puso furiosa. Dice que es mejor que usted se ocupe en ir a tomar el tren.

El joven emitió un largo silbido y sus ojos chispearon con una súbita idea. Sus manos se hundieron en el bolsillo interno de su saco, del que extrajo un manojo de cartas. Eligió una, que le entregó al muchacho, seguida de un dólar que sacó del bolsillo del chaleco.

-Entrégale esta carta a la señorita -dijo- y pídele que la lea. Dile que ella explicará la situación. Dile que, si hubiera mezclado un poco de confianza en su concepción del ideal, se habría evitado muchos dolores de cabeza. Que la lealtad que ella tanto estima nunca ha vacilado. Que espero una contestación.

El mensajero se presentó frente a la muchacha.

-El caballero dice que se lo ha cargado sin motivo. Dice que no es un holgazán y, señora, lea usted la carta y le aseguro que es un buen tipo.

La joven desdobló el papel con cierta duda y lo leyó.

“Estimado doctor Arnold:

Le estoy muy agradecido por su bondadosa y oportuna ayuda prestada a mi hija, el viernes por la noche, cuando ella fue presa de un ataque de su vieja afección al corazón en el conservatorio, en la recepción de la señora Waldron. Si usted no hubiera estado cerca para sostenerla mientras caía y para prestarle la atención requerida, podríamos haberla perdido. Me sentiría contento si nos visitara y emprendiese el tratamiento de su caso.

Agradecidamente suyo,

Robert Ashburton”


La joven dobló la carta y se la entregó al muchacho.

-El caballero desea una contestación -dijo el mensajero- ¿Qué le digo?

Los ojos de la muchacha relampaguearon rápidamente, brillantes, sonrientes y húmedos.

-Dígale al tipo que está sentado en ese banco -dijo con una risa feliz y trémula- que esta muchacha lo desea.



sábado, 23 de diciembre de 2017

EL GRAN POETA (Charles Bukowski)


Fui a verlo. Era el gran poeta. El mejor poeta narrativo desde Jeffers; aún no había cumplido los setenta y ya era famoso en todo el mundo. Sus dos libros más conocidos quizá fuesen Mi pena es mejor que tu pena, ¡ja! y Los muertos mascan chicle en Languidez. Había enseñado en muchas universidades, ganado todos los premios, incluido el Nobel. Bernard Stachman.

Subí las escaleras de la YMCA. El señor Stachman vivía en la habitación 223. Llamé. «¡CARAJO, ENTRE!», gritó alguien desde dentro. Abrí la puerta y entré. Bernard Stachman estaba en la cama. Flotaba en el aire un olor a vómito, vino, orines, mierda y alimentos podridos. Sentí náuseas. Corrí al cuarto de baño, vomité y volví.

—Señor Stachman —dije—. ¿Por qué no abre una ventana?

—Buena idea. Y nada con ese mierda de «señor Stachman», me llamo Barney.

Estaba impedido. Tras un gran esfuerzo, logró incorporarse en la cama y aposentarse en la silla que había al lado.

—Ahora, listo para una buena charla —dijo—. Era lo que estaba esperando.

Junto a su codo, en la mesa, había una jarra de un galón de tinto italiano llena de cenizas de cigarrillos y polillas muertas. Aparté la vista, luego miré otra vez. Tenía la jarra en la boca, pero la mayor parte del vino se le derramaba por la camisa y los pantalones. Bernard Stachman posó la jarra.

—Exactamente lo que necesitaba.

—Debía utilizar un vaso —dije—. Es más cómodo.

—Sí, creo que tiene razón.

Miró a su alrededor. Había unos cuantos vasos sucios y me pregunté cuál escogería. Escogió el que le quedaba más cerca. El fondo del vaso estaba cubierto por una sustancia amarillenta, endurecida. Parecían restos de pollo con fideos. Escanció el vino. Luego, alzó el vaso y lo vació.

—Sí, esto es mucho mejor. Veo que ha traído una cámara. Supongo que querrá hacerme fotos.

—Sí —dije.

Me acerqué a la ventana, la abrí y respiré aire fresco. Llevaba días lloviendo y el aire estaba límpido y fresco.

—Oiga —dijo—, hace horas que tengo ganas de mear. Tráigame una botella vacía.

Había varias botellas vacías. Le acerqué una. El pantalón no tenía cremallera, sino botones, y solo tenía abrochado el de más abajo, porque no le cabía en el cuerpo. Hurgó en la bragueta, se sacó el pene y puso la cabeza en la boca de la botella. En cuanto empezó a orinar, el pene se tensó y empezó a cabecear, esparciendo orina por todas partes… por la camisa, los pantalones y la cara; increíblemente, el último chorro fue a darle en la oreja izquierda.

—Es una mierda esto de ser un lisiado —dijo.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—¿Cómo fue qué?

—El quedarse así, lisiado.

—Mi mujer. Me pasó por encima con el coche.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Dijo que no podía soportarme más.

No dije nada. Tomé un par de fotos.

—Tengo fotos de mi mujer. ¿Quiere ver fotos de mi mujer?

—Sí, claro.

—El álbum de fotos está allá, encima de la nevera.

Me acerqué, lo cogí, me senté. Solo había fotografías de zapatos de tacón alto y esbeltos tobillos de mujer, piernas cubiertas de medias de nilón con ligueros y una serie de piernas en pantimedias. En algunas páginas había pegados anuncios del mercado de carne: Redondo de ternera, 69 centavos la libra. Cerré el álbum.

—Cuando nos divorciamos —dijo—, me los dio.

Bernard buscó bajo la almohada de la cama y sacó un par de zapatos de tacón alto tipo aguja. Los había hecho cubrir con una capa de bronce. Los colocó en la mesita de noche. Se sirvió otro trago.

—Duermo con esos zapatos —dijo—. Hago el amor con ellos y luego los lavo.

Tomé algunas fotos más.

—Oiga, ¿quiere una foto? Esta es una buena foto.

Se desabrochó el único botón de la bragueta. No llevaba calzoncillos. Cogió el tacón del zapato y se lo metió por el trasero y lo movió de lado a lado hasta que entró completo.

—Así. Saque una así.

Hice la foto.

Le resultaba difícil mantenerse en pie, pero lo logró apoyándose en la mesita.

—¿Sigue escribiendo, Barney?

—Yo escribo siempre, carajo.

—¿Y sus admiradoras no lo interrumpen?

—Bueno, sí, a veces, las mujeres me encuentran. Pero no se quedan mucho.

—¿Se venden sus libros?

—Recibo cheques por mis derechos de autor.

—¿Qué aconseja usted a los escritores jóvenes?

—Que beban mucho, que follen mucho y que fumen muchos cigarrillos.

—¿Y qué aconseja a los escritores de más edad?

—Si siguen aún con vida, no necesitan consejos.

—¿Cuál es el impulso que le mueve a crear un poema?

—¿Y usted, por qué caga?

—¿Qué piensa usted del presidente Reagan y del desempleo?

—No pienso en Reagan ni en el desempleo. Todo eso me aburre. Como los viajes espaciales. Y la liga de béisbol.

—¿Cuáles son sus preocupaciones, entonces?

—Las mujeres modernas.

—¿Las mujeres modernas?

—No saben vestir. Llevan unos zapatos espantosos.

—¿Qué piensa usted de la liberación femenina?

—Si ellas están dispuestas a trabajar lavando coches, empujando el arado, cazando a dos tipos que acaban de asaltar una licorería o limpiando alcantarillas, si están dispuestas a dejar que les rebanen las tetas de un tiro en el ejército, yo estoy dispuesto a quedarme en casa fregando los platos y a aburrirme quitándole pelusilla a la alfombra.

—¿Pero no cree usted que tienen cierta razón en sus reivindicaciones?

—Por supuesto.

Stachman se sirvió otro trago. Incluso bebiendo del vaso, parte del vino se le derramaba por la barbilla y le bajaba hasta la camisa. Olía como un hombre que llevara meses sin bañarse.

—Mi esposa —dijo—, aún estoy enamorado de ella. Deme el teléfono, por favor.

Le di el teléfono. Marcó un número.

—¿Claire? ¿Oye, Claire…?

Colgó el teléfono.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Lo de siempre. Colgó. Oiga, vámonos de aquí, vámonos a un bar. Llevo demasiado tiempo en esta maldita habitación. Necesito salir.

—Pero es que está lloviendo. Hace una semana que está lloviendo. Las calles están inundadas.

—Eso a mí no me importa. Quiero salir. Lo más probable es que en este momento ella esté jodiendo con un tipo. Probablemente tenga puestos los zapatos de tacón. Yo no dejaba que se los quitara nunca.

Ayudé a Bernard Stachman a enfundarse un viejo abrigo marrón. Le faltaban todos los botones. Estaba tieso de mugre. No era un abrigo de Los Ángeles. Era grueso y pesado, debía proceder de Chicago o de Denver y debía datar de los años treinta.

Luego, cogimos las muletas y bajamos laboriosamente la escalera. Bernard llevaba una botella de moscatel en un bolsillo. Llegamos a la entrada y me aseguró que podía cruzar solo la acera y subir al coche. Mi coche estaba aparcado a cierta distancia de la cuneta.

Cuando corría dando la vuelta al coche para entrar por el otro lado, oí un grito y a continuación un chapoteo. Estaba lloviendo, llovía mucho. Di otra vez corriendo la vuelta; Bernard se las había arreglado para caerse y quedar encajado en el suelo entre el coche y la acera. El agua le corría por encima. Estaba sentado y el agua lo desbordaba, le cubría los pantalones, le daba en los costados; las muletas flotaban torpemente en su regazo.

—No se preocupe —dijo—. Váyase y déjeme.

—Pero, por Dios, Barney.

—En serio. Váyase. Déjeme. Mi mujer no me quiere.

—No es su mujer, Barney. Están divorciados.

—A otro perro con ese hueso.

—Vamos, Barney, lo ayudaré a levantarse.

—No, no. No se moleste. Se lo digo en serio. Usted váyase. Emborráchese sin mí.

Lo levanté, abrí la portezuela y lo coloqué en el asiento delantero. Estaba empapado. El agua le caía a chorros. Luego rodeé el coche y me coloqué al volante, a su lado. Barney destapó la botella de moscatel, bebió un trago y me la pasó. Bebí un trago. Luego puse el coche en marcha y salí, mirando por el parabrisas, entre la lluvia, buscando un bar en el que pudiéramos entrar y no vomitar en cuanto le echáramos una ojeada al hediondo urinario.


viernes, 22 de diciembre de 2017

MIL GRULLAS (Elsa Borneman)


Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíén, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas -Para cuando termine la guerra... —decía el abuelo—. Todo acaba algún día... —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano.
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora", Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta:
-¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez. [“La bellota que rueda hace koro koro al rodar…”. Canción popular japonesa]
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
En diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro... —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos raspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
-Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo. La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podrían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
[Febrero de 1976]
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.


jueves, 21 de diciembre de 2017

BROMITA (Emilia Pardo Bazán)


Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -me dijo el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abrumaba, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

-Verá usted lo que todos opinan…

-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse se ponía colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.

-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!

No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.

Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.

Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:

-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?

No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.

Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.

-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle tanto.

-Nada de eso -protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.

Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.

Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.

-¿Ha cortado usted el bastón? -pregunté sofocando la risa.

-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.

Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.

Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:

-Oiga usted, Anís: no más… Hay que desengañarle.

Anís se rió y asintió:

-Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.

Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.

-¿Y su hija? -pregunté.

-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.


miércoles, 20 de diciembre de 2017

EL AVARO (Anthony de Mello)


Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.

El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos preguntó:

- “¿Empleaba usted su oro en algo?”

- “No - respondió el avaro - lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas”.

- “Bueno, entonces - dijo el vecino - por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero”.


martes, 19 de diciembre de 2017

ASÍ QUEMAMOS A JUAN DE LOS CHOCLOS (Sebastián Beringheli)


Estábamos cansados de Juan. Hartos. Por eso lo quemamos.

Pocos recuerdan su llegada, solo que la abuela lo trajo hace muchísimos años. Los peones más memoriosos juran que Juan trabajaba como un buey. Nadie había visto algo semejante. Día y noche, sin parar, Juan hacía lo suyo, y lo hacía mejor que nadie.

Año tras año la cosecha mejoraba. Créame si le digo que nunca se vieron choclos como aquellos: grandes, gordos, jugosos, con mazorcas largas como el brazo de un chico. Cebado, el abuelo compró los terrenos adyacentes; hizo traer peones de todas partes, incluso contrató a un par de ingenieros de la capital; pero los únicos choclos que crecían así de grandes eran los que cuidaba Juan.

El abuelo le pidió que le contara su secreto. Fue en vano. Juan no pronunció palabra. Entonces el abuelo empezó a vigilarlo de cerca pero a simple vista Juan no hacía gran cosa; solo se quedaba ahí, entre los choclos, en silencio, observando.

Así pasó el tiempo. Décadas. En ese lapso no conocimos la peste. Ni una sola familia de pájaros bandidos se afincó en el campo.

La cosa prosperó; y el abuelo, que era un hombre práctico, pensó que tal vez era hora de recompensar a Juan y traer a alguien para que lo reemplazara en el campo. A lo mejor así, libre de responsabilidades, le confiaría su secreto; pero no hubo caso. Juan se mantuvo en silencio, siempre callado, siempre entre los choclos.

La catástrofe llegó con la muerte de la abuela. Todos la queríamos mucho. Todos la lloramos. Desde entonces la cosecha fue de mal en peor. A duras penas sobrevivimos vendiendo choclos decrépitos.

Hay que decir que Juan nunca abandonó su puesto solitario, ni siquiera cuando fuimos a buscarlo al amanecer, armados con palas y antorchas. Cuando lo quemamos todavía tenía los brazos abiertos, como queriendo abrazar al sol. Una familia de pájaros bandidos había anidado en sus hombros.

Clavado en el maizal, con la mirada ausente, vacías las cuencas en el rostro de calabaza, Juan de los Choclos ya no hacía su trabajo.



lunes, 18 de diciembre de 2017

TAXI-DERMISTA (Sandra Sánchez)


Le di la dirección de la boutique. Paró el taxímetro (el arte requiere su tiempo). Rellenó mi cuerpo de cera y luego lo recubrió con resina y fibra de vidrio. Ahora luzco en un escaparate de la 5ª con la 57 y mi corazón cuelga, como un péndulo, del espejo retrovisor por el que nos cruzamos aquel día la mirada. Me dejó intacto el brillo de los ojos.


domingo, 17 de diciembre de 2017

EL REGALO (Ray Bradbury)


Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviera bien. Cuando en el despacho de la aduana les obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el cariño.

El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?

-Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?

-¡Qué reglamentos absurdos!

-¡Y tanto que deseaba el árbol!

La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo- dijo el padre.

-¿Qué?...- preguntó el niño.

Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro. El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

Había un único ojo de buey, una "ventana" bastante amplia, de vidrio tremendamente grueso, en la cubierta superior.

-Todavía no- dijo el padre. -Te llevaré más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Quiero que esperes por un motivo- dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos creyó haber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso.

-Hijo- dijo-, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.

-Oh- dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidaría.

El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.

-Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron...

-Sí, sí, todo eso y mucho más- dijo el padre.

-Pero...- empezó a decir la madre.

-Sí- dijo el padre- Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Puedo tener tu reloj?- preguntó el niño.

Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-A eso vamos- dijo el padre y tomó al niño por el hombro.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya entenderás. Hemos llegado -dijo el padre.

Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo- dijo el padre.

-Está oscuro.

-Te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio.

El niño se quedó sin aliento.

Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo- dijo el padre.

Y las voces en el cuarto cantaban los viejos, familiares villancicos; y el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, mirando simplemente el espacio, la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas...


Simple minds


sábado, 16 de diciembre de 2017

LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS (Arthur C. Clarke)


—Es esta una petición un tanto inusual— dijo el doctor Wagner—. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien solicita una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su, bueno, establecimiento, haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?

—Por supuesto —contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas—. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.

—No termino de comprender.

—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es un tanto extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con la mente abierta mientras trato de explicárselo.

—Desde luego.

—Es algo sencillo, en realidad. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posiblesnombres de Dios.

—¿A qué se refiere?

—Tenemos razones para creer —continuó el lama, imperturbable— que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos creado.

—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

—Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo?

—¡Oh! —exclamó el doctor Wagner, un tanto aturdido—. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido.

—Llámelo ritual, si quiere, pero es un aspecto esencial de nuestras creencias —dijo, y luego añadió—. Los nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, son creaciones del hombre. Esto encierra un problema filosófico que no discutiré ahora, pero en algún sitio entre todas las posibles combinaciones de letras están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.

—Comprendo. Han empezado con AAAAAAA y han continuado hasta ZZZZZZZ.

—Exacto, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial, propio. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar mas de tres veces consecutivas.

—¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.

—Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.

—Estoy seguro —dijo Wagner, apresuradamente—. Por favor, prosiga.

—Afortunadamente, será sencillo adaptar su computadora para ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programada adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.

El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tiene la razón.

—No hay duda —replicó el doctor— de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento es lo que me preocupa. Llegar al Tíbet en los tiempos que corren no será fácil.

—Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos por los que elegimos su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.

—¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?

-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.

—No dudo de que podremos proporcionarle a las personas idóneas —El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa—. Pero hay otras dos cuestiones que...

Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.

—Este es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.

—Gracias. Parece ser... bueno... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial, tan obvia, que vacilo en mencionarla, pero es sorprendente la frecuencia con que la que uno pasa por alto estas cosas: ¿qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?

—Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.

—Desde luego —admitió el doctor Wagner—. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.

Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamas. El Proyecto Shangri-La, como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente.

Cuando las hojas salían de las impresoras, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado.

George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.

George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo.

—Escucha, George —dijo Chuck, con urgencia—. He sabido algo que podría terminar siendo un disgusto.

—¿Qué ocurre? ¿No funciona bien la máquina? —ésta era la peor contingencia que George podía imaginar.

Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vinculo con su tierra.

—No, no es nada de eso —Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era infrecuente en él, porque normalmente le daba miedo el abismo—. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.

—¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.

—Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca que hayas oído.

—A ver, ¿de qué se trata? —gruñó George.

—El viejo me acaba de hablar con total claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo le dije que me gustaría saberlo, y entonces me lo explicó.

—Continúa.

—El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá terminado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.

—¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?

—No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡listo!

—Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo.

Chuck dejó escapar una risa nerviosa.

—Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: no se trata de nada tan trivial como eso.

George estuvo pensando durante unos instantes.

—Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto —dijo después—. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.

—Sí, ¿pero no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y el universo no no estalle, o no ocurra lo que sea que ellos esperan, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta para nada.

—Comprendo —dijo George, lentamente—. Es interesante lo que dices, pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chico, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo en él. Me parece que algunos de ellos creen todavía.

—Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no lo has notado. Nosotros no somos más que dos y los monjes, cientos. Yo les tengo aprecio y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio cuando eso suceda.

—Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos.

—Claro que —dijo Chuck, pensativamente— siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.

—Eso solo empeoraría las cosas.

—Míralo de este modo: funcionando las veinticuatro horas del día, tal como ahora, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar lejos de aquí cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán alcanzar.

—No me gusta la idea —dijo George—. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.


—Sigue sin gustarme —dijo George, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero resistentes burros de montaña los llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera—. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.

—Es curioso —replicó Chuck—, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...

George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V.

¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?

Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel preciso instante: el gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes novicios las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo.

Tres meses así, pensó George, eran ya como para caminar por las paredes.

—¡Allí esta! —gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle—. ¿Verdad que es hermoso?

Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente pendiente abajo.

La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas.

Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.

—Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió—: Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.

Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.

—Mira —susurró Chuck.

George alzó la vista hacia el espacio.

Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, una a una las estrellas se estaban apagando.