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martes, 28 de febrero de 2017

ME LA COMERÍA CON LOS OJOS (Pedro Peinado Galisteo)

Cada vez que me cruzo con mi vecina se me van los ojos. Hasta ahora siempre regresaban con el botín, pero esta vez se han fugado tras sus vaqueros ceñidos escaleras arriba y por mucho que ella les atizaba con el periódico enrollado no ha habido manera. Al principio intentó devolvérmelos, pero por lo visto la mirada se les ponía como de perro apaleado y terminó por cogerles lástima. Al fin y al cabo -se excusaba adoptando con disimulo posturas incitadoras- que a una la miren con esa dedicación resulta tan halagador. Me pidió que se los prestara para un viaje por Europa y yo, ciego de amor, accedí. Cuando volvió, sola y maldiciendo a cierta zorra florentina, traté en vano de consolarla jurándole que yo sólo tendría ojos para ella.


lunes, 27 de febrero de 2017

LA CARBONERILLA QUEMADA (Juan Ramón Jiménez)


En la siesta de julio, ascua violenta y ciega, prendió el horno las ropas de la niña. La arena quemaba cual con fiebre; dolían las cigarras; el cielo era igual que de plata calcinada.

Con la tarde, volvió –¡anda, potro!– la madre. El pinar se reía. El cielo era de esmalte violeta. La brisa renovaba la vida...

La niña, rosa y negra, moría en carne viva. Todo le lastimaba. El roce de los besos, el roce de los ojos, el aire alegre y bello:

— «Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, y yo te yamaba, y tú nunca benía!»

Por el camino –¡largo! –, sobre el potrillo rojo, murió la niña. Abiertos, espantados, sus ojos eran como raíces secas de las estrellas.

La brisa jugueteaba, ensombrecida y fresca. Corría el agua por el lado del camino. Ondulaba la yerba. Trotaban los pollinos, oyendo ya los gritos de los niños del pueblo...

Dios estaba bañándose en su azul de luceros.


domingo, 26 de febrero de 2017

EL HOMBRE MEDIO FELIZ (Raquel Valdazo)


El viajero iba de ciudad en ciudad y de cada una aprendía nuevas formas de conocer el mundo. Siempre respetando las costumbres de cada aldea y pueblo que visitaba, el viajero proseguía contento, intentando descubrir para sí, dónde se hallaba la felicidad.
Así un día, en una aldea supo de un hombre que era feliz. Indagó dónde vivía y se fue hasta él, preguntándole con humildad, si realmente era feliz y cómo lo había conseguido. Cuando le conoció, cuál fue su sorpresa cuando supo que sólo veía por un ojo. Pero pronto lo entendió, cuando el hombre le explicó que sólo tenía un ojo, y por él sólo veía las cosas bonitas y positivas, y jamás ninguna fea y negativa, porque le faltaba el otro ojo. Esa era la razón de su felicidad.

Asombrado, el viajero continuó su viaje. Casi se le había olvidado la historia de aquel hombre feliz, cuando llegó a otra aldea donde de nuevo le contaron que existía un hombre feliz. Como la vez anterior, el viajero llegó ante él y le preguntó cómo logró la felicidad. El hombre le sonrió y le explicó que él sólo oía por un oído, sin embargo por ese oído sólo escuchaba alegría, paz y sosiego. Por eso era feliz.

El viajero continuó igual de asombrado que la primera vez. Por más vueltas que le daba, no acababa de entender.

Y así se resignó a ser sólo un hombre medio feliz, por ver por los dos ojos y oír por los dos oídos.

En una ocasión, el viajero contaba esta historia en una lejana aldea. En el silencio de todos, cuando acabó su relato, un niño de apenas cuatro años exclamó:

-Pues qué tonto, porque yo hubiera sido el doble de feliz.

sábado, 25 de febrero de 2017

PERIPECIAS DEL AGUA (Julio Cortázar)


Basta conocerla un poco para comprender que el agua está cansada de ser un líquido. La prueba es que apenas se le presenta la oportunidad se convierte en hielo o en vapor, pero tampoco eso la satisface; el vapor se pierde en absurdas divagaciones y el hielo es torpe y tosco, se planta donde puede y en general sólo sirve para dar vivacidad a los pingüinos y a los gin and tonic.

Por eso el agua elige delicadamente la nieve, que la alienta en su más secreta esperanza, la de fijar para sí misma las formas de todo lo que no es agua, las casas, los prados, las montañas, los árboles. Pienso que deberíamos ayudar a la nieve en su reiterada pero efímera batalla, y que para eso habría que escoger un árbol nevado, un negro esqueleto sobre cuyos brazos incontables baja a establecerse la blanca réplica perfecta. No es fácil, pero si en previsión de la nevada aserráramos el tronco de manera que el árbol se mantuviera de pie sin saber que ya está muerto, como el mandarín memorablemente decapitado por un verdugo sutil, bastaría esperar que la nieve repitiera el árbol en todos sus detalles y entonces retirarlo a un lado sin la menor sacudida, en un leve y perfecto desplazamiento.

No creo que la gravedad deshiciera el albo castillo de naipes, todo ocurriría como en una suspensión de lo vulgar y lo rutinario; en un tiempo indefinible, un árbol de nieve sostendría el realizado sueño del agua. Quizá le tocara a un pájaro destruirlo, o el primer sol de la mañana lo empujara hacia la nada con un dedo tibio. Son experiencias que habría que intentar para que el agua esté contenta y vuelva a llenarnos jarras y vasos con esa resoplante alegría que por ahora sólo guarda para los niños y los gorriones.


viernes, 24 de febrero de 2017

DE LA YERBA SARDONIA (Pedro Palao Pons)


La yerba llamada sardonia es una especie de ranúnculo. Ingesta, perturba el sentido y de tal suerte retira y tuerce los labios que parece que engendra risa.

A los que la hubiesen tragado, será remedio útil y particular darles a beber, después del vómito, aguamiel y leche en cantidad y hacerles unciones con medicinas ca­lientes por todo el cuerpo. Aprovechará también meter­los en un baño de agua y aceite, dentro del cual conviene fregarlos con diligencia. En suma, requieren la misma cu­ra que los que padecen de retracción de nervios.

Llaman los herbobrios a esta especie de ranúnculo apium risus, porque, mascada, tuerce con su dema­siado calor los labios y hace reír y regañar los dientes. Socorren contra esta yerba los mismos remedios que sirven contra el espas­mo, y no contra todo espasmo sino contra aquel que nace de las ebulliciones héticas y efímeras, que con estas cualidades nos ofen­de el ranúnculo. Se tiene pues en este caso por remedio excelente la borrachera y, así, conviene a los pacientes darles a beber vino en gran cantidad para que duerman largo tiempo.

Es también muy saludable el zumo del toronjil. Por lo demás, procuraremos confortar los nervios con fermentaciones hechas de aceite o vino, en el que hayan hervido la salvia, el cantueso y otras yerbas de este jaez. Tienen propiedad admirable en este negocio el aceite vulpino y el de castóreo, con cada uno de los cuales conviene un­tar toda la espina, principalmente aquella parte donde la cerviz se junta a la cabeza.

De los ranúnculos violentos describe Plinio hasta cua­tro géneros y uno de ellos, cuyas flores tienen el co­lor del azufre, debe de ser el apium risus, que en Castilla llaman revientabueyes y yerba de fuego. Del nombre gené­rico, ranúnculo —ya dicho por los griegos batrachion—, no sé la causa cierta aunque bien pudiera ser el que toda es­pecie de yerba ranúnculo se da en tierras encharcadas. La salvia es mata blanquecina y aromática; hervida, alivia la comezón de la entrepierna, hace fecundas a las mujeres viejas, ayuda a orinar y conviene a los tísicos. El aceite vul­pino es el zumo de la que llaman cola de zorra; seca las ri­jas sangrientas.

De la región de Uta, en la isla de Cerdeña, se había hecho traer Kratevas algunos manojos de sardonia, con su blanca cabellera de raíces, y los puso en cultivo en lugar re­cogido del jardín, hincándolos en tierra que mantenía ane­gada con agua de lluvia. Sabía el Rizotomo —que éste era el sobrenombre de Kratevas— que los antiguos sardos usa­ban esta yerba para sacrificar a los ancianos, lo cual hacían con arrebatada crueldad. Y de esta misma usó él, apartado de la serenidad científica, llegados el día y la causa, que fueron al hacerse manifiesta la preñez de lbrah, asiática, esclava, de trece años, a la que Kratevas amaba sin haberla to­cado aún en su virginidad.

Fue averiguado que el autor de la preñez —Kratevas no dice su nación ni su nombre— era un mozo, poco más que un niño, servidor de Tigranes. el primer general póntico de Mitrídates, y a este Tigranes compró Kratevas el es­clavo por cuanto quiso, sin pararse en avaricias —que eran muchas, según se sabe por las actas que tratan de la servidumbre a Pompeyo después de la muerte de Mitrídates—. Y escribe Kratevas:

"De la flor amarilla amasada en el vinagre, puse dos onzas repartidas en los oídos y en los ojos, en las narices y en los labios, en el interior del prepucio y en la profundi­dad del ano. Hervía la carne y rezumaba una substancia se­mejante a cardenillo adelgazado en leche. Los gritos llega­ron a resultarme molestos. Añadí más vinagre al preparado y le ordené abrir la boca. Obedecido, hice que recibiese en su interior la sardonia líquida. El hombre puso en el aire un solo y gran alarido que fue debilitándose hasta adquirir suavidad musical, y así dio paso a una risa muda sobre el crujido de los dientes. Con las horas, la necia sonrisa se in­movilizó; uñas y párpados se mostraban azules, indicando la interior gangrena; hedía y sus orejas parecían talladas en hielo. Era mozo fuerte y tardó dos días en morir."



jueves, 23 de febrero de 2017

DESPUÉS (José Manuel Benítez Ariza)


Acabo de verlos sobre el escenario. Y ahora, en la terraza del bar en la que toman un bocado antes de hacerse a la carretera después de la actuación, parecen como empequeñecidos. El hombretón de una pieza que tan expresivamente coqueteaba con la actriz principal es ahora un hombre más bien bajo que sonríe desvaídamente a sus contertulios; el descarado cómico travestido es ahora un muchacho tímido con gafas que tiene ganas de irse a dormir. Y la protagonista, una mujer de belleza racial y formas poderosas, que se había mostrado todo el tiempo segura del magnetismo que ejercía sobre el público encandilado -y no sólo el masculino-, es ahora una muchachilla menuda en la que con dificultad se hubiera fijado uno de no haber reconocido en ella a la actriz que habíamos admirado apenas unos minutos antes. Debió de ser efecto de las luces, de los trajes, del maquillaje, del propio juego de trampantojo entre la desnudez apenas entrevista -en un momento del espectáculo la chica se desviste discretamente ante un espejo, en un rincón del escenario- y su potente corporeidad vestida, lucida sin recato como sólo saben hacerlo quienes disfrutan siendo el centro de todas las miradas. Ahora, ya digo, son menos que nada: rostros anónimos en una multitud anónima. Como nosotros.


martes, 21 de febrero de 2017

EL DÚO DE LA TOS (Leopoldo Alas, "Clarín")


El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!»

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía… compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público.

-El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos… Un eco… en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era… ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar.

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen… ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.»

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:

Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy… si me deja la tos… ¡esta tos!… ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos…»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre… ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle… ¿para qué?

Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto… como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.


lunes, 20 de febrero de 2017

KOVAC (Patricia Suárez)


Lo llamaban Kovac; todos lo llamaban Kovac aunque tenía sólo catorce años. Hasta su madre lo llamaba Kovac, porque sus otros hijos eran de otro matrimonio y llevaban otro apellido. Por supuesto que tenía un nombre, se llamaba Ernesto, y apuesto lo que quieran a que si alguien le gritaba por la calle “¡Ernesto!”, él no se volvía a ver de cuál boca provenía el grito. Desde los dos años que le decían Kovac y para él ese era su nombre. Ya sé lo que pasará, que yo les voy a contar esta historia y ustedes no me la creerán ni un millón de años, como tampoco se la creyeron a Kovac en su momento, cuando le pasó y la contó a los demás. Los guardias del hotel. Los guardias nomás oírlos se le mataron de risa en la cara y la policía en vez de encerrarlo en un instituto de menores, nada más pidieron a la madre que lo pusiera en tratamiento: era harto probable que Kovac estuviera deprimido, muy deprimido. A esa edad los chicos se deprimen, dijo el tipo que lo arrestó. De hecho, la madre estaba bastante preocupada por la cordura del hijo, aunque el CI daba que Kovac era un genio en matemáticas y se sabía de memoria los nombres de los cuadros y de los pintores que los pintaron, de todos los museos de Europa, el Louvre, el Prado, el Hermitage. Lo cierto es que el chico estaba loco desde los diez o doce años por una cantante de pop, muy famosa por aquella época Britney Spears, a la que apodaban “la novia de América”. Era una chica alta y rubia, que cantaba a los gritos y bailaba siempre dejando el vientre al aire, con un piercing muy llamativo en el ombligo. A veces en la mitad de un recital, se paraba y hacía un globo inmenso con el chicle que estaba mascando. Sólo algunos de los fans la abandonaron cuando ella traicionó a la Disney y se levantó la camiseta para mostrar los pechos mientras cantaba Caramelo ácido, su top hit. A Kovac el asunto de los pechos de Britney Spears lo pusieron más loco que antes, pero esto tiene su lógica si uno cuenta con trece años. Como fuera, Britney Spears vendría a la Argentina a dar su recital anual, en un estadio de fútbol. Sin embargo, este año él había decidido otro plan en lugar de menearse y cantar a viva voz en mal inglés los éxitos de la chica en la cancha. Esta vez, él se colaría en el Hotel Claridge adonde la estrella se alojaría, se escondería en la suite y la esperaría llegar escondido en alguna parte, antes de actuar sobre ella. Kovac cayó con la camiseta de nike azul claro y azul oscuro que Los Pumas estrenaron contra los All Blacks el año pasado: había logrado que su padrastro se la comprara para pasar desapercibido. Al conserje no le llamó la menor atención verlo entrar: era muy alto, demasiado para su edad y a veces, los jugadores de Los Pumas se alojaban en el hotel, cuando concentraban en la ciudad Buenos Aires, los ayudaba a distenderse y estar en plena city a la vez. Había una exposición de cuadros de Vladimir Merchensky con motivos persas en el desayunador; lo vio de reojo al dirigirse al ascensor. Definitivamente, Vladimir Merchensky no estaba en nigún gran museo de arte de Europa aún; no, señor.

Escondido detrás de un sofá esperó la llegada de la diva, a eso de las dos de la mañana. En su casa, nadie lo estaría echando de menos, y quizá hasta lo congratularan el día de su boda con Britney Spears y quizá no, porque ya se sabe que las familias desean para uno todo lo contrario que uno desea para uno mismo. Para ese asunto, él llevaba un cintillo con un diamante, el que su padre regalara a su madre. La estrella del pop entró a las risotadas, y era bellísima, una mujer de ensueño, según las revistas acababa de cumplir 19 años y era de Acuario: claro, el mejor signo del zodíaco. Se quitó la blusa sin aspavientos y Kovac no pudo evitar sentir la picazón en la entrepierna; se hubiera abalanzado sobre Brittany en ese momento para hacerla suya si no hubiera querido que ella lo tachara de entre la lista de sus pretendientes por ser un asqueroso y un pervertido del montón. En esa posición tan incómoda agazapado detrás del sofá, los ojos fijos en el reloj buchanan idéntico al del segundo piso, Kovac esperó. La diva se sentó frente al tocador y de una caja sacó toallitas demaquillantes que se pasó largo sobre la cara, hasta dejarla blanca como un pote telgopor sin helado dentro. Buscó el cepillo rené furterer y en lugar de cepillarse el cabello, se quitó el cabello y cepilló su peluca; vamos, hay que decirlo, de la impresión Kovac tuvo que ahogar un grito. Así que la chica era calva, sin duda era una desilusión, sin embargo, ¿qué desilusión no hay que atravesar para vivir el amor verdadero?, y por eso Kovac no dio marcha atrás para realizar sus deseos, y además era bien probable que la cantante padeciera alguna enfermedad como el cáncer y estuviera sometida a quimioterapias que en las revistas no se comentaban para que a ella no le mermara el trabajo y ya no la contrataran para los grandes recitales por todo el vasto mundo. Claro que sí, se compadecía de ella y la amaría hasta el final, se dijo. Es lo que cualquiera de nosotros se hubiera dicho frente al amor de su vida; el problema fue cuando sentada al tocador y tarareando bajo uno de sus hits, la vio sacarse lentamente los ojos. Los desenroscó, primero uno y luego el otro, y su cara quedó con dos cuencas vacías.

sábado, 18 de febrero de 2017

JOHN M. CHURCH (Edgar Lee Masters)


Fui abogado de la "Q"
y de la compañía que aseguró
a los dueños de la mina.
Soborné a juez, jurado
y tribunales superiores
para burlar al tullido,
a la viuda y al huérfano;
así gané mi fortuna
y en el Colegio de Abogados
me colmaron de elogios elocuentes.
Los tributos florales fueron muchos
pero las ratas devoraron mi corazón
¡y una serpiente anidó en mi calavera!



CALENDARIO DE PARED PARA EL AÑO 1973 (Wislawa Szymborska)


¿Y por qué no dedicarle algunas palabras a ese calendario de pared al que le vamos arrancando las hojas? No deja de ser un libro, después de todo, y bastante gordo, ya que no puede tener menos de trescientas sesenta y cinco páginas. Llega a los quioscos en una edición que alcanza los tres millones trescientos mil ejemplares, por lo que se convierte en el mayor best-seller. Exige a sus editores una puntualidad absoluta, dado que su aparición en el mundo editorial no puede retrasarse un año o un año y medio. Requiere una perfección profesional de sus correctores, puesto que el más mínimo error podría remover la conciencia de los lectores. Da miedo de imaginar solamente una semana con dos miércoles, o que el día de Sant Jordi usurpe la festividad de San José. El calendario no es como una obra científica a la que se le pueda añadir una fe de erratas. Tampoco es un volumen de poesía en el que los errores del corrector pasan como un capricho de la inspiración. Toda esta argumentación nos lleva a la conclusión de que tenemos entre manos una rareza editorial. Pero eso no es todo. El destino del calendario no es otro que su progresiva liquidación al ir arrancándole las hojas. Millones de libros nos sobrevivirán y, entre ellos, habrá muchos que serán ridículos, inactuales o estarán mal escritos. El calendario es el único libro que no se propone sobrevivir a nuestra muerte, no reclama sinecura sobre el estante de una biblioteca y su vida es, por norma breve. En su modestia, ni siquiera sueña con ser concienzudamente leído hoja a hoja, y sus páginas solo incluyen el preciado texto por si acaso. Hay en él un poco de todo: aniversarios históricos que caen en un determinado día, rimas, grandes frases, chistes (los típicos de los calendarios, por supuesto), informaciones estadísticas, adivinanzas, advertencias contra el tabaco y consejos varios para combatir a los insectos domésticos. Una extraordinaria maraña de materias y enormes disonancias: la más excelsa historia junto a la trivialidad del día a día; sentencias de filósofos rivalizando con pronósticos del tiempo rimados; biografías de héroes acariciando benévolamente los prácticos consejos de la tía Clementina…Los habrá que se escandalicen por ello; pero a nosotros, que vivimos en Cracovia (y, por tanto, en las proximidades de las tumbas reales), nos conmueve la ambigüedad del calendario. He llegado incluso, a percibir en él algún tipo de semejanza secreta con las grandes novelas universales, como si el calendario fuese un pariente de la epopeya, un hijo legítimo suyo…Y cuando he tropezado con algún fragmento de un poema mío debajo de una fecha determinada (¡una próspera, espero!), he aceptado el hecho con melancólica humildad. En el reverso estaba la receta del pastel de queso vienés: medio quilo de queso, una cucharada de fécula de patata, una taza de azúcar, seis cucharadas de mantequilla, cuatro huevos, condimentos aromáticos y pasas. Y, para finalizar, aprovecho esas pasas para desear un Feliz Año Nuevo a mis magnánimos lectores.


viernes, 17 de febrero de 2017

SURCOS (Saiz de Marco)


Mira mi colección de cerebros conservados en formol. 

Uno es el cerebro del dictador I., que sometió a su pueblo a base de crímenes. 

Otro es el cerebro del misionero F., que sacó de la miseria a miles de indígenas. 

Otro es el cerebro del asesino R., que mató a tres mujeres después de violarlas. 

Otro es el cerebro del político S., que dimitió para no firmar una sentencia de muerte. 

Otro es el cerebro del emperador N., que mandó invadir varios Estados limítrofes. 

Y finalmente el cerebro del presidente L., que hizo abolir la esclavitud en su país.

Obsérvalos despacio. Examina sus surcos, sus sinuosos pliegues.

Son casi iguales, apenas se diferencian en forma y tamaño. Es muy difícil distinguirlos. Entre sí, los cerebros se parecen como gotas de agua. Son tan similares como los fémures, las retinas, los páncreas de varias personas.

Sigue observándolos. A ver dónde encuentras la bondad, la malicia, la compasión, el odio… (¿No residían allí físicamente? ¿No estaba allí su sede, su alojamiento orgánico -una masa esponjosa situada bajo el cráneo-? ¿No fue ésa su materia, su tejido o sustancia?)

Mira mi colección de cerebros e intenta averiguar de quién fue cada uno.


jueves, 16 de febrero de 2017

REVOLUCIÓN (Slavomir Mrozek)


En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

miércoles, 15 de febrero de 2017

EL PARTO (Franco Sacchetti)


En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.

Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.

El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.

Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:

-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?

El párroco le respondió:

-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.

Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:

-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.

-Cuente conmigo -repuso el cura.

Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.

La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:

-¡Es un muchacho!

Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:

-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!

A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:

-¿Que es lo que dices?

Digo que es un muchacho.

El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:

-Ayúdala, ayúdala, hija mía.

Muchas veces la joven repitió:

-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.

Y el cura respondía siempre:

-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.

Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.

La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.

Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:

-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.

La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.

El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:

-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?

-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.

-¿Dónde está?

-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.

-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.

-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.

Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.

Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.


lunes, 13 de febrero de 2017

CICLISTA (Jon Bilbao)


Pendiente arriba. Los vehículos aminoran la marcha cuando pasan a su lado. Deben verlo bien: un ciclista con una única pierna. Casco, maillot profesional, pantalones negros que discretamente ocultan el muñón, el cual concluye al final del muslo, poco antes de donde existió una rodilla. La pierna, atezada y robusta, recorrida por cuerdas de músculos y tendones, empuja el pedal con ritmo perseverante. El otro pedal gira en el aire.

El sol se desploma sobre la carretera de montaña. El ciclista avanza con los dientes apretados. Sus hombros se mecen al ritmo de las pedaladas. No vuelve la vista hacia los conductores que lo observan, ni hacia los niños que boquiabiertos se pegan a la luna trasera de los coches. Para muchos es la primera vez que ven a un hombre con una sola pierna, y lo ven así: escalando una montaña, en una isla griega.

Y la carretera serpentea por la ladera. Traza curvas de ciento ochenta grados. El ciclista sortea piedras desprendidas, caídas en mitad de la calzada, sortea excrementos de cabra. A medida que aumenta la altura llega un poco de brisa.

Junto a la carretera un rellano y en el rellano una capilla pintada de blanco. El ciclista se detiene. Posa el pie en tierra y descansa. Se libera del casco. Enjuga el sudor de la frente. Extrae el botellín de agua de su soporte en el cuadro de la bicicleta y bebe. El agua está caliente. A un costado de la capilla hay una fuente. Empuja la bicicleta hacia allí. Gira muchas veces el grifo de la fuente pero no ocurre nada. Vuelve a beber de su agua caliente.

Las ventanas de la capilla son pequeñas y tienen barrotes, entre los que alguien ha depositado flores que cuelgan secas. El ciclista hace pantalla con las manos y echa un vistazo al interior. Una virgen inclina la cabeza mientras observa la oscuridad.

El ciclista se apea del sillín y apoya la bicicleta contra la capilla. Saltando sobre su pierna llega hasta donde acaba el rellano. Otras montañas, una de ellas hendida por una cantera de piedra de esmeril. Pueblos blancos. Carreteras. Olivos. A lo lejos el mar.

Se queda allí contemplándolo todo, en equilibrio sobre su única pierna, las manos reposando en las caderas y gesto satisfecho. Sólo lamenta no poder dar, juguetonamente, una patada a uno de los cascotes que reposan en el suelo, y verlo trazar un amplio arco en el aire transparente y luego verlo descender por la pendiente dando botes y rodando.


viernes, 10 de febrero de 2017

LOS MERENGUES (Julio Ramón Ribeyro)


Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.


AMOR CIBERNAUTA (Diego Muñoz Valenzuela)


Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.

jueves, 9 de febrero de 2017

EL RAMO AZUL (Octavio Paz)


Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regado, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el rostro y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo cerrado. Con voz ronca me preguntó:

-¿Onde va, señor?

-A dar una vuelta. Hace mucho calor.

-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y silabas, frases dispersas de aquel dialogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una silaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una cuerva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes después percibí el apagado rumor de unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuvo en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

-No se mueva, señor, o se lo entierro.

Sin volver la cara pregunté:

-¿Qué quieres?

-Sus ojos, señor -contestó la voz suave, casi apenada.

-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí hay pocos que los tengan.

-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

-Ay, señor, no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

-No se haga el remilgoso -me dijo con dureza. Dé la vuelta.

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

-Alúmbrese la cara.

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis parpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de sus pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

-Ah, qué mañoso es usted -respondió.

-A ver, encienda otra vez.

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga me ordenó:

-Arrodíllese.

Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

-Ábralos bien -me dijo.

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

-Pues no son azules, señor. Dispense.

Y desapareció. Me acomodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.


martes, 7 de febrero de 2017

EL ESCUDO DE LA CIUDAD (Franz Kafka)


En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; de hecho, quizás el orden era excesivo. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se restableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó la era de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.

El vaticinio de que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad, está presente en todas las leyendas y cantos de esa ciudad. Por esa razón el escudo de armas de la ciudad incluye un puño.


lunes, 6 de febrero de 2017

ÉRASE DE UN JARDINERO (Saiz de Marco)


La señora se inclinó a oler las flores del jardín y, al acercarse, exclamó con aversión:

-¡Un bicho!

Ante lo cual el aludido repuso, muy dignamente:

-No soy un bicho, soy un insecto. Y sepa que estas flores no se perfumaron para usted, sino para mí. Y también para mí colorearon sus pétalos. Para atraerme, para que con mis patas transporte su polen, para que las ayude a fecundarse. Así que, por favor, tráteme con respeto.

La señora tuvo que ser sostenida por el jardinero para no desplomarse: impresiona mucho oír hablar a un invertebrado.

Aficionado a la ventriloquia, el jardinero se había propuesto no hablar con el vientre en horas de trabajo. Pero en esta ocasión la voz, más que del vientre, le salió de las vísceras.



domingo, 5 de febrero de 2017

LA MUERTE DE ODJIGH (Marcel Schwob)


En aquellos tiempos, el género humano parecía estar a punto de extinguirse. La órbita solar tenía la frialdad de la luna. Un invierno eterno resquebrajaba el suelo. Las montañas que habían surgido, vomitando hacia el cielo las entrañas llameantes de la tierra, se habían vuelto grises por la lava helada. Las comarcas estaban surcadas por ranuras paralelas o en forma de estrella; las grietas prodigiosas, abiertas de repente, destrozaban lo que había encima, engulléndolo, y se veía dirigirse hacia ellas, resbalando lentamente, largas filas de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal radiación plateada parecía esterilizar el mundo.

Ya no quedaba vegetación, salvo algunos restos de líquenes pálidos sobre las rocas. La osamenta del mundo se había separado de la carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. Y, atacando la muerte invernal primero a la vida inferior, los peces y los animales marinos habían desaparecido, prisioneros en el hielo, y después los insectos que bullían sobre las plantas trepadoras, y los animales que acarreaban a sus crías en las bolsas del vientre, y los seres semivoladores que habían frecuentado las grandes selvas; tan lejos como la vista alcanzaba no quedaban ya árboles ni hierbas, y no se encontraba nada vivo salvo lo que quedara en cavernas, grutas o cuevas.

De este modo, entre los hijos de los hombres dos razas se habían extinguido ya: los que habían vivido en nidos hechos de liana, en la copa de grandes árboles, y los que se habían retirado al centro de los lagos en casas flotantes; las selvas, bosques, montes y matorrales cubrían el brillante suelo, y la superficie de las aguas estaba dura y reluciente como la piedra pulida.

Los Cazadores de Fieras, que conocían el fuego, los Trogloditas que sabían hollar la tierra hasta llegar a su calor interno, y los Comedores de Pescado, que se habían aprovisionado de aceite marino en sus agujeros de hielo, todavía resistían el invierno. Pero las fieras escaseaban, atrapados por el hielo tan pronto como el hocico llegaba a ras de suelo, y la madera para hacer fuego estaba a punto de agotarse, y el aceite estaba sólido como una piedra amarilla coronada de blanco.

Sin embargo, un matador de lobos llamado Odjigh, que vivía en una gruta profunda y poseía un hacha de jade verde, enorme, pesada y temible, tuvo compasión de los seres animados. Cuando estaba al borde del gran mar interior cuyo extremo se extiende al este de Minnesota, dirigió su mirada hacia las regiones septentrionales en donde el frío parecía amontonarse. En lo más profundo de su gruta helada tomó la pipa sagrada, vaciada en piedra blanca, la llenó de hierbas aromáticas cuyo humo se eleva en círculos, y sopló el incienso divino en el aire. Los círculos subieron hacia el cielo y la espiral gris se inclinó hacia el norte.

Hacia el norte se encaminó Odjigh, el matador de lobos. Cubrió su cara con una piel de ratón forrada y llena de agujeros cuya cola se balanceaba como un penacho por encima de su cabeza, ató alrededor de su cintura, con un cordón de cuero, una bolsa llena de carne seca hecha picadillo y mezclada con grasa y, moviendo el hacha de jade verde, se dirigió hacia las espesas nubes del horizonte.

Conforme pasaba, la vida se iba apagando. Los ríos se habían callado hacía ya mucho tiempo. El aire opaco sólo traía sonidos asfixiados. Las moles heladas, azules, blancas y verdes, radiantes por la escarcha, parecían los pilares de una carretera monumental.

Odjigh extrañaba de corazón el bullir de los peces nacarados entre las mallas de las redes de hilo, y el nadar serpentino de las anguilas marinas, y el caminar pesado de las tortugas, y la carrera ladeada de los gigantescos cangrejos de ojos bizcos, y los vivos bostezos de los animales terrestres: criaturas provistas de un pico plano y de garras, criaturas vestidas de escamas, criaturas moteadas de diversas maneras que alegraban la vista, criaturas amantes de sus crías, que daban saltos ágiles o hacían giros extraños o vuelos peligrosos. Y, por encima de todos los animales, echaba de menos a los lobos feroces, sus pieles grises y sus aullidos familiares, acostumbrado como había estado a cazarlos con el mazo y el hacha de piedra en las noches brumosas, bajo la luz roja de la luna.

En ese momento apareció a su izquierda un animal de madriguera que vive en lo más profundo del suelo y que se resiste a ser sacado de su agujero: un tejón flaco de pelo erizado. Odjigh lo vio y se alegró, sin pensar siquiera en matarlo. El tejón se acercó a él, manteniendo la distancia. Después, a la derecha de Odjigh, salió de repente de un pasadizo helado un pobre lince de ojos insondables. Miraba a Odjigh de lado, temerosamente, y reptaba con inquietud. Pero el matador de lobos también se alegró y siguió caminando entre el tejón y el lince.

Mientras avanzaba con la bolsa de carne dándole en el costado, Odjigh oyó tras de sí un débil aullido de hambre. Volviéndose como tras haber oído una voz familiar, vio un lobo escuálido que lo seguía tristemente. Odjigh se compadeció de todos aquéllos a los que había partido el cráneo. El lobo tenía la humeante lengua fuera y los ojos enrojecidos.

El matador continuó su camino junto con sus compañeros animales: el tejón subterráneo a la izquierda, el lince que lo ve todo sobre la tierra a su derecha, y el lobo de vientre hambriento detrás.

Llegaron al centro del mar interior que sólo se distingue del continente por el vasto color verde del hielo. Allí Odijgh, el matador de lobos, se sentó sobre un témpano y colocó frente a sí la pipa de piedra. Y puso también delante de cada uno de sus compañeros vivos un pedazo de hielo, parecido a los incensarios en los que se alimenta el humo, que cortó con el pico del hacha. Rellenó las cuatro pipas con hierbas aromáticas y después chocó una contra otra las piedras que crean el fuego; las hierbas se prendieron, y cuatro finas columnas de humo ascendieron hacia el cielo.

La espiral gris que se elevaba ante el tejón se inclinó hacia el oeste, la que se elevaba frente al lince se curvó hacia el este y la que se elevaba ante el lobo hizo un arco hacia el sur. Mas la espiral gris de la pipa de Odjigh ascendió hacia el norte.

El matador de lobos volvió a ponerse en camino, y, mirando a su izquierda, se entristeció: el tejón que ve bajo la tierra se perdía hacia el oeste; mirando hacia la derecha, echó de menos al lince que lo ve todo sobre la tierra y que huía hacia el este. Pensaba en efecto que ambos compañeros animales eran prudentes y avezados, cada uno en el ámbito que se le había asignado.

No obstante, siguió caminando, intrépido, llevando tras de sí al lobo famélico de ojos enrojecidos por el que sentía lástima.

La masa de nubes frías situada al norte parecía tocar el cielo. El invierno se encrudecía aún más. Los pies de Odjigh sangraban, cortados por el hielo, y su sangre se helaba en costas negras. Pero él avanzaba durante horas, días, semanas sin duda, puede que meses, chupando un poco de carne seca, echando los despojos a su compañero el lobo, que le seguía.

Odjigh caminaba con una esperanza confusa. Se compadecía del mundo de los hombres, de los animales y de las plantas que perecían, y se sentía fuerte para luchar contra la causa del frío.

Al final, su camino fue interrumpido por una inmensa barrera de hielo que cerraba la cúpula sombría del cielo como una cadena de montañas de cima invisible. Los grandes témpanos sumergidos en la capa sólida del océano eran de un verde límpido; luego se enturbiaban al amontonarse y, a medida que se elevaban, parecían de un azul opaco parecido al color del cielo en los hermosos días de antaño, pues estaban hechos de agua dulce y nieve.

Odjigh agarró su hacha de jade verde y talló escalones en las escarpaduras. Así fue subiendo lentamente hasta una altura prodigiosa, donde le parecía que su cabeza estaba envuelta en nubes y que la tierra había huido. Y sobre el escalón, justo por debajo de él, estaba sentado el lobo, que aguardaba confiado.

Cuando creyó haber llegado a la cima, vio que estaba formada por una muralla azul vertical, brillante, y que no se podía continuar. Pero miró tras de sí y vio al animal vivo y hambriento. La piedad por el mundo animado le dio fuerzas.

Hundió el hacha de jade en la muralla azul y cavó en el hielo. Las esquirlas volaban a su alrededor, multicolores. Cavó durante horas y horas. Los miembros se le pusieron amarillos y arrugados del frío. La bolsa de la carne estaba marchita desde hacía mucho. Había masticado la hierba aromática de la pipa sagrada para engañar el hambre y, de pronto, infiel a los Poderes Superiores, tiró la pipa a las profundidades, junto con las dos piedras para hacer fuego.

Cavaba. Oyó un chirrido seco y gritó, porque sabía que el ruido venía de la hoja de su hacha de jade, que estaba a punto de rajarse por el frío excesivo. Entonces, como no tenía nada para calentarla, la alzó y la hundió rabiosamente en su muslo derecho. El hacha verde se tiñó de sangre tibia. Y Odjigh cavó de nuevo en la muralla azul. El lobo, sentado detrás de él, lamió gimiendo las gotas rojas que le llovían.Y de improviso la pulida muralla estalló. Surgió un inmenso hálito de calor, como si las estaciones cálidas se hubiesen acumulado al otro lado, en la barrera del cielo. La grieta aumentó y el fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó el ruido de todos los brotes de la primavera y sintió llamear el verano. En la gran corriente que lo alzó le pareció que todas las estaciones volvían al mundo para salvar la vida general de la muerte en los hielos. La corriente arrastraba los rayos blancos del sol, y las lluvias tibias y las brisas que acarician y las nubes cargadas de fecundidad. Y en el aliento de la vida cálida las nubes negras se amontonaron y crearon el fuego.

Surgió un largo trazo de llamas con el estrépito del trueno, y la brillantísima línea le dio a Odjigh en el corazón como una espada roja. Cayó contra la muralla pulida, dando la espalda al mundo hacia el que las estaciones volvían en el río de la tempestad. El lobo hambriento, subiendo tímidamente, las patas apoyadas sobre sus hombros, se puso a roerle la nuca.


sábado, 4 de febrero de 2017

EL LIBRO DE LAS CARICIAS (Sebastián Beringheli)


La conferencia del profesor Lugano en los sótanos del Teufel fue interrumpida abruptamente. Un joven atravesó las dependencias subterráneas con un enorme libro debajo del brazo. El auditorio estaba perplejo, menos por esa interrupción, por cierto, muy desafortunada, que por el tamaño diabólico del libro. Una o dos señoras se retiraron visiblemente ofuscadas, acaso creyendo que el joven portaba una edición del Codex Gigas.

—Estimado profesor —dijo el muchacho—, le pido disculpas, a usted y a su auditorio, por irrumpir de esta manera; pero me siento en la obligación de entregarle un obsequio.

—Cómo no. Adelante —dijo el profesor.

El muchacho se adelantó y dejó caer el libro sobre la mesa del profesor. El estruendo fue ensordecedor.

—Aquí lo tiene —dijo el muchacho con cierta arrogancia—: 2653 páginas sobre el arte de acariciar. Es la obra más completa y, así lo espero, definitiva, acerca del tema.

—Impresionante. Su poder de síntesis es notable.

—No existe otro libro que agrupe en sus páginas la finita pero intimidatoria cifra de caricias que uno puede aplicar sobre el cuerpo de la mujer. No quise dejar de examinar ninguna posibilidad.

—Se nota.

—Quería entregarle una copia antes de que se ponga en venta; ya sabe, una mera cortesía entre intelectuales. En definitiva, sus observaciones acerca de las caricias despertaron en mí un deseo profundo de llevarle la contra.

—Se lo agradezco, querido amigo; y sinceramente espero que su obra justifique la deforestación que habrá sido necesaria para su impresión.

—No creerá usted que un tema tan trascendental como las caricias puede ser abordado de forma superficial.

—En absoluto —dijo el profesor—, ¿pero quién le ha dicho a usted que para profundizar sobre un tema se necesitan más de diez o doce páginas?

—Ah, querido profesor, es usted un espíritu romántico, pero la ciencia requiere datos, hechos, medidas, cantidades, precisiones.

—Y por lo visto usted no ha escatimado ninguna.

—En absoluto —dijo el muchacho—. He estudiado más de mil estilos de caricias; desde el tanteo dactilar macedonio a los manoseos bruscos que los pueblos originarios de Papúa realizan con los codos; estableciendo a lo largo del proceso un mapa epidérmico de la mujer. Esto me permitió deducir cuáles son sus puntos sensibles y de qué manera acariciarlos con la mayor eficacia.

—Extraordinario, realmente. ¿Y eso le tomó 2700 páginas?

—2653, para ser precisos. Al menos para mí, las caricias se asemejan al arte de escribir. El autor debe concentrarse en su objetivo, pensar claramente hacia dónde quiere llegar, y luego transitar lentamente el camino más adecuado hacia él; independientemente si eso le toma diez páginas o 2653. En última instancia, ambos oficios, el de escritor y el de acariciador, se resumen a saber mover los dedos.

El profesor Lugano se incorporó, solicitó la ayuda de dos acólitos, y con gran esfuerzo arrojaron el libro a la basura.

—No esperaba otra reacción de un charlatán como usted, profesor —dijo el muchacho—. No sólo aborrece el pensamiento científico, sino que está dispuesto a censurarlo, a quemarlo, si las circunstancias edilicias se lo permitieran; y sin siquiera estudiarlo.

—Eso es completamente irrelevante para el caso. No necesito leer su prosa, que presumo frondosa, simplemente porque sé que está equivocado.

—¿Pero cómo puede sacar una conclusión semejante sin haber leído una mísera página?

—Sus razonamientos, expuestos hace unos instantes con gran elocuencia: 2653 páginas por un hombre que piensa que escribir equivale a mover los dedos me hacen concluir, querido amigo, que usted no sabe acariciar a una mujer.


viernes, 3 de febrero de 2017

LUCAS, SUS HIPNOFOBIAS (Julio Cortázar)


En todo lo que toca al sueño Lucas se muestra muy prudente. Cuando el doctor Feta proclama que para él no hay nada mejor que el apoliyo, Lucas aprueba educadamente, y cuando la nena de su corazón se enrolla como una oruguita y le dice que no sea malo y la deje dormir otro poco en vez de empezar de nuevo la clase de geografía íntima, él suspira resignado y la tapa después de darle un chirlito ahí donde a la nena más bien le gusta.

Pasa que en el fondo Lucas desconfía del sueño llamado reparador porque a él no le repara gran cosa. En general antes de irse a la cama está en forma, no le duele nada, respira como un puma, y si no fuera que tiene sueño (ésa es la contra) se quedaría toda la noche escuchando discos o leyendo poesía, que son dos grandes cosas para la noche. Al final se mete en el sobre, qué va a hacer si se le cierran los ojos con saña tenaz, y duerme de una sentada hasta las ocho y media, hora en que misteriosamente tiende siempre a despertarse.

Cuando rejunta las primeras ideas que difícilmente se abren paso entre bostezos y gruñidos, Lucas suele descubrir que algo ha empezado a dolerle o a picarle, a veces es un diluvio de estornudos, un hipo de pótamo o una tos de granada lacrimógena. En el mejor de los casos está cansadísimo y la idea de cepillarse los dientes le parece más agobiante que una tesis sobre Amado Nervo. Poco a poco se ha ido dando cuenta de que el sueño es algo que fatiga horriblemente, y el día en que un hombre sabio le dijo que el organismo pierde muchas de sus defensas en aras de Morfeo, nuestro Lucas bramó de entusiasmo porque la biología le estaba refrendando la cenestesia, si cabe la perífrasis.

En esto por lo menos Lucas es serio. Tiene miedo de dormir porque tiene miedo de lo que va a encontrar al despertarse, y cada vez que se acuesta es como si estuviera en un andén despidiéndose a sí mismo. El nuevo encuentro matinal tiene la ominosa calidad de casi todos los reencuentros: Lucas 1 descubre que Lucas 2 respira mal, al sonarse siente un dolor terrible en la nariz y el espejo le revela la irrupción nocturna de un tremendo grano. Hay que convencerse: estaba tan bien la noche antes y ahora, aprovechando esa especie de renuncia de ocho horas, su toma de aire aparece coronada por este glorufo que le hace ver el sol e l’altre stelle porque como tiene que sonarse a cada momento because el resfrío matinal, qué te cuento lo que duele.

Las anginas, la gripe, las maléficas jaquecas, el estreñimiento, la diarrea, los eczemas, se anuncian con el canto del gallo, animal de mierda, y ya es tarde para pararles el carro, el sueño ha sido una vez más su fábrica y su cómplice, ahora empieza el día, o sea las aspirinas y el bismuto y los antihistamínicos. Casi dan ganas de irse a dormir de nuevo puesto que ya muchos poetas decretaron que en el sueño espera el olvido, pero Lucas sabe que Hipnos es el hermano de Tánatos y entonces se prepara un café renegrido y un buen par de huevos fritos rociados con estornudos y puteadas, pensando que otro poeta dijo que la vida es una cebolla y que hay que pelarla llorando.



jueves, 2 de febrero de 2017

MEZCLÓ LOS PERSONAJES (Charles Simic)


Mezcló los personajes de la larga novela que estaba escribiendo. Olvidó quiénes eran y qué hacían.

Una mujer muerta reapareció a la hora de cenar. Un vendedor a domicilio emergió de un remolque en el quinto infierno ataviado con una túnica china. El mismo día en que el asesino debía ser electrocutado, salió a comprar flores para una tal Rita, que resultó ser una niña de diez años con trenzas y gafas de culo de botella… Y así todo.

Sin embargo, nunca hizo nada por mí. Seguí haciéndome más viejo y gruñón, como era mi deber, en un pueblo ruinoso que él siempre describía como “muerto” y “menos que nada”.


miércoles, 1 de febrero de 2017

ESE HOMBRE (Rodolfo Walsh)


El guardia civil pregunta el nombre, consulta su lista, abre la puerta del parque. El tenue sol madrileño quita de las rodillas la lluvia de París, funde la nieve de Praga.

En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar observando los detalles pero no veo más que la alfombra, el artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando.

Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco para darme la mano.

-Lo estaba esperando -dice.

-Tenía muchos deseos de conocerlo -aseguro.

Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio.

Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno.

-¿Café? -dice-. ¿Coñac?

Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante para dar fuego con el encendedor de oro. Tal vez me he quedado dormido en alguna butaca de algún aeropuerto en alguna indescifrable escala nocturna y este sueño preocupado es una broma del cansancio. Pero el Viejo está allí, veo el traje pizarra, el pulóver rojo, las ideas que se ordenan en su cara, la embellecen, escucho la voz persuasiva que habla del mundo, sus grandes movimientos circulares, sus leyes inmutables.

-A los imperios no los derriba nadie -dice-. Se pudren por dentro, se caen solos.

Solos, pienso.

Parece que adivina.

-Cuando alguien los empuja -dice, recuerda-. En este continente yo los he enfrentado -dice, anulando de un golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado a este continente que no es este, no es la muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve el café.

-Café sin cafeína -dice el Viejo-. Es más sano. Mire Vietnam -dice.

Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en la selva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia incesante de napalm.

-Los militares yanquis -explica- son muy brutos, no leen la historia, creen que la guerra se gana con el ejército.

Otra vez el gesto circular abarca las edades, los pueblos, el orgullo pisoteado, Roma se derrumba en el espejo de la memoria y la voz del Viejo parece que gozara.

-Líneas de abastecimiento. Lo sabe un cadete.

Toma su café sin cafeína.

-Ya no les quedan amigos en el mundo -dice.

-Si estos se salvan -dice- será porque tienen dos océanos de por medio.

-Pero a usted lo derrocaron.

-A mí me derrocó la Sinarquía -aclara-. Después vinieron a buscarme. Los yanquis -dice, rememora-. Cuántas veces.

-Y usted.

Me pregunta si conozco el cuento del vasco. Escucho el cuento del vasco, rodeado de parientes, que no quería firmar el testamento. El índice del Viejo va y viene despacio sobre el índice izquierdo, preparando la pregunta, la pausa, el corte de manga, su porfiada respuesta. Y ahora no sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del Papa Juan divertido a su modo en el cromo.

El círculo pulsa, se achica, se concentra. El Viejo desliza sobre el vidrio una caja taraceada de tabacos. Tomo uno, lo hago girar entre los dedos, aspiro su lejano aroma.

-Me los manda Fidel -dice el Viejo-. Cómo están por allá.

-Siempre preguntan por usted.

Es cierto: siempre preguntan por él.

-Esperaban su visita -digo.

-Me hubiera gustado ir -suspira-. No ha llegado el momento. Usted sabe, había que pasar por Moscú.

El periódico sigue inmóvil sobre el escritorio, con sus terremotos, naufragios, sobresaltos del oro, el nuevo récord de Iberia: seis horas, treinta y dos minutos, vuelo directo. No veo las manos del Viejo, tal vez el índice derecho sigue moviéndose despacito sobre el izquierdo, debajo de la mesa, una broma conjunta que podemos apreciar.

El círculo ha vuelto a crecer, las costas se dilatan, la selva. América. Ahora hablamos de los muertos. El Viejo guarda la caja de tabacos, saca un libro abierto en la dedicatoria de -un adversario que evolucionó-, la firma brevísima del gran muerto reciente cuyas cenizas llueven sobre mil ciudades, que anda por ahí asomado a las cocinas, a los dormitorios, probando el caldo de las ollas, creciendo en los huesos de los chicos.

-Tenía el fuego sagrado -dice el Viejo-. Lástima que no trabajara para nosotros -y la cara se le nubla, de pena, desconcierto, quién sabe.

-Él pensaba que había que apurarse.

-Sí, pero ya ve.

-Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y que después caerán sobre ellos, sobre nosotros -digo-. Por eso estaban apurados.

-La guerra es larga -responde sin apuro.

Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y él tuviera un largo futuro por delante.

Si él quisiera, pienso.

La puerta se abre sola. Un fogonazo de alegría alumbra la cara surcada de venitas del Viejo, que se para, avanza hacia el perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro el despliegue de mimos y festejos que corta las preguntas, acaso la entrevista.

Pero el Viejo vuelve, se sienta.

-Otro café -dice.

De la manga del saco sale otra anécdota, como otro conejo. Cada vez que el general Roca recibía al embajador boliviano, ponía dos sillas. Una para el embajador, otra para la mala fe.

-Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que desconfiara de esa gente. No era tiempo.

-Cuándo entonces -digo.

-Yo he esperado mucho.

Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a mirar su reloj, usar un pretexto que no necesita, la mujer que atravesó el Atlántico para conseguir su dedicatoria en una foto, el dirigente que aguarda en la sala su epifanía de palabras lejos, vestales con pinta de herederos, tahúres de doble entraña, empresarios dispuestos a compartir las pérdidas, terratenientes a socializar los caminos, clérigos a repartir el reino de los cielos, gorilas convertidos.

El arresto del último general que casi se subleva flota sobre los pocillos de café sin cafeína.

-Es un buen muchacho -sugiere-. Le voy a contar un chiste -sugiere.

Las once de la mañana entran por el ventanal, aclarando la sonrisa.

Un empresario americano fue a Brasil, donde querían comprar petróleo; fue a Kuwait: querían vender petróleo; a Grecia: les propone transportar petróleo. Armó el negocio, se quedó con la mitad. Los otros le peguntaron: ¿Pero usted qué pone?

-¿Cómo qué pongo?-, dijo el empresario -dice el Viejo-. -Yo pongo el Atlántico.- Con este muchacho pasa lo mismo. El ejército pone las armas. Nosotros ponemos la gente. ¿Y él qué pone? ¿La patria?

Risas. Imposible no reír cuando el Viejo cuenta un chiste, porque lo cuenta muy bien. Pero consigue que el cotejo con la realidad parezca un segundo chiste, mejor que el primero.

Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe entiendo que he pasado horas sumergido en la envolvente conversación del Viejo, como quien escuchara a cualquier padre, y que al salir estaré caminando por una calle de Puerta de Hierro, de Southampton, de Martín García, con todas las preguntas sin hacer.

-Esa mujer -digo.

Su cara es gris. Una muralla.

-Creo que la quemaron -dice.

-No la quemaron -fantaseo-. Está en un jardín, en una embajada, de pie, una estatua bajo tierra, donde llueve -digo. Llueve siempre, pienso, y ella se pudre.

-Puede ser -su cara es más remota que nunca-. Algún día se sabrá.

-Y los otros muertos -quiero saber-. Los fusilados, los torturados.

Un ramaje de la vieja cólera circula por su cara, relámpago entre nubes.

-El pueblo pedirá cuentas.

¿Cuándo?

-Algún día. Saldrá a la calle, como el 56, el 57.

¿Por qué no ha vuelto a salir?

-Porque yo no he querido -dice.

¿Cuándo, general, cuándo?