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miércoles, 31 de mayo de 2017

EL CONCURSO DEL BUEN GUSTO (LYDIA DAVIS)


Un marido y su mujer competían en un Concurso de Buen Gusto cuyo jurado presidían algunos de sus colegas, hombres y mujeres de buen gusto entre los que se encontraban un diseñador industrial, un distribuidor de libros raros, un pastelero y un bibliotecario. Juzgaron que la mujer tenía mejor gusto en muebles, especialmente en muebles antiguos. El esposo por lo general tenía mal gusto en accesorios de iluminación, vajilla y cristalería. El gusto de la mujer era indiferente en cuanto a cortinas, pero tanto el marido como la mujer tenían buen gusto en protectores de suelo, ropa de cama, toallas y electrodomésticos. Consideraron que el marido poseía buen gusto tanto en comida como en bebidas alcohólicas, mientras que la esposa, inconsistentemente, pasaba del mal al buen gusto en comida. En ropa, el marido tenía mejor gusto que la mujer, aunque un gusto incongruente en perfumes y colonias. Juzgaron que, mientras que tanto el marido como la mujer tenían un gusto no más que aceptable en diseño de jardines, tenían buen gusto en una buena cantidad y variedad de encinas. Consideraron que el marido tenía buen gusto en rosas pero mal gusto en bulbos. Consideraron que la mujer tenía mejor gusto en bulbos y por lo general buen gusto en plantas de interior con excepción de las hostas. Consideraron que el gusto del marido era bueno en muebles de jardín pero sólo aceptable en plantas ornamentales. Juzgaron que el gusto de la mujer era decididamente pobre en estatuas de jardín. Tras una breve discusión, el jurado dio como ganador al marido por su puntuación general más alta.


martes, 30 de mayo de 2017

LEYENDA CHINA (Hermann Hesse)


Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.

Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus discípulos:

-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un aspecto nuevo y más hermoso.

Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus experimentos.

Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo. Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se difundían por todas partes.

Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado otra vez. Contaban que había dicho:

-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente más hermoso que antes.

Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y también a los mandarines.

-Tal día dice Meng Hsie una cosa, y al día siguiente dice lo contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea el entendimiento?

Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír. Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:

-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas.

Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron sacarle una palabra más.

lunes, 29 de mayo de 2017

LOS PENSIONISTAS DE LA MEMORIA (Luigi Pirandello)


¡Ah qué suerte la de ustedes! Acompañar a los muertos al cementerio y regresar a casa, tal vez con una gran tristeza en el alma y un gran vacío en el corazón, si el muerto era un ser querido; y si no, con la satisfacción de haber cumplido un deber desagradable y deseosos de disipar, volviendo a los trastornos y a los trajines de la vida, la consternación y la angustia que el pensamiento y el espectáculo de la muerte infunden. Todos, de cualquier modo, con un sentimiento de alivio, porque, aun para los parientes más íntimos el muerto -digamos la verdad- con esa gélida, inmóvil rigidez impasiblemente opuesta a todos los cuidados que le brindamos, a todo el llanto que derramamos a su alrededor, es una horrible molestia, de la que el mismo dolor -aunque dé a entender e intente embargar otra vez desesperadamente- anhela muy en el fondo liberarse.

Y ustedes se liberan, por lo menos de esa horrible molestia material, al dejar a sus muertos en el cementerio. Será una pena, será un fastidio; pero luego ven como se deshace el velatorio; cómo cae el féretro en la fosa; y adiós. Todo ha terminado.

¿Les parece poca suerte?

A mí, todos los muertos que acompaño al cementerio vuelven a buscarme. Atrás, atrás. Dentro de la casa fingen estar muertos. O quizás están realmente muertos para ellos. Pero no para mí, ¡les ruego que me crean! Cuando para ustedes todo ha terminado, para mí no ha terminado nada. Se vienen todos a mi casa. Tengo la casa llena. ¿Ustedes creen en los muertos? Pero, ¡qué muertos! Están todos vivos. Vivos como yo, como ustedes, más que antes.

Solo que -eso sí- están desilusionados.

Porque, reflexionen bien: ¿qué puede haber muerto de ellos?. Esa realidad que ellos le dieron, y no siempre del mismo modo, a sí mismos, a la vida. Oh, una realidad muy relativa, les ruego que lo crean. No era la de ustedes; no era la mía. Yo y ustedes, en efecto, vemos, sentimos y pensamos, cada cual a su modo, a nosotros mismos y a la vida. Lo que quiere decir que a nosotros mismos y a la vida les damos, cada cual a su modo, una realidad: la proyectamos afuera y creemos que, así como es nuestra, debe ser de todos: y alegremente vivimos en medio de ella, y caminamos seguros, bastón en mano, cigarro en boca.

Ah, señores míos, ¡no confíen demasiado! ¡Basta apenas un soplo para llevarse a nuestra susodicha realidad! ¿Pero no ven que les cambia continuamente? Cambia, en cuanto empiezan a ver, a sentir, a pensar un poquitín diferente que poco antes; de modo que todo lo que poco antes era para ustedes la realidad, ahora comprenden que, en cambio, era una ilusión. Pero incluso, ay de mí, ¿hay acaso otra realidad fuera de esta ilusión? ¿y qué es la muerte sino la desilusión total?. Pero, he aquí que si los muertos son un montón de pobres desilusionados por la ilusión que se hicieron de sí mismos y de la vida; por la ilusión que yo me hago todavía pueden tener el consuelo de vivir siempre mientras yo viva. ¡Y se aprovechan! Les aseguro que se aprovechan.

Miren. Hace más de veinte años conocí en Bonn, sobre el Rhin, a un cierto señor Herbst -quiere decir otoño-; pero el señor Herbst era también durante el invierno, la primavera y el verano, sombrerero y tenía su tienda en una esquina de la plaza del mercado, junto a la Beethoven-Halle.

Por la noche veo ese rincón de la plaza como si todavía estuviera allí, respiro los olores mixtos que exhalaban los negocios iluminados, olores grasos; y veo las luces encendidas delante de la vidriera del señor Herbst, que está en el umbral de su negocio con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos. Me ve pasar, inclina la cabeza y me augura, con la especial cantinela del dialecto renano:

-¡Gute Nacht, Herr Doktor!

Han pasado más de veinte años. Por lo menos el señor Herbst tenía entonces cincuenta y ocho años. Y bien, tal vez esté muerto ahora. Pero habrá muerto para sí, no para mí, les ruego que me crean. Y es inútil, realmente inútil que me digan que estuvieron hace poco en Bonn sobre el Rhin y que en la esquina de la Marktplatz junto a la
Beethoven-Halle no encontraron trazas ni del señor Herbst ni de su tienda de sombreros. ¿Qué encontraron en cambio? Otra realidad ¿Verdad? ¿Y creen que esa realidad es más verdadera que la que dejé hace veinte años? Vuelva a pasar, querido señor, de aquí a veinte años y verá qué queda de lo que usted mismo dejó.

¿Qué realidad? Pero, ¿creen quizá que la mía de hace veinte años, con el señor Herbst sobre el umbral de su tienda, las piernas abiertas y las manos en los bolsillos, es la misma que tenía de sí y de su tienda y de la plaza del mercado él, el señor Herbst?

¡Pero quieé sabe como se veía a sí mismo, a su tienda y a esa plaza el señor Herbst!

No, no, queridos señores: aquella era una realidad mía, únicamente mía, que no puede cambiar ni morir mientras yo viva y que podrá también vivir eternamente, si yo tengo la capacidad de eternizarla en alguna página o, por lo menos, durante otros cien millones de años, según los cálculos que acaban de hacer en América sobre la duración de la tierra.

Ahora, si el señor Herbst ha muerto es algo para mí tan lejano como los tantos muertos que voy a acompañar al cementerio y que se van también, por su cuenta, mucho más lejos, quién sabe adónde. Su realidad se ha desvanecido; ¿Pero cuál? La que ellos se daban a sí mismos. ¿Y qué podía saber yo de su realidad? ¿Qué saben ustedes? Yo sé la que les daba por mi cuenta. Ilusión, tanto la mía como la de ellos.

Pero si ellos, pobres muertos, se desilusionaron por completo de sí mismos, mi ilusión todavía vive y es tan fuerte que yo, repito, luego de haberlos acompañados al cementerio, los veo regresar, a todos, tal como eran: despacito, fuera del ataúd, junto a mí.

-Pero, ¿Por qué -ustedes dirán- no regresan a sus casas en vez de ir a la mía?

¡Qué bien! porque no tienen una realidad para sí que les permita ir adonde les da la gana. La realidad ya no es para ellos. Y como ahora la tienen por mí, forzosamente tienen que venir a mi casa.

Pobres pensionistas de la memoria, su desilusión me aflije indeciblemente.

Al principio, es decir, apenas terminada la última representación (quiero decir, luego del cortejo fúnebre), cuando salen del féretro para regresar conmigo a pie del cementerio, tienen cierta gallarda vivacidad desdeñosa, como de quien se ha sacudido con poco honor, es cierto, y a costa de perderlo todo, un gran peso de encima. De todos modos, aunque quedaron en las peores condiciones, quieren respirar. ¡Ah sí!, por lo menos un buen respiro de alivio. Tantas horas allí, inmóviles, empaladados sobre una cama, haciéndose los muertos... Quieren desentumecerse: giran y vuelven a girar el cuello, levantan ya un hombro, ya el otro, estiran, tuercen, sacuden los brazos; quieren mover las piernas expeditamente y también me dejan algunos pasos atrás. Pero tampoco pueden alejarse mucho. Saben perfectamente que están ligados a mí, que ahora sólo en mí tendrán su realidad, o ilusión de vida, que es realmente lo mismo.

Otros -parientes, algún amigo- lloran, los lamentan, recuerdan este o aquel pasaje, sufren por su pérdida; pero ese llanto, ese lamento, ese recuerdo, ese sufrimiento son para una realidad que fue, que ellos creen desvanecida con el muerto, porque nunca reflexionaron sobre el valor de esa realidad.

Todo es para ellos estar o no estar en un cuerpo.

Para consolarse les bastaría creer que este cuerpo ya no está, no porque esté bajo tierra, sino porque ha partido de viaje y quién sabe cuándo regresará.

Vamos, dejen todo como estaba: la habitación lista para su retorno, el lecho preparado, con el cubrecama un poco abierto y el camisón extendido, la candela y la caja de cerillas sobre la cómoda, las pantuflas delante del sillón, al pie de la cama.

-Partió. Regresará.

Bastaría con esto. Los consolaría. ¿Por qué? Porque ustedes dan una realidad en sí a ese cuerpo, que en cambio, en sí no tiene ninguna. Tan así es que -muerto- se disgrega, se desvanece.

-Ah, claro -exclaman ustedes ahora-, ¡muerto! Tú dices que, muerto, se disgrega; pero cuando estaba vivo ¡tenía una realidad!

Queridos míos, ¿volvemos a empezar? Pero sí, esa realidad que él se daba y que ustedes le daban. ¿Y no probamos que era una ilusión? La realidad que él se daba ustedes no la conocen, no pueden conocerla porque estaba fuera de ustedes; ustedes saben la que ustedes le daban. ¿Y no podemos dársela todavía sin ver el cuerpo? ¡Pues sí!, tan cierto es que se consolarían de inmediato si pudieran creer que ha partido de viaje. ¿Dicen que no? ¿Y no siguieron dándosela tantas veces, sabiendo que realmente había salido de viaje? ¿y no es tal vez la misma que yo desde lejos le doy al señor Herbst, que no sé si está vivo o muerto?

¡Vamos, vamos!, ¿saben por qué lloran, en cambio? Por otra razón lloran, queridos míos, que no suponen ni remotamente. Ustedes lloran porque el muerto, él, ya no puede darles a ustedes una realidad. Les dan miedo sus ojos cerrados, que ya no pueden verles; esas manos gélidas que ya no pueden tocarles. No pueden darse paz por su absoluta insensibilidad. Precisamente porque él, el muerto, nos les siente mas. Lo que significa que con él cayó, para la ilusión de ustedes, un sostén, un alivio: la reciprocidad de la ilusión.

Cuando él salía de viaje, ustedes, su mujer, decían:

-Si él desde lejos me piensa, yo estoy viva para él.

Y esto los sostenía y los confortaba. Ahora que ha muerto ya no dicen:

-¡Yo ya no estoy viva para él!

Dicen en cambio:

-Él ya no está vivo para mí.

¡Pero claro que él está vivo para ustedes! Vivo en la medida en que puede estar vivo, es decir, por esa parte de realidad que le dieron. La verdad es que ustedes siempre le dieron una realidad muy lábil, una realidad toda hecha por ustedes, por la ilusión de sus vidas y nada o muy poco por la de él.

Por eso los muertos vienen conmigo ahora. Y conmigo -pobres pensionistas de la memoria- amargamente razonan sobre las vanas ilusiones de la vida, de las que se han desilusionado por completo, de las que yo todavía no puedo desilusionarme del todo, aunque como ellos las reconozca vanas.


domingo, 28 de mayo de 2017

LA LLUVIA Y LOS HONGOS (Mario Benedetti)


¿Sinceridad? Cuidado con la palabrita. Por lo pronto, querida, no era éste nuestro convenio de hace cuatro horas. ¿Recordás lo que dijimos? No existe el pasado. Claro que es difícil abolirlo. Pero reconocé que hubiera sido lindo quedarnos con nuestra imagen de hoy, vos y yo en aquel zaguán oscuro, provisoriamente resguardados del aguacero, vos y yo mirándonos, vos y yo sintiendo que de pronto circulaba entre ambos la corriente milagrosa, vos y yo inscribiéndonos tácitamente en el compromiso de venir aquí, o a cualquier habitación tan sórdida como ésta, para repetir, como siempre con fundadas esperanzas, la búsqueda del amor.

Después de todo, ¿qué crees que es la sinceridad? ¿Que yo te diga lo que te gusta y vos me digas lo que me revienta? Cuidado con la palabrita. La sinceridad (cuando es sincera, porque también hay una sinceridad falluta) siempre nos llevará a odiamos un poco. Ahora me da lástima verte así, tan indefensa, tan iluminada. ¿Querés apagar la luz? Conviene que te cubras, por lo menos. Además, ya no llueve. A lo mejor, tenés razón. Terminada la lluvia, el pasado vuelve a nacer, como los hongos. ¿Querés que empiece por la infancia con padres, con libros y sin ternura? No, esa parte es más bien tediosa. ¿O querés que empiece por la zona de amistad? Ya sé, estarás pensando: cuántas ventajas para el hombre, Dios mío (porque vos decís a menudo diosmío), no cultivan la virginidad ni tienen los pies fríos ni soportan la menstruación, y, como si eso fuera poco, poseen la necesaria ingenuidad para creerse amigos, nosotras en cambio sabemos a qué atenemos: nos encontramos, nos reímos con cierto escándalo, nos besamos simbólicamente con los labios en el aire, decimos pestes de las cuñadas, de las primas, de las presuntas amigas ausentes, comparamos detalles de nuestros novios, amantes o maridos, intercambiamos falsas confidencias y besamos otra vez el aire antes de separamos con la misma sorna, con la misma envidia contenida. Sí, estarás pensando eso, y quizá tengas un poco de razón. Pero la verdad es que a mí no me ha hecho feliz la amistad. Simplemente compruebo. Tuve exactamente tres amigos. Ya ves que no es tan fácil. Sólo tres. El primero se quedó con un sobre que contenía mi sueldo y nunca más supe de él. Con el segundo me tomé a golpes, y las cicatrices respectivas (ésta del pómulo, otra en su hombro derecho) nos impiden olvidarlo todo. En cuanto al tercero, me quitó una novia. No, esa vez yo no estaba realmente enamorado. Lo importante vino después. Fue la única ocasión en que me sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque horriblemente preocupado. Estaba, cómo explicarte, deslumbrado ante esos inesperados matices de posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis pensamientos. Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba enamorado como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor. ¿Cómo era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la hacía intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto. todo cuanto hacía. Hablaba sin gran elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil: la de las actitudes. Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable. Tenía un increíble olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre me resultó intolerable. Ella me quería, estoy seguro, pero había una suerte de juego mezclado a su amor. Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio. Pero mi amor, llamémosle así, tampoco era limpio. Estaba, cómo te diré, contaminado de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía la horrible sensación de ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un desequilibrio. Un día no pude más y la golpeé. Tuve que hacerlo. La golpeé, la humillé, la obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable. Ya sé que es difícil de comprender, no precisa que me mires así. No lo conseguí, claro. Porque ella pudo resistir. ¿No te digo que la obligué? En ese momento pensé que lo había conseguido. Estaba allí, asombrada y despreciable, y yo podía mirarla sin respeto, como si hubiera verdaderamente prostituido su pasado. Pero al día siguiente ella adoptó de nuevo la única actitud irreprochable, la única que podía purificar la inmundicia de la víspera. ¿Todavía no comprendes? Abrió el gas. La maté, claro. ¿Querías decir eso? Fui el culpable, el único, ¿te das cuenta? Y ahora, por favor, hablemos de otra cosa. De tus amores, por ejemplo.


sábado, 27 de mayo de 2017

EL MAESTRO DE CARRASQUEDA (Miguel de Unamuno)


Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: “No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar”? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo... que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra — pensaba—; pero lo que es la música...» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un «¡Eso no pinta aquí!» «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena» era su refrán favorito.

Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que... ¡Bah, bah, bah! ¡Querer enseñarles labranza a ellos, labradores desde siempre...! «¡Señor maestro, enseñe el catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!»

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:

—Amigo don Casiano —le dijo—, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso... y que no lo entiendan, sobre todo...

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito. ¡Vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aún Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen... y entienden acaso».

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo: «Yo te haré hombre —le decía—; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana —se lo hemos oído más de una vez— cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando, frente a un barbecho, exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar...»

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1850 se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando, después de su victoria definitiva, fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!

Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de “Decía una vez mi maestro…” Al principio provocaba risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: “Mi condecoración eres tú, Ramonete,” Y no insistió éste.

-Si usted hubiera salido don Casiano…

-¿Salir? ¿A dónde?

-Hoy tendría posición, nombre, gloria…

-¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete? No, yo no soy de los que se guardan las perillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he señalado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

-Una y otra cosa don Casiano…

-¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: “¿Qué culpa tengo de haber nacido español?”, no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de su cimiento.

-Pero en un lugarejo…

-Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero ¿no era mi deber trabajar porque se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasqueños?

-¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

-¡Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de la lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto evangelio: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, el sólo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto”. Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó la flor a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele la Luna, las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba el cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, henchido de inspiración postrera, habló así:

-Mira Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto… ¡Sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: “es como si hablase a la pared”. Pero, hijo mío, las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete, nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad y allí queda…; el universo es un basto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió, toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día… Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito … Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan!... Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós, hijo mío!

Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.

viernes, 26 de mayo de 2017

EL ÁRBOL DEL ORGULLO (G. K. Chesterton)


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.


jueves, 25 de mayo de 2017

PROFESORES DESPISTADOS (Wislawa Szymborska)


Las anécdotas sobre los grandes hombres son una lectura reconfortante.

De acuerdo, pensará el lector, cierto es que no he descubierto el cloroformo, pero al menos no era el peor estudiante de la escuela como Liebig.

Naturalmente no fui el primero en hallar la arsfenamina, pero al menos no soy tan despistado como Ehrlich, quien se escribía cartas a sí mismo.

En cuestión de elementos, está claro que Mendeléyev me supera, pero seguro que soy mucho más aseado y presentable que él por lo que al pelo respecta.

¿Y he olvidado alguna vez presentarme en mi propia boda como Pasteur?

¿Acaso he cerrado alguna vez el azucarero con llave como Laplace para que no lo utilizara mi mujer?

La verdad es que, comparados con ellos, todos nos sentimos un poco más sensatos, mejor educados e, incluso, más magnánimos por lo que respecta al día a día.

Además, la perspectiva del tiempo nos ha permitido saber qué científico tenía razón y cuál estaba vergonzosamente equivocado.

¡Qué inofensivo nos parece hoy un tal Pettenhoffer! Fue un médico que combatió de un modo vehemente los estudios sobre la acción patógena de las bacterias. Cuando Koch descubrió la bacteria Vibrio cholerae, Pettenhoffer se bebió una probeta entera llena de esos desagradables gérmenes durante una demostración pública tratando de demostrar que los bacteriólogos, con Koch a la cabeza, eran unos mitómanos peligrosos.

La singular grandeza de esta anécdota radica en el hecho de que no le pasó nada a Pettenhoffer. Conservó su salud y hasta el último de sus días pregonó burlonamente que tenía razón.

Por qué no enfermó continúa siendo un misterio para la medicina.

Pero no para la psicología. A veces aparecen personas con una resistencia excepcionalmente vigorosa a los hechos evidentes.

¡Qué agradable y honroso es no ser como Pettenhoffer!



miércoles, 24 de mayo de 2017

Y PERDISTE (Camilo José Cela)



jugaste siempre con las cartas boca arriba y perdiste luchaste siempre a pecho descubierto y perdiste no dudaste jamás de la palabra escuchada y perdiste ahora ya es tarde para volverse atrás e incluso para hacer examen de conciencia no pactaste con los ángeles ni con los demonios y perdiste no te rías de ti deja que sean los demás quienes se rían de ti con justa razón ahora te toca pagar la penitencia que corresponde a quienes se obstinan en levantar mundos cimentados en el aire de niño soñabas con telarañas y redes y ahora te sientes agonizar porque has caído en tu propia trampa has tenido ya todo y puedes por tanto plantar fuego a todo esto se lo regalo a fulano esto otro a mengano aquello de más allá a zutano dirás yo nada quiero porque tampoco nada necesito dirás para morir a tiempo también se puede caminar vivo y desnudo ya te ladrarán los perros ya te apedrearán los vecinos no será necesario que te esfuerces en provocar sus iras que la iracundia contra el derrotado está siempre a flor de piel no quieres morir pero te vas a morir tú notas que te vas a morir elige un escenario neutro un decorado confuso nada debe quedar nunca demasiado diáfano ahora son las seis menos veinte de la mañana sobre el horizonte amanece un día que se promete hermoso estás triste muy triste pero sientes que te invade una infinita paz haz esfuerzos para no disponer de tu vida deja que sea la muerte quien organice su propia representación


martes, 23 de mayo de 2017

ELOGIO SENTIMENTAL DEL ACORDEÓN (Pío Baroja)



¿No habéis visto, algún domingo al caer de la tarde, en cualquier puertecillo abandonado del Cantábrico, sobre la cubierta de un negro quechemarín o en la borda de un patache, tres o cuatro hombres de boina que escuchan inmóviles las notas que un grumete arranca de un viejo acordeón?

Yo no sé por qué, pero esas melodías sentimentales, repetidas hasta el infinito, al anocher, en el mar, ante el horizonte sin límites, producen una tristeza solemne.

A veces, el viejo instrumento tiene paradas, sobrealientos de asmático; a veces, la media voz de un marinero le acompaña; a veces, también, la ola que sube por las gradas de la escalera del muelle y que se retira después murmurando con estruendo, oculta las notas del acordeón y de la voz humana, pero luego aparecen nuevamente y siguen llenando con sus giros vulgares y sus vueltas conocidas el silencio de la tarde del día de fiesta, apacible y triste.

Y mientras el señorío del pueblo torna del paseo; mientras los mozos campesinos terminan el partido de pelota, y más animado está el baile en la plaza, y más llenas de gente las tabernas y las sidrerías; mientras en las callejuelas, negruzcas por la humedad, comienzan a brillar debajo de los aleros salientes las cansadas lámparas eléctricas, y pasan las viejas, envueltas en sus mantones, al rosario o a la novena, en el negro quechemarín, en el patache cargado de cemento, sigue el acordeón lanzando sus notas tristes, sus melodías lentas, conocidas y vulgares, en el aire silencioso del anochecer.

¡Oh la enorme tristeza de la voz cascada, de la voz mortecina que sale del pulmón de ese plebeyo, de ese poco romántico instrumento!

Es una voz que dice algo monótono, como la misma vida; algo que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidianos de la existencia.

¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares!

Esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al principio, revela poco a poco los secretos que oculta entre sus notas, se clarea, se transparenta, y en ella se traslucen las miserias del vivir de los rudos marineros, de los infelices pescadores; las penalidades de los que luchan en el mar y en la tierra con la vela y con la máquina; las amarguras de todos los hombres uniformados con el traje azul sufrido y pobre del trabajo.

¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas como la fastuosa guitarra; vosotros no inventáis leyendas pastoriles como la zampoña o la gaita; vosotros no llenáis de humo la cabeza de los hombres como las estridentes cornetas o los bélicos tambores. Vosotros sois de nuestra época: humildes, sinceros, dulcemente plebeyos, quizá ridículamente plebeyos; pero vosotros decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía vulgar, monótona, ramplona ante el horizonte ilimitado...



lunes, 22 de mayo de 2017

LA IMPORTANCIA DE ASUSTARSE (Wislawa Szymborska)


A cierto escritor dotado de una vívida imaginación se le pidió que escribiera alguna cosa para los niños.

«Excelente —dijo con alegría—, justamente tengo algo pensado sobre una bruja.»

Las señoras de la editorial agitaron los brazos: «¡Nada de brujas, no hay que asustar a los niños!».

«¿ Y qué se supone que hacen los juguetes que se venden en las tiendas o esos ositos bizcos de felpa violeta?», preguntó el escritor.

Por lo que a mí respecta, veo esto de diferente manera.

A los niños les encanta asustarse con los cuentos. Sienten la necesidad natural de vivir grandes emociones.

Andersen atemorizaba a los niños, pero estoy segura de que ninguno de ellos le guardaba rencor, incluso después de haber dejado de serlo.

Sus bellísimos cuentos de hadas están repletos de criaturas sin duda sobrenaturales, sin contar a los animales que hablan y a las elocuentes herradas.

No todos los miembros de esta hermandad eran amables e inofensivos.

La figura que con más frecuencia aparece es la muerte, un personaje implacable que penetra en el corazón mismo de la felicidad y arrebata lo mejor, lo más amado.

Andersen trataba a los niños con seriedad.

No solamente les hablaba de la gozosa aventura que es la vida, sino también de sus infortunios, las penas, y sus no siempre merecidas calamidades.

Sus cuentos de hadas, poblados por criaturas de la imaginación, son mucho más realistas que todas esas toneladas de páginas que forman la literatura actual para niños, la cual se preocupa por la verosimilitud y evita lo fantástico como si del diablo se tratara.

Andersen tuvo la valentía de escribir cuentos de hadas con final triste.

Consideraba que no se debía intentar ser bueno porque valiera la pena (tal y como obstinadamente propagan los cuentos actuales con su moraleja, aunque, en este mundo, no siempre ocurra así), sino porque la furia procede de una limitación emocional e intelectual y es la única forma de pobreza por la cual debe sentirse aversión.

¡Y es tan graciosa…! Andersen no hubiese sido tan gran escritor de no ser por su sentido del humor, que hace gala de una rica gama de matices, desde la sonrisa bondadosa hasta la mofa.

Y, de la misma manera, creo que tampoco se hubiera convertido en tan gran moralista siendo él mismo la bondad personificada.

Pues no lo era.

Tenía sus caprichos y debilidades, y era un individuo difícil de soportar a diario.

Dicen que Dickens bendijo el día en que Andersen fue a visitarle y se hospedó en un cuartito repleto de flores de bienvenida.

Lo mismo hizo al día siguiente cuando su invitado se marchó y desapareció en la niebla de Copenhague.

Todo parecía indicar que aquellos dos escritores que tantos rasgos en común compartían se mirarían a los ojos hasta el final de sus días.

Pero no pudo ser.


viernes, 19 de mayo de 2017

GRAFFITI (Julio Cortázar)


Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar el dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y solo la segunda vez te diste cuenta de que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, ningún carro celular en las esquinas próximas, acercarse con indiferencia y nunca mirar los graffiti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote enseguida.

Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término graffiti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos.

Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo los hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizá por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo. Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza.

Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer.

Después solamente seguiste haciendo dibujos. Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien por si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura.

A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas. Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer en un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía.

Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta del garaje, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos.

Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas ralearon en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.

Casi enseguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garaje, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garaje y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos.

Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y solo te ayudó el azar de un auto dando la vuelta a la esquina yfrenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.

Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella ahí en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso una espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.

Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más que a morderte las manos, a pisotear las tizas de colores antes de perderte en la borrachera y el llanto.

Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste al placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garaje.

No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.

Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste a mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaba a las patrullas urbanas de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra.

Desde lejos descubriste el otro dibujo, solo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violeta de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé, ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.


OLLIE McGEE (Edgar Lee Masters)



¿Os habéis fijado en un hombre mustio y cabizbajo

que deambula por el pueblo?

Es mi marido, que con secreta crueldad,

nunca confesada, me robó juventud y belleza.

Hasta que, llena de arrugas y con los dientes amarillos,

perdida la dignidad y de vergüenza humillada,

me bajaron a esta tumba.

¿Y qué creéis que le roe a mi marido por dentro?

¡La cara de la que fui y la otra que hizo de mí!

Las dos le están llevando al sitio donde yazgo.

Logro mi venganza después de muerta.

EL PASEO REPENTINO (Franz Kafka)


Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar a aquel juego que luego de terminado habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tanto rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de la calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber expresado mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura. Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

jueves, 18 de mayo de 2017

QUERIDO PADRE (Sergio Ramírez)


No olvido tu empeño en que yo debería ser abogado, el primero entre mis más de 50 primos hermanos en obtener un título profesional, no quedarme nunca atrás viniendo como veníamos de una familia de músicos pobres, mi abuelo y sus hijos, que se ganaban la vida tocando en todo lo que les viniera a mano, bailes galantes, procesiones de santos, misas de gloria, entierros solemnes y lo mismo serenatas, no pocos de mis tíos también compositores bohemios de valses, foxtrots y boleros, menos vos, que te negaste rotundamente a hacerte cargo del contrabajo, pesado de cargar en las andanzas musicales, y mejor te decidiste por el comercio abriendo la tienda frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial, donde todas las tardes recalaban tus hermanos de la orquesta Ramírez antes de que el repique de las campanas los convocara para tocar el rosario de las seis, y ese tiempo de espera se iba en un jolgorio de risas, historias de engaños amorosos y negocios fracasados contados a distintas voces, y nadie se salvaba de aquella insidia festiva en la que menudeaban los apodos, ni siquiera ellos, que se burlaban sin piedad de sí mismos, aun de sus desgracias.

Nunca contradije tu voluntad de convertirme en letrado, cuyo destino era vencer en juicio al más docto y temible de los adversarios, llegar a magistrado, ser notario de propietarios ricos, porque aquel era una apuesta al todo que era el título profesional, o al nada que campeaba en tu insistencia en recordarme que las penurias de la pobreza, siendo vos parte de una familia de 12 hermanos, no te habían permitido pasar del tercer grado de primaria, lo suficiente para hacer las cuentas de la tienda y escribir la lista de los clientes que compraban mercancías al crédito, cereales, queso, querosín, velas, cigarrillos, fósforos, latas de sardina, telas por yarda, medias de seda, calcetines, blúmeres, talcos y lociones, sobre el piso ajedrezado aquel anuncio que colocaste, una pareja recortada en cartón, tamaño natural, el caballero galante vestido de esmoquin tropical, el cabello bien peinado con brillantina Glostora, ella de ceñido traje escotado que se deshacía en vuelos como la espuma.

La tienda pagaría mis estudios, no importaban en adelante las estrecheces, y fuiste a dejarme en tren a León, donde estaba la universidad, para entregarme a un mundo ajeno y diferente del que ya nunca regresaría, atrás para siempre la quietud de las noches cuando antes de cerrar la tienda entraban los cazadores de venados a comprar pilas para los focos de cabeza y municiones de rifle 22, porque la vida allá lejos comenzó a ser distinta para mí a los 17 años, aulas atestadas de estudiantes principiantes, manifestaciones callejeras contra la dictadura de Somoza, una de ellas disuelta a balazos apenas a semanas de mi llegada con dos de mis compañeros de banca asesinados, y antes de presentarme delante de vos con mi título de abogado y notario público primero te llevé mi primer libro de cuentos, no me habías enviado a hacerme escritor sino doctor en Derecho, y temí entonces lo que iba a decirme un tendero que no leía libros, que de escribir no se come, primero la maldición de la música y ahora la maldición de la literatura, pero tomaste el pequeño volumen entre tus manos, le diste vuelta al revés y al derecho, lo hojeaste, y entonces alzaste la vista y me dijiste: ahora tenés que escribir una novela. 



martes, 16 de mayo de 2017

PARÁBOLA CHINA (Hermann Hesse)


Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y esta vez lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.


lunes, 15 de mayo de 2017

LA HUIDA (Saiz de Marco)


Ha salido a comer. Busca con avidez las bayas, hierbas… Traga deprisa, no sólo porque tiene hambre (ha de ingerir más comida porque está amamantando a sus hijitos), sino porque cada segundo que esté fuera aumenta el riesgo. El peligro de ser devorada.

El ataque puede venir de cualquier sitio. Los felinos no avisan. Están siempre al acecho y sorpresivamente embisten con sus garras. Ni tampoco los zorros, las serpientes… Incluso desde el cielo puede llegar la agresión. Hay águilas que apresan con sus patas ganchudas y golpean después con su gran pico curvo.

Acaba de comer y vuelve a la madriguera. Respira con alivio. Por fin está en casa.

Pero no, ahí tampoco está a salvo. A la madriguera entra un hurón. Es pequeño y delgado como ella (por eso ha podido entrar), pero posee afilados dientes que atraviesan la carne.

Echa a correr. Tiene que alcanzar otra salida, huir de ese refugio -laboriosamente excavado por ella- que de pronto se ha convertido en una trampa.

Menos mal que la madriguera tiene varias bocas. Por una de ellas escapa. Sabe que en los túneles han quedado sus crías. Sabe también que no volverá a verlas: que ya nadie mamará de sus pechos.

Corre hacia los matorrales para esconderse en ellos (ahí fuera puede haber humanos provistos de escopetas). Mientras corre, con su pequeño cerebro se pregunta algo parecido a ¿habrá un sitio, un solo sitio en el mundo, en el que yo pueda estar segura?



domingo, 14 de mayo de 2017

EL SOLIPSISTA (Fredric Brown)


Walter B. Jehovah, por cuyo nombre no pido excusas puesto que realmente era su nombre, ha sido un solipsista toda la vida. Un solipsista, por si acaso no conoces la palabra, es alguien que cree que él es la única cosa que existe realmente, que el resto de la gente y el universo en general existen sólo en su imaginación, y que si él dejara de imaginarlos su existencia acabaría.

Un día Walter B. Jehovah comenzó a practicar el solipsismo. En una semana su mujer se escapó con otro hombre, perdió su trabajo como agente marítimo y se rompió la pierna en la persecución de un gato negro tratando de evitar que se cruzara en su camino.

Decidió, en la cama del hospital, acabar con todo.

Mirando a través de su ventana, hacia las estrellas, deseó que no existieran, y no estuvieron allí nunca más. Entonces deseó que no existiera ninguna otra persona, y el hospital comenzó a estar demasiado tranquilo incluso para un hospital. Lo siguiente fue el mundo, y se encontró suspendido en un vacío. Se libró de su cuerpo, y dio el paso final para tratar de acabar con su propia existencia.

No ocurrió nada.

Extrañado, pensó: ¿Puede haber un límite para el solipsismo?

«Sí», dijo una voz.

«¿Quién eres?», preguntó Walter B. Jehovah.

«Soy el único que creó el universo que acabas de aniquilar. Y ahora tú has tomado mi lugar». Hubo un enorme suspiro. «Puedo, finalmente, acabar con mi existencia, encontrar olvido, y dejarte tomar posesión».

«Pero, ¿cómo puedo dejar de existir? Eso es lo que estoy intentando hacer».

«Sí, lo sé», dijo la voz. «Debes hacerlo del mismo modo que yo lo hice. Crea un universo. Espera hasta que alguien en él crea realmente lo que tú creíste y trate de dejar de existir. Entonces te puedes retirar y dejarle tomar posesión. Adiós.»

Y la voz se fue.

Walter B. Jehovah estaba solo en el vacío, y era la única cosa que podía hacer.

Creó el cielo y la tierra.

Tardó siete días.



sábado, 13 de mayo de 2017

EL SECRETO DE LA VIDA (Patricia Suárez)


Ella tiene escondido en un mueble del comedor un libro que se llama El secreto de la Vida. Ella es mamá: cuando uno es niño, ella es mamá. Ella, como se llamaría a una tirana a una traidora. Mamá se le dice cuando es de uno, cuando hace cosas fuera de uno, es ella. Vi el libro de refilón una vez, la tapa es rosada y tiene a una señora con un bebé en brazos. Hasta llegué a hojearlo: hay una mujer dibujada de perfil y adentro tiene el bebé, un feto. Me quedo de una pieza. Me doy cuenta que es ese el sitio dónde los niños están antes de nacer; no se me ocurre que la madre se lo devoró, ni ninguna cosa loca. Nada más me decepciono de ella, de sus mentiras. Me habían contado lo de la estrella, que los niños están en una estrella, eligen desde allá arriba a los padres que desean tener y luego bajan y nacen en esa casa. Me parece una verdadera mentira ese asunto; yo no puedo creer que haya elegido venir a esta casa. Seguro había mejores opciones, podría haber nacido en un castillo, en el bosque. Ofende mi primitiva inteligencia pensar que la elegí a ella que no hace sino mentirme y a él, del que es mejor no hablar. Pero el cuento de la estrella me lo largan cuando nace mi hermana. Me dan una caja de hojalata con los Picapiedras estampados; está llena de bombones de chocolate y agregan que es el regalo que me trae mi hermana desde el Cielo. Así que hay bombonerías en el Cielo. Además de Dios, los ángeles, la gente que ya no está, los niños que no nacieron, los astronautas, los planetas, las estrellas, el Sol y la Luna, el lorito barranquero que tenía y despareció. Demasiado poblado el Cielo.

De todos modos, no tengo una real curiosidad acerca de cómo vienen los niños al mundo. Prefiero los libros, aunque este libro que ella esconde se esmere en contradecirla. Una vez que descubro dónde lo pone, hago un trabajo de lector hormiga. Lo saco del cajón del mueble, cuando ella no está y leo un poco. Lo leo y voy comprendiendo, como bien dice el título, el secreto de la vida. Hay muchas ilustraciones de cómo son por dentro las caderas de las chicas. Algo que se llama trompas de falopio, útero, ovarios, vagina. No entiendo bien para qué sirven, debería preguntarle a ella, pero ella me pegaría ahí mismo un bofetón si se entera de que leo su libro. Pienso que me aguantaré las dudas, porque al fin y al cabo, el libro como libro en sí mismo es bastante aburrido. No está contando una historia, nadie hace nada en especial. Hace poco descubrí un animal que se llama guepardo, pero le dicen chita. Es el más rápido del mundo. Es bello y rápido aunque sus omóplatos parecen jorobas si no se mira con atención. Eso me parece algo remarcable que contar, el chita.

Y a ella no le creo más nada.

Así defino mi infancia, mi adolescencia y casi todo lo que resta.

Ella miente.


viernes, 12 de mayo de 2017

LAS VIUDAS (Charles Baudelaire)



Vauvenargues dice que en los jardines públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición decepcionada, por los inventores desafortunados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas turbulentas y cerradas en las que aún rugen los últimos suspiros de una tormenta, que se esconden lejos de la mirada insolente de los satisfechos y de los ociosos. En esos rincones umbríos se citan los lisiados por la vida.

El poeta y el filósofo gustan de dirigir sus ávidas conjeturas principalmente a estos lugares. Hay en ellos pasto seguro. Porque si desdeñan visitar un lugar, como insinuaba antes, ese lugar es la alegría de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que les atraiga; al contrario, se sienten irremediablemente arrastrados hacia lo débil, lo ruinoso, lo triste, lo huérfano.

Un ojo experto nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados, o brillantes por los últimos destellos de la lucha, en esas arrugas profundas y abundantes, en esos andares tan lentos o tan bruscos, descifra enseguida las innumerables leyendas del amor engañado, del sacrificio ignorado, del esfuerzo no recompensado, del hambre y de la sed humilde y silenciosamente soportadas.

¿Habéis visto alguna vez a viudas en estos bancos solitarios, a viudas pobres? Vayan de luto o no, es fácil reconocerlas. Además, hay siempre en el luto del pobre algo que falta, una ausencia de armonía que lo hace más doloroso. El pobre se ve obligado a escatimar su dolor. El rico lo lleva al completo.

¿Qué viuda es la más triste y la que más entristece, la que lleva de la mano a un niño con el que no puede compartir sus ensueños, o la que está completamente sola? No sé … Una vez llegué a seguir durante horas a una de estas viejas afligidas; tiesa, erguida, con un pequeño chal desgastado, llevaba en todo su ser una altivez estoica.

Estaba evidentemente condenada, por una absoluta soledad, a las costumbres de un solterón, y el carácter masculino de estas costumbres añadía una pizca de misterio a su austeridad. No sé en qué miserable café ni de qué manera comió. La seguí hasta una sala de lectura y la espié largo rato mientras ella buscaba en los periódicos, con ojos activos, antes quemados por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.

Al fin, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de los que bajan en tropel penas y recuerdos, se sentó aparte en un jardín para escuchar, lejos del gentío, uno de esos conciertos con que la música de los regimientos gratifica al pueblo parisino.

Ese era, sin duda, el pequeño dispendio de esta vieja inocente (o de esta vieja purificada), el consuelo bien ganado de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, desde hace años quizá, trescientos sesenta y cinco veces al año.

Otra más:

Nunca he podido evitar echar una mirada, si no universalmente simpática, al menos curiosa, a la multitud de parias que se congrega en torno al recinto de un concierto público. La orquesta lanza a través de la noche cantos de fiesta, de triunfo, de placer. Los vestidos arrastran brillando; las miradas se cruzan; los ociosos, cansados de no tener que hacer nada, se contonean indolentes fingiendo disfrutar de la música. Nada aquí que no sea de ricos, de personas felices, nada que no respire o inspire la despreocupación y el placer de dejarse vivir, nada, salvo el aspecto de esa turba que se apoya, allí abajo, en la valla exterior, atrapando gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la resplandeciente hoguera interior.

Era una mujer alta, majestuosa, y tan noble en todo su porte, que no recuerdo haber visto otra igual en las colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altiva virtud emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y demacrado, estaba en perfecta consonancia con el riguroso luto que vestía. Ella también, como la plebe con la que se había mezclado, sin verla, miraba el mundo luminoso con unos ojos profundos, y escuchaba meciendo suavemente la cabeza.

¡Singular visión! «Con toda seguridad, me dije, esa pobreza, si hay pobreza, no debe admitir una economía sórdida; me lo dice un rostro tan noble. ¿Por qué permanece entonces voluntariamente en un ambiente en el que resulta una mancha tan llamativa?

Al pasar curioso cerca de ella creí adivinar la razón. La viuda llevaba de la mano a un niño, como ella, vestido de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, ese precio bastaba quizá para pagar una necesidad de la criatura; o mejor aún, algo superfluo, un juguete.

Y ella volverá andando a casa, meditando y soñadora, sola, siempre sola, pues el niño es un torbellino, egoísta, sin dulzura y sin paciencia, y no puede, como puro animal, como el perro y el gato, servir de confidente a los dolores solitarios.



jueves, 11 de mayo de 2017

EL CHEF (Rodrigo Rey Rosa)


Durante tres años vivió debajo del Manhattan Bridge, en una covacha al borde del terraplén sobre el río, y solía pasar buena parte de sus noches mirando por un ventanuco la telaraña de luces del vasto y ruidoso puente tendido sobre el East River, los faros de los automóviles que iban y venían. Cuando estaba decaído o perezoso, se alimentaba con los desperdicios de comida que encontraba en los basureros de los restaurantes de Chinatown y Little Italy, por donde deambulaba por las tardes y al amanecer. Cuando se sentía más emprendedor, atrapaba mirlos o una especie de codorniz que a veces, durante el invierno, venían a refugiarse en los parques de la ciudad. Los mirlos eran fáciles de atrapar, con cebo de miga y cuerda de pescar. También los cazaba con una cerbatana de aluminio, que él mismo fabricó con los restos de una vieja antena de televisión, armada de dardos hechos con agujas hipodérmicas, las que solía cargar con pequeñas dosis de veneno o sedantes obtenidos en los vertederos del Beth Israel o el Bellevue, los grandes hospitales. Las codornices requerían más paciencia e ingenio. Para ellas construía trampas con cajas de plástico, elásticos usados y varillas de madera o de metal. Sea como fuere, si tenía un poco de suerte, volvía a su covacha bajo el puente con sus presas y hacía una pequeña fogata para cocinar.

Le llamaban el Chef porque sabía preparar varias salsas, y era enormemente popular por los pequeños banquetes que celebraba. Entre sus visitantes se encontraban las chicas vagabundas más atractivas, y uno que otro chico, dispuestos a todo por un buen manjar.

Celoso porque su compañera iba a cenar con el Chef muy a menudo, un malhumorado vagabundo a quien llamaban Kentucky Matt, le partió el cráneo al Chef con un madero una mañana mientras dormía. (Dormía cobijado con cartones, porque era pleno invierno, y parece que, para ahogar los ruidos del tránsito del puente, se había acostado con su walkman y escuchaba, cuando fue muerto, una fuga de Bach.)

La chica denunció el crimen, pero Kentucky Matt no fue capturado. Huyó de la ciudad -dicen- como polizón en un vagón de ferrocarril.

martes, 9 de mayo de 2017

CONSEJOS PARA AHORRAR MUNICIÓN DURANTE EL APOCALIPSIS (Sebastián Beringheli)


Los parámetros de la misión eran claros: defender nuestra posición. Y lo hicimos, a costa de docenas de hombres, de todos, en realidad, salvo dos.

Mi compañero y yo retrocedimos hasta la abertura de una cueva olvidada, estableciendo un improvisado cuello de botella. La oscuridad a nuestras espaldas nos parecía encantadora comparada con la negra desolación que se extendía ante nosotros. Así esperamos a que los muertos se reagruparan.

Y entonces llegaron: cientos, miles; una inconcebible marea de cadáveres ambulantes.

Le alcancé a mi compañero la única arma de fuego que nos quedaba. Por suerte, las balas no eran un problema.

—¿Munición? —le pregunté.

—Sí, dos —respondió mi compañero.

Le alcancé dos cajas de 9 mm.

Mi compañero sacudió la cabeza, sin dejar de observar a los muertos que se aproximaban.

—Solo dos —insistió, mientras cargaba el arma con dos relucientes proyectiles.

lunes, 8 de mayo de 2017

ECOSISTEMA (José María Merino)


El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espián­dola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora ­vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros­. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje ­al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, me ha parecido ver la figura de un mamut.


domingo, 7 de mayo de 2017

ASNOS ESTÚPIDOS (Isaac Asimov)


Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos.
Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado.
La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo.
Sin embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-.¡Gran señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy deprisa.
Apenas pasa un año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron-. Lo conozco. -Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord.
Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la madurez tan rápidamente. No será una equivocación, espero.
- De ningún modo, señor - respondió el mensajero.
- Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ése es el requisito. -Naron soltaba una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los Observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen ni siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Sí, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable como nadie en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos!- murmuró.

sábado, 6 de mayo de 2017

EL HOMBRE QUE CONTABA HISTORIAS (Oscar Wilde)


Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores de allí, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.

-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.

-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.

Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Pero al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, al llegar cerca del bosque vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo, como los otros días le preguntaron:

-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

-No he visto nada.


viernes, 5 de mayo de 2017

LO MALO ATRAE, PERO LO BUENO PERDURA (León Tolstói)



Hace mucho tiempo vivía un hombre bondadoso. Tenía bienes en abundancia y muchos esclavos que le servían. Y ellos se enorgullecían de su amo diciendo:

"No hay mejor amo que el nuestro bajo el sol. Él nos alimenta y nos viste, nos da trabajo según nuestras fuerzas. No obra con malicia y nunca nos dice una palabra dura. No es como otros amos, quienes tratan a sus esclavos peor que al ganado: los castigan si se lo merecen o no, y nunca les dan una palabra amable. Él desea nuestro bien y nos habla amablemente. No podríamos desear una vida mejor."

De esta manera los esclavos elogiaban a su amo, y el Diablo, sabiendo esto, estaba disgustado de que los esclavos vivieran en tanta armonía con su amo. El Diablo se apoderó de uno de ellos, un esclavo llamado Aleb, y le ordenó que sedujera a sus compañeros. Un día, cuando todos estaban sentados juntos descansando y conversando sobre la bondad de su amo, Aleb levantó la voz y dijo:

"Es inútil que elogien tanto las bondades de nuestro amo. El Diablo mismo sería bueno con nosotros, si hiciéramos lo que él quiere. Nosotros servimos bien a nuestro amo y lo complacemos en todo. Tan pronto como él piensa en algo, nosotros lo hacemos: nos adelantamos a sus deseos. ¿Cómo puede tratarnos mal? Probemos cómo sería si, en lugar de complacerlo, le hiciéramos algún daño. Él actuará como cualquier otro y nos devolverá daño con daño, como el peor de los amos haría".

Los otros esclavos comenzaron a discutir lo que Aleb había dicho y al final hicieron una apuesta. Aleb debía hacer enojar al amo. Si él fracasaba perdería su traje de fiesta; pero si tenía éxito, los otros esclavos le darían a Aleb los suyos. Además, él prometió defenderlos contra el amo y liberarlos si eran encadenados o enviados a prisión. Habiendo arreglado la apuesta, Aleb estuvo de acuerdo en hacer enojar al amo la mañana siguiente.

Aleb era quien se encargaba de cuidar al ganado, y tenía a su cargo una cantidad de valiosos carneros de raza, de quieres el amo estaba muy orgulloso. A la mañana siguiente, cuando el amo trajo algunos visitantes al recinto de los animales para mostrarles un valioso carnero, Aleb guiñó un ojo a sus compañeros y les dijo:

"Miren ahora cómo haré para enfurecerlo."

Todos los esclavos se reunieron, mirando algunos por la puerta y otros por sobre la cerca, mientras el Diablo se trepaba a un árbol cercano para mirar cómo hacía su sirviente el trabajo. El amo caminó en el recinto, mostrando a sus invitados las ovejas y los corderos, pero deseando poder mostrarles su más fino cordero.

"Todos los corderos son valiosos", dijo, "pero tengo uno con los cuernos torcidos, que es inapreciable. Lo estimo como si fuera la luz de mis ojos."

Asustado por los extraños, el carnero corría en el recinto, por lo tanto los visitantes no podían ver con claridad al cordero. Tan pronto como se paraba, Aleb asustaba a las demás ovejas como por accidente, y ellas comenzaban a mezclarse nuevamente. Los visitantes no podían saber cuál era el animal preferido. Al final el amo se sintió cansado de todo eso.

"Aleb, querido amigo," dijo, por favor agarra nuestro mejor carnero para mí, el único con los cuernos torcidos. Agárralo cuidadosamente y sostenlo quieto por un momento."

Apenas el amo había dicho eso, cuando Aleb se precipitó entre las ovejas como un león, y agarró al valioso carnero. Lo tomó por la lana, y luego lo agarró por la pata trasera izquierda, y ante los ojos de su amo se la torció bruscamente hasta que un ruido seco sonó. Había roto la pata del carnero por debajo de la rodilla. Entonces Aleb lo tomó por la pata trasera derecha, mientras el animal balaba. Los visitantes y los esclavos exclamaron un grito, y el Diablo, sentado en el árbol, se regocijaba de lo bien que Aleb había realizado la tarea. El amo se puso más negro que el trueno, frunció el ceño, agachó la cabeza, y no dijo una sola palabra. Los visitantes y los esclavos estaban en silencio también, esperando a ver qué sucedería después. Luego de un rato de silencio, el amo se estremeció como si se sacudiera algo de encima. Entonces levantó su cabeza y elevó su vista al cielo, permaneciendo así durante un instante. Las arrugas de su rostro desaparecieron, y con una sonrisa miró a Aleb y le dijo:

"¡Oh, Aleb, Aleb! Tu amo te ordenó que me hicieras enojar; pero mi amo es más fuerte que el tuyo. Yo no estoy enojado contigo, pero haré algo para enojar a tu amo. Tú temes que te castigaré, y has estado deseando por tu libertad. Debes saber, Aleb, que no te castigaré; pero como tú deseas ser libre, aquí frente a mis invitados, yo te otorgo tu libertad. Ve donde desees, y lleva contigo tu traje de fiesta."

Y el buen amo regresó a la casa junto a sus invitados; pero el Diablo, rechinando sus dientes, cayó del árbol y se hundió en la tierra.

miércoles, 3 de mayo de 2017

LA LIEBRE (Patricia Suárez)


Ocurrió cierta vez en la antigua Irlanda, una Navidad en la que nevó copiosamente. Un muchacho estaba aburridísimo y comenzó a limpiar su escopeta para salir a cazar. Al padre no le pareció una buena idea; es más, le pareció una idea malísima. No se salía a cazar un día tan especial como es el día de Navidad. Pero al joven se le metió entre ceja y ceja que saldría a cazar y así lo hizo. No le importó nada del día consagrado al Señor ni que su padre se quedara solo. Su hijo tenía un corazón de piedra para muchas cosas y no era piadoso con su padre. No es que no lo quisiera, sino que no le prestaba demasiada atención. El padre se arrodilló y rezó, muy enojado. Pidió a Dios que le quitara el enojo para con su hijo. Sin embargo, la ira era más fuerte que el deseo de no sentirla. A borbotones, el padre escupió estas palabras:

-¡Ah, mal hijo! Por esta ofensa y por su terquedad, ¡se merece no volver vivo!

Al hijo le tuvo sin cuidado la maldición de su padre y juntó a dos de sus amigos que estaban aburridos también en ese día. Caminaron y se internaron muy profundo en el bosque, desde donde podía verse la colina con su manto de nieve. Estuvieron allí por horas, y ya sentían que estaban congelándose los pies. Por eso, uno de los amigos pidió al muchacho de esta historia que por favor regresaran.

El muchacho miró a su amigo con desprecio. ¿Regresar? ¿Qué cosa era eso? A él no lo acobardaba un poco de nieve ni de frío. Si querían podían irse ellos. Pero justo cuando estaba diciendo esto, vieron sobre la colina una liebre gigantesca.

-¡Vamos a perseguirla! –gritó el muchacho.

Y los tres corrieron hacia allá. Sucedió entonces que cuando llegaron a lo alto de la colina, agitados y estremecidos por el frío, no encontraron ninguna liebre. Ni siquiera su rastro que les indicara hacia dónde podría haber escapado. Para los amigos esto fue demasiado, no querían ellos que el frío y la oscuridad los venciera, así que decidieron volver a sus casas. El muchacho, sin embargo, estaba empecinado en atrapar la liebre.

-¡Vayanse! ¡Ya no quiero verlos! –les gritó.

Aquella fue la última vez que se supo algo del muchacho.

Nadie jamás volvió a verlo.

El muchacho de esta historia tenía una novia en el pueblo. Algunos dicen que su nombre era Bridget y estaba prometida para casarse con él. La chica lo lloró amargamente, porque amaba a su prometido. Muchos meses después, cuando ya se resignaba a la crueldad de la pérdida, comenzó a oír, a medianoche, golpes a su ventana. Una voz temblorosa la llamaba por su nombre. Durante muchas noches ella se negó a averiguar quién la llamaba al otro lado. Sabía que era un fantasma y tal vez debía escucharlo. En vano, ella esperaba que el fantasma desapareciera y dejara de acosarla con su lamento. Al fin, un día Bridget juntó valor y se acercó a la ventana. Al otro lado de la ventana, azulino y tembloroso, estaba el muchacho que en vida había sido su novio.

¿Qué quieres de mí? –preguntó.

-Soy tu prometido –explicó-. Te quise tanto en vida, que me veo obligado a volver.

- Tus amigos, tu padre y una partida de los hombres del pueblo salieron a buscarte apenas desapareciste. Cayó una gran nevada sobre nuestra aldea. Encontraron tu cuerpo muerto. Después, mientras rezábamos por ti y el ataúd se hundía para siempre en la tierra, una liebre enorme apareció de repente sobre una piedra... Y uno de tus amigos gritó: “¡Es la maldita liebre que lo llevó a la muerte!” y disparó contra ella. Pero la liebre escapó, y aunque otro de tus amigos corrió tan rápido como pudo detrás de ella no logró cazarla... El sacerdote dijo que de seguro era una carnada del demonio para atrapar almas débiles... ¿Qué es lo que te apena?

-¿Qué es lo que te apena?

- Me apena alguna vez haber sentido ganas de cazar aquella liebre –contestó el muchacho – y haber hecho enojar a mi padre. Dejé ropa nueva, sin usar, y ahora mis amigos se pelean por mi ropa y mi calzado. Diles que no deben usarlos, sino darlos en caridad...

La chica dijo que el padre ya había perdonado al muchacho y que ella transmitiría ese mensaje a los amigos y rezarían por él. Una vez hecha la promesa, el fantasma del muchacho se desvaneció en el aire y ya nunca más volvió a molestarla.

martes, 2 de mayo de 2017

EL CASO DE LADY SANNOX (Arthur Conan Doyle)


Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.

Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra. La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con empaque y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero. Había nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida, mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en la zona del sur de Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su energía, de su audacia y de su plena seguridad en sí mismo?

Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no era el único que existía para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban. Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido, parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo había cumplido los treinta y seis.

Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos, muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella primera afición suya se le había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus orquídeas y crisantemos.

Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por completo de sensibilidad, o si carecía lamentablemente de energía. ¿Estaba, acaso, enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de pábulo a las conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían los hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le había visto domar un caballo en sus tiempos de universidad, y su manera de hacerlo le había dejado una impresión duradera.

Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraba aquellas cosas. Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del cirujano. Ninguno de los dos realizó la menor tentativa para ocultar sus relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió.

Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaha reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese mismo día una operación de la que sólo podían citarse dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas las esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico.

Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y eran ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba.

-Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo -dijo el ayuda de cámara.

-¿Se trata del mismo paciente?

-No, señor, creo que desea que salga usted con él.

-Es demasiado tarde, exclamó Douglas Stone con irritación-. No iré.

-Ésta es la tarjeta del que espera, señor.

El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer ministro había regalado a su amo.

-¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.

-Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un estado espantoso.

-¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo recibiré. Hágalo pasar, Pim.

Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada, adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y en la otra, una pequeña bolsa de gamuza.

-Buenas noches -dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta-. ¿Habla usted inglés, verdad?

-Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.

-Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.

-En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.

-Puedo hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide visitar a su esposa.

La respuesta del turco fue por demás original.

Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre la mesa, diciendo:

-Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a la puerta un carruaje.

Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría.

-¿De qué enfermedad se trata?-preguntó.

-¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez de los puñales de los almohades?

-Nunca.

-Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos que me quedaban está uno de esos puñalesde que le hablo.

-Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita -dijo el cirujano, con algo de irritación-. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.

-Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior con ese maldito puñal de los almohades.

-Comprendo -dijo Douglas Stone poniéndose de pie-. Lo que usted quiere es que le cure la herida.

-No, no; porque es algo peor que eso.

-¿De qué se trata, pues?

-De que esos puñales están envenenados.

-¡Envenenados!

-Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno se trata y con qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han dado mucho trabajo.

-¿Cuáles son los síntomas?

-Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.

-Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una suma tan crecida de honorarios?

-Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el bisturí.

-¿De qué manera?

-El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.

-Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.

-No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. El veneno es demasiado sutil y demasiado mortífero.

-Habrá que extirpar el órgano herido.

-Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi esposa. ¡Es horrible!

Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un lado como cosa sin importancia las débiles objeciones del marido, diciendo con brusquedad:

-Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una vida.

-Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la operación.

Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán:

-Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría temperatura de la noche.

El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:

-Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin embargo, quisiera que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido en el bolsillo.

-Es cloroformo.

-También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos emplear semejantes productos.

-¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico?

-¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora.

Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol, se apagó de golpe. El ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino.

-¿Está lejos?-preguntó Douglas Stone.

-¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.

El cirujano oprimió el resorte de su reloj de repetición y escuchó los golpecitos que le anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía la danza de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie.

El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero:

-Espere usted.

Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada característico: ni una tienda, ni movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por los arroyos para precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil llama con su mano asarmentada.

-¿Sigue todo bien?-jadeó el mercader.

-La señora está tal como usted la dejó.

-¿No habló?

-No, duerme profundamente.

El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo, mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo, ni esterilla, ni percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera.No había alfombra.

El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles, incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña sostenida por una horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo turco, con el yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior.

-Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales pensamos acerca de las mujeres -dijo el turco.

Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y dijo:

-No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se desarrollen los síntomas locales.

-¡Oh señor, señor! -dijo el mercader-. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida.

-Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar -dijo Douglas Stone.

-¡Basta ya! -exclamó irritado el turco-. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde.

Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer fallecía, la posición de Douglas delante del juez de investigación podía resultar embarazosa.

-De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este veneno -le preguntó.

-Lo sé.

-Y me asegura que la operación es indispensable.

-Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí.

-La cara quedará desfigurada espantosamente.

-Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado.

Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal. Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran todo iris, distinguiéndose apenas la pupila.

-Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.

-Sí, ha sido bastante buena.

El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que le temblaban los labios.

-Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia -dijo el cirujano.

-¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?

Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su fórceps. La habitación giraba a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz. Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa. Como si estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente.

-La verdad es -dijo por fin -que esta operación era verdaderamente indispensable para Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.

Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:

-Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello.

Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:

-Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.

Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación.

La anciana esperaba afuera.

-Atienda a su señora cuando se despierte -le dijo lord Sannox.

Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo:

-Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación.

-Muy bien, señor.

-Después llevarás a lady Sannox a casa.

-¿Y a usted, señor?

-Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.