Elige un relato al azar

Ver una entrada al azar

viernes, 30 de junio de 2017

INSTRUCCIÓN 6 (Leila Guerriero)


Pase un buen rato en el supermercado. Esfuércese. No siempre hace las compras, así que aplíquese con entusiasmo. Mire la lista que han confeccionado juntos: harina, huevos, café. Cuando no encuentre lo que busca —eso que en la lista figura con todo detalle: marca, cantidad— pregúntese: “¿Qué hubiera comprado ella?”. Escoja en consecuencia. Después de un rato, chequee si falta algo y diríjase a la caja. Pague. Camine hasta su casa con brío, las bolsas colgando de los brazos potentes. Siéntase como un cazador-recolector que regresa a la cueva con la presa al hombro. Al llegar, anuncie: “¡Llegué!”. Vea cómo ella se acerca caminando por el pasillo, con esa actitud que tiene en los últimos tiempos, como si se sintiera molesta, incordiada por algo que usted no alcanza a saber qué es. Deje las bolsas sobre la mesa y empiece a sacar la mercadería. Diga: “Acá está el té, la harina”. Escuche cómo ella dice: “Esa no es la harina que te pedí”. Diga: “No había, pero traje esta que parecía igual”. Escuche cómo ella dice: “No es igual. Es más gruesa”. Sienta, dentro suyo, un cosquilleo en el que se mezclan la tristeza y la ira. Diga: “Bueno, la cambio”. Escuche que ella dice: “No vas a ir sólo para cambiar un paquete de harina. En algo la usaremos”. No responda. Vea cómo ella tiene en el rostro esa expresión que a usted le produce miedo y alarma: un gesto rígido de reprobación muda, como si todo su ser estuviera diciendo: “No se puede confiar en vos, no hacés nada bien”. Recuerde cómo, hasta hace poco, usted era su héroe: cómo ella tenía fe en que usted podía arreglarlo todo: un caño roto, la falta de dinero, incluso el clima. Diga: “Traje arándanos”. Escuche cómo ella, ya de espaldas, yéndose por el pasillo, dice: “Bueno. A vos te gustan”. Pregúntese cómo, por qué, en qué momento empezó a ser, para ella, un perfecto imbécil.


jueves, 29 de junio de 2017

EL SEÑOR BISCAIA (António Lobo Antunes)



Si no fuese por el señor Biscaia, aún hoy estaría en el mismo sitio en el mostrador de la perfumería. Fue él quien me pagó el arreglo de los dientes, me hizo enderezar esta cosa en la nariz y me puso al frente de la boutique para tener una vida decente: ¿cómo podía ser ingrata, cómo podían ser ingratos mis padres? Para colmo el piso a mi nombre, amueblado, y por no ser ingrata tengo la foto de él en la sala, en el estante de la enciclopedia, junto al bar con las botellas de licorcito de naranja, que el estómago del señor Biscaia es sensible y, de vez en cuando, viene aquí a conversar, a darme unos consejos, opiniones de un amigo que tiene más experiencia de la vida que yo, que siempre fui una ingenua con los ojos tapados y cualquier persona me engaña.

El señor Biscaia pasa por la boutique de tiempo en tiempo, comprueba las cuentas, me ayuda, cuando es necesario discute con los abastecedores y equilibra el presupuesto. Que discute es una forma de decir, porque el señor Biscaia no discute, propone, y si el señor Biscaia propone las personas no vacilan en aceptar. Tiene una forma de resolver los asuntos sin levantar la voz que deja sin palabras a todo el mundo. Y cuando se marcha se mantiene un silencio de respeto que dura toda la tarde. Su esposa, pobre, padece de un problema en la columna, nunca lo acompaña. Me informaron de que es una mujer hija de gente rica, y al principio fue ella quien ayudó al señor Biscaia a poner los negocios sobre ruedas. Por consideración a la enferma, el señor Biscaia no se quita la alianza ni ha pasado, en los cinco años que esto dura, una noche conmigo. Vuelve a su casa después de cenar y soy yo quien le hace el nudo de la corbata porque tengo mano para esas cosas y para él el nudo de la corbata es un enigma una vez bebida la quinta copita de licor de naranja. El señor Biscaia se levanta del sofá, informa

-Me voy al patíbulo

lo ayudo a llegar hasta el ascensor y me quedo junto a la ventana viendo cómo el coche se sube a las aceras hasta que llega a la esquina. Supongo que después de la esquina se mantiene más o menos: que yo recuerde, nunca he visto al señor Biscaia con un codo escayolado. Camino del patíbulo me deja en el cenicero media docena de billetes por cualquier imprevisto, que el día de mañana no se sabe lo que puede pasar, mis padres se dedican a envejecer y las farmacias y las consultas cuestan un ojo de la cara. Con la jubilación que reciben soy yo la que lleva el timón de la casa y el señor Biscaia, sensible y atento a los problemas de los demás, pone remedio a la cuestión.

A pesar de la gratitud que le debo no soy capaz de tratarlo de Artur: me he habituado a llamarlo señor Biscaia y no sirve de nada insistir porque de Biscaia no salgo. Opina que le crea dificultades que yo le diga

-Señor Biscaia

en los momentos en que estamos, por decirlo de alguna manera, más próximos, unas veces él en el sillón y yo en el brazo del sillón, otras en la cama de estilo llena de adornos que menudo trabajo da limpiar: cosas torcidas, roscas, conchas de cedro, cornucopias, una botella entera de aceite para dejarlo todo en condiciones, el señor Biscaia

-No me trates de señor Biscaia que no me empino

y yo intento suspirar

-Artur

pero no me sale, o sea sí consigo el suspiro y sin embargo el

-Artur

se atasca, para mí el señor Biscaia no tiene cara de Artur, tiene cara de señor Biscaia, la autoridad, las facciones, las hebras de pelo estiradas una a una de una oreja a la otra y que con el esfuerzo se sueltan, la dentadura que él acomoda con la lengua pidiendo

-Espera

o con el pulgar si la lengua no llega y las muelas de arriba del señor Biscaia mezcladas con las de abajo, al cabo de media hora de lencería y trabajo el señor Biscaia se empina un poco que siempre es mejor que nada, yo casi entre aplausos

-Qué hombre

y la reacción desaparece, debe de haber comprimidos para bajones así y sin embargo está claro que no voy a ofender al señor Biscaia hablando de pastilla, me cambio de peinado, me pongo unos pendientes largos, me rocío con agua de colonia española y el señor Biscaia, enfadado consigo mismo

-Qué disgusto

el señor Biscaia derrotado

-Tráeme una copita de licor

con la esperanza de que el licor lo ayude y no lo ayuda, dicen que el marisco es infalible en casos de imposibilidad y yo venga con platitos de gambas, percebes, el señor Biscaia irritándose

-Sácame eso de aquí

y cuando me voy para cambiarme el sostén lo encuentro panza arriba en la cama de estilo mirando el techo con odio a pesar de las gafas en la mesilla de noche. Cuando el señor Biscaia se quita las gafas se queda más desnudo que vestido, parece otra persona, y entonces lo distingo por la cicatriz de la mejilla, el señor Biscaia

-Es inútil que insistas

de manera que me quedo allí haciéndole compañía y sintiendo los hervores de su decepción y de su vergüenza. Con un esfuerzo que sólo Dios sabe lo que me cuesta logro un

-Artur

penoso con una última esperanza y el señor Biscaia, siempre tan educado, suelta un

-Artur y una mierda

que debe de oírse en la Junta de Distrito a tres calles de distancia. No me lo tomo a mal: si no fuese por el señor Biscaia, aún hoy estaría en el mismo sitio en el mostrador de la perfumería y esas atenciones cuentan. Mis padres me enseñaron a ser agradecida y lo soy, le doy valor a quien se interesa por mí. Mi madre no para de advertirme

-No pierdas a Biscaia

(en la hora de los consejos se le olvida el señor)

añade después de reflexionar

-Si pierdes a Biscaia estamos fritos

y tiene razón, porque no hay muchas personas con la bondad de él. Tiene su carácter, quién no tiene su carácter, de vez en cuando unos gritos, unos celos, unas miradas de reojo a todo hombre que pasa, un empleado suyo pendiente a ver con quién converso y diciéndome por la comisura de los labios.

-Debes ser fiel a Biscaia

yo que siempre fui fiel al señor Biscaia, Dios me libre de meter aquí en casa a un idiota cualquiera que se empina pero con los bolsillos vacíos, yo no ofendo a quien me ayuda, sé poner a las personas en el lugar que se merecen, y sé cuál es mi lugar, conmigo el señor Biscaia puede dormir en paz. El otro día me aseguró que si se muere su esposa nos casamos. Cuando se lo conté a mi madre casi se desmaya de la alegría. Para el año que viene, el señor Biscaia prometió que les regalaría un pisito en condiciones, por aquí cerca, dado que mi madre me ayuda en la cocina y a planchar la ropa y al señor Biscaia le gustan las casas limpias. Mi problema es si él se enferma o algo por el estilo, un virus en el hígado, un ataque. Lo mejor, en mi opinión, es no pensar en eso y hacerme a la idea de que el señor Biscaia es eterno. Por ese lado estoy tranquila: mi madre conoce a una vieja con poderes y la vieja le ha dicho que una tarde de éstas, cuando menos se lo espere, seguro que el señor Biscaia se empina.



miércoles, 28 de junio de 2017

LA CASA DE LA AGONÍA (Luigi Pirandello)




Al entrar, el visitante dijo su nombre pero la vieja sirvienta que había abierto la puerta, o no había entendido o lo había olvidado. Por esa razón, desde hacía ya tres cuartos de hora él era, para toda aquella casa silenciosa, alguien sin nombre, "un señor que espera allí". "Allí" significaba en el salón.

En la casa, aparte de la negra -que con seguridad había regresado enseguida a la cocina-, no había nadie. El silencio era tal que el tic-tac lento de un antiguo reloj de péndulo, ubicado tal vez en el comedor, se oía pronunciadamente en el resto de las habitaciones, como si fuera el latido del corazón de la casa. Los muebles de cada uno de los cuartos, incluso de los más alejados, gastados pero en buen estado, con algo de rídiculo debido a sus diseños ya pasados de moda, daban la sensación de escuchar el tic-tac del reloj de péndulo, seguros de que nada nunca ocurriría en esa casa y que ellos permanecerían por siempre así, inútiles, admirándose o apiadándose mutuamente; o mejor todavía, pasarían su tiempo dormitando. Los muebles también tienen almas, especialmente los viejos; aquéllas provienen de los recuerdos de la casa donde han estado por tanto tiempo. Para corroborar dicha existencia, basta con que un mueble nuevo sea introducido entre ellos. Un mueble nuevo aún no posee alma, pero por el hecho mismo de haber sido elegido y comprado, tiene ya un imperioso deseo de poseerla. En esa situación, se puede observar cómo inmediatamente los viejos muebles lo miran mal: lo consideran una especie de intruso pretencioso, todavía ignorante e incapaz de decir algo, lleno de quién sabe qué tipo de ilusiones. Los otros, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna ilusión, por eso están tan tristes: saben que con el tiempo los recuerdos comienzan a desvanecerse y con ellos se va el alma, que poco a poco ira debilitándose. Una vez cumplido esto, permanecen allí, descoloridos si son de tela, oscurecidos si son de madera, absolutamente callados también ellos. Si se da el caso, desgraciado, que algún recuerdo desagradable persista, corren el riesgo de terminar en la basura. Ese viejo sillón que está allí, por ejemplo, experimenta un auténtico tormento al ver el polvo que producen las polillas y que se acumula en una infinidad de montoncitos sobre la tabla de la mesita que está delante de él, y a la que aprecia mucho. Él es consciente de ser muy pesado, sabe de la debilidad de sus patas, especialmente de las traseras; tiene temor de ser agarrado por detrás -ojala esto no suceda nunca-, arrastrado y desplazado; con esa mesita delante se siente más seguro, al reparo. No querría que las polillas, afeándolo con todos esos groseros montoncitos de polvo sobre la tabla, terminaran provocando su transporte hasta el altillo.

Todas estas consideraciones y observaciones eran realizadas por el anónimo visitante olvidado en el salón. Casi absorbido por el silencio de la casa, habiendo ya perdido su nombre, daba la impresión de haber perdido también su condición de persona, convirtiéndose en uno de esos muebles en los que tanto había pensado, atento escuchar el tic-tac lento del reloj de péndulo que sonaba pronunciadamente, llegando hasta el salón a través de una puerta semiabierta.


De cuerpo pequeño, el visitante casi desaparecía en el gran sillón oscuro de terciopelo violeta sobre el cual se había sentado. Desaparecía, también, bajo las ropas que llevaba. Los bracitos, las manitas casi había que buscarlas bajo las mangas y los pantalones. Era sólo una cabeza calva, dos ojos estirados y dos bigotitos de ratón.

Evidentemente, el dueño de casa había olvidado la invitación de encontrarse que le había hecho. Más de una vez desde que había llegado, el hombrecito se preguntaba si era todavía su derecho permanecer allí sentado, esperándolo, traspasado ya todo límite de tolerancia respecto a la hora acordada. Pero él ya no esperaba al dueño de casa. Más aún, si éste hubiera aparecido, el hombrecito habría experimentado una sensación desagradable. Allí, tendiendo a confundirse con el sillón donde estaba sentado, con sus ojos estirados fijos y una angustia que crecía a cada instante, el visitante esperaba otra cosa, mucho más terrible: un grito que viniera desde la calle, y que le anunciara la muerte de alguien, de un transeúnte cualquiera que pasara por debajo de la ventana de aquel salón de un quinto piso; la muerte de uno de los muchos que caminaban por la calle en ese momento -hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños- produciendo ese murmullo confuso que llegaba a sus oídos. Y todo esto porque un gran gato pardo había entrado al salón sin notar su presencia, pasando por el espacio vacío que dejaba la puerta semicerrada, y de un salto se había subido al alféizar de la ventana abierta.

De todos los animales, el gato es el que menos ruidos hace; no podía faltar en una casa como ésta, llena de silencio.
Contra el rectángulo azulado de la ventana se recortaba un vaso con geranios rojos. El azul, antes vívido y ardiente, poco a poco había declinado hacia un violeta, como si la noche -que tardaba en llegar- hubiera echado un soplo de sombras sobre él. Las gaviotas que daban vueltas en bandadas, parecían haber enloquecido a causa de aquella última luz del día y cada tanto lanzaban agudísimos chillidos y se lanzaban violentamente contra la ventana como si quisieran entrar al salón; pero enseguida, ni bien apoyaban sus patas en el alféizar, volvían a levantar vuelo. Pero no todas. Primero una, luego otra, cada tanto, se metían debajo del alféizar. No se llegaba a entender cómo ni tampoco por qué.

Por curiosidad, antes de que el gato entrase, él se había acercado a la ventana, había corrido apenas un poco el vaso de geranios y se había asomado, tratando de encontrar una explicación. Y la había encontrado: un pareja de gaviotas había hecho su nido justo debajo del alféizar de aquella ventana.

Ahora bien, lo terrible de la situación era que nadie de los que continuamente pasaban por la calle, absortos en sus cuestiones y sus tareas, podía ponerse a pensar en un nido que colgaba debajo del alféizar de una ventana de un quinto piso de una de las tantas casas que había en esa calle; ni tampoco en un vaso de geranios rojos puesto sobre ese alféizar, ni mucho menos en un gato que intentaba cazar a las dos gaviotas del nido. Y menos todavía podía pensar en la gente que iba y venía por la calle debajo de la ventana el gato, que ahora, agazapado detrás del vaso, movía apenas la cabeza, siguiendo con los ojos perdidos en el cielo el vuelo de aquellas bandadas de gaviotas que, pasando por frente a la ventana, chillaban ebrias de aire y de luz. Al paso de cada bandada, agitaba apenas la punta de la cola que le colgaba, listo para atrapar con las uñas a la primera gaviota que intentara meterse en el nido.

Él, y solamente él, sabía que ese vaso rojo con geranios, al ser golpeado por el gato, se precipitaría hacia la calle y terminaría su caída en la cabeza de alguien. El vaso ya se había corrido de lugar dos veces debido a los movimientos impacientes del gato; ya estaba casi sobre el borde del alféizar. El hombre respiraba con dificultad y tenía la cabeza cubierta de gotas de sudor como perlas. Le resultaba tan insoportable la ansiedad de aquella espera que hasta llegó a pensar -diabólicamente- ir él mismo, en silencio y agachado, con un dedo extendido, hasta la ventana, y darle el último empujón al vaso, sin esperar a que lo hiciera el gato. Por lo demás, el siguiente golpe, por más leve que fuera, consumaría el hecho. No había nada por hacer.

Al haber sido reducido por el silencio de la casa, él ya no era nadie. Era el silencio mismo, medido por el tic-tac del reloj de péndulo. Él era esos muebles, testigos mudos e impasibles de la desgracia que estaba a punto de suceder allá abajo, en la calle, y de la cual ellos aquí arriba no se habrían enterado jamás. Sólo él la conocía, y de casualidad. Hacía ya un buen rato que no debía estar ahí. Podía hacer de cuenta, entonces, que en el salón no había nadie, y que el sillón al cual estaba como atado por la fascinación de la fatalidad que pendía -allí, en el borde del alféizar- sobre la cabeza de un completo desconocido, se encontraba desocupado. Era inútil que él modificara esa fatalidad: la combinación natural del gato con el vaso de los geranios rojos y el nido de las gaviotas. El vaso estaba allí, precisamente, para ser expuesto en la ventana. Si él lo hubiera movido para impedir la desgracia, habría cumplido su objetivo sólo por hoy; mañana, la vieja sirvienta negra habría colocado nuevamente el vaso sobre el alféizar: justamente porque el alféizar era el lugar de ese vaso. Y el gato, espantado hoy, volvería también mañana a sus intentos de atrapar a alguna de aquellas gaviotas.
Era inevitable.

El vaso había sido empujado todavía un poco más allá: ya estaba casi un dedo por fuera del borde del alféizar.

Él no pudo soportarlo más y huyó. Bajando por la escalera tuvo una idea fugaz: llegaría a la salida justo a tiempo para recibir sobre su cabeza el vaso de geranios que precisamente en ese momento comenzaba a caer desde la ventana.



martes, 27 de junio de 2017

TODO ES CINE (Manuel Vicent)



La goleta estaba fondeada en aguas de Denia y durante el descanso del rodaje Bette Davis, vestida de Catalina la Grande de Rusia, se paseaba entre las redes de los pescadores por la explanada del puerto devorando un bocadillo de carne de gato. En el año 1958 se rodó la película John Paul Jones en esa costa del Mediterráneo, dirigida por John Farrow, y en ella muchos extras del pueblo se codearon con otros actores de fama, Robert Stack, Marisa Pavan, Jean-Pierre Aumont, pero entre tantas estrellas Bette Davis era la diva que tenía la nariz más alzada. Un paisano de Denia se había hecho con la intendencia de aquella tropa. Preparar tres comidas diarias para medio centenar de técnicos y artistas caprichosos no era tarea fácil en un tiempo en que el espectro del hambre de posguerra acababa de abandonar las despensas.

Bette Davis era una carnívora militante. En el rodaje se la veía dura y majestuosa bajo el ropaje de Catalina la Grande en la popa de la goleta y esa misma crueldad de zarina, fuera de la escena, la ejercía también con aquel paisano encargado del avituallamiento, que no lograba servirle la calidad de carne que ella exigía. Las carnicerías estaban mal abastecidas y tampoco había ganado para sacrificar con las propias manos. El problema se fue agravando a medida que la cólera de Catalina la Grande aumentaba y la carne disminuía. Llegado el punto crítico Bette Davis amenazó al productor Samuel Broston con dejar el rodaje si no despedía a un tipo como aquél, incapaz de suministrarle carne de primera.

Ante la inminente pérdida del negocio este hombre pidió ayuda a un amigo en la barra de un bar, quien encontró el remedio de fortuna para dar gusto a la zarina. Esa misma noche los dos se fueron de caza por los pueblos de alrededor y lograron capturar un par de docenas de gatos. Como la carne de gato macerada presenta un color rojo demasiado impúdico la aderezó con una salsa de tomate para enmascararla y al día siguiente ofreció este plato a la diva con todos los honores. Esperó el veredicto con el ánimo suspendido. Después del primer bocado Bette Davis lanzó un grito de entusiasmo. Más, quería más. Era una carne magnífica. Con lo cual no quedó un minino en todo el contorno. He aquí un dato para cinéfilos. En 1958 Bette Davis se comió ella sola en Denia lo menos 20 gatos y a eso debió tal vez su carácter. ¿No se da esta noche en Hollywood un Oscar al mejor catering?




lunes, 26 de junio de 2017

LA CONFESIÓN (Dino Buzzati)



La señora Laurapaola se hallaba indispuesta en la cama, algo sin importancia, cuestión de tres o cuatro días, había dicho el médico. Hacía tiempo que sufría estos molestos achaques, pero sus familiares no se lo tomaban muy en serio sosteniendo que era una maniática, e incluso el médico decía que no había motivos para preocuparse.

Por la tarde, mientras estaba medio adormilada, la doncella le anunció al padre Quarzo, del vecino convento de los franciscanos, donde Laurapaola iba asiduamente a confesarse. ¿Por qué habría venido?

—Buenos días, querida hija —dijo el padre Quarzo al entrar—. Pasaba por aquí, estaba haciendo un recorrido en favor de mis pobres niños jocomelíticos, pensaba llamar a su puerta también. Y me dicen que usted… ¡Pero eso no puede ser! Vamos, vamos, ánimo, quiero verla sana y diligente como siempre. ¡Una señora moderna y activa como usted! Pero, a propósito… ¿Cómo es que ya no veo a aquella simpática viejecita que me abría siempre la puerta?

—Ay, no me hable, padre —dijo Laurapaola—. Demasiado vieja, ya no entendía nada, no hacía nada a derechas, he tenido que despedirla.

—¿Cuánto hacía que estaba con usted?

—Quien sabe, desde que nací siempre la he visto en esta casa. Y creo que ya entonces llevaba aquí varios años.

—¿La ha despedido?

—¿Y qué iba a hacer? Por fuerza, padre. Esta casa no es un asilo de ancianos…

—Entiendo, entiendo —dijo el padre Quarzo—. Pero cuénteme, hija mía, ¿qué ha hecho este verano?

Entonces Laurapaola empezó a referir los acontecimientos del verano, el viaje a España, las corridas, la boda de su joven cuñada en Arezzo, luego el crucero en barco, hasta Chipre y Anatolia.

—En agradable compañía, supongo…

—Desde luego, padre. Éramos ocho, si le contase qué días, qué alegría, qué sol, nunca me he divertido tanto.

—O sea que su marido, por fin, se tomó unos días de descanso, ¿no es así?

—Ah, no. Mi marido no soporta el mar. Y además tenía un montón de cosas que hacer, no sé qué congresos en Francia y en Suecia.

—¿Y los niños?

—¡Oh, mis hijos! Se quedaron en el colegio en Suiza, un verdadero paraíso, sabe usted, para ellos aquello son vacaciones todo el año.

Hablaba y hablaba, la nueva casa en Porto Ercole, las clases de yoga («Hasta espiritualmente, padre, uno se siente transformado, ¿sabe?»), el próximo viaje a Saas Fee, la última subasta de cuadros, hablaba y hablaba, todo su rostro aparecía encendido.

El padre Quarzo escuchaba. Sentado, permanecía rígido como una estatua. Ya no sonreía.

—Hija mía —dijo al fin— , ya ha hablado bastante, no querría que se fatigase —se levantó cuan largo era—. Ahora le daré la absolución.

—¿Cómo?

—¿No la quiere, hija mía?

—Oh, no, padre… Al contrario, gracias… Pero no comprendo…

—In nomine Patris et Filii —empezó el padre Quarzo, con expresión severa. Y también ella entrelazó sus manos.

Así Laurapaola supo que había llegado su hora.


domingo, 25 de junio de 2017

EL ÚLTIMO VIAJE EN EL TIEMPO DE CAMILO UNZUÉ (Sebastián Beringheli)



Después de casi sesenta años operando la máquina del tiempo, a lo largo de los cuales cosechó la admiración de sus colegas, el respecto de sus superiores, y la veneración casi histérica de sus aprendices, Camilo Unzué se enfrentó a su último viaje. Nunca, antes o después, se otorgó un privilegio semejante.

Ese último viaje estaba libre de protocolos: no había una misión que seguir, ni parámetros que cumplir, ni incipientes agitadores a los cuales asesinar. Debido a su probada lealtad al proyecto, se permitió que Unzué decidiera el destino de su último viaje en el tiempo.

Tampoco hicieron falta los estudios psicológicos de rigor, diseñados para evaluar posibles brotes psicóticos en el viajero del tiempo. En seis décadas de trabajo, Unzué jamás había estropeado una línea temporal. Su semblante etrusco, casi anodino, producía una absoluta indiferencia, motivo por el cual fue capaz de visitar épocas remotísimas, así como futuros increíblemente distantes, sin causar jamás asombro o curiosidad.

A lo largo de esos sesenta años Unzué se privó de cualquier beneficio o placer producto del conocimiento cabal de lo que fue y será: suprimió el deseo de asfixiar a Mussolini en su cuna, de quemar el Malleus Malleficarum, de salvar las vocales egipcias; esquivó la mirada entalcada de Madame de Pompadour, los secretos de Leonardo, la hirsuta geografía púbica de las chicas prerrafaelitas; y calló, como un monje de clausura, la verdadera identidad de Shakespeare, la roña proverbial de Epicuro, las varices de Helena de Troya.

A un hombre de semejante prudencia se le podía dar el beneficio de elegir su último viaje en el tiempo; aunque tiempo, curiosamente, era lo único que le faltaba a ese hombre.

El día de su cumpleaños número ochenta y cinco, ya encorvado y decrépito por los constantes viajes por las fronteras del tiempo, Unzué se subió por última vez a la máquina.

Muchos pensaron que su destino acaso sería el futuro. Unos 2000 o 3000 años hubiesen bastado para arribar a una época en la que nadie moriría de viejo, pero Unzué era un tipo impredecible. Situó el temporizador en el pasado; exactamente ochenta y tres años atrás.

Llegó a Buenos Aires en plena madrugada. Forzó una vieja puerta de rejas, atravesó un largo patio, y con absoluto sigilo se introdujo en una habitación modesta, saturada de humedad y olor a lavanda. Dos personas, un hombre y una mujer, dormían profundamente en el lecho matrimonial. Unzué, extraordinariamente hábil, se deslizó entre los dos cuerpos, se acurrucó entre ellos, y murió en la cama de sus padres.


sábado, 24 de junio de 2017

UNA EJECUCIÓN (George Orwell)



Ocurrió en Birmania, una mojada mañana durante la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de papel de aluminio amarillento, se colaba sobre los altos muros y llegaba hasta el patio de la cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran unos cobertizos semejantes a pequeñas jaulas para animales cerrados frontalmente por barrotes dobles. Cada celda medía alrededor de diez pies cuadrados y se hallaban completamente vacías a excepción de un tablón para dormir y un jarro con agua. En algunas de ellas se agazapaban, agarrados a los barrotes interiores, unos hombres morenos y silenciosos, envueltos en sus mantas. Eran los condenados, que serían ahorcados entre la próxima semana y la siguiente.

Sacaron de su celda a un prisionero. Era un hindú, un hombre delgado e insignificante con la cabeza afeitada y unos ojos vagos y acuosos. Tenía un bigote espeso y saliente, absurdamente grande para su pequeño cuerpo; parecía más bien un bigote como los de los actores cómicos de las películas. Seis altos carceleros hindúes lo custodiaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos se mantenían firmes con rifle y bayoneta calada, mientras que los otros le ponían unas esposas y pasaban una cadena a través de las esposas para sujetarlo a sus cinturones, además con una soga le ataban los brazos apretadamente contra su costado. Luego se apiñaron alrededor suyo, posando sus manos sobre él de forma cuidadosa, como acariciándolo. Parecía como si quieran asegurarse de que se encontraba allí. Eran como hombres que sostienen en las manos un pescado todavía vivo y que puede saltar de regreso al agua. Pero el hombre no oponía resistencia; sometía sus brazos a la soga como si apenas se diera cuenta de lo que ocurría.

Dieron las ocho, y un toque de corneta desoladoramente débil en el aire húmedo, llegó flotando desde los distantes cuarteles. El superintendente de la cárcel, que se hallaba apartado del resto de nosotros, con aire pensativo, pasando su bastón por la arena, levantó la cabeza al oír el sonido. Era un médico militar, con un bigote gris que parecía un cepillo y de voz áspera.

-¡Por Dios, dese prisa, Francis! -dijo irritado- Ese hombre ya tendría que estar muerto a esta hora. ¿No está listo todavía?

Francis, el jefe de carceleros, un grueso dravida que llevaba uniforme de dril y anteojos dorados, agitó su negra mano.

-Sí señor, sí señor -balbuceó-. Todo está satisfactoriamente preparado. El verdugo está esperando. Procedemos enseguida.

-Bueno, a toda marcha entonces. Los presos no pueden desayunar hasta que terminemos esto.

Nos encaminamos al patíbulo. Dos guardias marchaban uno a cada lado del condenado, con los rifles al hombro; otros dos marchaban junto a él, sujetándolo por brazos y hombros, como empujándolo y sosteniéndolo al mismo tiempo. Los demás, los magistrados y los otros, los seguíamos. De pronto, cuando habíamos recorrido diez yardas, la procesión se detuvo en seco sin que mediara ninguna orden o advertencia previa. Había ocurrido una cosa horrible: un perro, venido quién sabe de dónde, había aparecido en el patio. El animal se acercó hasta nosotros brincando y ladrando fuertemente. Saltaba a nuestro alrededor sacudiendo todo su cuerpo, loco de alegría al encontrar tanta gente. Era un perro muy lanudo, medio Airedale, medio callejero. Correteó durante un momento a nuestro alrededor y luego, antes de que nadie pudiera detenerlo, se fue derecho sobre el prisionero, tratando de lamerle la cara. Todos nos quedamos estupefactos, demasiado sorprendidos para intentar apartar al perro.

-¿Quién dejó entrar a ese maldito animal? -dijo enojado el superintendente- ¡Que alguien se lo lleve!

De la escolta salió un guardián que intentó, con bastante torpeza, sujetar el perro, pero éste saltó y se puso fuera de su alcance, tomando todo como parte del juego. Un joven carcelero euroasiático cogió un puñado de piedrecillas y trató de alejar al animal arrojándoselas, pero el perro las esquivó y vino de nuevo hacia nosotros. Sus ladridos resonaban contra los muros de la cárcel. El prisionero, sujeto por guardianes, miraba sin curiosidad, como si ésta fuera otra formalidad de la ejecución. Pasaron varios minutos antes de que alguien se las arregló para agarrar al perro. Entonces le sujetamos pasando mi pañuelo a través de su collar, y proseguimos nuestra marcha mientras el perro intentaba soltarse y se quejaba.

Faltaban unas cuarenta yardas para llegar a la horca. Miré la espalda desnuda y morena del prisionero, que marchaba delante de mí. Caminaba desgarbadamente al llevar los brazos atados, pero muy decididamente, con ese balanceo de los hindúes, que nunca enderezan las rodillas. A cada paso se movían sus músculos, los cabellos de su cabeza se movían arriba y abajo, y sus pies dejaban huellas impresas en la tierra húmeda. Y en un momento, a pesar de los hombres que le sujetaban los hombros, se hizo levemente a un lado para evitar un pequeño charco del camino.

Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa matar a un hombre que tiene salud y es consciente. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado para evitar el charquito comprendí el misterio, el indescriptible error de arrancar una vida humana cuando se halla en todo su vigor. Aquel hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban: los intestinos digiriendo los alimentos, la piel renovándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose. Todo ello trabajando sin sentido. Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo por el aire con una décima de segundo de vida por delante. Él seguía viendo la grava amarillenta y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba..., sí, razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros formábamos un grupo de hombres que caminaban juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo. Y en dos minutos, tras un brusco chasquido, uno de nosotros no estaría más... una mente menos, un mundo menos.

La horca se levantaba en un pequeño patio separado del cuerpo principal de la prisión y cubierto de una maleza alta y espinosa. Era una instalación de ladrillo, como tres paredes de un cobertizo, cubierta con tablas y por encima de éste dos vigas y un travesaño del cual colgaba la soga. El verdugo, un convicto de cabellos canos vestido con el uniforme blanco de la prisión, esperaba debajo. Cuando entramos nos saludó inclinándose servilmente. A una orden de Francis los dos guardianes, que sujetaban al prisionero más fuertemente que nunca, en parte le condujeron y en parte le empujaron hacia la horca, ayudándole torpemente a subir la escalera. Entonces subió el verdugo y colocó la soga alrededor del cuello del condenado.

Nos quedamos esperando, a cinco yardas de distancia. Los guardianes habían formado un tosco círculo alrededor del patíbulo. Y entonces, cuando el lazo corredizo estaba colocado, el prisionero comenzó a llamar a gritos a su dios. Era un grito fuerte y reiterado, "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!", no urgente y temeroso como un rezo o una llamada de auxilio, sino continuo y rítmico, casi como el tañido de una campana. El perro contestó con unos lamentos. El verdugo, de pie sobre el tablado, tapó el rostro del condenado con un saquito de algodón parecido a los de harina. Pero seguía oyéndose, a través de la tela, el grito que persistía, una y otra vez: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!".

El verdugo bajó y sujetó la palanca, listo para actuar. Parecieron transcurrir minutos. El constante y apagado grito proseguía sin cesar: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!". El superintendente, con la barbilla inclinada sobre el pecho, removía lentamente la tierra con su bastón; tal vez estuviera contando los gritos, concediendo al prisionero un número determinado de éstos, cincuenta quizás, o cien. Todos habían cambiado de color. Los hindúes se habían puesto grises como un café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre amarrado y encapuchado sobre la plataforma, y escuchábamos sus gritos... Cada uno de ellos representaba otro segundo de vida. Todos teníamos el mismo pensamiento: "¡Por favor, mátenlo pronto, acaben de una vez, terminen con ese ruido abominable".

De pronto el superintendente se decidió. Levantó la cabeza e hizo un rápido ademán con el bastón.

-¡Chalo! -exclamó casi ferozmente.

Se produjo un ruido estridente, y luego un silencio mortal. El prisionero había desaparecido por la trampa y la soga se enroscaba sobre sí misma por el peso que tenía más abajo. Solté al perro y éste se encaminó enseguida hacia la parte posterior de la horca, pero cuando llegó allí se detuvo bruscamente y luego se retiró a un rincón del patio, donde se quedó entre los arbustos, mirándonos con temor. Dimos la vuelta a la parte descubierta de la horca para inspeccionar el cuerpo. Éste se balanceaba con los dedos de los pies apuntando al suelo; giraba muy lentamente, inerte como una piedra.

El superintendente alargó el bastón hasta tocar el cadáver desnudo y moreno, que osciló levemente.

-Perfecto -dijo.

Se alejó de la horca y exhaló un profundo suspiro. La expresión de enfado había desaparecido de pronto de su rostro. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

-Las ocho y ocho minutos. Bueno, eso es todo por esta mañana, a Dios gracias.

Los guardianes retiraron las bayonetas de los fusiles y se alejaron. El perro, tranquilo y consciente de haberse portado mal, se marchó tras ellos. Salimos del patio donde se levantaba la horca, pasamos después ante las celdas de los condenados con los prisioneros que esperaban, y entramos en el gran patio central de la prisión. Los convictos, custodiados por carceleros armados con lathis, ya estaban recibiendo el desayuno. Se hallaban sentados en cuclillas, formando largas filas; cada hombre tenía un cazo de estaño, mientras que dos guardianes con baldes les servían arroz con cucharones. Después de la ejecución, aquella parecía una escena doméstica y alegre. Experimentábamos un enorme alivio ahora que la tarea estaba terminada. Un impulso de cantar, de echar a correr, de bromear. A un mismo tiempo todo el mundo empezó a charlar alegremente.

El muchacho euroasiático que caminaba a mi lado volvió la cabeza hacia el camino por donde habíamos venido, sonriendo como persona entendida.

-¿Sabe usted, señor? Nuestro amigo -dijo refiriéndose al ahorcado-, cuando supo que se había desechado su apelación, se orinó sobre el piso de su celda. De miedo que tenía. Por favor, señor, sírvase uno de mi cigarrillos. ¿No le resulta estupenda mi nueva pitillera de plata, señor? De un vendedor ambulante, dos rupias y ocho annas. De clásico estilo europeo.

Algunos se rieron, aunque nadie pareció estar seguro del motivo.

Francis caminaba junto al superintendente, parloteando sin cesar.

-Y bien, señor, todo ha transcurrido muy satisfactoriamente. Terminó así... ¡flik! No siempre es así, ¡oh! ¡no! He conocido casos en que el doctor tuvo que ir hasta la horca y tirar de las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte. ¡Sumamente desagradable!

-¿A tirones, eh? ¡Qué feo! -dijo el superintendente.

-¡Oh! Es peor cuando se ponen tercos, señor. Un hombre, recuerdo, se agarró a los barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. No podrá creerlo, señor, pero se necesitaron seis carceleros para sacarlo, tres tirando de cada pierna. Nosotros razonábamos con él. "Buen hombre", le dijimos, "piensa en todas las molestias y retrasos que nos estáss causando". Pero, ¡nada! ¡No hacía caso! Fue de lo más fastidioso.

Descubrí que me estaba riendo a carcajadas. Todos se reían. Hasta el superintendente sonreía indulgentemente.

-Será mejor que salgamos todos a tomar un trago -dijo muy animado-. En el coche tengo una botella de whisky; nos vendrá bien.

Traspasamos las grandes verjas dobles de la prisión y salimos al camino.

-¡Conque tirándole de las piernas! -exclamó de pronto un magistrado birmano, estallando en una carcajada.

Todos volvimos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía extraordinariamente cómica. Nativos y europeos bebimos juntos, amigablemente. El cadáver se hallaba a cien yardas de nosotros.


viernes, 23 de junio de 2017

EL TURISTA (Fabio Morábito)


Fueron a ver la piedra esa misma tarde, acompañados por el médico Patak. El conde ya había dado instrucciones al posadero Matías de despertarlo muy temprano al día siguiente porque la jornada de viaje hasta Kolosvar era larga y quería llegar antes de que anocheciera. También el posadero judío, con sus ademanes ceremoniosos, había insistido en las bondades de la aldea:

–Una breve estancia en Werst no le caería a usted mal, señor conde. Aunque este pueblo no puede competir con París, su clima y los paisajes de los alrededores son lo más adecuado para la convalecencia de su señoría.

–No sé quién le dijo que estoy convaleciente, nunca me he sentido tan en forma.

La piedra a la que se refería el alcalde Koltz, situada en un recodo del camino principal, era un trozo alto y negro de basalto que parecía haberse desgajado con las lluvias de la pared del cerro. El conde no vio nada notable en él y cuando el alcalde Koltz le pidió su opinión, dijo:

–Es de basalto.

–Un basalto muy especial, señor conde, el basalto de Werst, único en su tipo. Mire las vetas, no encontrará otras semejantes en ninguna parte. Esa piedra bien vale la pena de que permanezca unos cuantos días con nosotros para estudiarla con todo detenimiento.

–No soy muy amante de las piedras.

–Entonces le interesará la Cueva del Sonámbulo, una de las grutas más hermosas que pueden verse por estos parajes.

Anduvieron medio kilómetro hasta entroncar con una vereda que se internaba en la espesura siguiendo el flanco rocoso del cerro. Llegaron a una abertura angosta cubierta por la vegetación y ahí entró el alcalde Koltz.

Lo que vio el conde no fue una gruta sino una entrante en la montaña, un nicho de respetables proporciones, un refugio ideal para un hombre durante una tormenta, nada más.

–Observe las rugosidades de la roca. Algo digno de verse.

–Ya veo...

–Se la conoce como la Cueva del Sonámbulo –intervino el doctor Patak– porque aquí, a veces, un hombre del pueblo, un sonámbulo...

El conde no pudo oír la letanía del doctor; un desgarre en el costado derecho lo obligó a apoyarse en la pared de la cueva.

–¿Le pasa algo?

Negó con un gesto de la mano y cuando volvió a enderezarse le lloraban los ojos. Ninguno de los dos hombres hizo el menor comentario. Después, mientras iban de regreso al camino principal, el doctor Patak exclamó:

–No hay nada mejor que el clima de Werst para aliviar las dolencias del hígado.

–Nada mejor –le hizo eco el alcalde Koltz.

Llegando a la calzada el conde se detuvo:

–Gentiles señores, les ruego que me disculpen pero tengo que poner fin a este hermosísimo paseo. Mañana me espera un viaje largo y fatigoso.

El doctor Patak sonrió:

–Entendemos, pero no puede marcharse de Werst sin ver la Mosca de Frick. Sí, oyó usted bien. Frick es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, la primera en su género. Le ruego que nos acompañe, la casa del pastor no queda lejos.

Llegaron en cosa de dos minutos a una modesta construcción de piedra con los muros sin encalar y el establo en la parte trasera. Varios niños aparecieron detrás de la figura de Frick cuando se abrió la puerta. Inmediatamente se abrieron las puertas de las otras casas y varios curiosos penetraron detrás del doctor para ver al ilustre visitante y sólo se detuvieron al llegar al umbral de la cocina del pastor, formando un muro de orejas y ojos. En el centro de la cocina el alcalde Koltz señaló un puntito en la pared junto al fregadero.

–Ahí la tiene. Es Adelaida.

Los presentes guardaron silencio. El conde se acercó despacio para no asustar al insecto. La mosca apenas se movía. Era una mosca común y corriente. Se preguntó cómo podrían saber el dueño de la casa y las otras personas que era siempre la misma. El pastor pareció adivinar su pensamiento porque se acercó y le dijo en voz baja, pero no tanto como para que no lo oyeran todos:

–Es inconfundible: observe las estrías del abdomen, las nervaduras de las alas transparentes; un dibujo raro, único en su género. Mi tía Adelaida, que en paz descanse, tenía en el rostro unas arrugas parecidas, por eso le pusimos su nombre a la mosca.

La mosca pareció adivinar que la miraban y empezó a moverse en redondo para lucir sus encantos. Era tanto el silencio que tal vez se hubiera oído el roce de sus patas contra la pared. El conde no podía creer en tanta absurdidad. Ahí estaba en medio de esa gente contemplando una mosca en un muro. Sus padres lo mandaban a codearse con la mejor sociedad de Europa y a sólo tres días de comenzado el viaje él perdía el tiempo en esa tosca casa, rodeado de campesinos, mirando una mosca. Un cierto recogimiento reinaba en la cocina. Tal vez fue ese silencio o el dolor del hígado la causa de que una súbita tristeza se apoderara de su ánimo. Creyó percibir un vago acomodamiento interno para hacer lugar a esa presencia que afloraba entre sus órganos y pensó que hay piedras que, rodando y rodando, llegan a encontrar un alvéolo exacto y definitivo y que de algún modo misterioso han de percibirlo cuando ocurre. Así su mirada: se había petrificado como si contemplara un majestuoso paisaje y no un minúsculo ser vivo.

Esa noche en la posada no pudo dormir por las punzadas en el hígado. Soñó todo el tiempo con la mosca. Era ella la que le causaba las punzadas. Se le metía en el cuerpo por la boca y lo martirizaba lentamente. Después su hígado aparecía pegado a la pared de la cocina, junto al fregadero, todos lo miraban.

–Mire esas estrías –decía el doctor Patak, y él ponía atención, preocupado. De pronto aparecía la mosca, que volaba hasta posarse sobre el hígado y empezaba a chuparlo y conforme lo chupaba se iba hinchando hasta adquirir unas dimensiones monstruosas y las estrías de su abdomen se dilataban mostrando unas feas callosidades internas.

El posadero, cuando fue a tocar a su puerta al amanecer, lo encontró despierto y sudado y fue a llamar al doctor Patak, quien acudió, palpó el hígado, recetó un jarabe de su invención, puso en duda la conveniencia de proseguir el viaje con aquel dolor en el costado y habló de una jornada de reposo.

–¿Otro día aquí? –el conde volteó hacia la ventana con el rostro tenso. Los otros dos contuvieron la respiración.

–No quise ofenderlos –balbució.

Se vistió, bajó a desayunar y pidió que le trajeran el jarabe.

Después del desayuno lo llevaron a pasear por los pastizales junto al río.

–Observe, señor conde –dijo el alcalde–, la particular curvatura del pasto.

El conde, que cada tanto se palpaba el flanco adolorido, recogió dos hilos de hierba, los observó por ambos lados, los miró a contraluz y dijo perentoriamente:

–Las estrías de esta hierba son diferentes de esta otra. Forman con el tallo un ángulo más agudo.

El doctor Patak y el alcalde Koltz se acercaron presurosos.

–Sí, hay una diferencia –dijeron.

El conde recogió otra hierba, la miró de la misma manera y dijo:

–En esta otra las estrías están más separadas, como si esta hierba necesitara respirar más hondamente, como si padeciera insuficiencia pulmonar.

–Ya veo, ya veo –dijo el doctor Patak.

El conde dejó caer los tres hilos de hierba y miró la amplia extensión de los pastizales que tenía enfrente. No vio una extensión homogénea sino un hervidero de pulsaciones, de luchas individuales, de agresiones y resistencias. Vio la enemistad y el caos generalizado que reinaban ahí y presintió la miseria que significa arraigar, tener raíces y luchar para no perderlas. El doctor Patak y el alcalde Koltz también miraron. Frente a ellos apareció una superficie plana que olía a estiércol. Vieron que el conde acababa de arrancar un fleco de hierba y se acercaron nerviosos. Fue el alcalde quien dijo:

–Ese fleco se parece a la escoba de la viuda Hermod. Una escoba única en su tipo. Valdría la pena que usted la viera. La casa de la viuda Hermod queda a dos pasos.

Llegaron en cinco minutos. La viuda Hermod estaba dando de comer a las gallinas. Los hizo entrar, trajo la escoba, se disculpó y regresó al gallinero. Los tres hombres se sentaron en la cocina a mirar la escoba. El conde fue separando las cerdas con los dedos; las convocaba un momento, las encerraba en un breve paréntesis de paz, luego las devolvía a la voracidad de las otras, viendo cómo naufragaban al instante. La escoba era profunda y vasta como un océano.

Esa noche la molestia del hígado le arrancó unos bramidos en el insomnio. El doctor llegó al amanecer, llamado por el posadero.

–Este hígado necesita reposo.

–Me prometió que podría partir hoy.

–No se lo aconsejo. Kolosvar queda lejos.

–¡Kolosvar queda lejos, Kolosvar queda lejos! ¿Qué tan lejos queda, demonios?

El doctor y el posadero se miraron; el conde volteó la cara, hizo un gesto vago de disculpa, por último tomó el frasco de jarabe que estaba sobre el buró y se sirvió una cucharada bajo la mirada benévola del doctor.

En la tarde, para que no se aburriera, lo llevaron a ver El Borde Descarapelado del Fregadero de la Señora Riatzy. El alcalde Koltz y el conde tomaron dos sillas y se encararon al fregadero mientras el doctor Patak y la señora Riatzy desaparecieron en la alcoba aprovechando que el señor Riatzy no estaba en casa.

–¿Qué es ese ruido? –preguntó el conde.

–Es el doctor Patak... solazándose con la señora Riatzy.

Cuando los dos entraron en la alcoba la señora Riatzy hizo el ademán de cubrirse, pero el alcalde Koltz la fulminó con la mirada:

–El señor conde quiere ver a El Doctor Patak Que Se Solaza Con La Señora Riatzy.

La señora Riatzy abrazó con fogosidad al doctor, que se le había subido y la penetraba con unas embestidas rápidas. El alcalde y el conde se encorvaron un poco para ver mejor.

–Una muestra única en su género –murmuró el alcalde Koltz.

La señora Riatzy, con los ojos desorbitados, exclamó:

–¡Ah, me encanta ponerle cuernos a mi esposo, el señor Riatzy!

El doctor exclamó:

–¡Ah, me encanta ponerle cuernos al señor Riatzy montándome a su mujer, la señora Riatzy!

El orgasmo los trenzó como dos lagartos.

–Observe las sacudidas –dijo el alcalde Koltz.

Saliendo de ahí, el conde sintió alivio en el hígado e invitó a sus dos acompañantes a tomar una cerveza de despedida en la posada.

–Su jarabe comienza a hacer efecto, doctor. Voy a comprarle un par de frascos.

–Créame –dijo el alcalde Koltz–, nuestro pueblo vale la pena de que permanezca un tiempo con nosotros.

El conde se limitó a sonreír. No hubiera resistido un día más la compañía de esos dos hombres. París le pareció tan vasto que aunque quedara lejos no dudó de que su benéfico influjo se haría sentir al dejar atrás los últimos pastizales excrementicios de la aldea. Levantó su tarro de cerveza y exclamó:

–¡Salud!

Esa noche soñó que ya estaba en París, en la Ópera, y los palcos rebosaban de damas hermosas y la orquesta se acercaba vertiginosamente a los últimos acordes. El tenor dio un paso hacia el público, extendió un brazo y respiró antes de la nota final. En ese momento una mosca, inconfundiblemente Adelaida, se le metió zumbando a la boca y lo ahogó.

El conde dio un salto. Alguien tocaba a la puerta. Era el posadero que venía a despertarlo al amanecer, como habían convenido.

–¡Ya voy!

Se vistió lentamente mientras empezaba a clarear afuera. Se palpó el costado derecho, sin novedad. Luego se acercó a la ventana y miró los pastizales que como una húmeda pizarra se extendían alrededor de las últimas casas. Un cierto nerviosismo recorrió su cuerpo. La luz lívida del amanecer los volvía inconcretos y demasiado próximos y parecían flotar junto al vidrio. Se quedó mirándolos fijamente, a medio vestir, entumido de frío, sin moverse. Se sintió invadido por la presencia multitudinaria de la hierba, el poder igualador de la hierba, los brazos infinitos de la hierba, el diluvio de la hierba. Le pareció que él era una piedra que resbalaba por ese declive sordo e impío. El declive cesó cuando una repentina contracción en el hígado le produjo una floración que le llenó de cobre la boca; tuvo que apoyarse en la pared y apretar los párpados y vio una eternidad intraspasable de hierba a su alrededor que lo cercaba y lo cubría. Supo que ese era su alvéolo exacto y definitivo. Una sola lágrima, exprimida desde quién sabe qué meandro de su ser, brotó, fría y dura. El doctor Patak abrió la puerta y el posadero a su lado explicó aquella irrupción con sus ademanes ceremoniosos:

–Puesto que su señoría tardaba, pensé que se sentía mal y fui a llamar al doctor.

A éste le basto mirar la mucosa interna de sus párpados para aumentar la dosis de jarabe.

–Kolosvar queda muy lejos para este hígado.

Él, que se apretaba el flanco con una mano, no dijo nada.

Cuando se repuso un poco, después de consumir el ligero desayuno que le preparó el posadero, lo llevaron a ver El Recodo Enmohecido Del Conducto De Desagüe De Los Lavaderos Públicos y, en la tarde, El Margen Carcomido De La Contratapa De la Biblia Del Señor Tusnesdor.

–Observe las rugosidades del cuero –dijo el alcalde Koltz–, una muestra única en su género.

Y él, acercándose tímidamente, se extravió en aquel intrincado laberinto de nervaduras y estuvo recorriéndolas con un dedo como si siguiera en un mapa la ruta de algún viaje fantástico.



jueves, 22 de junio de 2017

UNA ESCENA CALLEJERA (José Manuel Benítez Ariza)


Al principio me parece que están haciendo algo nefando al pobre animal. La escena está ocurriendo en la parcela ajardinada que tengo frente a mi ventana: un hombre joven trata de envolver a un perro, que parece no poder moverse, en una manta; a su lado, sentada en el césped junto a un cochecito de niño que parece haber sido usado para llevar hasta allí al animal impedido, una chica lo mira en silencio. Poco a poco, por fortuna, el cuadro va adquiriendo un sentido distinto al que quisieron darle mis temores. El animal, por razones que ignoro, no se sostiene sobre sus patas, y el hombre le ha pasado una manta bajo el tronco con la intención de sostenerlo poco menos que en volandas y ponerlo en situación de apoyar sus extremidades en el suelo y ejercitarlas. No quiero imaginar el origen del daño: fracturas debidas a un accidente, quizá, o a malos tratos -y quiero suponer, en ese caso, que las personas que se esfuerzan por hacerle recuperar sus fuerzas lo han rescatado de un entorno cruel-. El caso es que el animal intuye que le están haciendo bien y mueve alegremente el rabo, y más cuando se acerca otra pareja con perro y el recién llegado lo ronda cariñosamente y se muestra extrañado de que su congénere no se le una en sus carreras. Cobra entonces un nuevo sentido la presencia del cochecito de bebé: el otro hombre ha traído lo que, desde mi ventana, parece un juego de alambres o de esas tiras de sujeción que usan los electricistas para atar los manojos de cables. Con su ayuda, los dos hombres se afanan en convertir el coche, con la ayuda de la manta de antes, en una especie de arnés con ruedas, en el que el perro inválido pueda sostenerse a una altura desde la que sus patas toquen el suelo. Pero el empeño no parece tener éxito: el animal está demasiado débil y prefiere dejarse arrastrar, antes de hacer ningún esfuerzo efectivo por impulsarse con sus extremidades. De vez en cuando, no obstante, atina a dar un paso, lo que provoca el regocijo general de los allí congregados, que lo alientan con palabras cariñosas y le dan palmaditas en el lomo. Quiero pensar que todo este designio obedece a las instrucciones de un veterinario y que el animal no resultará dañado por un trato imprudente. La escena se prolonga durante una hora. Luego, en un instante en el que dejo de prestarle atención, sus protagonistas desaparecen…


miércoles, 21 de junio de 2017

MÉTALAS (Rafael Marín Trechera)


El robot miró dentro de sí, y reflejado en los circuitos de su logos positrónico, contempló la condición humana como realmente era y se ofrecía a su alcance. Retractó la cabeza moldeada de bronce y hierro y musitó palabras sin música y de asombro parpadearon las luces de sus células, pues saboreó el robot el asco de verse en un tris de saberse humano, y conoció en su trayecto gritos de furia y sangre, torturas, extorsiones, labios lapidados por los besos de la muerte, y presenció suicidios, matanzas, fraudes, disparos al alba sobre las tapias de un cementerio, mentiras que significaban vidas, hambre, y comprendió de monopolios y armas pasadas de mano en mano, de cuchillos en la oscuridad hundidos en vientres pestilentes y revólveres vaciados sobre el cráneo de otros hombres como spray sobre un insecto, y observó miedo, locura, intransigencia, amistades partidas por el trasfondo de una hembra, asesinatos, revanchas, depuraciones, pubertades segadas como una flor abierta a la depravación y el desengaño, y lloró los etnocidios, las batallas, las condecoraciones de la gloria, la pobreza, medias palabras falsas que se decían de amor, y entendió de orgullos, crueldad, intolerancia, corrupción, odio y archivó incestos, calibró miseria, verificó crueldades, las mil caras del horror en todas sus formas, y un caudal de lágrimas metálicas desbordó sus ojos cargados con la inocencia de una nube, y acercó el robot los dedos táctiles al lugar donde bullía su corazón de cuarzo, y presionó con fuerza sobre la caja mágica de donde obtenía la inspiración, y mientras temblaba la carcasa de su cuerpo ante el output que le segaba el alma y anulaba la condición a la que pudo acceder por un momento, el robot pensó si esto es ser humano yo no lo quiero, si así es la vida del hombre no me interesa.


martes, 20 de junio de 2017

TODA LA CASA DE BORRACHERA (Ester Berdor Corrales)


Para una noche que llego sobrio a casa, ¡Y menuda curda llevaba la banqueta! Me intenté sentar en ella para quitarme los zapatos y no había manera porque estaba venga a menearse. La mesilla también se había unido a la fiesta, quería dejar mi medallita de oro en el cajón, pero se me iba de aquí para allá. ¡Yo todo era intentar cogerla, y ella, todo querer escaparse! El perchero, ciego como un piojo, lanzaba la gabardina y el sombrero contra la cama, que tenía las sábanas arremolinadas y muertas de risa. Al final me fui hacia el mueble-bar, a ver si también yo me ponía a tono.


lunes, 19 de junio de 2017

ÁLBUM (Manuel Vicent)



Ese amigo de la infancia que jugaba contigo en la orilla del mar ha perdido el nombre. Era un niño flaco, quemado por el sol, hijo de un pescador. Al fondo se ven barcas varadas en la arena y tú en la fotografía estás con él pescando cangrejos entre las rocas del farallón en una cala deshabitada. Ibais siempre juntos, desnudos pisando la sal de aquellos días claros de la niñez, pero ese camarada de los primeros veranos, que te servía de escudero, desapareció muy pronto y hoy ignoras cómo se llamaba aunque él entonces habría dado la vida por ti. En otra página del álbum de retratos eres un adolescente en una mañana de otoño en el parque con un libro en la mano, entre dos compañeros de colegio que también sonríen. Uno de ellos se mató con la motocicleta, el otro ha llegado a subsecretario. Los tres descubristeis el amor en la misma promoción en medio de aquella bandada de niñas del Loreto que iban con rebeca y falda plisada abrazando el cartapacio escolar contra los incipientes senos. Después apareces vestido de soldado con un rifle en un barracón de verbena en compañía de un colega de armas que te pasa el brazo por el hombro soltando una carcajada. ¿Qué habrá sido de él? Le gustaba mucho Sartre y tal vez ahora es dueño de una serrería. La tarde huele a paja quemada y los murciélagos bailan dentro de un vapor de oro mientras tú vas pasando las hojas de un álbum cuyas imágenes son humo de la memoria. En él hay múltiples figuras evanescentes que un día quedaron atrás, si bien esos seres te regalaron por un momento parte de su alma sin pedirte nada. La marea los ha arrastrado a distintas playas, ninguno ha cumplido sus sueños, pero cada uno de ellos se cruzó en tu vida por azar y durante un tiempo te acompañó en la travesía de los placeres y las desdichas. Al cerrar el álbum de fotos piensas que todos los amigos que has tenido son el mismo. Su rostro está dentro de ti desde la infancia. Es aquel niño sin nombre que jugaba contigo en la orilla del mar. A través de la existencia no has hecho sino reflejarte en sus ojos.



domingo, 18 de junio de 2017

LA FE Y LAS MONTAÑAS (Augusto Monterroso)


Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.


sábado, 17 de junio de 2017

INTERVALO DE CINCO MINUTOS (Francis Picabia)



Yo tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil metros de altitud. Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.

Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima... También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.

Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado... Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas...


viernes, 16 de junio de 2017

INSTRUCCIÓN 2 (Leila Guerriero)



Mírese al espejo del baño. Repase el delineador, el rímel. Piense: “Debo ponerme los aros que me regaló”. Vaya hasta su cuarto, búsquelos, póngaselos. Tome su bolso, salga de la casa, suba a un taxi, dígale al taxista el nombre del hospital. En el hospital, haga el camino que conoce de memoria. Golpee la puerta suavemente, abra. Respire la atmósfera de la habitación, cargada de olor a sábanas limpias. Piense, como piensa siempre: “Qué linda luz”. Salude a su madre, sentada junto a la cama. Vea cómo le indica que no haga ruido porque su padre, después de una noche de dolores sangrientos, duerme. Pregunte, como siempre pregunta, cómo está. Escuche, como siempre escucha, la misma respuesta. Siéntese. Mire a su padre en esa cama en la que lleva ya dos meses. Siéntase irritada. Pregúntese: “Para qué vengo, si no puede verme”. Piense: “Si yo estuviera en su lugar, él elegiría morir por mí”. Piense: “Me aburro”. Converse con su madre de cosas que no le interesan. Al cabo de dos horas, mientras su padre aún duerme, salga de la habitación. En el pasillo, encuéntrese con el médico que lo atiende. Pregúntele cuánto tiempo le queda. Escuche cómo el médico le dice: “Poco”. Sienta alivio y sienta pánico y sea descortés: márchese sin saludarlo. Tome el ascensor, salga a la calle, suba a un taxi, regrese a su casa. Después de cenar, al acostarse, apague el teléfono móvil. Piense: “Así evitaré que suceda esta noche”. Piense: “Soy una idiota”. No pueda dormir y, en algún momento, duérmase. Tenga sueños fangosos. Despiértese a las tres de la madrugada con el sonido del teléfono fijo. Deje que suene dos, tres, cinco veces. Salga de la cama. Camine hasta la sala. Levante el tubo. Diga, horrorizada: “Hola”. Piense: “De modo que así es como me empiezo a quedar huérfana”.


jueves, 15 de junio de 2017

ABRAXAS (Saiz de Marco)



-No hemos querido molestarla hasta que saliera de la UCI. Ahora que su hijo se encuentra bien y usted ya está en planta, querríamos que contestara algunas preguntas. Es para el atestado.

-No hay problema. Responderé hasta donde me acuerde.

-Bien, vamos allá. ¿Recuerda cómo se produjo el choque?

-Al entrar en la curva la furgoneta invadió mi carril. De pronto la vi de frente, venía directa hacia mí. Instintivamente giré el volante hacia la derecha y nos salimos. De repente me encontré “cabeza abajo”. Miré atrás y vi a mi hijo. Lloraba, así que estaba vivo. Con mucho esfuerzo conseguí salir por el parabrisas. Intenté sacar al niño, pero los brazos no me obedecían. Entonces vino aquel hombre. Recuerdo cómo soltó el cinturón de la sillita, agarró a mi hijo y lo levantó. Todo pese a llevar las manos esposadas. Lo sacó del coche y lo apartó de allí.

-¿Estaba ya ardiendo su coche en ese momento?

-Creo que todavía no, porque el niño no ha tenido quemaduras. Ni yo tampoco. Sólo traumatismos.

-Entonces, ¿cuándo se dio cuenta usted de que su coche ardía?

-Un poco después, dos minutos o así. Pero ¿por qué es tan importante el momento?

-Mire, señora, aquel hombre murió carbonizado. La hipótesis que manejamos es que sus ropas se prendieron al rescatar a su hijo.

-Así que ha muerto...

-Queremos aclarar el modo como se incendiaron sus ropas. Dese cuenta de que ese hombre estaba detenido, así que el Estado era responsable de su custodia.

-Entonces ¿murió abrasado?

-Sí. Con las esposas debió serle imposible quitarse las ropas. Y como estaban ardiendo...

-Me dejan atónita... ¿Y por qué fue detenido?

-Bueno, en realidad no estaba detenido. Ya había sido condenado. El furgón que chocó con su coche venía de la Audiencia. Era un traslado penitenciario: lo conducían a prisión, a cumplir condena.

-Condena... ¿Por qué delito?

-Homicidio.

miércoles, 14 de junio de 2017

VISIÓN DE REOJO (Luisa Valenzuela)



La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba ya a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace. Traté de correrme al interior del coche -porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear- pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. Y muy desprendido.


martes, 13 de junio de 2017

NO TENGO MADRE (Marcos Winocur)



Le faltaron unos meses para centenaria, pobre, su sueño fue no dejar este mundo sin ser precedida por su hijo, a quien adoraba, pero fui un egoísta, lo reconozco, no me dejé. Es curioso, la muerte de los seres más cercanos, con quienes nos unen lazos de sangre y se ha convivido por años, despierta encontrados sentimientos. Voy a dar un ejemplo, tomado de la literatura contemporánea. El Ama, personaje del teatro lorquiano, de la obra Doña Rosita la soltera, evoca así los hechos dolorosos de su vida:

Cuando enterré a mi marido, lo sentí mucho pero tenía en el fondo una gran alegría, alegría no… golpetazos de ver que no era yo. Cuando enterré a mi niña, fue como si me pisotearan las entrañas.

Esto viene a cuento de mi madre, ahora verán; y asociado a un hecho que se remota a la infancia. Todavía me cuesta referirme al triste asunto: mi abue y mi jefa no me dejaban comer queso sin pan y tampoco jamón sin pan. Estoy consciente de que las interpretaciones psicoanalíticas están a la orden del día, y fácil me sería echarles la culpa de cuanto me ha salido mal en la vida, y que no es poco. No se trata de eso, al punto que, déjenme decirles, en cuanto pude, me harté de jamón sin pan y de queso sin pan… ¡y no supieron a nada en especial! Faltaba aquello que yo agregaba: el sabor de lo prohibido, mucho mejor imaginarlo que gustarlo… cuando deja de ser prohibido.

Debo decir también que mi padre no estaba conforme con el veto; toda vez que podía robaba jamón y queso para comérselos sin pan, aprisa, que no lo vieran, metida la cabeza dentro del refri y luego sacándola cubierta de escarcha, y a los estornudos. Yo admiraba a mi padre por su osadía, nunca me atreví a tanto. De todos modos, marido e hijo compartíamos la prohibición caídos en igual rasero de niños traviesos, y esto mereció un castigo anticipado: mi madre nos juró que, si le tocaba en suerte asistir a nuestros entierros, lejos de sentir que “le pisoteaban las entrañas”, más bien optaría por “una gran alegría, alegría no… golpetazos de ver que no era yo”.

Bueno, la historia del jamón y queso corresponde a Marcos niño, en tanto que a Marcos adolescente todavía le fue peor, lo voy a contar también. Mi progenitora, advirtiendo raros movimientos en la ruta que conducía al cuarto de la sirvienta, le dio por montar guardia, cortándome el paso. Sí, un día que yo subía las escaleras sigilosamente, de pronto una sombra se echó sobre mí, escoba en mano y chillando:

-¡Vade retro! ¡Cochino pecador! ¡Vade retro!

Lo de cochino estaba claro, lo de pecador no tanto, seguramente el ¡vade retro! era el arma letal del discurso. Y bien, ya vaderretriaba yo, pegando media vuelta hacia mi cuarto, dispuesto a hacerme una furiosa chaqueta mientras maldecía a la autora de mis días. A la mañana siguiente a primera hora, la sirvienta era corrida bajo el cargo de pervertidora de menores, sin que valieran sus protestas de inocencia. Años después, recordando el incidente, mi progenitora me pidió disculpas, sólo obedecía órdenes de mi abuela, dijo; sin darse cuenta que, para aquel entonces, mi abue había muerto.

Salvo las dos inflexibles prohibiciones -queso y jamón sin pan, y nada de visitas a las sirvientas-, mi progenitora era un ser en la media normal de locura, una madre ecléctica, si se quiere. Un día armada de comprensión, al siguiente represiva, un tercero cariñosa, un cuarto distante; la mayor parte de las veces en este último estado. Y bueno, debo reconocer que yo era un niño caprichudo, travieso y desobediente, salvo en el affaire jamón-queso, que en mi niñez nunca me atreví a comer sin pan.

Y bien, pasaron los años, me establecí en otro país, lo más lejos posible de aquel hogar cuya locura no era compatible con la mía. Le faltaron unos meses para centenaria, un día mi madre cayó en coma, sólo interrumpido por raros momentos de lucidez, cuando invariablemente exclamaba:

-¿Y dónde está mi hijo? ¿Es que va a dejarme morir sin siquiera venir a verme por última vez?

En varias ocasiones hice las reservas de vuelo, y en otras tantas las cancelé. Me decidieron los amigos, escandalizados de que yo dudara. Ya deberías estar allá, me decían a coro. Y seguidamente pasaban a relatar sus propios casos, cuando, anoticiados de la enfermedad grave o de la muerte de sus madres, partían hechos la mocha, mientras que a mí me valía madres. No lo podían creer. Y cuanto más me presionaban, más yome emperraba:

-Pues no voy.

-Pero ¿Por qué?

-Porque no me da la gana.

-Pero (a los gritos) ¡¡eres su hijo!!

-Y eso ¿qué? Ya me tienen hasta la madre con mi madre, se meten en lo que no les importa, no tienen idea de cómo ha sido nuestra relación, del jamón con pan que me comí, del queso con pan que me comí…

No me escuchaban, no me dejaban terminar, y era chistoso: me mandaban a verla, ya no como buen hijo, sino con un objetivo incalificable:

-¡Vete a chingar a tu madre!

Una vez, uno de mis amigos, que todo el tiempo había conservado la calma, me llamó aparte, diciéndome:

-Oye, no te ofusques, lo hacemos por tu bien, tú, en el fondo, adoras a tu mamacita y después te vas a arrepentir… te entrarán remordimientos, ya sabes: madre hay una sola.

-¡Menos mal…! –no pude evitar interrumpirlo.

El cuate se puso todo rojo y acabó como los otros:

-¡Vete a chingar a tu madre!

Huelga decirlo, perdí a casi todos mis amigos y mucha gente dejó de saludarme. Pero valió la pena. Fue la gran desobediencia: a mi propia jefa, la familia, los amigos, los vecinos que siguieron el caso “desde cerca”, la “opinión pública” pues, a cada persona que se lo contaban, se agarraba la cabeza escandalizada. Finalmente, tras tres meses de coma, murió mi progenitora. Ese día, a mis setenta años de edad, quedé huérfano. ¿Y cuales fueron mis sentimientos? Otra vez el referente es la lorquiana Ama: “una gran alegría, alegría no… golpetazos de ver que no era yo.” ¿Qué quieren? De tal palo, tal astilla.

Y ahora, al escribir estas líneas haciéndolo partícipe al lector, es cuando siento que por fin concluye la ceremonia del duelo y alcanzo mayoría de edad.

¿O sigo siendo el mismo niño desobediente de siempre, encantado de sus travesuras, cuanto más crueles tanto mejor?

No tengo madre, como dicen los mexicanos.



lunes, 12 de junio de 2017

EL JUDÍO ERRANTE (Otto Raúl González)



El Supremo Comandante Interespacial le ordenó a Ahasvero que se desnudara para examinar su cuerpo longevo y el hombre, en vez de quitarse la ropa, se empezó a quitar los siglos. Al despojarse del siglo 20 aparecieron delaciones, torturas, crímenes, llagas, pústulas atómicas, guerras interminables, campos de concentración y discriminaciones raciales, luego, se desnudó el siglo 19 y en su piel sarmentosa surgieron persecuciones, fusilamientos, masacres, quiebras, hecatombes, terremotos, y otras catástrofes; en el siglo 18, los atónitos ojos de los testigos vieron arrasamientos de pueblos enteros, aguillotinamientos, violaciones, chorros de pus; el siglo 17 mostró quemas de brujas, torturas de siervos, infamias e infidelidades; en el 16 y el 15 brillaron ciudades incendiadas, asaltos a sangre y fuego, hambres, empalamientos, y alguna que otra pequeña estrella entre los pliegues sombríos de la piel; en el 14 se vieron desollamientos, ignominias, epidemias y envenenamientos; en el décimo y noveno; oscuridad total y ritos perversos; en el quinto ya se empezó a ver un poco de claridad; al caer los velos del primer siglo de nuestra era, se distinguió una enorme luz que alumbraba vastos campos, arrasados, matanzas, y degüellos de infantes, flores, pisoteadas, palomas muertas, vísceras llenas de polvo y palpitantes aún. “Basta”, dijo el comandante en jefe, “este hombre es inmortal; déjenle libre para que siga vagabundeando por todas las galaxias”.


domingo, 11 de junio de 2017

TOM (António Lobo Antunes)



Hay sorpresas así: he recibido una carta de amor anónima.

Un hombre que firma Solitario Orgulloso. Dice que me ve todos los días en el autobús cuando voy al trabajo, me sigue de lejos sin atreverse a hablarme, se da cuenta de que trabajo en Monteiro & Seabra, espera hasta las seis, en una esquina discreta (es Solitario y Orgulloso, de ahí la esquina discreta), a que yo salga por la puerta de cristal camino del autobús otra vez, me acompaña desde el otro extremo del vehículo, solitaria y orgullosamente, en el viaje hasta casa, mirándome en los momentos en que no miro a nadie, baja en la parada siguiente y viene a espiarme por la ventana iluminada de la cocina donde empiezo a preparar la cena. En cuanto llega mi marido y me da un beso en el cuello se marcha muerto de celos. Es también casado pero no duerme con su mujer en la misma habitación y por tanto besos en el cuello ni en sueños. No hay nada entre ellos. No se separa por los hijos y porque ella le da pena. Dos hijos, el segundo minusválido: algo en la columna, ingresos, medicinas carísimas. Una vida sin sentido y en esto yo que le doy sentido a su vida, sujeta a la barra del 46. No entiendo cómo una mujer de mi edad, sujeta a una barra, puede darle sentido a la vida de un Solitario Orgulloso, yo que no soy guapa, soy bajita, uso gafas y sufro horrores con este pelo tan frágil, que siempre se me queda en el cepillo. Mirando con atención, se nota la piel al trasluz. Mi marido no es un Solitario Orgulloso sino un Solitario Indiferente.

Fuera del beso en el cuello, tan rápido, ni siquiera un poco de charla, aunque más no sea. No tengo dos hijos: tengo una hija de veintiún años que estudia periodismo. Su pelo, pobre, también es frágil. Mi marido, en compensación, una melena que ofende. En ocasiones descubro a mi hija que, disimuladamente, nos espía a ambos, comparando mechones, y nos mira con odio. Si consiguiese un novio pienso que su odio se mitigaría. Pero no consigue ninguno. Se encierra en la habitación, en caso de que la llame grita Ya voy y casi nunca viene y, si viene, es a mirarme de reojo, refunfuñando. La llamamos Bela (de Florbela, como mi madre) y mi hija repite ¡Bela! Con asco. Aún hoy no consigo saber si mi marido se da cuenta. Y en medio de todo esto me llega el Solitario Orgulloso y la carta de amor.

Antes me gustaba recibir cartas: hasta me alegran los folletos de propaganda en el buzón, supermercados, cerrajeros (realizan todas las reparaciones con perfección y rapidez), persianas, tarimas flotantes listas para transformar mi piso en un yate. Unas primas me escribían desde el norte: se cansaron de escribir. Mi marido cierta vez una postal, cuando fue por motivos de trabajo a Galicia, pero insulsa, sin ternura: llego sábado João. Y ahora, cuando menos me lo esperaba, un hombre que se exalta por mi modo de abrazarme a las barras. Solitario Orgulloso, en mi opinión, es un seudónimo bonito. Una especie de vaquero galopando en una planicie de cardos, sin miedo a los indios, con escopeta y lazo, camisa a cuadros y ojos azules. El domingo vi en el centro comercial una camisa a cuadros y enseguida pensé que le quedaría bien. Desde que llegó la carta, he intentado descubrir si hay alguien en el 46 con los ojos azules. O con botas con espuelas, bebiendo de una cantimplora polvorienta y secándose la boca con el dorso de la mano en un movimiento viril. A lo sumo pañuelos que se suenan.

Tipos con cartera. Viejas. Alguna que otra muchacha cuyo pelo me supera, todas más altas que yo, todas menos rechonchas. Y el conductor, sin nada de paciencia, gruñéndonos con cualquier pretexto.

He escondido la carta en el cajón de la ropa interior, por debajo de los sostenes y de las bragas, aunque me cohíba que el Solitario Orgulloso descubra intimidades. Lencería color carne. El mismo domingo en que vi la camisa a cuadros en el centro comercial, vi un sostén con encajes negros (dos números por debajo de mi talla pero qué importa) y me lo compré. Tiene una rosa de gasa roja en el centro (inventan cada cosa) y ahora la carta está pegadita a los encajes. Tuve el cuidado de acomodar las palabras Solitario Orgulloso junto a la rosa, haciéndose compañía. De vez en cuando abro el cajón y allí están abrazados.

La carta llegó hace dos meses, el día veintisiete de julio, y desde entonces nada. Si observo desde el segundo piso de Monteiro & Seabra no hay nadie en la acera, lo que me angustia porque puede tener que ver con la esquina discreta, y en la esquina discreta un hombre que enciende un cigarrillo rascando la cerilla en el umbral. Debe de tener un nombre estadounidense, Ray, Nick, Bob. Bob ni por asomo, que es el perro de la planta baja. Ray o Nick. O Tom. Tom me gusta. Yo en la cocina con el agobio de la cena, ceñida por el sostén de la rosa, claro, y Tom dejando el sombrero sobre el frigorífico y acercándose a mí, ojalá que sin estropearme las baldosas con las espuelas. En lugar del beso en el cuello me da de beber de la cantimplora sin quitarse el cigarrillo de la boca. De puntillas casi le llego al mentón. Apoya la escopeta y el lazo en la encimera, se saca la pistola de la pistolera, la hace dar dos giros completos en el dedo y la enfunda otra vez. Lleva la camisa a cuadros del centro comercial. Huele a piel roja, a coyote, a búfalo. Lanza el cigarrillo al fregadero de una pulgarada. Se inclina hacia mí y yo erguida sobre mis zapatillas, con los ojos cerrados, aceptándolo. El cierre del sostén me lastima la espalda y ¿qué más da? Lo que cuenta es la rosa. De gasa. Hinchándose. Comienzo a arquear los brazos para acariciarle la cara y la voz de mi hija, desde la puerta ¿Vas a bailar el vira? con el odio de siempre, con la acritud de siempre. Si no me quejo de mi pelo ¿por qué razón sufre tanto por el de ella? Gracias a Dios no repara en Tom, así que siempre puedo responderle Para cenar hay guisantes con huevos escalfados señalando la cocina, mientras el olor a piel roja, a coyote y a búfalo se acentúa paso a paso y me lleva consigo camino del saloon donde unos desharrapados con revólver juegan a las cartas con una lentitud feroz y un tipo instalado frente a un piano vertical, con la chistera abollada, me sonríe sin parar de tocar.



sábado, 10 de junio de 2017

CABALLOS DEL TIOVIVO (Pío Baroja)


A mí dadme los viejos, los viejos caballos del tiovivo.

Dadme el tiovivo clásico, el tiovivo con que se sueña en la infancia; aquél que veíamos entre la barraca de la mujer-cañón y la de las figuras de cera. Diréis que es feo, que sus caballos azules, encarnados, amarillos, no tienen color de caballo; ¿pero eso qué importa, si la imaginación infantil lo suple todo? Contemplad la actitud de estos buenos, de estos nobles caballos de cartón. Son tripudos, es verdad, pero fieros y gallardos como pocos. Llevan la cabeza levantada, sin falso orgullo; miran con sus ojos vivos y permanecen aguardando a que se les monte en una postura elegantemente incómoda. Diréis que no suben y bajan, que no tienen grandes habilidades, pero...

A mí dadme los viejos, los viejos caballos del tiovivo.

¡Oh nobles caballos! ¡Amables y honrados caballos! Os quieren los chicos, las niñeras, los soldados. ¿Quién puede aborreceros, si bajo el manto de vuestra fiereza se esconde vuestro buen corazón? Allí donde vais reina la alegría. Cuando aparecéis por los pueblos formados en círculo, colgando por una barra del chirriante aparato, todo el mundo se regocija. Y, sin embargo, vuestro sino es cruel; cruel, porque lo mismo que los hombres, corréis, corréis desesperadamente y sin descanso, y lo mismo que los hombres corréis sin objeto y sin fin...

Y a mí dadme los viejos, los viejos caballos del tiovivo.



viernes, 9 de junio de 2017

EL AMOR IMPOSIBLE DE LA LUNA (Sebastián Beringheli)


El filósofo subió a lo alto de la colina.

Era noche cerrada. Las nubes se amontonaban en el horizonte como un rebaño entumecido que espera los dedos rosados del alba.

En esa hora incierta elevó su voz al cielo.

—La tenacidad es un rasgo deseable en muchas actividades pero no en el amor —dijo el filósofo—. El insistidor rara vez seduce, a lo sumo desgasta. Su virtud no es la conquista elegante sino la voluntad de perpetuar un asedio tan prolongado que, por hambre, sed o aburrimiento, la plaza finalmente se rinde ante él.

El filósofo aguardó que sus palabras atravesaran la negrura, pero la luna, con un brillo fatigoso, casi indiferente, se asomó entre las nubes.

Desde entonces fueron muchos los sabios que ascendieron a la colina para persuadir a la luna; pero ésta continuó saliendo, noche tras noche, con la íntima convicción de que algún día el girasol la miraría.


jueves, 8 de junio de 2017

UN HEMISFERIO EN UNA CABELLERA (Charles Baudelaire)


Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.

¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.

Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel humana.

En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.

En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.

En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.

Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.


miércoles, 7 de junio de 2017

EL TRUCO DEL SOMBRERO (Etgar Keret)


Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes las cosas realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:

-¡Alabím alabám, Kasam va! – Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. dejé el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vómito desapareció. Los niños me rodearon enloquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.

-Lo de los conejos está pasado de moda -me dijo-, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.

A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejara luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.

Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:

-¡Alabím alabám, Kasam va!

La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto. 

Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.

He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.


LA LEY DE LA VIDA (Jack London)


El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.

Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.

El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chamán. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chamán mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.

¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado. Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.

-¿Estás bien? - le preguntó.

Y el viejo repuso:

-Estoy bien.

-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.

-Sí, ya nieva.

-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?

-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.

Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.

No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.

Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenía la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.

Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!

Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.

Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing, que examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!

Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, habría podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.

De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chamán vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.

Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.

Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.

Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.

Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.

Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.

Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...

-¿Por qué me aferro a la vida? - se preguntó.

Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.