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lunes, 31 de julio de 2017

INSTRUCCIÓN 8 (Leila Guerriero)


Mire por la ventanilla del auto. Vea cómo, a su derecha, se alinean moles de cemento y vidrio. Sienta frío, aunque sea un sábado soleado. Recoja los pies en el asiento. Mírelo a él, que conduce. Piense: “Qué guapo”. Diga: “Qué feos esos edificios”. Escuche cómo él dice: “Si”. Diga: “Tendríamos que llamar al plomero, por lo del caño”. Escuche cómo él dice: “Bueno”, no como si no le importara sino como quien considera el asunto algo muy poco entretenido para un día como ese. Siéntase, de pronto, urgida, como si quisiera enmendar una falta. Diga “¿Y si vamos al teatro?”. Escuche cómo él dice: “¿Si?”. Diga: “Mejor no”. Piense: “Si no nos gusta el teatro”. Sienta una voluntad rara: como si quisiera complacerlo, pero haciendo cosas que usted nunca hace, en una actitud que sabe que resultará ridícula y sospechosa. No pueda detenerse. Diga: “¿Y a una galería de arte?“ . Escuche cómo él dice: “¿Y si vamos al recital en el parque, a la noche?”. Piense: “Calor, mosquitos, horas fuera de casa”. Responda: “Mañana tengo que trabajar”. Arrepiéntase. Pregúntese qué fue de esa chica que usted era: alguien capaz de ir a un recital en cualquier momento, alguien que vivía en un departamento en el que había un solo plato, un solo tenedor, un solo juego de sábanas. Piense en la casa en la que viven ahora donde, hace una semana, encontró un juego de toallas sin estrenar compradas cinco años atrás. Diga “Bueno, podemos ir y volver temprano”. Escuche cómo él dice, con sinceridad serena: “No. Está bien. Nos gusta pasear. Vamos al río”. Mírese los dedos de los pies, encogidos como garras. Pregúntese: “¿Qué queda de mí?”. Mire por la ventanilla. Siéntase ansiosa como un pájaro que choca contra un vidrio y busca una salida que no existe. Piense –con alivio y con pánico, con agradecimiento y terror- “Podemos seguir así veinte años más”.


domingo, 30 de julio de 2017

MUERTOS Y ENTERRADOS (Saiz de Marco)


Él no tiene especial interés en que abran la fosa de su abuelo. Pero el caso es que, después de décadas de prohibición, la ley permite abrirla y sacar los restos para llevarlos al cementerio.

No es sólo la fosa de su abuelo. Es una fosa común en la que hay enterrados otros seis hombres. Fueron asesinados en 1936, al principio de la guerra. Los fusilaron y en el mismo sitio cavaron un hoyo donde echaron los cadáveres. 

Han sido otras familias las que han pedido la exhumación.

Tras extraer los restos hay una especie de homenaje. Es un acto abierto a todos, y están expresamente invitados los familiares.

Pide a sus hijos que acudan y éstos, de mala gana, van.

Casi todos los asistentes son ancianos. Parece un congreso de la tercera edad.

Como descendiente de uno de los homenajeados, le toca hablar. Entonces explica que no conoció a su abuelo pero su padre le habló de él. Le contó que fue un maestro con ideas socialistas que no tenía reparos en defender en público sus convicciones. Su lema era Cultura para el pueblo. Educación = Liberación. Le mataron por eso y por estar afiliado a un partido del Frente Popular.

Cuando termina de hablar, y sin esperar a que el acto concluya, sus hijos se levantan y se van.

Después del homenaje, de camino a casa, va pensando en su abuelo y también en su padre. Éste tenía seis años cuando lo dejaron huérfano. Durante toda su vida tuvo que tragarse la rabia, no remover recuerdos para no ser represaliado. De otro modo le habrían impedido ser funcionario de Telégrafos.

Cuando llega a casa, su hija está en el salón viendo Gran Hermano mientras habla por el móvil. Su hijo está en su cuarto siguiendo, en el ordenador, el gran premio de Malasia de Fórmula 1.

No se atreve a preguntarles qué les ha parecido el acto ni su intervención. "Bah, rollos de viejos" (imagina la respuesta).

Son sus hijos. Son buenos chicos. No saben qué es pasar hambre, tratar de dormir con el estómago vacío. No saben qué es ser analfabeto: ver un libro o un cartel y no entenderlo. No saben qué es tener que ir, con once años, a trabajar de sol a sol...

No: en poco tiempo la vida ha cambiado mucho y ellos no han vivido nada de eso.

De todos modos, tampoco les espera una vida fácil. No es fácil emanciparse, ni encontrar trabajo estable, ni tener casa propia... No han de sufrir las carencias de otro tiempo, pero aun así su futuro es complicado.

En su cabeza se agolpan Gran hermano, Cultura para el pueblo, Gran premio de Malasia, Bah rollos de viejos… Todo eso se le amontona en la cabeza y apenas entiende nada.



sábado, 29 de julio de 2017

CUIDADO CON EL ESCALÓN (António Lobo Antunes)



Dios mío, qué cosa más injusta la edad. ¿Seré un viejo elegante, bien peinadito, almidonado, abriendo la boca frente a las chicas que salen del colegio, con el labio tembloroso, con los bolsillos llenos de piropos y caramelos, enredando mi paso incierto con pasos adolescentes que no me hacen caso? ¿O un tipo sin afeitar y con el cuello de la camisa torcido, sin atender a las manchas de la ropa y a la mugre en las uñas, inmóvil en una esquina intentando acordarse de su nombre? ¿Responderé a anuncios de bodas enviando fotografías de veinte años atrás, cuando aún tenía pelo, llevando un ramo de flores patético rumbo a la cita en la confitería con una mujer de párpados huérfanos que me envió una fotografía de treinta años atrás y bebe infusión de manzanilla por el piñón de la boca, con un broche en forma de mariposa en el cuello y el análisis del azúcar en la sangre en rojo? ¿Viviré con un perro que se parece a mí y a quien, como es mi caso, sólo le falta hablar? ¿Rumbo a la confitería para un café con leche, una tostada y la servilleta de papel sobre la corbata, sujeta por dedos inseguros, lleno de migas y de timidez? ¿Qué se le puede decir a una mujer de párpados huérfanos por encima de la tetera, viuda de un comandante de la Marina, con la miniatura polvorienta de un barco

Bebo inclinado hacia delante para no ensuciarme, si mi hija estuviese aquí

(por más que la limpie polvorienta y ella limpia, ella limpia, juro que ella limpia)

en la cómoda de la sala? El sobre del azúcar cae mitad en el vaso mitad en el plato, bebo inclinado hacia delante para no ensuciarme, si mi hija estuviese aquí

-Se va a ensuciar, señor

no preocupada por mí, riñéndome

-Otra gota en el chaleco, ¿lo ve?

con una ferocidad impaciente, pero la dentadura no ayuda y además me tiembla el pulso quién sabe por qué, al cuello estirado le cuesta mantenerse, pobre, me levanto un poco de la silla impulsándome mediante arduas roldanas, la mujer de la mariposa se levanta de la silla impulsándose también mediante arduas roldanas, mientras palpitan de angustia las alas de la mariposa, y entonces nos vamos al parque con un pastel de arroz envuelto en la servilleta de papel de la tostada, las palomas a nuestro alrededor

(a ella le gustan las palomas, a mí me parecen estúpidas pero no digo nada, claro)

y yo soportando a las palomas, heroico, si en vez de vivas me las entregasen fritas, con un poquito de arroz y un trago de tinto para regarlas, tengo la impresión de que se me escurre saliva por el lado derecho del mentón

(la certidumbre de que se me escurre saliva por el lado derecho del mentón sólo de pensar en el arroz)

compruebo con la manga y es realmente saliva, qué cosa más injusta ser viejo aunque más no sea por esta dificultad en retener dentro de mí todo lo que no es sólo leído, gotitas avariciosas por la vejiga en lugar de la orgullosa, interminable curva del chorro de antaño cuando acertaba en una chapita de cerveza a dos metros, compruebo la saliva con la manga mientras la mujer de párpados huérfanos va desmigajando el pastel y, a propósito de mis migas, montones de migas en la ropa que no me atrevo a sacudir para que no crea que hay intenciones poco honestas en mí y de todos modos qué intenciones poco honestas puedo tener, si fuese, Dios mío, una cuestión de virtud y qué virtud dado que me distraigo horas seguidas con las chicas en ropa interior de las revistas del quiosco, cómo quedaría la mujer de párpados huérfanos en ropa interior y con la mariposa al cuello, imagino los encajes, algo en mí, qué extraño, comienza a reaccionar y al final, qué disgusto, no es eso, es un calambre, un calámbre, cómo se dice, cómo se escribe, calambre, calámbre, calhambre, me pierdo meditando, renuncio y no hay reacción alguna

(¿calhambre?)

ni la ropa interior surte efecto, qué cosa, sustituyo a la señora por una de las chicas o por dos al mismo tiempo para darle más potencia al motor de arranque y nanay de la China, de manera que le pido un trocito del pastel de arroz

-¿Me deja un trocito de su pastel de arroz?

y comienzo a deshacérselo a las palomas que detesto con la esperanza de que no unas pocas, sino decenas, centenares, millares, millones de palomas se me acerquen hasta cubrirme por entero y escuche muy lejos, a mi lado, en el banco, a la mujer de párpados huérfanos preguntándome, con una vocecita apagada

-¿Adónde se ha ido, señor Antunes?


viernes, 28 de julio de 2017

MI PRIMER AMOR (Manuel Rivas)



Gaby, Gabriela es mayor que yo. Creo que mucho mayor. Me lleva
por lo menos dos años. Después de tanto tiempo, no esperaba encontrarla en la aldea, en Aita, pero allí estaba sentada, lánguidamente en la bancada de piedra de los Brandariz, entre dos tiestos de geranios.

- Hola
- Hola
- ¿Qué tal?
- Bien. ¿Y tú?
- Bien, Muy bien. Bueno, fatal.

En realidad, era mucho mayor que yo. Tres años quizás.

- Estás muy delgada.
- Tú también estas muy delgado.

Llevaba una falda larga y tenía los pies desnudos.
Eran unos pies grandes, de hombre.

- Estuviste fuera.
- Sí
- A lo mejor yo también me marcho.
- ¿Ah, sí?
- Sí, voy a marcharme. Estoy pensando hacer un viaje. Pero muy lejos. ¿Sabes? A Australia o aun sitio de ésos.
- Sería fabuloso.
- Sí, casi seguro que me voy a Australia, un amigo mío tiene allí a sus padres. Se hizo radioaficionado y hablo con ellos por la noche.
- Yo estuve en Barcelona ¿Sabes? Viví con gente así.
- Ah, Barcelona, claro nunca he hecho un viaje. Me gustaría hacer algo importante. Australia o algo así.
- Debe ser alucinante tan lejos.
- Mi amigo dice que si hiciéramos desde aquí un agujero que atravesara toda la Tierra saldríamos a Australia. ¿Qué tal Barcelona?
- Bien. Bueno, regular. Mal.
- Mi amigo me regaló un reloj. Te despierta con la música de cumpleaños feliz. Happy birthday to you. También tiene la hora de Tokio, y de Londres, y de Nueva York. Y puedes anotar teléfonos y guardarlos. Es como un ordenador. Mira, mira, fíjate.
-¡Oh que bien, es fantástico. En el reloj parpadean los segundos. De repente, ella dijo:
-¿Sabes? Yo tengo una hija.
-¿Una hija?
- Sí, ¿quieres verla?

Y me invitó a pasar, sonriendo, como si le doliera sonreír.



jueves, 27 de julio de 2017

LAS SIRENAS (Azorín)



Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaban papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No aparecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.


EL PERRO Y YO (Lydia Davis)


Una hormiga también puede mirarte desde abajo, incluso amenazarte con sus patas. Por supuesto mi perro no sabe que soy un humano, él me ve como un perro, aunque yo no salte la cerca. Soy un perro fuerte. Pero yo no camino con el hocico abierto de par en par cuando salgo a dar un paseo. Ni siquiera en un día caluroso dejo que me cuelgue la lengua. Pero sí le ladro ¡No! ¡No!


miércoles, 26 de julio de 2017

EL VIEJO MANUSCRITO (Franz Kafka)



Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómadas del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.

Es imposible hablar con los nómadas. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.

También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómadas se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómadas se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quién sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómadas se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.

Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.



martes, 25 de julio de 2017

EL SUICIDA (Enrique Anderson Imbert)



Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?-, alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


lunes, 24 de julio de 2017

El PERRO QUE COMÍA SILENCIO (Isabel Mellado)



Hubo un tiempo en que me llamé croqueta. Así me llamaba mi amo. Mentecato lo llamaba yo a él, pero eso nunca lo supo. Ahora me gritan chucho. A mí me gusta titularme Zorba, el perro.
Y sí, soy un perro free lance de pueblo. Tardé en darme cuenta de que esta vez solo sería eso. No ponía huevos, tampoco tenía cuernos y ni hablar de hacer patinaje sobre hielo.
A los pocos meses de nacer me abandonaron en un vertedero. Me recogió don Mentecato y me apadrinó prometiendo cuidarme toda mi perra y su aún más perra vida, pero como era de esperar no cumplió su palabra y no se lo reprocho. Viene a mi mente el dicho «errar es humano, perdonar es perruno». A lo largo de mi vida he comprendido que casi ningún hombre tiene palabra, pero todos tienen silencios y eso es lo esencial.
Es muy difícil mentir con el silencio. Para mí es un recurso natural, como el agua. Hay días en que sólo me alimento de eso, y claro, así estoy también flaco como perro; o como bromearía mi compadre pastor alemán: no es que sea flaco, es que tengo los huesos bien afuera. Además parezco de gamuza con la tiña que agarré al revolcarme con una perrita choca de los suburbios y que me da un look bohemio.
Mis silencios preferidos son el silencio del hueso y el silencio de los enamorados que huele a bistec y anhelo. En cambio, el silencio de los cónyuges suele ser turbio y estrecho y no es sólo uno compartido, sino al menos dos, por lo general antagónicos. A mí personalmente me ponen la carne de gallina y eso bien se sabe que para un can no es nada bueno.
Soy zurdo convencido. Meneo la cola con oficio de izquierda a derecha, me despierto de izquierda a derecha y si el tiempo me permite elegir, planto preferentemente el mordiscón en el muslo izquierdo del masticable contrincante.
¿Que por qué me fascinan los gatos? Porque son algo así como el resumen de la noche, sobre todo los negros. Pienso que, si logro finalmente despedazar a alguno, liberaré todos los amaneceres que contiene. Soy re-patiperro, creo en el espacio abierto y en la posibilidad de las esquinas.


domingo, 23 de julio de 2017

MOMOTARO (Anónimo japonés)



Una vez, hace muchos años, en un pueblecito de la montaña, un hombre y una mujer muy viejos vivían en una solitaria cabaña de leñadores.
Un día que había salido el sol y el cielo estaba azul, el viejo fue en busca de leña y la anciana bajó a lavar al arroyo estrecho y claro, que corre por las colinas.
¿Y qué vieron? Flotando sobre el agua y solo en la corriente, un gran melocotón (durazno). La mujer exclamó:
—¡Marido, abre con tu cuchillo este melocotón!
¡Qué sorpresa! ¿Qué vieron? Dentro estaba Momotaro, un hermoso niño. Se lo llevaron a su casa y Momotaro se crió sano y fuerte. Siempre estaba corriendo, saltando y peleándose para divertirse, y cada vez crecía más y más y se hacía más corpulento que los otros niños del contorno.
En el pueblo todos se lamentaban:
—¿Quién nos salvará de los Demonios y de los Genios y de los terribles Monstruos?
—Yo seré quien los venza —repuso Momotaro—. Yo iré a la isla de los Genios y de los terribles Monstruos y los venceré.
—¡Dadle su armadura! —dicen todos—. Y dejadle ir.
Con un estandarte enarbolado va Momotaro a la isla de los Genios Malignos. Va provisto de comida para mantener su fortaleza.
Por el camino se encuentra a un perro que le dice:
—¡Guau, guau, guau! ¡Momotaro! ¿Adónde te diriges? ¿Me dejas ir contigo? Si me das comida, yo te ayudaré a vencer a los Demonios.
—¡Ki, ki, kia, kia! —dice el mono—. ¡Momotaro, eh, Momotaro, dame comida y déjame ir contigo! ¡Les daremos su merecido a esos malditos Genios!
—¡Kra, kra! —dice el faisán—. ¡Dame comida e iré con vosotros a la isla de los Genios para vencerlos!
Momotaro, con el Perro, el Mono y el Faisán, se hace a la vela para ir al encuentro de los Genios y derrotarlos. Pero la isla está muy lejos, muy lejos y el mar, embravecido.
El mono desde el mástil grita:
—¡Adelante, a toda marcha!
—¡Guau, guau, guau! —se oye desde popa.
Y en el cielo se escucha:
—¡Kra, kra!
Nuestro capitán no es otro que el valiente Momotaro.
Desde lo alto del cielo el Faisán espía la isla y avisa:
—¡El guardián se ha dormido! ¡Adelante!
—¡Mono, salta la muralla! ¡Vamos, preparaos! —dice Momotaro.
Y grita:
—¡Eh, vosotros, Demonios, Diablos, aquí estamos! ¡Salid! ¡Aquí estamos para venceros, Genios!
El Faisán con su pico, el Perro con los dientes, el Mono con las uñas y Momotaro con sus brazos, luchan denodadamente.
Los Genios, al verse perdidos, se lamentan y dicen:
—¡Nos rendimos! Sabemos que hemos sido malos, nunca más volveremos a serlo. Os entregamos el tesoro y todas nuestras riquezas.
Sobre una carreta cargan el tesoro y todas las riquezas que guardaban los Genios. El perro tira de la carreta, el Mono empuja por detrás y el Faisán les indica el camino. Y Momotaro, encima de los tesoros, entra en su pueblo donde todos lo aclaman como vencedor.


sábado, 22 de julio de 2017

MÉDIUM (Pío Baroja)



Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistad, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román. Estaba tranquilo, pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella...

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

viernes, 21 de julio de 2017

¡ARRIAD EL FOQUE! (Ana María Shua)


¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique.



jueves, 20 de julio de 2017

LOS ESCLAVOS (Jacques Sternberg)


En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.

Es decir, que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.

Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.


miércoles, 19 de julio de 2017

¡QUE SALGA EL AUTOR! (Otto Raúl González)


Estaba por concluir aquel hermoso día de verano. El ocaso empezaba a mover lentamente sus tramoyas en el escenario del horizonte. Se preparaba así el gran espectáculo del crepúsculo. Los tres jesuitas que se paseaban a aquella hora por los espaciosos jardines del convento, se reunieron en el patio mayor, como si hubieran convenido de antemano el encuentro. Y el gran espectáculo dio principio. El ingenuo nácar, el amarillo limón, el azul desvaído, el ocre profundo, el añil severo, el verde tierno, el café rotundo, el marfil puro, el púrpura definitivo y el anadrio violento bailaron su danza de nubes y de ilusiones efímeras. Y se aproximó el final calmo y supremo.

Se adivinaba caer ya un lento telón de terciopelo negro. Los monjes sonrientes batieron palmas incesantes. Uno de ellos, sin poder dominarse, gritó: ¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor! Contagiados los otros, insistieron. Y ya en coro pedían a gritos ¡El autor! ¡El autor!… ¡Que salga el autor! Los tres pensaron lo mismo y volvieron a corear: ¡Queremos la presencia del autor! Varios truenos resonaron en lo alto y se vio una danza de relámpagos, uno de los cuales fulminó a los tres entusiastas jesuitas. Ya en otra dimensión, allá donde todo es armonía, los tres escuchaban la voz de Dios: ¿Queríais estar ante mi presencia, hijos míos…?


martes, 18 de julio de 2017

AGRAVANTE (Emilia Pardo Bazán)



Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo -a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni- aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente -sin abanico no hay chino- y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.

A los pocos días se esparció la voz de que la ciencia sinense había sufrido cruel e irreparable pérdida con el fallecimiento del doctísimo Li-Kuan -que así se llamaba nuestro filósofo- y de que su esposa Pan-Siao se hallaba inconsolable, a punto de sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores pueden revelar la más honda pena, se advertían en Pan-Siao el día de las exequias: torrentes de lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas para soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y frecuentes síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni conciencia, y sólo a fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto y desmayarse con mayor denuedo.

Entre los amigos que la acompañaban en su tribulación se contaba el joven Ta-Hio, discípulo predilecto del difunto, y mancebo en quien lo estudioso no quitaba lo galán. Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la viudita, toda suspirona y gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en muy discretas y compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan rabioso y nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos del fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no serviría para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.

Respondió la viuda con sollozos, declarando que para ella no había en el mundo consuelo, además de que su inútil vida nada importaba desde que faltaba lo único en que la tenía puesta; y entonces el discípulo, con amorosa turbación y palabras algo trabadas -en tales casos son mejores que muy hilados discursos-, dijo que, puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan, alguno podría haber que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que si en vida del maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por lo menos, desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que era donde Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso, prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos pies de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo, le alzó gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto, ser echado a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la mucha estimación en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda, la misma estimación y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco -cuando todavía por mucho que la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de Li-Kuan- impulsaron a su viuda a contraer vínculos eternos con el gallardo Ta-Hio.

Vino la noche de bodas, y al entrar los novios en la cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo esposo estaba no alegre y radiante, sino en extremo abatido y melancólico, y que lejos de festejarla, callaba y se desviaba cuanto podía; y habiéndole afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con modestia que le asustaba el exceso de su dicha y le parecía imposible que él, el último de los mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia, el ilustre Li-Kuan. Le tranquilizó Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que Li-Kuan era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina del Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón suprema y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había embelesado ni miaja. Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho estar advirtiendo los primeros síntomas de cierto mal que solía padecer, mal gravísimo, que no sólo le privaba del sentido, sino que amenazaba su vida. Y Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado, con los ojos en blanco, agitado ya de un convulsivo temblor…

-Mi sándalo perfumado -le dijo-, ¿con qué se te quita ese mal? Sépalo yo para buscar en los confines del mundo el remedio.

Suspiró Ta-Hio y murmuró:

-¡Ay mísero de mí! ¡Que no se me quita el ataque sino aplicándome al corazón sesos de difunto! -y apenas hubo acabado de proferir estas palabras cayó redondo con el accidente.

Al pronto quedó Pan-Siao tan confusa como el lector puede inferir; pero en seguida se le vino a las mientes que, en los primeros instantes de inconsolable viudez, había mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el jardín, para tenerle cerca de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad, no había ido nunca: de todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una linterna para alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar las tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.

Dejó en el suelo la linterna y el hacha, dio un azadonazo…, y en seguida exhaló un chillido agudo, porque detrás del sauce surgió una figura que se movía, y que era la del mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto por dos palmos de tierra!

-Sierpe escamosa -pronunció el filósofo con voz grave-, arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que venías a hacer conmigo; voy a sacarte los sesos, si es que los tienes. Entre mi discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que sondaríamos el fondo de tu malicia, y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu inconstancia que sólo a mí ofende, sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas de la dama del abanico?

Y el esposo cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el complicado moño, y contra el tronco del sauce le partió la sien.



lunes, 17 de julio de 2017

EL AUSENTE (Rafael Baldaya)


Aquella noche mis no-padres iban a copular, pero cuando estaban acariciándose dulcemente él dijo que en agosto podían ir al pueblo, a su vieja casa familiar, y sin querer añadió algo que irritó a ella, por lo que dejó de abrazarle y se apartó. Empezaron una discusión y… Bien, en resumidas cuentas: que así fue como yo no fui engendrado.

Es verdad que después mis no-padres tuvieron hijos (en cierto modo soy el no-hermano de ellos). Uno incluso se llama como me habrían puesto a mí. Pero, por supuesto, no soy yo. Como dije, yo no fui concebido. Estuve cerca, pero no.

Soy, pues, uno de tantos (de esa gran mayoría: de esa ingente no-gente) que nunca han existido.



domingo, 16 de julio de 2017

INSTRUCCIÓN 7 (Leila Guerriero)


Tiene que empezar de a poco. Un día cualquiera dígale una mentira menor. Miéntale, por ejemplo, con el precio del cactus que acaba de comprar. A ella el precio real le parecería un escándalo, entonces dígale que lo pagó por mucho menos. Vea cómo ella, en vez de decir “¿Pagaste eso por un cactus?”, de mirarlo con una reprobación muda que a usted ha empezado a producirle un miedo cerval, sonríe, dice qué lindo. Sienta que dentro suyo crece algo parecido al alivio. Después de todo, era fácil: sólo se trataba de mentir un poco. Empiece a hacerlo seguido, siempre con pequeñas cosas. Convénzase de que son maniobras de reacomodamiento, necesarias para que usted nunca vuelva a pensar, como ha pensado, “¿Quién es esta mujer, por qué me mira como si me odiara?”. No le diga que votó a la derecha: dígale que votó a la izquierda, como ella. No le diga que el perro se escapó unas cuadras porque usted lo sacó sin correa: dígale que se asustó y que usted no tuvo fuerzas para retenerlo. Dígale que salió a correr —aunque no haya salido—, que pasó un lindo feriado estando solo mientras ella trabajaba —aunque desde las dos de la tarde la quietud opresiva de la ciudad le haya pesado como una manta negra—. Sienta que el alivio, dentro suyo, crece. Después de todo, era fácil ahuyentar el miedo. Sólo se trataba de inyectar una dosis de ficción inocua. De limar las partes de su personalidad que a ella —quién sabe desde cuándo— la desesperan. De ofrecer una versión de usted desinfectada. Pase así uno o dos años. Un día, mientras estén cenando, vea cómo ella se lleva el tenedor a la boca con un gesto remilgado, desconocido, y escuche que le anuncia que se hará vegetariana. Sienta que dentro suyo la cólera crece. Las mentiras encerradas en un cuarto oscuro son, ahora, gatos dementes que arañan la puerta. Pregúntese “¿Quién es esta mujer?”. Sepa que todo está perdido.


sábado, 15 de julio de 2017

LAS HIERBAS QUE ÉL ARROJÓ (Saiz de Marco)



Me revienta esta mierda de trabajo. Me revienta cambiar de ciudad cada vez que la empresa termina una obra. Me revienta tener que mudarme todos los años. Otro traslado, otro alquiler.

Se acumulan trastos en la casa. La mitad de lo que uno guarda (recuerdos, papeles…) no sirve para nada. No merece la pena conservar estas estanterías. Ni tampoco el abrigo pasado de moda, ni los zapatos desgastados, ni el jersey que ya suelta pelusa.

Tiro a la basura todo eso. ¿Para qué llenar de bártulos el camión de mudanzas?

Y ahora viene lo peor: clasificar y empaquetar lo que sí voy a llevarme.

Me tomo un respiro, me asomo a la terraza y desde allí veo a alguien: Un hombre que busca entre la basura cosas aprovechables y que, tras mirar dentro de un cubo, saca y se lleva mi jersey, mi abrigo, mis zapatos…


viernes, 14 de julio de 2017

REZAD POR MI ALMA PECADORA (António Lobo Antunes)



Me doy cuenta de esta precariedad. Cualquier día la vida me dice adiós y se va, y yo sin tiempo siquiera para despedidas

-Adiós, vida

¿Por casualidad alguien ha nacido o ha muerto acompañado? Digo si alguien ha vivido acompañado en serio

yo sólo ojos y narices abiertas en la almohada. Vi a mi padre muerto y me subleva la injusticia de su inmovilidad. Vi muertas a personas que quería mucho y me sublevé también. Es decir, yo furioso y sin que me saliera una sola palabra de la boca. Parientes serios, saludos, abrazos. Salía de la capilla que olía horriblemente a flores, fuera seguía todo igual y yo más furioso todavía. Me sentaba en un peldaño del vestíbulo, me quedaba allí. El reloj de la iglesia marcaba las horas. No comprendía, no comprendo, y el hecho de no comprender me desesperaba. No quería comprender sólo con la cabeza, quería comprender con los sentidos y ni la cabeza ni los sentidos me ayudaban. Un sentimiento de soledad muy grande, de desamparo. Y siempre la misma pregunta

-¿Por qué?

y un vacío después de la pregunta. Métase deprisa bajo tierra, padre, o sea, ya que no se mueve, que lo metan deprisa bajo tierra. Y además los objetos de los muertos que poco a poco desaparecen, cosas que palpaban todos los días, que formaban parte de ellos, que usaban, y la sensación de las cosas asimismo muertas. Las cogía y no se animaban. Parecían blandas. Casas llenas de ausencias. Un plato que desaparecía de la mesa, una silla prolongando la forma de un cuerpo que ya no existía. Quedan retratos: qué me interesan los retratos. El nombre. Y después los retratos y el nombre desaparecen igualmente. Quedarán mis libros. Dios mío, ¿seré sólo libros un día, lomos en un estante? ¿Y estas manos? ¿Estos ojos? ¿Este cuerpo? En la última entrevista a un escritor inglés, al preguntarle qué deseaba de la posteridad, respondió

-Que recen por mi alma pecadora.

Espero que hagan lo mismo por mí, porque estoy de pecado hasta las cejas. Por la ventana el viento en los arbustos, sol, qué cosa. Rezad por mi alma pecadora. Y el viento que no para de soplar, de agitarse. ¿Qué pretende? Da la impresión de que quiere murmurar no sé qué, hablarme, y no capto su lenguaje. Las casas también, a veces. Y la noche. Por la noche es peor: cuchicheos, susurros, avisos. No soy una persona triste, soy una persona intrigada. Leonardo da Vinci solía firmar Leonardo, iletrado. Allá va, entre los arbustos, una perra en celo con su séquito de cachorros ansiosos detrás. Esa expresión preocupada de los perros. A veces se los ve muertos en el arcén de las autopistas, sanguinolentos. Si uno pasa por allí al día siguiente han desaparecido: ¿quién se los ha llevado? Un borracho con los brazos abiertos en medio de los carriles, desafiando a los automóviles, con gabardina y bufanda en el pico del verano. La gabardina siempre cambiando de forma debido a los gestos. El horror de los enfermos en el hospital de cuando yo era médico. Mi padre murió solo en uno de ellos, en mitad de la noche. ¿Qué rollo es éste? ¿Por casualidad alguien ha nacido o ha muerto acompañado? Digo si alguien ha vivido acompañado en serio, no me refiero a tener gente cerca, me refiero a estar acompañado, una proximidad sin palabras, una fusión. Tocadme el hombro, hay momentos en que siento necesidad de que me toquen el hombro. Después, sin más, podéis marcharos. Hombres descargando bombonas de gas de una camioneta. El señor del café que desenrolla el toldo dándole a la manivela. Banderas en los alféizares por el fútbol. En una ocasión fui a buscar al tejado de un edificio a una mujer que quería suicidarse. Fue una chiripa que no nos hubiéramos caído los dos. Los tejados de los edificios

(y era un edificio nuevo)

son oblicuos y resbaladizos

-Quédese tranquila

insistía yo

(qué estupidez)

-Quédese tranquila

y ella inclinada hacia abajo llorando. Coches de la policía con las luces del tejadillo que se encendían y se apagaban, la cara de la portera en una especie de postigo

-No lo soporto

y claro que soportó así como soportó la mujer, así como soporté yo. Bajamos por la escalera con ella sin parar de llorar, uno de los pies calzado, el otro descalzo, y por encima de la ropa una de esas batas que se ponen para sacudir el polvo. Tenía una especie de escoba que se quedó arriba ya escasa de ramas. Las luces del tejadillo de los coches de la policía se apagaron. Esto en otoño bajo un cielo funesto. No sé si la mujer tenía marido o hijos. No volví a verla y no me acuerdo ni del color de su pelo. Me acuerdo de sus uñas roídas. De una pulserita de oro. Nada más. Y yo ahí, que sufro de vértigo, como un héroe

-Quédese tranquila

cuando no hay ningún heroísmo en mí. Soy egoísta. No valgo gran cosa. Es como en la guerra: se dan comportamientos extraños por un motivo que se me escapa. De generosidad, de valentía. Claro que no estoy hablando necesariamente de mi caso. Me tocó vivirlo. Eso es todo. Y aunque me cueste admitirlo me marcó para siempre: no se me van de la cabeza los nombres de los muertos. Ahí está: los muertos nombres y cosas. El retrato de uno de ellos en el ataúd, persiguiéndome hasta hoy. No es para sorprenderse: casi todo me persigue hasta hoy, una vieja que lavaba escalones en un edificio, gimiendo. Aún no iba al colegio y la bendita vieja no para de gemir. Hace cincuenta años que gime dentro de mí. Voy a acabar este relato. ¿Cómo? Si alguien me prestase una ayudita, una idea. ¿El viento en los arbustos? No. ¿La perra en celo? Tampoco. ¿La mujer? Ni soñarlo. Sólo acabar, levantarme de la mesa con una frase a medias. ¿Mi padre? Menos aún. Tal vez la frase del escritor inglés: que recen por mi alma pecadora.



jueves, 13 de julio de 2017

VUDÚ (Enrique Ánderson Imbert)


Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sólo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.

-¿Estás segura de que anda lejos?

-Sí.

-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

-Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.


miércoles, 12 de julio de 2017

CON EL SILBATO COLGANDO DEL CUELLO (Wislawa Szymborska)


La vida en la República Popular de Polonia era aburrida. Ya sé que no es el principal reproche que puede hacérsele, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho. Aburrida y gris, gris y monótona. Todos los periódicos informaban sobre los mismos sucesos con las mismas palabras. En las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había. Las complicaciones para tramitar el pasaporte acababan por deslucir (al menos, en mi caso, así era) cualquier ilusión de viajar al extranjero. Imaginemos el caso siguiente. A un padre de familia se le ocurre de pronto llevar a su esposa e hijos a comer a un restaurante un domingo. Dulce iniciativa, e inofensivo placer -se diría-. Por desgracia, la familia empieza a vagar por la ciudad hasta que desiste en su empeño, porque en los locales donde hay mesas libres ya no queda nada para comer, y donde sí queda, no hay mesas libres. ¿Y qué me dicen de nuestras excursiones veraniegas? Pasamos por un pequeño pueblo desconocido y nos entran ganas de quedarnos allí un par de días. Bien, pero ¿dónde? O bien no hay ningún hotel cerca o, cómo no, lo hay, pero había que reservar la habitación con algunos meses de antelación. Porque vivíamos en un sistema en el que el individuo debía saber ya en febrero qué le apetecería hacer en mayo. Nada de caprichos imprevistos, nada de fantasías, nada de locuras románticas, porque simplemente no era posible realizarlas. Cuando cruzo la Plaza Mayor de Cracovia en un día agradable y animado siempre me acuerdo de que, hasta hace poco, estaba triste y sucia, sucia y sin vida. Siempre encontrabas merodeando por allí grupos de excursionistas de la República Democrática Alemana aguardando el toque de trompeta bajo la lluvia con el rostro alzado, porque, lloviera o no, el hejnał formaba parte de la visita. Se me ha quedado grabado en la memoria el guía de uno de esos grupos con un silbato colgado del cuello, que usaba a todas horas para que la gente no se dispersara. Abu­rrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso. Sólo en ese contexto puede entenderse qué significaba en aquellos tiempos Przekrój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leído y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a diversiones no programadas por los de arriba y se esforzaba por ampliar su campo visual. Siempre que podía, trataba de aparentar que no había oído el silbato. Hasta los contenidos ideológicos con los que la revista compraba su existencia se redactaban en tono algo menos insistente que en el resto. Sin ese tributo político, Przekrój no hubiera sido posible, sólo alguna revista como Ogoniok, con sus poetas, dibujantes y chistes... pero a la polaca. El relato de Andrzej Klominek, empleado de Przekrój bajo la dirección de Eile, será todo un manjar para los amantes de los libros de recuerdos. En su mayoría son sucesos, anécdotas, confesiones personales. Bueno, y algo de historia, que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción. Lo único que no entiendo es qué pasa con la distribución, porque no veo el libro en las librerías. El ejemplar que tengo se lo he pedido al autor.


martes, 11 de julio de 2017

GALEÓN (Manuel Vicent)


En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos.

Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevan siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar -trirremes, carabelas, goletas, galeones- que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares el Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol.

El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.



lunes, 10 de julio de 2017

EL MAQUINISTA (Iván Teruel)


Vuela demasiado bajo. La gaviota roza la furgoneta que viene de frente y describe en el aire un escorzo desequilibrado. Cae en mi carril. Esas décimas de segundo hasta que la atropello me provocan un vivo estremecimiento. Porque queda delineado, diáfano, el perímetro de la existencia. Y porque su transposición resulta inminente e inevitable. El momento es intenso, trágico, turbador. De repente, alcanzo a comprender esa mezcla de horror y perplejidad que a veces traía mi padre en los ojos cuando llegaba a casa. No era tanto el hecho de atropellar a un suicida como la conciencia nítida de no poder hacer nada por evitarlo.


domingo, 9 de julio de 2017

PARA TRADUCIR HAY QUE SABER IDIOMAS (Floridor Pérez)


Escribió un legendario poeta chino de la dinastía T'ang:
Abandona a tiempo tu poesía o tu mujer.
Tradujo un académico:
ha pasado el tiempo de la poesía amorosa.

Un sacerdote aseguró que decía:
no se puede servir a dos señoras.

Y un psicoanalista:
llega un tiempo en que las piernas de la mujer
dejan de ser un libro abierto.

Entonces vine yo
y me abandoné todo el tiempo
a mi poesía y a mi mujer.

Que era exactamente lo que había querido decir
el legendario poeta chino
de la dinastía de Li Po.


sábado, 8 de julio de 2017

LOS VETRICCIOLI (Fabio Morábito)



Nuestro número crecía año con año, es cierto, pero la vieja casa en las calles de Bolívar nos seguía alojando a todos sin incomodidades, o con un confort que era cada día más sutil y más íntimo.

Llena de recovecos y de estrechos pasillos que de repente se ensanchaban sin motivo, parecía, más que una casa, el amalgama de muchas que hubieran terminado por darse de codazos para apoderarse del mismo lugar.

Cada rincón había sido provisto de un pupitre, que a veces no pasaba de una simple tabla para apoyar el atril y el tintero. Otros pupitres estaban colocados dentro de los viejos armarios de la familia, en los vanos de las ventanas y en tapancos construidos para aprovechar la buena altura de los techos y el leve abombamiento de un pasillo o de una estancia.

No se desperdiciaba la menor concavidad ni entrante de los muros. Había también pupitres encajados en pequeños recodos en donde con trabajo hubiera cabido un niño, y en esos nichos, lo mismo que en las otras partes de la casa, se trabajaba de diez a doce horas diarias a la luz del día o de las lámparas. Los cuartos estaban en la planta de arriba, pero era frecuente que al final de la jornada muchos Vetriccioli se quedaran dormidos con la pluma en la mano sobre la tabla de sus minúsculos escritorios.

Cuando venía al mundo un Vetriccioli, los viejos, reunidos en el sótano, elegían el futuro lugar de trabajo del recién nacido: el ala oeste, los tapancos del sur (donde alguna vez hubo una cocina), los recovecos levantinos o el abombamiento central. Y cuando el pequeño cumplía tres años pasaba bajo la tutoría de un tío o de un primo mayor que lo familiarizaba con los atriles, los cajones, el vértigo de los tapancos y los diccionarios.

A los seis años el pequeño Vetriccioli sabía sentarse derecho, usar el papel secante, sacar punta a los lápices, borrar con goma sin rasgar la hoja y poner en orden un escritorio. Se le enseñaba a llevar los manuscritos de un tapanco a otro y a llenar los tinteros de sus primos y tíos; al final del día mostraba con orgullo sus dedos manchados de tinta y cuando cumplía los siete años empezaba a traducir las primeras frases y los primeros párrafos, que además de ejercitarlo servían para saber qué lugar de la cadena familiar le vendría mejor en el futuro.

En efecto cada traducción nuestra pasaba de mano en mano hasta ser sopesada una infinidad de veces, las nuevas manos desmentían a las anteriores y eran desmentidas por otras, cuando no un tapanco por otro tapanco o un armario por otro armario o un ala de la casa por el ala opuesta. Eso causaba demoras en las entregas a las editoriales, pero al pasar por tantas correcciones y enmiendas, la obra, como un caldo, se impregnaba del aire y el estilo de toda la familia, ese aire que los entendidos reconocían al primer golpe y los hacía exclamar con admiración:

-¡Seguro que es un Vetriccioli!

Porque era de buen gusto citar nuestro nombre junto con el del autor, y se decía: “Acabo de comprar un Molière Vetriccioli”, o: “Fulano me regaló el último Vetriccioli: las Noches florentinas de Heine”. O incluso: “Tengo en mi casa un Vetriccioli del 42”, sin ni siquiera mencionar la obra ni el autor.

Los Guarnieri, que vivían a tres cuadras de distancia, en la calle de Turín, querían hacernos la competencia, y su especialidad, que anunciaban en los periódicos (tenían el mal gusto de anunciarse en los periódicos), eran las lenguas muertas. Pero, ¿quién puede decretar la muerte de una lengua? Aunque ya no se hable o haya tenido una vigencia corta entre los hombres, un idioma no dejará de reaflorar aquí y allá, siempre adherido al subconsciente de la especie; por eso a menudo entre nosotros era algún párvulo que apenas empezaba a sostener la pluma encaramado en un tapanco remoto quien se remontaba por pura intuición hasta el origen de una palabra de un antiguo idioma caucásico o de un dialecto turquestano que hacía desesperar a los viejos de la familia.

Para nosotros no había nada caduco, nada que rescatar del olvido, sino distintas capas en un continuo acomodo, así que la división que establecían los Guarnieri entre lenguas vivas y lenguas muertas nos parecía un subterfugio para encarecer sus precios. ¿Qué podía esperarse de una familia que trabajaba en un inmueble de oficinas de tres pisos, sin vivir juntos, seguramente compitiendo entre sí, seguramente sin ser todos Guarnieri?

Nosotros no salíamos de casa. Hasta para cruzar la calle hacen falta convicciones firmes y que yo sepa ningún Vetriccioli esgrimió nunca fuera de los asuntos relacionados con nuestro trabajo algo que se pareciera a una convicción o una verdad generales, ni reprobó una conducta ajena excepto el oportunismo de los Guarnieri. Las ideas con que nos topábamos en los manuscritos nos dejaban indiferentes; atendíamos a la coherencia de un razonamiento para traducirlo de manera correcta, no para cultivarlo o atesorarlo, como hacían los Guarnieri.

¡No era difícil imaginarse las conversaciones pedantes en la calle de Turín, llenas de disputas, de principios inderogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos!

Qué diferencia de nuestras charlas a la hora de la cena, llenas de ocurrencias y desvarios, donde lo que importaba era oírnos conversar todos juntos y percibir las manías y las inclinaciones secretas de cada uno, el tintineo de las almas. Oh, nos sabíamos desde siempre meras correas de transmisión, y eso nos apasionaba.

Vivíamos de perfil, responsables a medias y vivos a medias. Nos ayudaba el físico; los hombres y mujeres Vetriccioli fuimos siempre delgados, al revés de los Guarnieri, grasosos como su prosa. Ni el más flaco de ellos se hubiera movido a gusto en nuestra casa llena de pasillos y remetimientos. Ninguno de nosotros conocía toda la casa. Además de su tamaño y de sus cientos de recovecos, el hervor del trabajo nos la ocultaba. Quien emprendía un reconocimiento general se aburría al poco rato y ahí donde abandonaba su intento quedaba asignado a cualquier pupitre a media altura o al ras del suelo en que sus servicios fueran necesarios.

Esas migraciones, aunque poco frecuentes, contribuían a uniformar el estilo poniendo en contacto los diferentes sectores de la casa, que con el tiempo habían adquirido peculiaridades propias. Los recovecos levantinos eran famosos por el abuso de la forma pasiva y el punto y coma; lo que llegaba ahí vivaracho y con buen ritmo salía circunspecto y solemne. Era la llamada cadencia levantina, buena para las memorias y el género epistolar, pero inservible para los episodios alegres y violentos.

Gran parte de la función del tatarabuelo y de los otros ancianos que vivían en el sótano era orientar cada paso de los manuscritos hacia el sector de la casa más conveniente. Nada mejor que el ala oriental para los arrebatos líricos. En cambio, para la duda, la sospecha y el resquemor, los tapancos del sur. Bastaba el más leve cambio de tono en el autor (una digresión nostálgica, una frase velada de resentimiento), para que de inmediato el libro viajara a otro punto de la casa, aunque fuera por unas pocas líneas. Y en cada sector florecían las especialidades.

Cierto tapanco había alcanzado la excelencia en las exclamaciones de repudio, otro en los balbuceos de ira. Los manuscritos pasaban diariamente por docenas de escritorios y eran sometidos a una vigilancia estilística morbosa. Y lo mismo que ningún Vetriccioli había recorrido toda la casa, sólo unos cuantos habían leído un manuscrito de cabo a rabo.

Quiero decir que la vida de casi todos transcurría entre breves párrafos y frases truncas. Eso impedía emocionarse y perder el control sobre el texto, aguzando nuestra sensibilidad para el valor de cada palabra, aunque nos fue insensibilizando hacia el contenido y el encadenamiento de los hechos. A la larga, esto provocó que la octava generación perdiera completamente el gusto de discurrir a la hora de la cena. Los relatos de los más viejos les parecían un zumbido sin sentido, así que no tardaban en recostar la cabeza sobre la larga mesa para dormirse; cuando hablaban, lo hacían por sobresaltos, sin emoción, y enmudecían de golpe como si no hubieran abierto la boca.

Eran los más altos y delgados de la familia, casi blancuzcos, casi filamentosos, y apenas se burlaban de los Guarnieri, apenas se reían; no usaban los diccionarios ni las gramáticas y cuando se topaban con un pasaje difícil, en lugar de pedir ayuda, encogían los pies y el estómago, cerraban los ojos, respiraban hondo y hallaban como en una muda plegaria la palabra o el giro sintáctico que los sacaba del problema.

Cuando nos destronaron a todos, no se unieron, se amalgamaron, ya que tampoco se tenían confianza entre ellos. Hartos del ruido que hacíamos al trabajar, su ira reventó una mañana de invierno. Bajaron al sótano y lo primero que hicieron fue colgar a los viejos. Nos tomaron a todos de sorpresa porque la rutina de los escritorios nos había vuelto lentos; muchos no encontraron la puerta de la calle, otros no entendieron qué pasaba hasta que empezaron a patear colgados de una viga o de un tapanco; los pocos que logramos huir no volvimos a juntarnos y cada quien sobrevivió como pudo.

A partir de entonces los Guarnieri prosperaron como nunca. Añadieron un piso a su edificio de la calle de Turín y exigieron que se les diera crédito en los libros. Esa costumbre vulgar se ha extendido. Nosotros nunca hubiéramos aceptado ver nuestro nombre impreso; toda la dificultad y dignidad de nuestro trabajo consistía en convencernos íntimamente de que no existíamos, en descubrir que en realidad el autor sabía castellano, que secretamente se había expresado en castellano y quién sabe qué accidente de último momento lo había obligado a remojar su obra en otro idioma, cuya capa exterior nosotros quitábamos como las vendas de un herido.

¡Cómo ganaban ligereza y soltura cada una de las palabras devueltas a su molde original! Los Guarnieri luchaban para ver su nombre impreso en los libros y olvidaban que el secreto de nuestro oficio era la rehabilitación lenta y caritativa. Estábamos ahí para cerrar las llagas, devolver la salud y restituir las cosas a su sitio, nada más.

Ahora, cuando paso por Bolívar rasando el muro del jardín para detenerme todavía un par de minutos frente al caserón vacío y decrépito (ellos, como era de esperarse, ciegos y sordos como eran, no tardaron en aniquilarse entre sí después de aniquilar a todos, pero yo tuve siempre el cuidado de recoger la correspondencia del buzón que daba a la calle y despacharla del modo más conveniente para alejar cualquier sospecha o pregunta curiosa), los veo otra vez a todos: al bisabuelo Julio y a la tía Sampdoria y al tío Cornelio, a mis hermanos Pílade y Edgardo, a todos mis primos y mis tíos del abombamiento central maldiciendo y graznando y exprimiendo los ojos en busca del adjetivo justo y del giro más sobrio.

Todos los sectores se consumían en la misma fiebre de perfección, y aunque el número de nosotros crecía año con año, nuestra casa, habilitando un rincón aquí y ensanchándose allá, nos reservaba siempre un pliegue oculto o un recodo virgen para un nuevo Vetriccioli.

Por supuesto había que adecuarse a las nuevas presencias, hacerles sitio, adelgazar insensiblemente, pegar más el brazo al cuerpo al escribir, consultar poco los diccionarios para estorbar lo menos posible, ser más precisos y sobrios en la elección de las palabras, en suma sólo gravitar lo estricto y necesario. De manera que cada nuevo Vetriccioli imponía a fuerza un sutil reacomodo, un cambio casi imperceptible de tono y de estilo, así como los viejos, al morir, se llevaban palabras y cadencias irrecuperables.

Lo que era común a todos era el fervor, la entrega a la casa y la conciencia de que no se inventaba nada, de que se trabajaba sobre lo trabajado por otros y se corregía para ser corregidos, de que la originalidad no existía y ningún trazo personal era digno, por lo que había que borrarlo, y de que esa era la diferencia esencial entre nosotros y los Guarnieri, entre su gordura y nuestra agilidad, entre su edificio de varios pisos y nuestra vieja casa de Bolívar donde se perdía uno entre sus miles de recovecos.




viernes, 7 de julio de 2017

PUNTO CIEGO (Agustín Fernández Mallo)


Científicos de la Universidad de Southern California, Los Ángeles, han implantado una cámara de vídeo en los ojos dañados de varios ciegos que se prestaron al experimento y les han devuelto la vista. La resolución de su nueva mirada es de 16 píxeles, suficiente para distinguir un coche, una farola o una papelera. En un principio pensaron que harían falta 1.000 píxeles, así que cuando los ciegos dijeron que veían relativamente bien con sólo 16 la sorpresa fue mayúscula. Los científicos no habían tenido en cuenta un dato: todos tenemos un punto en el ojo denominado "punto ciego", un punto a través del cual no vemos y que el cerebro inconscientemente rellena con lo que se supondría que debería haber ahí; lo inventamos y solemos acertar. Es lo que nos permite ver la totalidad de una casa aunque nos la tapen parcialmente las ramas de unos árboles, o ver la carrera completa de una persona entre una muchedumbre aunque esa misma muchedumbre nos la oculte por momentos. Por eso a los ciegos les bastó con 16 píxeles: el resto de los píxeles los pone la imaginación. En nuestros ojos hay un punto que lo inventa todo, un punto que demuestra que la metáfora es constitutiva al propio cerebro, el punto donde se generan las cosas de orden poético. A este "punto ciego" debería llamársele "punto poético". De igual manera, en ese gran ojo que vendrían a ser todas y cada una de nuestras vidas hay puntos oscuros, puntos que no vemos, y que reconstruimos imaginariamente con un artefacto que damos en llamar "memoria". Puede que en realidad estén ahí ocultas las otras dimensiones, fantasmas y espectros que no percibimos y que vagan por el planeta Tierra a la espera de emerger como consecuencia de que alguien edifique una metáfora en ese punto ciego.



jueves, 6 de julio de 2017

GENEALOGÍA (Rafael Baldaya)



Jesús fue hijo de José,

y éste fue hijo de Elí,

y éste de Matat,

y éste de Leví,

y éste de Melqui,

y éste de Jana,

y éste de José,

y éste de Matatías,

y éste de Amós,

y éste de Nahum,

y éste de Esli,

y éste de Nagai… Etcétera.

Y todo eso está muy bien, Evangelistas.

Pero también os digo que, si retrocedéis más en el tiempo, si seguís remontándoos, si trepáis por las ramas del árbol genealógico, si os encaramáis todavía más…, habrá un momento en que, en lo alto de la estirpe, os toparéis con un mono.


Salvo esta matización, Evangelistas, no soy quién para deciros que en asuntos de moral tengáis que cambiar nada.


miércoles, 5 de julio de 2017

NOS ABRAZÁBAMOS (Fernando Arrabal)


Nos enlazamos desnudos en el campo y pronto nos separamos de la tierra y volamos dulcemente. En la cabeza llevábamos coronas de hierro.

La brisa nos llevó de un lado para otro y en ocasiones girábamos en torno a nosotros mismos, siempre unidos, vertiginosamente. Pero las coronas no se caían.

Así recorrimos en unos instantes varias regiones diferentes, mis muslos entre los suyos, mi mejilla sobre la suya y las dos coronas tocándose.

Al terminar las últimas convulsiones, de nuevo volvimos a la tierra y observamos que las coronas nos habían herido la frente y que la sangre resbalaba.

Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma de palabras y la hoja blanca de frases.

Entonces cierro los ojos y, mientras oigo el tictac del reloj, veo cómo giran en torno a mi cerebro, diminutos, el pobrelocoamnésico perseguido por el filósofodelamandrágora.

Cuando abro los ojos las letras, las palabras y las frases han desaparecido y sobre la hoja blanca ya puedo comenzar a escribir:
"Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma". Etc.

Nunca supe por qué todos la llamaban "Filosofía".

Me decía que yo soy el sol y ella la luna, que yo soy el cubo y ella la esfera, que yo soy el oro y ella la plata.

Entonces de todo mi cuerpo salían llamas y de todos los poros de su cuerpo lluvia.

Nos abrazábamos y mis llamas se mezclaban con su lluvia y se formaban infinitos arcoíris a nuestro alrededor.

Y fue entonces cuando ella me enseñó que yo soy el fuego y ella el agua.

martes, 4 de julio de 2017

ESCALERA (Carlos Arturo García Bonilla)


Anoche vi a un muchacho con una sola pierna, era casi un niño, tendría unos 13 ó 14 años. Daba la impresión de que había perdido su pierna hace poco porque se notaba la torpeza en sus movimientos. Un señor, probablemente su padre, caminaba junto a él. Llegaron a unas escaleras, serían unos 20 escalones, el muchacho se veía desalentado. El señor le apostó una carrera y empezó a saltar en un solo pie. El muchacho sonrió, levantó las muletas y empezó a subir saltando en un solo pie mientras el señor hacía su mejor esfuerzo por alcanzarlo. Al final el señor alcanzó a ganar por un pequeño margen (un escalón). No le hizo ninguna concesión al muchacho pero al terminar tuvo que agacharse y respirar porque estaba rojo y se había quedado sin aire. Mientras tanto el muchacho se reía a carcajadas. 

Por alguna razón quise llorar, pero no era tristeza lo que sentía.


lunes, 3 de julio de 2017

ACCIDENTE (Emilia Pardo Bazán)


Bajo el sol -que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio-, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡ahum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

-Somos nueve hermanos pequeños -ha dicho el jornalerillo-, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra… Aquí, desde luego se gana.

-En casa éramos doce -corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad-, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l’amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera…

Y la vieja, entre dos chupadas, declaró sentenciosamente:

-El que con chiquillos se acuesta… Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la ropa y le pego un buen azote…

No era verdad; el vecindario de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero andaba siempre alabándose de abofetear al uno y de destripar al otro. Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo, sonriendo al escuchimizado rapaz.

Desde que sonó la hora cesaron las confidencias. La taciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica les atontaba quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la repetición incesante, espaciada por la acción de alzar y bajar la piqueta, del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable, desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los jornaleros adónde. ¿Qué les importaba, además?

El rapaz, Raimundo, trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista, hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a los que tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el año.

No sospechaban, y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias indiferentes a todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción del nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de color de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella una cava, que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos taludes y que no refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas cuando se enteran de que ya los cobija el desmonte.

Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡Ahum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.

-¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a la billarda?

El amor propio, el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada de desprecio con que le dijo al concederle jornal:

-Te tomo…, no sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera puedes con la herramienta…

¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más… La tuerca notó el arrechucho del novato, y le dijo, maternal, bondadosota:

-No te mates, hombre, que igual ha de ser. El negocio no está en dar tanto piquetaso, sino en arrincar de cada golpe buena pella.

Y señalaba el hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que hacía caer Raimundo. Él suspiró, sin responder, volviendo a la carga.

Un automóvil pasó, haciendo retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas, no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate,en el diario integrista: «Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima cuando menos lo piensen». Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca oscura y sin apearse arrimóse al socavón, gritando:

-¡Eh! ¡Vosotros! Que se os viene encima esa tierra. ¿Estades ciegos?

La alcoholizada le contestó pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza tuerta solo refunfuñó:

-¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el trabajo.

Raimundo, por su parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren, para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de cansancio, el corrusco de pan de maíz!

El cura, no obstante, seguía vociferando caritativos insultos.

-¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tarde eso en venirse!

Y como la vieja se lanzase fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en seguida, un silencio siniestro, interrumpido por el rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que vigorosamente perneaba, cabeceaba para salir de entre la masa de tierra de la impensada sepultura.

Acudieron el párroco y la bruja; la ayudaron; se le vio sacar primero la rodilla, después una pierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio le olvidaron. Cuando se empezó a solevantar la tierra, porque acudieron vecinos de las casucas y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre el pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez compacta.

domingo, 2 de julio de 2017

EL HIJO (Horacio Quiroga)



Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.

-Sí, papá -repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe…

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.

-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte…

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia…

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…

-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

-Pobre papá…

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.

-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…

-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

-Piapiá… -murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.

-No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.