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sábado, 30 de septiembre de 2017

LA L (Saiz de Marco)


Así toda la vida: Gateando, tropezando, cayendo, levantándote, tropezando de nuevo, volviendo a levantarte, el uniforme puesto, el traje de aprender, el pupitre, el maestro, el colegio en septiembre, la L de la autoescuela, de alumno, de aprendiz, de novel, de inexperto, de soy un principiante, lo que nunca entendiste, las fichas, los deberes, las preguntas del test, el ejercicio práctico, la evaluación continua, Mao Tse-Tung, Mao Zedong, era bueno, era malo, Plutón es un planeta, Plutón no es un planeta, Rusia vuelve a ser Rusia, guion ya no lleva tilde, la araña es un insecto, la araña no lo es, las clases de refuerzo, el temario que cambia, las leyes reformadas, esta deroga aquella, aprende, desaprende, física, matemáticas, de qué te vale ahora el alfabeto Morse, lengua, filosofía, informática, idiomas, esto no hay quien lo entienda, exámenes de junio, puesta al día, reciclaje, estudios de postgrado, aprobado o suspenso, incompleto el programa, la materia no cabe, nunca cabe en un curso, los intentos fallidos, el ensayo, el error, la duda que va y viene, es rallado o rayado, vertemos o vertimos, los lapsus, los equívocos, dejaste cabos sueltos, con eso no contabas, el modelo no sirve, no hay que bajar la guardia, te hace falta experiencia, un año es poco tiempo, cuántos serán bastantes, esto está mal planteado, bórralo, hazlo de nuevo, compás, cartabón, regla, pantalla y no papel, reinicia, resetea, cada década un mundo, vamos no te anquiloses, la piedra angular era esa que despreciaste, rectifica, desdícete, el camino era otro, desanda lo ya andado, da la vuelta y comienza, comienza a comenzar, eso está ya obsoleto, ayer era moderno y hoy es una antigualla, rescata del olvido, lo supe y no lo sé, actualiza las viejas lecciones oxidadas (ni una cronista fiel ni una buena archivera fue nunca la memoria), las parcelas vedadas, la blanca y densa niebla, y todo el tiempo, ¡todo!, bebé, joven, adulto, sin pelo, con acné, con melena, con canas, ya calvo y con arrugas, gateando, tropezando, cayendo, levantándote, tropezando de nuevo, volviendo a levantarte (aun después de caerse el niño sonreía: mientras echaba a andar, un paso y otro paso, le viste sonreír), la carrera de fondo con vallas, con obstáculos, empiezas a entenderlo, crees que por fin comprendes lo que no está en los libros, lo que no te enseñaron, la L, siempre la L, y hasta el último aliento, hasta el latido último toda la vida así.


viernes, 29 de septiembre de 2017

¿HABRÁ VIDA ANTES DE LA MUERTE? (António Lobo Antunes)



Los cuervos de Rumania, enormes, sobre los campos sin fin de Bucarest a Costanza, alzándose en bandada a ambos lados de la carretera. El monasterio del siglo XIV donde los sacerdotes entonaron la oración más bonita que hasta hoy he oído, rogando por las almas eternas de los escritores fallecidos. El olor a azufre del mar Negro casi junto a mis pies después de un bosquecillo de abedules. La presencia de cosa viva, aplastante, sembrada de luces de la noche: al abrir la ventana, un vaho largo, caluroso, con murmullos de personas ahí dentro, parecidas a minúsculos animales conmovidos. Un poeta de Azerbaiyán se levantó de la mesa, comenzó a cantar y cuánta alegría, cuánto sufrimiento en la voz. Cantaba con un vaso en la mano, los ojos cerrados, acabó de repente, se sentó, cogió el tenedor y el cuchillo, siguió comiendo: la canción no había existido nunca. La casa de Micaela Ghitescu, ensombrecida de recuerdos, muebles, cuadros, fantasmas, su hermano, sus padres, una foto, de treinta años atrás, con una muchacha bonita, con flores en el pelo. Un modo lento de mirar, una sonrisa en ciernes, una expresión seria antes de la sonrisa , dedos que no tocan a nadie en el marco y deberían tocarme. Uno camina por allí, sin peso, entre muebles oscuros. Automóviles viejísimos, palacios dignos, tristes.

Estoy muy lejos de casa, yo que sé cada vez menos qué significa una casa

El escritor Dinu Flamand

-Durante muchos años, aquí nos preguntábamos si habría vida antes de la muerte.

Tal vez no hubiera vida antes de la muerte, pero los escritores fallecidos tenían eternas sus almas: en cuanto me llegó el humo del incensario del sacerdote, la mía empezó a subir. La despedí

-Adiós, alma.

y llovía aquí fuera, en los arriates, en los bojes. Un diácono me bendijo una cadena con una imagen: se rompió esa tarde, la perdí. Sin darle importancia repetí

-Adiós, alma

bajito. No encontré la cadena. Hombres gordos nadando en la piscina del hotel. No daba con el camino hacia el restaurante, daba vueltas, me perdía. El buey del mar Negro resollando, resollando durante todo el insomnio. Un sendero a lo largo de la playa, muchachas en bicicleta que se alejaban de mí. Los hombres gordos llegaban al borde de la piscina, peludos, exhaustos. La mujer de uno de ellos lo envolvió en la toalla y el gordo subía los escalones con bamboleos de foca: si le entregase una pelota la mantendría en equilibrio en la nariz. ¿Tendría ése un alma eterna? Las cerillas que encendía en la caja no atinaban con el cigarrillo. Ningún cuervo: ¿acaso huyen de las olas? Unas gaviotas menudas, pajarracos de cola estirada. Franjas de nubes verdes a lo lejos y yo en la terraza siguiéndolas. Venían de lo alto de Ucrania, rumbo al agua. El hombre gordo tiró el cigarrillo, fastidiado, la mujer le susurró no sé qué al oído, levantaron al unísono las cabezas: ninguno de ellos respondió a mi saludo, el hombre gordo me amenazó con el puño cerrado. El escritor Dinu Flamand

-Durante muchos años, hasta el final del comunismo, nos preguntábamos si habría vida antes de la muerte.

En Neptun, en medio de una pobreza absoluta, las fincas veraniegas de las personas importantes de la dictadura. ¿Será muy diferente aquí? ¿Hoy? ¿Ahora? Que yo recuerde ningún sacerdote en Portugal ha rogado por las almas eternas de los escritores fallecidos. Al menos que yo sepa. Volví a saludar al hombre gordo, me marché. Me saludé a mí también, frente al espejo, sentí que me hacía falta un saludo. Las nubes verdes de Ucrania justo en la terraza en este instante. Un niño entró en el mar con un flotador, carros de campesinos en la vereda a mi izquierda, las esquilas de las mulas súbitamente alegres. Estoy muy lejos de casa, yo que sé cada vez menos qué significa una casa y por tanto, tal vez, no estoy lejos de nada. Podría quedarme aquí oyendo los carros, volver a empezar desde el principio, entenderme con los cuervos. Sus gritos asustados. Ser un hombre gordo en una piscina de hotel. Ha de haber vida antes de la muerte. Y bosquecillos de abedules, hojas plateadas, temblorosas. Troncos plateados también. Bajo las escaleras, paso por la recepción, me dirijo, con las manos en los bolsillos, hacia el desconcierto de las olas. Un caballero endilgando baratijas, una pareja de adolescentes en un banco, las gaviotas menudas se van dispersando frente a mí. Dónde incubarán sus huevos que no veo rocas, peñascos, sólo la arena gris, barquitos, un pontón de madera. El caballero de las baratijas

-Domnule, domnule

y ahí seguimos los dos, durante unos metros, a la par. Me sustituye por otra víctima, me deja. Terrazas, una señora que se masajea el tobillo, una especie de templo chino donde se bebe cerveza. Mañana vuelvo a Alemania, ha de haber cuervos en Múnich, abedules. Por lo menos el viento de las montañas los días de lluvia. Ha de haber vida antes de la muerte. Monjes budistas en el aeropuerto aguardan a que alguien los lleve hacia el techo del mundo. Me acomodo mejor en la silla. Frente a la puerta de mi vuelo, hago caer el sueño sobre mí, despacito. El escritor Dinu Flamand sigue hablándome ya no en Bucarest, cada vez más lento, difuso. ¿Habrá vida antes de la muerte? Dejo de sentir las piernas, los brazos. Dejo de tener cuerpo. Es bueno dormir.



jueves, 28 de septiembre de 2017

LA CONDENADA (Vicente Blasco Ibáñez)



Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.

No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael!, un gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió de asustarle aquella cara angustiosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.

El único rumor de la vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquellos, al menos, veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quién hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad; y los que a aquellas horas transitaban por las calles, tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!… ¡Tan buena que es la libertad!… Merecían estar presos.

Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y amenazadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre y que solo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? A ver, mucho silencio. Le querían guardar entero sano de cuerpo y espíritu para que el verdugo no operase en carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos, molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que durante el sueño sus enemigos, aquellos que querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago al revés; por esto le atormentaba con crueles pinchazos. De día pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.

Recordaba su regreso al pueblo natal, después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo:

«¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta de guarda rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un puño, hasta que, cansados estos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael. ¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni patalease más.

En fin: ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos que habían pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar, sin duda, venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance. Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.

Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ¡Malo, malo!

Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de la familia no había qué decir; todos los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas. Después, el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!… Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el telégrafo.

Al decirle un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso, rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquella dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima. Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una firmica.

Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban: abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

-¿Qué les parece? ¿Echará la firmica?

Al día siguiente lo llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos superpuestos, esparcía un punzante olor de establo. Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor; y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

-¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! ¡Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así! ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación. Aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar a su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos, como si quisiera decirle algo.

-No; hombres no faltan -decía tranquilamente con un conato de sonrisa-. Pero soy muy cristiana, y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado. El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiese recibido la orden de libertad.

-Alégrate, mujer -decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado-. Ya no matan a tu marido, no serás viuda.

La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

-Bueno -dijo al fin tranquilamente-. ¿Y cuándo saldrá?

-¡Salir!… ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.

Por primera vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza; era de desesperación, de rabia.

-Vamos, mujer -decía el cura, irritado-. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte… ¿Y aún te quejas?

Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

-Bueno; que no lo maten…; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?…

Y, tras larga pausa, añadió entre gemidos, que estremecían su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:

-Aquí, la condenada soy yo.



miércoles, 27 de septiembre de 2017

ARENA (Emilia Pardo Bazán)



No le había visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al salir del café donde almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde mi habitual residencia de El Pardo.

Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su mirar tenía un brillo exaltado, y una especie de ansia febril animaba su semblante, de ordinario grave y tranquilo.

-Tú estás enamorado, Braulio -le dije.

-Y tanto, que voy a casarme -respondió, con ese género de violencia que desplegamos al anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos satisfacen a nosotros mismos.

Minutos después, sentados ambos ante la mesita, y empezando a despachar las apetitosas doradas criadillas, regadas con el zumo fresco y agrio del limón, entró en detalles: una muchacha encantadora, de la mejor familia, de un carácter delicioso…

-¿Sin defectos?

-¡Bah!… Un poco inconsistente en las impresiones… No toma en serio nada…

-¿Arenisca? -pregunté.

-Es la definición exacta: arenisca -contestó él súbitamente, plegado de preocupación el negro ceño-. Le dices hoy una cosa, parece hacerle impresión, y al otro día comprendes que todo se ha borrado… ¡Por más que quiero fijarla, no lo consigo! En fin, eso, ¿qué importa?

-Sí importa, Braulio…

Y viéndole silencioso, agregué:

-¿Me permites evocar un recuerdo de viaje? Este verano estuve en el monte de San Miguel… ¿Sabes tú cómo hay que hacer para llegar? Por tres caminos se puede emprender la expedición: Avranches, Pontaubault o Genêt. En cualquiera de ellos hace falta, ante todo, provistarse de un guía. Los coches de línea llevan delante un explorador o batidor, que, con larga pértiga, reconoce los arenales antes que el carruaje se aventure; porque no son raros los casos de haberse hundido la diligencia, con todos sus viajeros, como sorbida por invisible boca, y haber sido dificilísimo el salvamento, cuando no imposible… ¡Pide a Dios -añadí, haciendo una digresión intencionada- que tus pies se apoyen en dura roca, o pisen el ardiente polvo del desierto africano, o la lava volcánica del Vesubio, o aquel suelo sembrado de guijarros tan cortantes y agudos, que nuestros soldados, desgarrándose los pies, le llamaron sierra de las Navajas! ¡Todo, todo, excepto la arena! La arena es horrible…

Y notando que Braulio apenas podía tragar las colitas de los langostinos y se ayudaba con frecuentes libaciones, él tan sobrio, continué:

-A primera vista, la arena movediza es sencillamente una extensión gris, en la cual creeríamos poder aventurarnos sin recelo. Hay arenas, sin embargo, más pérfidas que otras. Algunas parecen líquidas: absorben inmediatamente lo que se les arroja. Siguiendo las indicaciones de mi guía, hice el experimento. Nos llevamos un carnero vivo y lo lanzamos a vuelo a la arena, como lo hubiéramos lanzado al mar. Y en realidad fue lo mismo. Le vimos desaparecer: ni aun la cabeza surgía. En pocos segundos no quedó señal alguna del pobre animal: ni siquiera depresión en la árida superficie.

Al preguntar yo si era frecuente que ocurriesen desgracias en los arenales que rodean al monte, me contestaron que ahora pocas veces, desde la construcción del dique extendido entre la tierra firme y la Abadía. No obstante, siempre existen insensatos que se juegan la vida, sea por curiosidad, sea porque hay en el peligro atractivo misterioso, que nos fascina y nos hace olvidar la más elemental prudencia…

Me interrumpió Braulio, dejando de chupar la cabeza roja de un langostino.

-Te entiendo -murmuró-. La alusión es transparente… En las arenas movedizas del alma de una mujer, algunos nos atrevemos a arriesgarnos cuando estamos realmente enamorados; pero en esas otras arenas que me estás describiendo, me figuro que pocos se aventurarán.

-Te engañas… Lo que voy a referirte ocurrió encontrándome yo allí. Y el que se arriesgó a desafiar las arenas fue un viajero que conocía perfectamente los peligros de la aventura. Y la que le incitó, una mujer…

Siguiendo la estela de cierta viajera muy guapa, ya viuda, que le traía al retortero, un muchacho sudamericano, aficionado al deporte, algo jactancioso, a quien yo conocía de París, se encontraba en la hospedería. Suele decirse que los valientes no son nunca fanfarrones; pero esta sentencia, como todas las que la psicología se refieren, no es infalible. Aquel muchacho, Sotero Hernández, fanfarroneaba, sin carecer de un valor temerario. Bien lo probó la aventura.

Cuando nos reuníamos a la hora del té o de sobremesa -yo formaba parte del corro, o, mejor dicho, corte, de la viuda- se hablaba de las arenas, de sus peligros, de lo que pudiera acontecer, caso de atravesarlas sin guía. Sotero había tomado el estribillo de reírse de tales historias.

-Son -repetía- cuentos y leyendas que fraguan aquí para prestar cierto atractivo dramático a la estancia en el monte. Este elemento se cultiva cuidadosamente también en Suiza: forma parte del reclamo. ¡Bah! A mí no me asustan.

Llegó un momento en que la viajera, fijándole con sus grandes ojos negros tropicales, dijo, entre desdeñosa y riente:

-Sí, sí… Una cosa es hablá, otra hasé… ¡Yo creo que las tales arenitas le dan a todo el mundo su miga de respeto!…

Hernández se encontraba en ese período en que un hombre, exaltado por la vehemencia pasional, quisiera realizar cosas tales, que asombrasen al mundo y demostrasen el temple extraordinario de su espíritu. Acaso también hubo un momento en que no fue dueño de su lengua, y anunció más de lo que a sangre fría debiese anunciar. Lo cierto es que, embriagado con sus propias palabras, y viendo lucir una chispa de interés en aquellas pupilas de infierno dulce, juró que cruzaría las arenas por la parte afuera del dique y por ellas regresaría a la Abadía sano y salvo.

A pesar nuestro, nos habían persuadido un poco sus graciosas «rodomontades», y no sé por qué imaginamos el peligro menor. Tampoco creímos quizá que aquel mala cabeza realizase su plan con tan fulminante rapidez.

No medió entre el alarde y el hecho más de media hora. Salió Sotero muy ceñido de cinturón y polainas, llevando por todo bagaje unos gemelos de turista, y ni más ni menos que si se tratase de cruzar los Alpes, un largo palo de herrada punta.

Con aquel palo empezó a reconocer el arenal, donde se enfrascó desde luego. Hay en las arenas movedizas zonas sólidas, y en conocerlas y seguirlas sin desviarse a derecha ni a izquierda están la dificultad y el triunfo. Tentando hábilmente, siguió Hernández una de estas vetas, demostrando gran sangre fría y seguridad de movimientos. Sabía que desde la terraza que domina las dunas le observábamos, y de cuando en cuando se paraba, sacaba sus gemelos, los dirigía hacia nosotros, que le asestábamos los nuestros, y nos hacía con la diestra, antes de proseguir, gentil saludo…

Al verle caminar con paso elástico, avanzando hacia el extremo de los arenales, más allá del cual el piso se consolida y la roca aflora la tierra, todos los del corro empezamos a tomar la hazaña a broma, y, por supuesto, «ella» se reía. Sólo yo, presa de angustia inmensa, que me había acometido de repente, notaba un sudor frío humedeciéndome la raíz del cabello.

No podían ser puras invenciones los relatos de hombres sorbidos por la arena, de coches hundidos con sus caballos, de rebaños de doscientas cabezas desaparecidos. Y era lo más aterrador recordar que, según se afirmaba, nadie conoce la profundidad de las arenas. Una bala de cañón lanzada al abismo arrastra toda la cantidad de soga que se le quiera poner, hasta el suelo de la bahía: es tragón, como las fauces de la eternidad. Los buques que en ella se pierden no quedan en el fondo visible; la arena los chupa en un santiamén. No hay sondas que alcancen a explorar ese terrible suelo.

De repente, las risas se trocaron en chillidos de horror. O Hernández había perdido la ruta segura, o, como era más probable, la zona firme cesaba y empezaba el terreno flojo. Ello es que le vimos hundirse, como por escotillón de teatro, suavemente, sin hacer movimiento alguno. Después supimos que, sereno, y sabedor de que toda contorsión precipita el naufragio en las arenas se limitó -al notar la atroz sensación de perder pie- a ejecutar lo único que en tal caso puede ser útil: abrir los brazos, sosteniendo horizontal en ellos la pértiga, y cortar por este medio el remolino que se lo tragaba… Le veíamos perfectamente, y nos veía él, y nos miraba, serio ya, y yo grité desesperadamente:

-¡Un guía! ¡Gente! ¡Un viajero se ahoga en la arena!

Tal vez el caso no era nuevo: ello fue que en un momento se organizó el envío de socorros, y dos prácticos volaron en auxilio del imprudente… Seguían el mismo camino por él emprendido; faltaba que él pudiese resistir hasta la llegada de los salvadores… Nos aterró ver que su cabeza bajaba al nivel del suelo. Fue esto, sin embargo, lo que le salvó. Reuniendo sus fuerzas y sus energías, logró tenderse, y, habiendo soltado las piernas, raneaba suavemente, de un modo casi imperceptible, hacia la parte sólida del arenal. Todo movimiento descompuesto podría provocar la formación de otro vórtice, aunque en aquella posición era ya más difícil… Y así, nadando o reptando, antes de que llegasen los que iban a auxiliarle, alcanzó el terreno sólido…

¡Lo alcanzó, sí…; pero en qué estado, con qué cara! Nos pareció ver a un muerto que salía del sepulcro. No hace falta ser cobarde para experimentar vértigo de espanto ante las arenas tragonas…

-¿Y qué hizo después con su amor? -interrogó Braulio.

-¡No hay amor que a eso resista! -contesté despreciativo.

Luego supe que Braulio no se ha casado… Sin duda, teme a la arena.


martes, 26 de septiembre de 2017

ARTIFICIOS (Macedonio Fernández)



-Mujer, ¿cuánto te ha costado esta espumadera?

-1,90.

-¿Cómo, tanto? ¡Pero es una barbaridad!

-Sí; es que los agujeros están carísimos. Con esto de la guerra se aprovechan de todo.

-¡Pues la hubieras comprado sin ellos!

-Pero entonces sería un cucharón y ya no serviría para espumar.

-No importa; no hay que pagar de más. Son artificios del mercado de agujeros.



lunes, 25 de septiembre de 2017

UNA VIUDA (Guy de Maupassant)



Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.

Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.

Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.

Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:

-Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.

La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:

-Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.

Todos quisieron conocer la historia, pero la solterona se negaba a explicarla; por fin, tanto y tanto le rogaron, que la explicó:

-Ustedes me han oído hablar muchas veces de la familia Santéze, ya extinguida. Yo he conocido a los tres últimos hombres de la casa; los tres murieron de igual manera; este pelo es del último, que a los trece años se mató por mí. Les parece a ustedes raro, ¿verdad?

“¡Oh!, era una raza original, raza de locos acaso, pero de una locura encantadora: eran locos de amor. Todos, de padres a hijos, tenían pasiones violentas, ímpetus que los lanzaban a las más extraordinarias empresas, a fanáticos sacrificios, a criminales intentos. El amor era en su familia tan exaltado como la piedad lo es en ciertas almas. Los trapenses no tienen la misma naturaleza que los trasnochadores.

“Entre los parientes se decía: «Enamorado como un Santéze.» Su aspecto los delataba; tenían el pelo ondulado, sobre la frente; la barba, rizada; rasgados los ojos, y sus penetrantes miradas eran perturbadoras.

“El abuelo del último, cuyo recuerdo conservo, después de muchas aventuras, raptos y desafíos, a los sesenta y cinco años se enamoró perdidamente de la hija de su colono. He conocido a los dos. Ella era rubia, pálida, fina; hablaba lentamente con voz suave, y su mirada era dulce, tan dulce como la de una Virgen. El anciano se la llevó consigo, y se sintió tan cautivado por la moza, que no podía estar un minuto sin ella. Su hija y su nuera, viviendo en el castillo, encontraban aquello muy corriente; hasta ese punto era el amor tradicional en la familia. Tratándose de apasionamientos, nada podía sorprenderlas, y si se hablaba en su presencia de inclinaciones contrariadas, de amantes desunidos y hasta de venganzas que siguieron a traiciones amorosas, decían las dos con el mismo tono compasivo: «¡Ah! ¡Cuánto habrá sufrido para llegar a ese extremo!» Y nada más. Los dramas del corazón las emocionaban, pero no las indignaban nunca, aun cuando fuesen verdaderos crímenes.

“Un otoño, el joven señor de Gradelle, que había sido invitado a cazar, se llevó a la moza. El señor de Santéze pareció tranquilo, como si nada hubiese pasado; pero a los pocos días lo encontraron ahorcado en una cuadra. Su hijo murió de igual modo, en un hotel de Paris, durante un viaje que hizo en mil ochocientos cuarenta y uno, después de haber sido burlado por una cantante de ópera. Dejó un hijo de doce años y una viuda, hermana de mi madre. Los dos se fueron a vivir a casa, en nuestras posesiones de Bertillón. Entonces tenía yo diecisiete años.

“No pueden ustedes figurarse la precocidad asombrosa de aquel niño. Parecía que toda la ternura, toda la exaltación de su raza se habían condensado en aquel último vástago. Deliraba siempre y se paseaba solo, durante horas y horas, por una calle de olmos, del castillo al bosque. Yo lo contemplaba desde mi balcón andar lentamente, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada y deteniéndose de trecho en trecho para levantar los ojos, cual si percibiera, comprendiera y sintiera emociones impropias de su edad.

“Muchas veces, después de comer, en las noches claras, me decía: «Prima, vamos a soñar…» Y salíamos juntos al parque. Se detenía bruscamente al llegar a una plazoleta, donde flotaba como neblina ligera y blanca el claror de luna, y me decía oprimiéndome las manos: «Mira, mira. Pero tú no me comprendes, lo adivino; si me comprendieras, seríamos felices. Es necesario amar para comprender.» Yo reía y besaba tiernamente al niño, amante hasta morir.

“Con frecuencia, durante la velada se sentaba sobre las rodillas de mi madre, diciéndole: «Vamos, tía, cuéntanos historias de amor.» Mi madre, para entretenerle, le refería todas las leyendas de su familia, todas las apasionadas aventuras de sus antecesores, pues eran muchas las que se contaban, verdaderas y falsas. Fue su misma fama lo que perdió a todos los hermanos Santéze; se exaltaban y se enorgullecían de no desmentir el renombre de su casa.

“El niño se entusiasmaba con los relatos amorosos o terribles, y aplaudía, exclamando: « ¡Yo también, yo también sé amar, y mejor que todos ellos! » Luego comenzó a galantearme; un galanteo tímido y tierno, del que nos reíamos los demás encontrándolo muy gracioso. Todas las mañanas tenía yo flores, cogidas por él, y todas las noches, antes de retirarse a su habitación, me besaba la mano murmurando: «¡Te adoro!»

“Fui culpable, muy culpable; lloro sin cesar por ello, y por ello toda mi vida hice penitencia, quedando soltera o, mejor dicho, novia y viuda: su viuda. Me divertía con aquella pueril ternura, hasta la excitaba; fui coqueta, seductora, como si se tratase de un hombre; fui pérfida y atractiva. Enloquecí al pobre niño. Era un juego para mí y una distracción alegre para nuestras madres. ¡Figúrense ustedes, tenía doce años! ¡Quién habría tomado en serio aquella pasión infantil ¡A su ruego, yo lo besaba y escribía para él cartas amorosas que leían nuestras madres; me contestaba en cartas ardientes que aún conservo. El desgraciado creía secreta nuestra intimidad amorosa, juzgándose un hombre. ¡Todos habíamos olvidado que era un Santéze!

“Aquello duró casi un año. Una noche, en el parque, arrodillándose ante mí y besando la fimbria de mi vestido en un arranque furioso, repetía: «¡Te adoro! ¡Te adoro! ¡Te adoraré hasta muerte! Si algún día me burlas, óyelo bien, si me abandonas por otro, haré como mi padre… » Y añadió con voz firme, que hacía estremecer: «Ya sabes lo que hizo.»

“Viendo mi sorpresa se levantó y, alzándose sobre las puntas de los pies para llegar hasta mi oído -pues no era tan alto como yo-, moduló mi nombre: «¡Genoveva!» con voz tan suave, tan amorosa, que me hizo temblar de pies a cabeza. Yo murmuré: «Retirémonos, retirémonos.» Él me siguió en silencio, pero al llegar junto a la escalinata, me detuvo para decirme: «Ya sabes que si me abandonas, me mato.»

“Entonces comprendí que había llegado muy lejos y procuré mostrarme reservada. Un día en que me reprochó mi conducta le dije: «Eres ya poco niño para jugar así con una mujer, y poco hombre para enamorarla. Esperemos.» En otoño le pusieron interno en un colegio. Cuando volvió en el verano próximo yo tenía novio. Él lo comprendió al punto, y durante ocho días lo vi tan reflexivo que me tuvo inquieta. Al día noveno, cuando desperté, vi un papel echado por debajo de la puerta. Lo cogí, lo abrí, leyendo lo siguiente: «Me has abandonado y ya sabes lo que te dije. Has decretado mi muerte. Como quiero que seas tú quien me encuentre, baja al parque, acércate al mismo lugar donde el año pasado te dije que te adoraba y mira hacia arriba.»

“Creí volverme loca. Me vestí deprisa y corrí sin detenerme, al lugar indicado. Su gorrita de colegial estaba en el suelo, en el barro, porque durante la noche había llovido. Levanté los ojos y distinguí algo que se mecía entre las ramas al impulso del viento. No sé lo que hice luego. Debí de gritar, desvanecerme, desplomarme o correr al castillo. Cuando recobré los sentidos, estaba en mi cama, con mi madre a la cabecera. Creí que todo aquello lo había soñado en un delirio horroroso, y pregunté: «¿Y él?… ¿Y él?» No me contestaron. ¡Era verdad!

“No me atreví a verlo otra vez, pero pedí un mechón de sus cabellos. Esto…, esto…”

Y la vieja señorita, con ademán desesperado, alargaba su mano temblorosa.

Luego se sonó repetidas veces, se limpió los ojos y añadió:

-Sin decir la causa, renuncié al matrimonio, decidiendo ser para siempre… la…, la viuda de aquel niño de trece años.

Después inclinó la cabeza sobre su pecho y quedó llorando largo rato.

Cuando se retiraban todos a sus habitaciones para dormir, un grueso cazador, cuya tranquilidad habitual se había perturbado con aquella historia, murmuró al oído de su vecino:

-¿No es una desdicha ser sentimental hasta ese punto?


domingo, 24 de septiembre de 2017

APARICIÓN DEL TRITÓN (Ramón Gómez de la Serna)



La bella joven se reía tanto después del baño a la orilla del mar, que como la risa es la mayor provocadora de la curiosidad, asomó su cabeza un tritón para ver lo que pasaba.

-¡Un tritón! -gritó ella, pero el tritón tranquilo y sonriente la serenó con la pregunta más inesperada:

-¿Quieres decirme qué hora es?



sábado, 23 de septiembre de 2017

CHINA (José Donoso)



Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.

Como todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.

Cuando pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.

Al entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:

-¡Por Dios, esto es como en la China!

Seguimos calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores. Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel: “Zurcidor Japonés”.

No recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El “Zurcidor Japonés”, por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en “China”, nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.

Un domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:

-¿Vamos a “China”?

Sus ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de orientales.

-Como salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.

-No, tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a “China”.

Fernando vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a “China”, había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.

Por fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.

-Aquí es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.

Lo primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.

Fernando preguntó:

-¿Y por qué es “China” aquí?

Me sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en mí.

-Vamos al “Zurcidor Japonés” -dije-. Ahí sí que es “China”.

Tenía pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:

-Ves, tonto, tú no creías.

-Pero es feo -respondió con un mohín.

Las lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.

-No seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era cosa de segundos.

Permanecimos detenidos ante la cortina metálica del “Zurcidor Japonés”. Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a decirle:

-Mira… -y hacer que la tocara.

Se sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.

Enmudecimos. Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando tomó el volumen de “Pinocho en la China” y se puso a deletrear cuidadosamente.

Los años pasaron. “China” fue durante largo tiempo como el forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos. Pero esta parte de la calle no era “China”. Además, “China” estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el “Diccionario Enciclopédico” de papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre risas.

Más tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.

En esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya no era “China”, aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y privado. “China” había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta época, el letrero del “Zurcidor Japonés”.

Más tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:

-En “China”…

Y yo no comprendí.

viernes, 22 de septiembre de 2017

UN VOTO (Leopoldo Alas, "Clarín")



El drama se hundía. Ya era indudable. Los amigos que rodeaban a Pablo Leal, el autor, entre bastidores, ya no trataban de animarle, de hacerle tomar los ruidos que venían de la sala por lo que no eran. Ya no se le decía: «Es que algunos quieren aplaudir, y otros imponen silencio». El engaño era inútil. Callaban los fieles compañeros que le estaban ayudando a subir aquel que a ellos les parecía calvario. El noble Suárez, el ilustre poeta, vencedor en cien lides de aquel género… y derrotado en otras ciento, estaba pálido, tembloroso. Quería a Leal de todo corazón; era su protector en las tablas; él le había aconsejado llevar a la escena uno de aquellos cuadros históricos que Pablo escribía con pluma de maestro, de artista, y con sólida erudición. Creía, por ceguera del cariño, en el talento universal de su amigo, de su Benjamín, como él le llamaba, porque veía en Pablo un hermano menor.

«¡Cuánto padecerá! -pensaba Suárez-. Es más nervioso que yo, mucho más; es primerizo, y ¡yo, que ya estoy hecho a las armas padezco tanto cada vez que pierdo una de estas batallas!». Era verdad que él padecía mucho. Conocía al público mejor que nadie; sabía que era un ídolo de barrio… y le temía con un fetichismo artístico inexplicable. No era Suárez de los que creen que cuarenta o cuatro mil necios sumados pueden dar de sí una suma de buen criterio; despreciaba en sus adentros, como nadie, la opinión vulgar; pero creía que al teatro se va a gustar al público, sea como sea. Y transigía con él, y procuraba engañarle con oropel que añadía al oro fino de su ingenio; y como unas veces le aplaudían el oro y le silbaban el oropel, y otras veces al revés, y otras se lo silbaban todo por igual, o todo se lo aplaudían, insistía, desorientado, en su afán de vencer; pero daba mil tropiezos en aquella guerra indigna de su mérito, y a los estrenos iba a ciegas siempre, esperando el tallo como si fuese la bola de una ruleta que no se sabe dónde va a parar.

Y padecía infinito las noches de estreno. No comió aquel día; se le iba el santo al cielo; sentía náuseas, inquietud de calentura, y deseaba con ardor, aun más que el triunfo, que volara el tiempo, que pasara la crisis.

«¡Cuánto padecería aquel pobre Leal, que, más pensador que literato, sincero, artista de austera religiosidad estética, ignoraba las miserias y pequeñeces de los escenarios, las luchas de empresa, las cábalas de camarillas y cenáculos!».

Suárez miraba a su amigo con disimulo, y le veía sonreír, mientras se paseaba, entre aquellos lienzos arrumbados, en corto espacio, como en una jaula.

«Es claro que disimula, pensaba Suárez; pero lo hace muy bien. Si yo no supiera que es imposible no padecer en este trance, creería que él estaba muy tranquilo. En sus ojos yo no veo inquietud, amargura; no hay ningún esfuerzo en ese gesto plácido. Lo que es excitado, no lo está».

Y luego preguntó a su amigo:

-¿No sientes nada… aquí, por encima del estómago?

Leal se rió y dijo:

-No; no siento nada. ¿Es eso lo que se siente?

-Yo sí; eso. Toda la noche.

-Pues yo sólo siento… que esto se lo lleva la trampa. ¿No oyen ustedes? La dama grita, pero más gritan fuera…

En efecto, crecía el tumulto. Los amigos de Leal, los leales, los que le rodeaban, protestaban entre bastidores; contestaban, sin que desde fuera los oyesen, es claro, a los gritos del público.

-Conozco esa voz: es la de López, a quien Leal no votó en la Academia de la Historia.

-Y ese otro que dice que bajen el telón es Minuta, el director de El Gubernamental, el imitador de Campoamor…

Suárez callaba y observaba a Pablo, que volvía a pasear, al parecer tranquilo.

En fin, se hundió el drama. Cayó el telón entre murmullos. La dama, que se había destrozado la garganta, corrió a abrazar a Pablo, llorosa, gritando:

-¡Imbéciles! ¡No han querido oír! ¡No han querido enterarse!

Hubo que subir al saloncillo.

Ecce homo.

Allí había de todo. Amigos verdaderos, indignados de verdad; amigos falsos, más indignados al parecer. Pero a estos Pablo les leía en los ojos el placer inmenso que sentían.

Se discutió el drama, la competencia del público, hasta las condiciones acústicas del teatro. El talento del autor nadie lo ponía en tela de juicio. ¡Estaba él allí! Algunos, haciendo alarde de franqueza y mirando con delicia el efecto de sus palabras, decían que la cosa era una joya literaria pero acaso no era teatral. Otros gritaban: «Es teatral y es muy humana… y muy nueva… ¡El público es un imbécil!».

-Eso no -decía un autor que ni en ausencia se atrevía a ser irreverente con el público.

Un crítico, gran catador de salsas dramáticas y filarmónicas, crítico del Real, vamos, de óperas, y constante lector de Shakespeare, hizo la anatomía del drama y del estreno. El drama era demasiado científico y pecaba de idealista. Suárez reparó que Leal, que todo lo había oído sin dejar el gesto de placidez, miró un momento con ira al químico que quería pincharle con disparates romos. El químico aborrecía a Leal, que le había tenido que dar varias lecciones en las disputas de café.

La sesión del saloncillo venía a ser una capilla… a posteriori, después del suplicio.

Pero pasó también. Pasó todo. Leal, Suárez y los demás íntimos salieron del teatro ya muy tarde; y como hacía buena noche de luna, de templado ambiente, recorrieron calles y calles sin acordarse de que había camas en el mundo. Suárez era quien más hacía por mantener la conversación; quería retrasar todo lo posible el momento de dejar a Leal a solas con sus impresiones. Ya cerca del amanecer entraron en un café y cada cual tomó lo que quiso. Leal prefirió una copa de Jerez. ¡Cosa más rara! El vinillo le puso alegre, pero de veras; era imposible que se pudiera fingir aquel contento. Suárez acabó por sentir más curiosidad que lástima. ¿Por qué demonio, siendo tan nervioso su amigo, y no siendo un santo, no padecía más con la derrota de aquella noche y con los alfilerazos del saloncillo? Lo que hacía Leal era procurar que no se hablase de su drama, ni del público, ni de la crítica. Con mucha naturalidad llevó la conversación a cosas más elevadas; se habló de la psicología de las multitudes, del altruismo, de la vida de familia, y de si era compatible con las grandes empresas de abnegación, de reforma social. Pablo opinaba que sí; que por el amor del hogar debían irse organizando todos los amores superiores, para ser efectivos, para perder el carácter de abstracción que generalmente revisten y les quita fuerza… Leal se exaltaba hablando de aquello; de la necesidad de fundarlo todo en el cariño real de la familia… Mucho hablaron, mucho. Pero al fin vino el sueño, y Suárez se despidió del autor derrotado, seguro de que lo primero que haría Pablo al verse en la cama… sería dormirse.

* * *

Pasó mucho tiempo, y Suárez no se atrevía a preguntar a Leal de dónde había sacado fuerzas para pasar con tal serenidad por las amarguras de aquella terrible noche.

Pero un día, hablando de teología y de religión, Pablo se lo explicó todo espontáneamente, dándole la clave del misterio, por vía de ejemplo de ciertas demostraciones.

Se trataba de varios artículos recientes de filósofos extranjeros, -acerca de legitimidad racional de la plegaria. Salieron a relucir las novísimas teorías referentes a la creencia; se comentó la filosofía de Renouvier; se habló de otros defensores de la tesis de la contingencia, del autor de Las tres dialécticas, Gourd; y llegando Leal a decir algo suyo, de experiencia personal, se explicó de esta manera:

-Yo perdono a los espíritus geométricos su intransigencia esquinada, su inflexibilidad, su cristalización fatal, congénita, y no me irrito cuando me dicen que me contradigo, y me llaman místico, soñador,dilettante, etc., etc. No pueden ellos comprender esta plasticidad del misterio; la seguridad con que se apoya, si no los pies, las alas del espíritu, en la bruma de lo presentido, de la intuición inspirada. No comprenderán, imposible, por ejemplo, a Carlyle cuando nos habla de la adoración legítima del mito mientras es sincera; no comprenderán, imposible, a Marillior cuando distingue el mito racional de la última razón metafísica de la religión. Y, sin embargo, es una pretensión ridícula querer elevarnos por encima de los límites de nuestra pobre individualidad, y hacernos superiores a las influencias de raza, clima, civilización, nacionalidad, tiempo, etc., etc., sin más fundamento que la idea de que el conocimiento realmente científico necesita, para ser, prescindir de todas las influencias históricas. ¿Quién se atreve a personificar en sí el sujeto puro de la ciencia pura? Pero otra cosa es la legitimidad de la creencia racional, no incompatible con lo que la conciencia nos da como lo más conforme a verdad, según el adelanto especulativo que alcanzamos. Así como en derecho positivo nadie tiene por absurdas las formas residuales del primitivo o antiquísimo derecho simbólico, así estos nobles residuos, racionales, de creencias antiguas pueden entrar en nuestra vida moral, no en calidad de ciencia, pero sí de creencia y culto y devoción personal, que nadie ha de imponer a nadie. Yo, v. gr., soy de los que rezan, de los que adoran; y no por seguir al pie de la letra la teología ortodoxa, ni por inclinarme a las teorías de que hablábamos, relativas a la contingencia, a las voliciones divinas nuevas, al indeterminismo primordial. Yo no pido a Dios que por mí cambie el orden del mundo; rezo deseando que haya armonía entre mi bien, el que persigo, y ese orden divino; rezo, en fin, deseando que mi bien sea positivo, real, no una apariencia, un engaño de mi corazón. Y con tal sentido, me animo a mejorar moralmente, a hacerme menos malo, no sólo por la absoluta ley del deber, sino pensando en la flaqueza de mi interesada pequeñez de alma; también por esa especie de pacto místico, inofensivo por lo menos, en que ofrecemos a Dios el sacrificio de una pasión, de un falso bien mundano, a cambio de que exista esa anhelada armonía entre el orden divino de las cosas y un deseo nuestro que tenemos por lícito. Cualquier jurista podrá ver que no es esto imponer una condición para el sacrificio, pues en buen derecho, la condición es acontecimiento futuro e incierto, que puede ser o no ser… y esta armonía que deseo entre mi anhelo y el orden de las cosas no es contingente.

-Vamos -dijo Suárez-, eso es la filosofía, más o menos ecléctica, del voto.

-Sí; yo hago votos. Y no me avergüenzo. Algunas veces me han servido para salir menos mal de situaciones difíciles. Oye un ejemplo… del que no he hablado nunca a nadie… ¿Te acuerdas del naufragio de aquel drama histórico mío, que tú me hiciste llevar al teatro?

-¡Pues no he de acordarme!…

-¿Y no te acuerdas de que yo estuve aquella noche bastante sereno, con gran asombro tuyo?

-Sí, hombre; y por cierto que no pude explicarme nunca…

-Pues vas a explicártelo ahora. Por aquellos días, yo tenía a mi único hijo, de seis años, enfermo de algún cuidado, fuera de Madrid, en una aldea del Norte, adonde le había llevado su madre por consejo del médico. Yo me fui con ellos. Mi drama se ensayó, como recordarás, durante mi ausencia. Me llamaban desde Madrid, pero yo no quería separarme de mi hijo. El médico del pueblo, hombre discretísimo, me aseguró que la enfermedad de mi hijo no ofrecía peligro, y que de fijo sería larga; que en aquellos ocho días que yo necesitaba para ir y volver, nada de particular podría pasar. Mi mujer apoyaba al médico; lo mismo los demás parientes y los amigos; vosotros desde Madrid me apurabais encareciendo la necesidad de mi presencia… Dejé a mi hijo; pero es claro que de él tenía noticia telegráfica dos veces al día. En cuanto estuve lejos de los míos, el dolor de la ausencia fue mi principal sentimiento; lo del drama quedaba relegado a segundo término… Hasta me remordía la conciencia, a ratos. Mil veces estuve tentado de volver al lado del enfermo, echando a rodar todas las vanidades de artista… Las noticias del pueblo eran satisfactorias, el niño mejoraba.. Pero el telegrama que recibí la noche anterior a la del estreno me alarmó; la madre, veladamente, me indicaba un retroceso, el ansia de que yo volviera pronto. Todos los que leían el telegrama me aseguraban que no había en él motivo para tristes presentimientos… Pero yo los tenía tales, que eran una angustia indecible. Mientras vosotros, en casa, en el teatro, me hablabais, entre bromas cariñosas, de las emociones del autor, de la capilla… yo pensaba en lo otro, en la otra crisis; y cuando no me veía nadie apoyaba la cabeza en una pared para descansar; porque me abrumaba el peso de mi agonía, el plomo de tantas ideas siniestras que me llenaban el cerebro… Dolor y remordimiento… ¿Por qué no huí? ¿Por qué no os dejé con vuestro estreno dichoso y no eché a correr al lado de los míos…? No lo sé. Porque me daba vergüenza; por falta de fuerzas para toda resolución; porque, en buena lógica, yo también juzgaba irracionales mis temores… Acaso, y esto aún me avergüenza, porque, sin darme yo cuenta de ello, me retenía la vanidad del autor, aquella miseria… Lo que hice para calmar mis remordimientos, por acto también de amor puro a mi hijo, y, valga la verdad, con fe y esperanza realmente religiosas, fue ofrecer a Dios un voto, un voto en el sentido que te he explicado antes. «Señor, venía a ser mi pensamiento, yo ofrezco en cambio de un telegrama que me anuncie una gran mejoría de mi hijo enfermo, de una noticia que me quite esta horrible incertidumbre, este tormento de presentir vagamente una desgracia superior a mi resistencia, yo ofrezco los viles despojos de un naufragio de mi pobre vanidad; juro con todas las veras de mi alma, que a cambio de la salud de mi hijo, deseo vivamente la derrota de mi amor propio, la muerte de este otro hijo del ingenio, hijo metafórico, que no tiene mi sangre, que no es alma de mi alma. Muera el drama… y que baje por lo menos a 37 y unas décimas la temperatura de mi Enriquín… Que Dios quiera que esto deba ser así, que esté en el orden que sea… y prometo recibir la silba con toda la serenidad que pueda, pensando en cosas más altas, de piedad, de caridad, de filosofía…».

“A las ocho y cuarto de la noche terrible… recibí un telegrama en que se me daba la enhorabuena en nombre del médico, porque el niño experimentaba una mejoría que tenía trazas de ser definitiva, anuncio de franca y pronta curación… Mi alegría fue inmensa; mi enternecimiento inefable; mi fe, de granito. Noté que a los demás el telegrama les hacía poco efecto, porque no habían creído en el peligro… y porque no eran los demás padres de Enriquín. En aquel éxtasis de reposo moral, de emoción religiosa, me cogió como un torbellino la realidad brutal del estreno… No sé cómo llegué al teatro; me vi rodeado de gente… La dama me preguntó si estaba bien caracterizado el personaje con aquella ropa, aquellas arrugas… ¡qué sé yo! Aquel infierno de las vanidades me arrancó por algunos momentos el recuerdo de mi felicidad, de la gran noticia que me habían mandado desde mi hogar querido… No volví a pensar en la dicha de tener a mi hijo fuera de cuidado… hasta que me dieron el primer susto las señales de desagrado que empezaron a venir de la sala, que yo no veía… Yo no esperaba un descalabro; esperaba un buen éxito; sobre todo creía en mi drama. Llegaba, por lo visto, el momento de cumplir el voto; había que alegrarse, desear la derrota… Era el precio de la salud de mi hijo. Saqué fuerzas de flaqueza…, elevé cuanto pude el corazón y las ideas…, y aunque tropezando y cayendo en el camino de aquel Calvario… de menor cuantía, al fin creo que conseguí no hacerme indigno del premio de mi promesa. Si no con perfección, al cabo cumplí mi voto.

“Te aseguro, mi querido poeta, que representándome las sonrisas de mi hijo redivivo; la dicha que me aguardaba en sus primeras caricias; la felicidad de llorar de placer juntos y de dar gracias a Dios la madre, el padre y el hijo…; las injurias de aquella noche horrible no me llegaban a lo más hondo de las entrañas… No era yo del todo el que recibía aquellos agravios. Yo, más que el autor de mi pobre drama, era el padre de mi pobre hijo. Este no podían matármelo los morenos. Dios quería librarlo de las garras de la fiebre; un enemigo mucho más serio que el público de los lunes clásicos.



jueves, 21 de septiembre de 2017

LA NARIZ (Nicolai Gogol)

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.

-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.


(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.


Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! -se dijo para sus adentros-. ¿Qué podrá ser?»


Metió dos dedos y sacó… ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.


-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.


Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.


-¡Espera, Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón, envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.


-¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi habitación!… ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa nariz! ¡Fuera! ¡Llévatela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de ella!


Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a pensar, sin que se le ocurriera nada.


-El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto -dijo finalmente, rascándose detrás de una oreja-. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!


Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y lo empapelara.


Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en plata, la espada… y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz envuelta en un trapo.


Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte, tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida empezaba a preguntarle:


«¿A dónde vas?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.


Lo embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y los puestos.


Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía arrojar la nariz al río Neva… Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo muchos conceptos.


Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle mientras lo afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.» Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz, detrás de las orejas, en el cuello… Donde se le antojaba, vamos.


Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces, cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té», divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia lo llamaba con un dedo y decía:


-Ven para acá, hombre.


Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:


-¡Salud tenga usía!


-Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí en el puente.


-Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.


-¡Mentira! Estás mintiendo. Pero no te ha de valer. Haz el favor de contestar.


-Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o incluso tres, sin rechistar -contestó Iván Yákovlevich.


-¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y lo tienen a mucha honra. Conque haz el favor de contarme lo que estabas haciendo allí.


Iván Yákovlevich se puso lívido… Pero el suceso queda a partir de aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido después.


II


El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló -«brrr…»-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía.


A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente distintas. Los asesores colegiados… Pero Rusia es un país tan peregrino que basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título… Y lo mismo sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste, nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate por mi casa -solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de pecheras almidonadas-. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov, ¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor colegiado.


El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.


Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente», pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!… ¡Pero, es que no hay nada!»


Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela, saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto, y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un grito al cochero, subió al carruaje y partió.


El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.


No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la iglesia de Nuestra Señora de Kazán.


Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de viejas mendigas -entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos orificios para los ojos- de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta. Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.


«¿Cómo lo abordaría? -se preguntó Kovaliov-. A la vista está, por el uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio sabrá…»


Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.


-Caballero… -dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos-. Caballero…


-¿Qué se le ofrece? -preguntó la nariz volviendo la cara.


-Estoy extrañado, caballero… Me parece… Debería usted saber cuál es su sitio. De repente lo encuentro a usted… ¿Y dónde le encuentro? En una iglesia. Habrá de convenir que…


-Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien decirme. Explíquese.


«¿Cómo voy a explicarme?» -pensó Kovaliov-, y luego, sacando fuerzas de flaqueza, comenzó:


-Claro que yo… Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener…, habiendo sido presentado en muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas… Hágase usted cargo… Yo no sé, caballero… -al llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros-. Usted perdone, pero considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del honor…, usted mismo comprenderá…


-Pues no. No comprendo absolutamente nada -contestó la nariz-. Hable de modo más explícito.


-Caballero… -replicó Kovaliov con aire muy digno-, no acierto a interpretar sus palabras… Me parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted… ¡Pero si usted es mi propia nariz!


La nariz consideró al mayor y frunció un poco el ceño.


-Está usted en un error, caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece a otro departamento que yo.


Dicho esto, la nariz volvió la cabeza y prosiguió sus oraciones.


Totalmente confuso, Kovaliov se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un pastel.


Un lacayo alto, con frondosas patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de ellas y abrió una tabaquera.


Kovaliov se acercó un poco, estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo, deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo como si se hubiera quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz… Pero ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada para continuar sus visitas.


Esta circunstancia sumió a Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea. Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además, aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría las aceras una polícroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría del Cáucaso, que agitaba una mano llamándolo…


-¡Maldita sea! -masculló Kovaliov-. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!


Kovaliov subió al vehículo y se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»


-¿Está en su despacho el señor prefecto? -preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.


-No, señor -contestó el conserje-. Acaba de salir.


-¡Ésta sí que es buena!


-Y no hace mucho que salió, por cierto -añadió el conserje-. Con haber llegado un momento antes, quizá lo hubiera encontrado.


Sin apartar el pañuelo de su rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:


-¡Tira!


-¿Hacia dónde? -inquirió el cochero.


-Derecho.


-¡Derecho! ¡Pero, si estamos en un cruce! A la derecha o a la izquierda?


Esta pregunta dejó cortado a Kovaliov y lo obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz, no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto. De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que lo condujera a la Dirección de Seguridad, cuando de nuevo lo asaltó la idea de que aquel redomado bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo lo iluminara, decidió personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos, sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirlo, acto seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar esta decisión, ordenó al cochero que lo llevara a la oficina de publicidad, y fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!» A lo que el cochero sólo contestaba: «¡Ay, señorito!…», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac, recontaba las monedas que había cobrado, manteniendo la pluma entre los dientes.


-¿Quién recibe aquí los anuncios? -preguntó Kovaliov en un grito-. ¡Ah! Buenos días.


-Muy buenos los tenga usted -contestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos en el dinero que contaba.


-Desearía insertar…


-Perdone. Le ruego que aguarde un instante -profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.


Un lacayo de casa grande, a juzgar por su empaque y por su librea galonada, esperaba junto a la mesa con una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:


-Le aseguro, caballero, que el perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo un perro.


El respetable empleado escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas… Se vendía una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o abetos… También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas, invitándolos a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.


-Permítame preguntarle, señor mío… Es muy urgente, -pronunció al fin con impaciencia.


-Ahora mismo, ahora mismo… Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida lo atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs -decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus respectivos recibos a la cara-. ¿Deseaba usted? -preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.


-Pues, quisiera… -contestó Kovaliov-. He sido víctima de una extorsión o de una superchería…, no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento… Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.


-¿Su apellido, por favor?


-¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado… Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior… ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.


-Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?


-¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es… la nariz…


-¡Jum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?


-No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!


-Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.


-Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.


El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.


-Pues, no. No puedo insertar ese anuncio -dictaminó al fin, después de un largo silencio.


-¿Cómo? ¿Por qué no?


-Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues… Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.


-¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.


-Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.


-Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.


-No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.


-Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!


-Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.


-¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo…


-¿Para qué se va a molestar? -protestó el empleado tomando un poco de rapé-. Aunque, si no le hace extorsión -añadió, picado ya por la curiosidad-, me gustaría verlo.


El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.


-Es rarísimo, efectivamente -opinó el empleado-. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso…


-¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle…


Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.


-Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo -dijo el empleado-, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte -aquí sorbió otro poco de tabaco- para instrucción de la juventud -aquí se limpió la nariz- o simplemente como un hecho curioso.


El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.


Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.


-En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.


Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.


Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.


-No comprendo cómo se le ocurren esas bromas -dijo irritado-. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.


Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.


Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno -solía decir-. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»


El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.


Lo que se llama un buen revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible. Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos, pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento dispensado por el comisario lo ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada…», y se retiró.


Llegó a su casa tan cansado que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia, Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo estupideces, ¡cerdo!».


Iván se levantó de un brinco y corrió a quitarle la capa.


Al entrar en su cuarto, el mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de unos cuantos suspiros:


-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal, aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más, tontamente!… Aunque, no; no puede ser -añadió después de pensarlo un poco-. Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación, en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.


Para convencerse de que, efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo reprimir un grito. Aquel dolor lo persuadió de que era realidad todo lo que hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:


-¡Qué asco de cara!


En efecto, aquello era incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj o cosa por el estilo… Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además… Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él, aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera que cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio, él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina urdió aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, lo afeitó el miércoles, y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el jueves a lo largo de todo el día. Eso lo recordaba y lo sabía muy bien. Además, hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.


Apenas se había retirado Iván a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:


-¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?


-Adelante. Aquí está el mayor Kovaliov -contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la puerta.


Entró un guardia de buena prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del puente Isákievski.


-¿Es usted el caballero que ha perdido la nariz?


-En efecto.


-Pues ha aparecido.


-¿Qué me dice usted? -lanzó un grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se reflejaba la trémula luz de la vela-. ¿Cómo ha sucedido?


-Por pura casualidad. Le echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo lo tomé por un caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.


Kovaliov estaba como loco.


-¿Dónde está? ¿Dónde? Voy corriendo…


-No tiene usía por qué molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente igual que estaba.


Con estas palabras, el guardia metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.


-¡Ésa es! ¡Sí, sí! -gritó Kovaliov-. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.


-Aceptaría con sumo gusto, pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio. Han subido mucho los precios de todas las subsistencias… Yo debo mantener a mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco totalmente de posibilidades para darle estudios…


Kovaliov se dio por enterado y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la acera con su carreta.


Después de marcharse el guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.


-Es ella, claro que sí -decía el mayor Kovaliov-. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió ayer.


El mayor estuvo a punto de soltar la risa de alegría.


Pero no hay nada eterno en el mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.


-¿Y si no se pega?


El mayor se quedó lívido al hacerse esta pregunta.


Presa de un miedo indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba… La acercó a su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de ninguna manera.


-¡Vamos! Pero, ¡vamos! ¡Quédate ahí! -le decía.


Pero la nariz parecía de madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.


Llamó a Iván y lo mandó en busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas patillas negras, y una esposa lozana; rebosante de salud, se desayunaba con manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos distintos. El doctor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándolo por la barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la pared. El médico dijo que aquello no era nada, lo invitó a apartarse un poco de la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico sacudió la cabeza diciendo:


-No. No puede ser. Preferible es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para usted.


-¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo voy a quedarme sin nariz? -protestó Kovaliov-. Peor que ahora, imposible. ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del Estado Mayor… Aunque, después de su actual comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por favor se lo ruego -prosiguió Kovaliov suplicante-. ¿No hay ningún remedio? Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que la perjudique. Y en lo referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis posibilidades…


-Crea usted -intervino el doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y magnético- que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías lo mantendrán a usted, aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía, añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente. Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría si no se excede en el precio.


-¡No, no! No la vendería por nada del mundo -protestó el mayor desesperado-. ¡Prefiero que desaparezca!


-Perdone usted, pero yo quería hacerle un favor -replicó el médico saludando-. ¡En fin! Por lo menos, habrá usted visto mi buena intención.


Con estas palabras, el médico abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.


Al día siguiente, y antes de presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta decía lo siguiente:


«Muy señora mía, Alexandra Grigórievna:


»No alcanzo a comprender tan extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija. Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal, apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos. Por mi parte, considero deber mío advertirle que si el susodicho apéndice no se reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa y la protección de las leyes.


»Por lo demás, con todos mis respetos, tengo el honor de quedar de usted, seguro servidor


Platón Kovaliov.»


«Muy señor mío, Platón Kuzmich:


«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija -y tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios-, yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartos de narices, o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que si usted se compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted


Alexandra Podtóchina.»


«No, seguro que no ha sido ella -se dijo Kovaliov después de leer la misiva-. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede ser obra de quien haya cometido un delito. -El asesor colegiado era hombre entendido en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido encargado varias veces de instruir sumario-. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.


Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones, como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski. Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse, el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos tan estúpidos e inverosímiles?»


Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.


Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.


Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego… Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.


III


En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!


-Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz -dijo al tiempo que pensaba-: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»


Pero Iván contestó:


-No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.


«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.


-Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias -lo interpeló ya desde lejos Kovaliov.


-Sí. Claro que están limpias.


-¡Mentira!


-Le juro que están limpias, señor.


-Bueno. Ya veremos.


Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.


«¡Bueno!… -exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil-. ¡Mírenla ustedes!… ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar…», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.


-¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! -gritó Kovaliov.


Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.


Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado -o mayor, si se quiere-, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que se enteren, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo!» A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.


¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nadería y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich…? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si… ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar… Bueno, pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente…


Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso… Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.