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martes, 31 de octubre de 2017

EL ROMANCE DEL PALMAR (Reinaldo Arenas)


Habían avanzado algún trecho cuando un hedor insoportable los detuvo. De inmediato se produjo un revoloteo de auras tiñosas, búhos y cernícalos y de otros animales y aves de rapiña que dejaron al descubierto el cuerpo ya putrefacto de un negro.

Aguantando la respiración, Isabel examinó el cadáver al cual ya le faltaban los ojos y las tripas.

—Aquí tienes —le explicó a Leonardo— un suicidio por asfixia mecánica.

—¿Cómo? —dijo intrigado Leonardo.

—Sí —respondió Isabel—, ese hombre se ha dado muerte con su propia lengua.

Esto provocó un gesto de mayor desconcierto en el joven.

—Cuando el negro está desesperado o no quiere trabajar —prosiguió la joven con tono doctoral—, es decir, cuando no quiere seguir viviendo, no teniendo ningún arma mortífera a mano (ya sabes que no se lo permitimos), se tira de la lengua con violencia y luego doblándosela se la introduce en la garganta a manera de tapón, produciéndose así, gracias a ese mecanismo, la asfixia. Si le hiciéramos una autopsia a este cadáver veríamos que el hígado, los pulmones y el cerebro tienen ahora un color muy oscuro debido a la sangre… Pero sigamos, que la fetidez es insoportable.

Rápidamente y siempre cogidos de la mano se internaron en un paraje solitario arrullado por el batir del majestuoso palmar. Pero nuevamente un subido e insoportable hedor a cadáver en avanzado estado de descomposición golpeó sus narices.

—Este —dijo Isabel abriéndose paso entre las aves y alimañas y señalando para el muerto— se privó de la vida rompiéndose inmisericordemente la cabeza con la misma bola de hierro que llevaba atada al tobillo.

—Tienes razón —dijo Leonardo mirando para la cabeza destrozada—. Pero vámonos para un sitio más acogedor.

Y sin más volvió a tomar a la joven de la mano.

Apenas habían avanzado un corto trecho cuando otro cadáver, colmado por las mismas aves y alimañas, les salió al paso.

—Este —explicó Isabel impasible ante la ira de auras tiñosas, cernícalos, ratones y demás animales que vieron interrumpido su banquete— se quitó la vida con sus propias manos. Mira, aún tiene las falanges pegadas a la garganta.

—¡Qué desconsideración —apuntó Leonardo—, pudo haber buscado un lugar más apartado.

Y tirando suavemente de la joven la condujo hasta la sombra de una esbelta palma real.


lunes, 30 de octubre de 2017

ADIÓS MUCHACHOS COMPAÑEROS DE MI VIDA (Saiz de Marco)


En general es un ordenador bastante dócil. Sólo ocasionalmente me corrige, por ejemplo si acentúo "Ámsterdam" o escribo "güisqui", entonces se queja y lo pone a su modo. También le molesta que escriba "por contra": él pone "por el contrario". Y cuando tecleo "en favor de", lo cambia por "a favor de". Pero si insisto en la grafía inicial, se conforma y no vuelve a corregirme.

Ya digo que habitualmente es sumiso. Incluso ha desarrollado cierta empatía conmigo: no es raro que antes de acabar la frase intuya mi idea. Se anticipa y la acaba.

Le añadí reconocimiento de voz y parece gustarle que le dicte pues, mientras hablo, muestra iconos risueños.

No niego que le he cogido afecto. Ya desde pequeño me encariñaba con las cosas y se me hacía duro desprenderme de ellas. El peluche de Snoopy, la cartera del cole, la bici que hubo que regalar porque ya no aguantaba mi peso…

Pero los ordenadores quedan obsoletos y hay que cambiarlos. Salen nuevos programas, hay que instalar actualizaciones... Su capacidad se agota y empiezan a ir lentos. No basta con limpiar archivos o ampliar la memoria.

Por eso tecleé un e-mail a la tienda de informática: “les agradeceré que me envíen catálogo y precios”.

Y el caso es que hoy, al iniciar sesión para leer el correo, en el monitor no sale la bandeja de entrada, sino un mensaje que dice “NO ME ABANDONES”.


domingo, 29 de octubre de 2017

JÚLIO POMAR: PINTOR (António Lobo Antunes)



Los antiguos, que de acuerdo con el conocimiento común eran personas sabias, al dibujar los continentes que se les iban apareciendo reproducían el contorno de la costa, escribían por encima

aquí hay leones

y resolvían el asunto de un plumazo.

Después venían otros antiguos más próximos que perfeccionaban sus muñecos y se dedicaban a desplazar la idea de los leones hacia el interior de la tierra, de tal modo que hoy, modernos como somos, y dejando de lado la amable excepción de los jardines zoológicos

(que se destinan a aliviar los fines de semana de los padres separados con hijos pequeños)

los leones viven sólo en los mundos muy secretos del interior de la vida, que es el lugar donde trabajan los artistas. A veces pensamos que ellos, los artistas, están junto a nosotros y no lo están en absoluto: es decir, parte de ellos está ahí, conversando, comiendo, riéndose, tan panchos, y el resto, que es todo, anda por atlántidas difusas ahuyentando leones hasta que queda la isla, claro, la línea de la costa como es debido, la geografía del mundo al descubierto. Júlio Pomar pertenece a esta especie de raras criaturas: nos trae a la luz del día, con la camaronera de su palma. Hay momentos en que pienso en él como en un partero: hay allí, supongamos, un cuerpo sólo cuerpo, estira el brazo, da vueltas y más vueltas con los pinceles, o el carboncillo o lo que le venga en gana, en grutas muy oscuras, y nos coloca frente a la cartografía completa no sólo de nosotros mismos sino de aquello a lo que pertenecemos. Y el resultado final no es amargo, no es dolorido, no es triste: es una celebración de la vida, porque

Pomar es despiadado. Todo está trabajado con vísceras: como en la vida

(esto es tan evidente para mí, Virgen Santa)

Júlio Pomar pinta contra la muerte: ante un cuadro suyo no se me ocurre pensar

-Quien hizo esto no acaba

sino

-Soy yo el que no acabo porque él hizo esto

o sea que me está salvando de mi finitud con su obra, que es un regocijo de la inteligencia de los sentidos. El poeta Paul Fort aconsejaba que dejáramos pensar a los sentidos

(laisse penser tes sens)

lo que sólo se hace posible con mucho trabajo, muchos intentos, mucho caminar sin ojos

(porque esto ocurre muy en el fondo, adonde los ojos no llegan)

alumbrado por lo que suele llamarse talento, genio, yo qué sé, y que sólo consiste, al fin y al cabo, en la capacidad de iluminar las cosas, con el índice convertido en una vela, cuando falta la electricidad. Y donde están los leones, palabra de honor, no existen fusibles. Entonces Pomar va allí al rato, los llama por su nombre y ellos listo, posados en la oreja, dado que en el lugar en el que escribían los antiguos

aquí hay leones

y que es de ellos, no los encontramos, Pomar los agarra por el pescuezo, dice sin palabras

-Arréglenselas con éstos

y se abisma en el taller en busca de un nuevo envío. En cierto sentido se trata de una vocación de cartero: entrega el correo y sigue hasta la puerta siguiente. Y entonces, por su intermedio, recibimos las cartas que sabíamos que nos habían escrito y que no llegaron nunca y también las que ignorábamos haber escrito, aquellas que nos hacen darnos con la mano en la frente, pasmados

-Vaya

espejos más espejos que los espejos, devolviendo

(zácate)

la despiadada naturalidad de los retratos, que es como quien dice no lo que somos sino lo que deberíamos ser si nos observáramos sin complacencia ni pena. Los artistas que me interesan son los que me vuelven inteligente con respecto a mí y al mundo, aquellos que, como Jules Verne aconsejaba, me revelan que es necesario tomar lecciones de abismo. Y prestan alas, como otros alquilan barcos para dar paseos por el río. No obstante, atención: la pintura de Pomar es una cosa peligrosa, llena de bajíos, corrientes, torbellinos imprevistos para quien se atreva a algo más que mirarla de lejos. Nos colocamos frente a su obra, muy bien dispuestos, y viene el canalla del cuadro, nos chupa, y no se sale de allí igual que como se ha entrado: absténganse las almas sensibles, puesto que al volver a la superficie se traen, pegados a nosotros, innumerables despojos, precisamente los que creíamos guardados en el cajón más secreto del alma, obligándonos a arrodillarnos con la fuerza inapelable y densa de nuestra humanidad primitiva. Por si acaso, nos advierte ya de que aquí hay leones. De ahora en adelante la cosa es con ustedes. No se dejen engañar por la amabilidad, la ironía, la apariencia inocente

(por momentos tan sencillita, la muy tramposa)

que nos vienen con meneos y requiebros de sirena de esquina. Estén atentos al contorno de la costa y no avancen por la tierra. A menos, ilustres colegas, que ustedes conciban el arte como experiencia vital. Por debajo de su apariencia amena, Pomar es despiadado. Todo está trabajado con las vísceras, lleno de infinitos alzapiés: exactamente como en la vida. Una tía mía solía decir:

-Préstame una novela ligera que para asuntos pesados basta con la vida

que, siento contradecirla, no es pesada ni ligera, así como la obra de Pomar tampoco lo es. Son telas y dibujos y grabados etcétera que nos persiguen sin descanso, como esos perros amorosamente terribles que, contra nuestra voluntad, encuentran siempre, los muy listos, el camino de vuelta a casa.



sábado, 28 de octubre de 2017

AVENTURA (Emilia Pardo Bazán)


La señora de Anstalt, mujer de un banquero opulentísimo, nerviosa y antojadiza, agonizaba de aburrimiento el domingo de Carnaval, después del almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Qué horas de tedio iba a pasar! ¿En qué las emplearía? No tenía nada que hacer, y la idea de mandar que enganchasen para dar vueltas a la noria del eterno Recoletos, contestando a las insipideces o humoradas de los tres o cuatro muchachos de la crema que acostumbraban destrozar su landó tumbándose sobre la capota; la perspectiva del bolsón de raso pitado, lleno de caramelos y fondants; lo manido y trivial de la diversión, le hacía bostezar anticipadamente. ¿Se decidiría por la Casa de Campo o la Moncloa? ¡Qué melancolía, qué humedad palúdica, qué frío sutil de febrero, de ese que mete en los tuétamos el reuma! No, hasta abril la naturaleza es avinagrada y dura. “¡Lástima no ser muy devota! -pensó Clara Anstalt-, porque me refugiaría en una iglesia…”.

Mujer que se aburre en toda regla, y no es devota, y es neurótica a ratos, está en peligro inminente de cometer la mayor extravagancia. Clara, de súbito, se incorporó, tocó el timbre, y la doncella se presentó; al oír la orden de su ama hizo un mohín de asombro; pero obedeció en el acto, sin preguntas ni objeciones de ninguna especie; salió y volvió al poco rato, trayendo en una cesta mucha ropa doblada.

-¿Está usted segura, Rita, de que es la librea nueva, la que no se ha estrenado aún?

-¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: la trajo el sastre ayer noche; la recogí yo de mano del portero, y pensaba entregársela ahora…

-Que no sepa que ha venido. Deje usted esa cesta en mi tocador, y vaya usted a comprarme una cabeza entera de cartón, la más fea y la más cómoda que se encuentre. Una que no me impida respirar… ¿El señor ha salido ya?

-Hace un tato.

-Pues todo en silencio, chitito…, ¿eh?

Regresó Rita prontamente, con sobrealiento; Clara se impacientaba, corría de aquí para allí y reía en alto, como los niños cuando se prometen una diversión loca, incalculable. Se encerraron en el tocador ama y criada, y ésta recogió a aquélla el sedoso pelo, y le calzó las botas de campaña del lacayito, después de vestirle el calzón de punto y la levita corta, y ceñirle el cinturón de cuero. Por último, afianzó en sus hombros la careta enorme.

Desfigurada así, con la vestimenta que se adaptaba perfectamente a sus formas gráciles, esbeltas y sin turgencias, parecía un señorito fino que por ocultarse mejor ha pedido prestada la librea del mozo de cuadra.

Clara brincó de júbilo. La asaltó la idea de si podrían maltratarla, y pensó llevar un arma; pero recordando una frase favorita de su marido: «No hay bala que alcance como un billete de mil», sacó de su secrétaire bastante dinero y lo echó en el fondo de un saco de brocatel, cubriendo la boca con una capa de confetis y escarchadas violetas. «Saldré por las habitaciones del señor al jardín. Traiga usted la llave y mire si anda alguno que me vea». Y ya en la verja, que caía a una calle solitaria, Clara, una vez más, se volvió hacia Rita aplicando el dedo a los labios de cartón, como si repitiese: «¡Silencio!»

Al verse en la calle, primero anduvo muy aprisa; después acortó el paso, saboreando su regocijo. ¡Verse libre, sola, ignorada, perdida entre la multitud, sin trabas ni convenciones sociales; dueña de ir a donde quisiera, de entretenerse en un espectáculo nuevo y original, el de la gente pobre, el populacho, en cuyo oleaje empezaba a sumergirse! En efecto; se encontraba Clara a la entrada de la calle de Génova, por donde descendían hacia el paseo de coches abigarrados grupos, una corriente no interrumpida de gentuza, que arrastraba pilluelos y mascarones desarrapados. Envueltas en la raída colcha y enarbolando la destrozada escoba o el pelado plumero; embutidos en la lustrina verde, colorada o negruzca de los diablos rabudos; ostentando la blusita del bebé o agitando a cada movimiento millones de tiras de papel de colorines chillones que de arriba abajo los cubrían, los mascarones pasaban alegres y bullangueros, charlando en falsete, requebrando a las chulas de complicado moño, literalmente oculto bajo una densa capa de confetti multicolores, que volaban en derredor a cada movimiento de la airosa cabeza. Algunas de aquellas mocitas de rompe y rasga, al pasar cerca de Clara, tomándola, como era natural, por un lacayito atildado y mono, la provocaban, la requebraban con pullas picantes. Clara se reía; no recordaba haberse divertido tanto desde hacía muchísimo tiempo.

La animación del Carnaval callejero se le subía a la cabeza, como se sube el mosto ordinario, pero fresco y vivo, de una fiesta popular. Encontraba el día hermoso, la vida buena, y un aire de primavera, al través de los agujeros de la máscara, acariciaba su boca y sus ojos. «Si lo saben y me despellejan» -pensaba-, «peor para ellos. Yo habré pasado una tarde encantadora. Ahora me acerco al paseo y me entretengo en insultar a todos mis amiguitos y amiguitas… ¡Valientes infelices!… Allí estarán aguantando jaquecas y comiendo pato…» Cuando discurría así, una vocecilla aguda resonó a sus pies, y unas manos débiles y tenaces se agarraron a sus botas.

-Oye, tú…, dame una limosna, por amor de Dios, que tengo mucha hambre.

Clara bajó la vista. Cien veces había oído el mismo sonsonete, y una moneda de cobre bastaba para desembarazarla del mendiguillo. Éste se me pega como una garrapata -pensó-. No tiene ganas de soltarme». Sacó del bolsillo del levitín una peseta y se la presentó al niño. Esperaba una expresión de júbilo, frases truhanescas y desenfadadas, de esas que saben decir los pordioserines del arroyo…

Con gran asombro vio que el chico, al tomar la peseta, cogía aprisa la mano del supuesto lacayo y la besaba humilde. Una especie de vergüenza y de pena desconocida hasta entonces penetró en el alma de la opulenta señora de Anstalt. ¡No había pensado nunca que con una peseta -cantidad para ella sin valor apreciable, como para otros el céntimo- se podía hacer brotar un chorro de agradecimiento tan ardoroso y tan espontáneo! Bajó los ojos trabajosamente con el estorbo de la cabeza de cartón, y, tomando al chico en brazos, le alzó en vilo.

-Pequeño, ¿de quién eres hijo? A ver.

-De nadie -contestó el pilluelo.

-¿Cómo es eso? ¿De nadie? ¿No tienes padre?

-No lo sé…, no lo conozco.

-¿Y madre?

-Sá muerto hace ocho días de una enfermedad mu mala.

-¿Y tú?

-A mí… querían llevarme al asilo; pero me escapé, y ando así por la calle. De noche me meto en el rincón de una puerta… De día pido limosna.

Clara reflexionó un momento. Después dejó en el suelo al chico, y le acarició la cabeza con la mano.

-¿Te quieres venir a una casa donde te darán de comer y dormirás en cama buena y caliente?

El chiquillo, al pronto, no respondió. Precoz instinto de independencia absoluta se alzaba sin duda en su espíritu, y las ventajas materiales del ofrecimiento no le tentaban; sin duda, su endeble pescuezo advertía la molestia del yugo, y sus manos descarnadas, vivo testimonio de la miseria fisiológica de un organismo sometido a las privaciones, se rebelaban contra los grillos y las esposas que pretendían ponerle en nombre del bienestar… Mientras dudaba y se sentía inclinado a escaparse corriendo, a fin de que no le llevasen a ningún lugar que tuviera techo y paredes, la mano de Clara, despojada del rudo guante, suave, femenil, halagaba el pelo enmarañado y golpeaba amorosa las escuálidas mejillas del granuja… Y este, magnetizado de pronto, exclamó:

-Vamos, vamos a esa casa…, ¡si estás tú en ella!

A la efusión el chico respondió inmediatamente, como un chispazo eléctrico al contacto de los alambres, el impulso ardoroso, irresistible, maternal, de la señora, que volvió a coger en brazos al pequeño, y no pudiendo besarle, le apretó contra su corazón.

-Sí, hijo mío… Estaré… ¡Verás cómo he de quererte!

……………………………………………………..


Para que la resolución de Clara sea más meritoria, el mundo la ha calumniado, suponiendo que la criatura que recogió y que tan cariñosamente cuida y educa es un hijo hurtado, un contrabando doméstico. ¿Qué le importa a Clara? Ya no bosteza de tedio ninguna tarde del año.


viernes, 27 de octubre de 2017

SANCHA (Vicente Blasco Ibáñez)


El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una extensa llanura baja cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas. Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.

Los de tierra adentro que volvían a sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños. Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos…!, tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma.

El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma:

-¡Sancha! ¡Sancha…!

Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces, el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo, o enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el silbido de su boca triangular.

Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.

La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.

Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de las rodillas, casaca blanca con bombas de paño rojo y una gorra en forma de mitra sobre el peinado en trenza.

Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero.

-¡Sancha!¡Sancha! -llamó suavemente el antiguo pastor.

Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el centro del lago.

-¡Sancha! ¡Sancha! -volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

Cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.

-¡Sancha! -gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo-. ¡Cómo has crecido…! ¡Qué grande eres!

E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.

-¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos. Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados anillos.

A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.



jueves, 26 de octubre de 2017

LUNES O MARTES (Virginia Woolf)


Perezosa e indiferente, batiendo fácilmente el espacio de sus alas, conocedora de su camino, pasa la garza sobre la iglesia, bajo el cielo. Blanco e indiferente, ensimismado, el cielo cubre y descubre sin cesar, se va y se queda. ¿Un lago? ¡Quítale las orillas! ¿Una montaña? Sí, perfecto, con el oro del sol en las laderas. Cae desde lo alto. Helechos o plumas blancas, siempre, siempre...

Deseando la verdad, aguardándola, rezumando laboriosamente unas pocas palabras, deseando siempre (se inicia un grito a la izquierda, a la derecha; ruedas que golpean; vehículos se cierran en conflicto), deseando siempre (el reloj asegura con doce campanadas que es mediodía; la luz vierte escamas de oro; niños se arremolinan), deseando siempre la verdad. Roja es la cúpula; de los árboles cuelgan monedas; el humo sale lento de las chimeneas; ladrido, alarido, grito. —Compro metal—... ¿Y la verdad?

Como rayos orientados hacia un punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones doradas (Esa niebla... ¿Azúcar? No, gracias... La commonwealth del futuro), la luz del fuego salta y deja roja la estancia, salvo las negras figuras y sus ojos brillantes, mientras descargan una camioneta fuera, la señorita Thingummy sorbe té, y las vidrieras protegen abrigos de pieles.

Cacareada, leve como una hoja, rizada en los bordes, pasada por las ruedas, plateada, en casa o fuera de casa, reunida, esparcida, derrochada en diferentes platillos de la balanza, barrida, sumergida, desgarrada, hundida, ensamblada... ¿Y la verdad?

Recordar ahora junto al fuego del hogar la blanca plaza de mármol. De las profundidades de marfil se alzan palabras que vierten su negrura, florecen y penetran. El libro caído; en la llama, en el humo, en las perecederas chispas; o ya viajando, la bandera en la plaza de mármol, minaretes debajo y mares de la India, mientras los espacios azules corren y las estrellas brillan... ¿La verdad?, o bien, ¿satisfacción con su cercanía?

Perezosa e indiferente la garza regresa; el cielo cubre con un velo sus estrellas; y luego las borra.



miércoles, 25 de octubre de 2017

ESPELEÓLOGOS (Thomas Bernhard)


Los llamados espeleólogos, que dedican su vida a explorar cuevas y suscitan siempre el mayor interés, sobre todo entre los lectores de revistas ilustradas de las grandes ciudades, han explorado recientemente también la cueva existente entre Taxenbach y Schwarzach, que hasta ahora había estado siempre totalmente inexplorada, como hemos sabido por el periódico. A finales de agosto y en condiciones metereorológicas ideales, según informa el Salzburger Volksblatt, los espeleólogos penetraron en la cueva con la firme intención de volver a salir de esa cueva. A finales de septiembre, un equipo de salvamento, formado con el nombre de Equipo de Salvamento de Espeleólogos, se dirigió a la cueva para socorrer a los espeleólogos que penetraron originalmente en la cueva a finales de agosto. Pero tampoco ese equipo de salvamento de espeleólogos había vuelto a mediados de octubre de la cueva, lo que indujo al Gobierno del Land de Salzburgo a enviar a la cueva un segundo equipo de salvamento de espeleólogos. Este segundo equipo de salvamento de espeleólogos se componía de los hombres más fuertes y valientes del Land y estaba equipado con los más modernos, así llamados, aparatos de salvamento espeleológico. Sin embargo, el segundo equipo de salvamento de espeleólogos, igual que el primero, penetró, sí, en la cueva, de acuerdo con lo previsto, pero ni siquiera a principios de diciembre había regresado de la cueva. En vista de ello, la oficina responsable de la espeleología del Gobierno del Land de Salzburgo encargó a una empresa construcora de Pongau que tapiase la cueva existente entre Taxenbach y Schwarzach, lo que se hizo ya antes del nuevo año.


martes, 24 de octubre de 2017

LISTA (Pedro Martínez)


Aceitunas rellenas anchoa Hacendado; Flan de queso Hacendado; Galletas Maria 4 ud; Actimel desnatado 0% ; Lentejas con vegetales en conserva; Lomo de cerdo empanado; Lomo de cerdo; Longanizas pavo y pollo 2ud; Albóndigas de bacalao; Anchoas en aceite oliva 3 latitas; Galletas Chiquilín Ositos miel; Galletas Cuétara; Bizcochos La Filo; Cacao Valor sin azúcar; Chocolate relleno de naranja; Melocotón con edulcorantes; Membrillo Helios; Mermeladas Diet; Mermelada Hero; Barritas merluza congeladas; Bizcochitos osito Lulú; Chorizo y salchichón de pavo; Claras de huevo pasteurizadas; por favor; Cola cao Light; Croquetas bacalao congeladas; Empanadillas espinacas; si alguien lo lee; Galletas tipo cereal; Hamburguesa pavo/pollo Omega; Hamburguesa Pescaburguer de surimi; Helado Carte D’or; Helado La Lechera; Medias noches, 6; Pan de molde integral sin corteza; necesito ayuda; Pan de bolla loncheado ligero; Paté Argal; Pechuga Pavo Sajonia Serrano; Requeson semidesnatado Montesinos; Rollitos de primavera congelados; Salchichas surimi Pescanova; Pincho rojo tipo zorza; Queso cottage Fricolat; Queso fresco Burgos; Salsa agridulce; Salsa Barbacoa; Salsa brava; estoy retenida; Salsa Lea and Perrins; Salsa tomate Light; contra mi voluntad; San Jacobo Tenedor de Plata; Sorbete de limón; Tortitas americanas; Tostas redondas Bimbo; Tulipas barquillo; me pega; Verdifresh bolsa verduras microondas; Yogur cremoso; Yogur desnatado edulcorado; Yogur desnatado receta pastelera.

lunes, 23 de octubre de 2017


EL EXTERMINADOR (Hyatt Verrill)



Era un magnífico ejemplar de su especie: translúcido, blanco, de rápidos movimientos, con una facultad casi misteriosa para descubrir a su presa e invariablemente triunfante sobre sus enemigos naturales. Pero su rasgo más sobresaliente era su insaciable apetito.

Para matar era tan cruel e indiscriminado como la comadreja o el hurón, pero a diferencia de ellos, que mataban por matar, el Exterminador jamás actuaba así. Cayese sobre lo que cayese, lo devoraba al instante. Habría sido fascinante contemplarlo en esa actividad. Se lanzaba con precipitación sobre su presa, inmóvil durante un breve instante, un aparente titubeo, un leve temblor en su cuerpo, y todo había terminado; el desafortunado ser que había estado moviéndose en su modo acostumbrado, sin sospechar el peligro, había desaparecido por completo, y el Exterminador, con avidez, se apresuraba en busca de una nueva víctima.

Se movía constantemente en un flujo invariable de líquido, en absoluta oscuridad: de ahí que sus ojos no le fueran necesarios, y estuviera enteramente guiado más bien por el instinto o la naturaleza que por las facultades que conocemos.

No se hallaba solo. Otros de su especie pululaban a su alrededor, y la corriente estaba atestada por un número incalculable de otros organismos: objetos redondeados de color rojizo que se movían lentamente, culebreantes criaturas semejantes a renacuajos, cuerpos de forma estrellada, gráciles y tenues objetos dotados de vida; criaturas globulares, cosas informes cambiando constantemente de configuración al moverse o más bien nadar; seres diminutos, casi invisibles; organismos filiformes, serpentinos o semejantes a anguilas, e innumerables otras formas. El Exterminador atravesaba la atestada y cálida corriente al azar, aunque siempre con un propósito definido: matar y devorar.

Por algún misterioso e inexplicable mecanismo, reconocía a los amigos y podía distinguir inequívocamente a los enemigos. Evitaba las muchedumbres rojizas: sabía que no había que molestarlas, e incluso en las ocasiones, como a menudo sucedía, en que se veía rodeado, cercado, casi ahogado por verdaderas hordas de aquellos seres, empujado por ellos, permaneció imperturbable, sin efectuar intento alguno de devorarlos. Pero los demás, las criaturas serpenteantes, globulares, angulares, radiantes y semejantes a barras, los organismos rápidamente contorsionantes, parecidos a renacuajos, eran distintos.

Entre ellos ejercía una rápida y terrible destrucción. Sin embargo, aun aquí ejercía una sorprendente discriminación. Pasaba ante algunos sin hacerles el menor daño, mientras que atacaba, destrozaba y devoraba a otros con indescriptible ferocidad. Y todos los de su especie hacían también lo mismo. Eran como una horda de voraces tiburones en un mar rebosante de presas. Parecían obsesionados por el deseo de destruir, y eran a veces tan expeditivos y metódicos que durante largos períodos la corriente siempre fluyente que habitaban quedaba totalmente desierta de presas.

Sin embargo, ni el Exterminador ni sus congéneres parecían sufrir entonces por falta de sustento. Eran capaces de permanecer largo tiempo sin alimento y surcaban, o mejor dicho nadaban por sus dominios lentamente, tan satisfechos al parecer como cuando estaban celebrando una verdadera orgía de matanzas. y hasta cuando la corriente no arrastraba presa alguna al alcance del Exterminador o sus iguales, nunca intentaban dañar o molestar a las siempre presentes formas rojas, ni a los innumerables organismos más pequeños, a los cuales parecían considerar como amigos.

De hecho, de haber sido posible interpretar sus sensaciones, se habría observado que estaban mucho más contentos, mucho más satisfechos cuando no había enemigos sobre los que lanzarse que cuando el río borboteaba con su presa natural y se presentaba el incesante impulso de matar, matar, matar.

Y de pronto, la corriente en la que se movía el Exterminador se volvía incómodamente caliente, lo cual hacía que él y sus congéneres despertaran a una renovada actividad en busca de espacio, pero que producía la muerte a muchos de aquellos salvajes seres. Y, siempre siguiendo a estas bajas, las hordas de enemigos aumentaban rápidamente, hasta que el Exterminador hallaba casi imposible vencerlas. A veces, también, la corriente fluía lenta y débilmente, y una especie de letargo asaltaba al Exterminador.

A menudo, en tales ocasiones, flotaba más que nadaba, con sus fuerzas menguadas y casi apagada su codiciosa apetencia de matar. Pero siempre, luego, ocurría el cambio: la corriente adquiría un peculiar sabor amargo, e innumerable número de enemigos del Exterminador morían y desaparecían, mientras el propio Exterminador se veía poseído de una súbita e inusitada fuerza y caía vorazmente sobre los restantes enemigos. En tales ocasiones, el número de sus congéneres aumentaba siempre de una manera misteriosa, como lo hacía también el de los seres rojos. Parecían salir de ninguna parte, más y más, hasta que la corriente se encontraba atiborrada de ellos.

El tiempo no existía para el Exterminador. No sabía nada de distancias, ni de días, ni de noches. Únicamente era susceptible a los cambios de temperatura de la corriente donde siempre había vivido, y a la presencia o ausencia de sus enemigos y aliados. Aun cuando quizá se percatara de que la corriente llevaba un curso irregular, de que discurría a través de al parecer interminables túneles, que se retorcían y giraban y se extendían en ramales proyectados en innumerables direcciones formando un laberinto de corrientes más pequeñas, no sabía nada de por dónde circulaban sus cursos, ni de sus fuentes o límites, sino que nadaba o más bien derivaba al azar por todos los lugares.

No había duda de que en alguna parte, en el interior de los cientos de túneles y ramificaciones, había otras bestias tan grandes, tan poderosas y tan insaciablemente destructoras como él mismo. Pero como él era ciego y no poseía el sentido del oído ni otros de los que permiten a formas de vida más elevadas observar y juzgar sus alrededores, no se percataba en absoluto de la proximidad de tales compañeros. Y así fue el único de su especie en sobrevivir el indeseado acontecimiento que ocurrió eventualmente, y por cuyo hecho merecía ser llamado con el nombre de Exterminador.

Durante un período desacostumbradamente dilatado, la corriente en el túnel había sido molestamente cálida, y había abundado en una incalculable cantidad de enemigos que, atacando a las formas rojas, las habían diezmado. Se había experimentado también una desastrosa disminución en los congéneres del Exterminador, y él y los pocos supervivientes se habían visto obligados a esforzarse al máximo para evitar ser dominados. Y a pesar de ello las hordas de enemigos culebreantes, danzantes, zigzagueantes, parecían aumentar con mayor rapidez de la que eran muertos y devorados.

Comenzaba a parecer como si su ejército fuera a vencer, y vencidos el Exterminador y sus congéneres, destruidos, aniquilados por completo, repentinamente la lenta y cálida corriente cobró un extraño sabor acre y picante. Casi al mismo tiempo descendió la temperatura, aumentó el caudal y disminuyeron las huestes de innumerables formas extrañas, como si estuvieran expuestas a un ataque por gas. Y casi instantáneamente también aparecieron como de ninguna parte nuevos congéneres del Exterminador, y se lanzaron vorazmente sobre los supervivientes enemigos.

En un espacio de tiempo sorprendentemente breve, las vengativas criaturas blancas exterminaron prácticamente a sus multitudinarios enemigos. Un enorme número de organismos rojizos colmaban ahora la corriente, y el Exterminador seguía abalanzándose acá y allá buscando probables presas. En los remolinos y túneles menores tropezó con algunas, destrozándolas y engulléndolas casi al momento. Guiado por algún inexplicable poder o fuerza, surcó a lo largo de un angosto túnel. Se dio cuenta de pronto que tenía ante él a un grupo de tres seres filiformes, sus más mortales enemigos, y se precipitó a la caza.

Alcanzaba ya a uno, estaba a punto de apresarlo, cuando ocurrió un terrible cataclismo. La pared del túnel se hundió, se produjo una gran grieta, ya través de ella se desbordó la contenida corriente.

Arrastrado por ella, el Exterminador remolineaba locamente en la abertura. Pero su única obsesión, una devoradora ansia de matar, superó todo su terror, todas sus demás sensaciones. Mientras el líquido elemento lo precipitaba hacia no sabía dónde, asió al culebreante enemigo y lo engulló vivo. En el mismo instante los otros dos los arrastraba la precipitada corriente. Con un esfuerzo supremo, se lanzó sobre el más próximo, y mientras aquél desaparecía en su estómago fue arrastrado desde la eterna obscuridad a la cegadora luz.

Instantáneamente, la corriente cesó de fluir. El líquido se estancó y los innumerables seres rojos que rodeaban al Exterminador se arracimaron como para prestarse mutuo apoyo. En algún lugar próximo,el Exterminador sintió la presencia del último miembro superviviente del trío que había estado persiguiendo cuando ocurrió la catástrofe. Pero en el denso líquido estancado, obstruido por los seres rojos, no podía moverse libremente. Pugnó por alcanzar a aquel enemigo restante, pero fue en vano. Se sintió sofocado, cada vez más débil. y estaba solo. De todos sus compañeros, él era el único que había sido arrastrado a través de la grieta del túnel que durante tanto tiempo había sido su morada.

De pronto se sintió alzado, arrastrado hacia arriba junto con algunos seres rojizos y una pequeña porción de su elemento nativo.

Luego fue arrojado con los demás y, al caer, sintió correr nueva vida por su interior, al percatarse de que su enemigo hereditario —aquel ser filiforme— se hallaba muy próximo, que aún podía abalanzarse sobre él y destruirlo.

En el siguiente instante, un objeto pesado cayó sobre él, y se sintió aprisionado allí, con su gran enemigo a una distancia infinitesimal de su cuerpo, pero desesperadamente fuera de su alcance. Le recorrió un demencial deseo de venganza. Estaba perdiendo fuerzas rápidamente. Los seres rojos que le rodeaban estaban inertes, sin movimiento; únicamente él y aquel ente filiforme mostraban aún señales de vida. y el líquido se estaba espesando con rapidez. Repentinamente, durante una fracción de segundo, se sintió libre. Con un espasmódico movimiento final alcanzó a su enemigo y, triunfante al fin, quedó convertido en una cosa inmóvil e inerte.

—¡Es extraño! —murmuró una voz humana al examinar su poseedor a través del microscopio la gota de sangre en la plaquita de vidrio—. Hace un momento podría haber jurado que capté el vislumbre de un bacilo, pero ahora no hay la menor huella de él.

—Esa nueva fórmula que inyectamos produjo un efecto casi milagroso —observó una segunda voz.

—Sí —convino la primera—. La crisis ha pasado, el paciente se encuentra fuera de peligro. Ni un simple bacilo en esta muestra. Jamás lo hubiera creído posible.

Ninguno de ambos doctores se daría cuenta jamás de la parte que había desempeñado el Exterminador. Para ellos era, simplemente, un blanco corpúsculo yaciendo muerto en la gota de sangre que se secaba rápidamente sobre la plaquita de vidrio.



sábado, 21 de octubre de 2017

NADIE ERA YO (Aitor Suárez)


No fui apresado en África ni transportado a América en un barco de esclavos. No he sido torturado como reo de herejía. No me hallaba en Guernica durante el bombardeo. No he sufrido el asedio de Stalingrado. Nunca fui recluido en Mauthausen ni en Auschwitz. No vivía en Hiroshima en el 45. 


No había nacido pero podía haber nacido (¿de qué depende ser en un tiempo o en otro?, ¿qué determina que uno llegue a existir o no?, ¿quién decide si nadie es alguien en un tiempo y en un lugar del mundo?). 

Nadie de entonces, nadie de allí era yo. Tuve suerte -supongo- de no ser uno de ellos. Podría haber estado: no faltaba, sin duda, la bola con mi nombre en la Gran Lotería. Y sin embargo no estuve allí ni entonces.

Cuesta aceptar que sea siempre el Azar quien manda. Que sea él quien tome (¿sin motivo ni objeto?, ¿ciega, arbitrariamente?) las no-decisiones.


En todo caso, Azar, te doy las gracias.


LA PARED (Vicente Blasco Ibáñez)


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!… ¡Se insultaban con el gesto!… Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.

Treinta años que los odios de los Rabosas y Casporras traían alborotado a Campanar. Casi en las puertas de Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquellos bárbaros, con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media. Habían sido grandes amigos en otro tiempo; sus casas, aunque situadas en distintas calles, lindaban por los corrales, separados únicamente por una tapia baja. Una noche, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la huerta de un escopetazo a un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de este, porque no se dijera que en la familia no quedaban hombres, consiguió, después de un mes de acecho, colocarle una bala entre las cejas al matador. Desde entonces las dos familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del vecino que en el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia o tras los cañares o ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez un Rabosa o un Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien, extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.

Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporras sólo quedaba una viuda con tres hijos mocetones que parecían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza, ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.

Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir a tiros como sus padres en plena plaza a la salida de misa mayor. La Guardia civil no les perdía de vista; los vecinos les vigilaban, y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una senda o en una esquina para verse al momento rodeado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta vigilancia que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad les ponía frente a frente.

Tal fue su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ventanas gestos de desprecio. Aquello no podía resistirse; era como vivir en familia, y la viuda de Casporra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las pobres aves del corral se estremecían en la lúgubre sombra de aquel paredón que les ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados a través de aquel muro, monumento del odio, que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.

Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles y cristalizadas en su odio.

Una tarde sonaron a rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de estos en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la gente se arremolinaba en la calle, asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta, pero fue para retroceder ante la bocanada de denso humo cargada de chispas que se esparció por la calle.

-¡El agüelo! ¡El pobre agüelo! -gritaba la de los Rabosas volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.

Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer llevando en alto como a un santo en sus andas al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.

-¡No, no! -gritaba la gente.

Pero ellos sonreían siguiendo adelante. Iban a salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí, ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo, al que debían proteger como hombres de corazón. Y la gente les veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando muebles y sacos para volver a meterse entre las llamas.

Lanzó un grito la multitud al ver a los dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.

-¡Pronto, una silla!

La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.

El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas, con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.

-¡Fill meu! ¡Fill meu! -gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.

Y antes de que el pobre muchacho pudiera evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas, y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañándolas con lágrimas.

Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no les dejaron comenzar por la limpia del terreno, cubierto de negros escombros. Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y empuñando el pico, ellos dieron los primeros golpes.

viernes, 20 de octubre de 2017

EL SIGNO (Friedrich Nietzsche)


A la mañana después de aquella noche, Zaratustra se levantó de su lecho, se ciñó la faja y salió de su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas.

“Tú gran astro”, dijo, como había dicho en otro tiempo, “profundo ojo de felicidad, ¡qué sería de toda tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!

Y si ellos permanecieran en sus aposentos mientras tú estás ya despierto y vienes y regalas y repartes: ¡cómo se irritaría contra esto tu orgulloso pudor!

¡Bien!, ellos duermen todavía, esos hombres superiores, mientras que yo estoy despierto: ¡ésos no son mis idóneos compañeros de viaje! No es a ellos a quienes yo aguardo aquí en mis montañas.

A mi obra quiero ir, a mi día: pero ellos no comprenden cuáles son los signos de mi mañana, mis pasos no son para ellos un toque de diana.

Ellos duermen todavía en mi caverna, sus sueños siguen bebiendo de mis cantos de embriaguez. El oído que me escuche a mí, el oído obediente falta en sus miembros.”

– Esto había dicho Zaratustra a su corazón mientras el sol se elevaba: entonces se puso a mirar inquisitivamente hacia lo alto, pues había oído por encima de sí el agudo grito de su águila. “¡Bien!” exclamó hacia arriba, “así me gusta y me conviene. Mis animales están despiertos, pues yo estoy despierto.

Mi águila está despierta y honra, igual que yo, al sol. Con garras de águila aferra la nueva luz. Vosotros sois mis animales adecuados; yo os amo.

¡Pero todavía me faltan mis hombres adecuados!”.

Así habló Zaratustra; y entonces ocurrió que de repente se sintió como rodeado por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros. El rumor de tantas alas y el tropel en torno a su cabeza eran tan grandes que cerró los ojos. Y, en verdad, sobre él había caído algo semejante a una nube, semejante a una nube de flechas que se descarga sobre un nuevo enemigo. Pero he aquí que se trataba de una nube de amor, y caía sobre un nuevo amigo.

“¿Qué me ocurre?«, pensó Zaratustra en su asombrado corazón, y lentamente se dejó caer sobre la gran piedra que se hallaba junto a la salida de su caverna. Pero mientras movía las manos a su alrededor y encima y debajo de sí, y se defendía de los cariñosos pájaros, he aquí que le ocurrió algo aún más raro: su mano se posó, en efecto de manera imprevista sobre una espesa y cálida melena y al mismo tiempo resonó delante de él un rugido, un suave y prolongado rugido de león.

“El signo llega”, dijo Zaratustra, y su corazón se transformó. Y, en verdad, cuando se hizo la claridad delante de él vio que a sus pies yacía un amarillo y poderoso animal, el cual estrechaba su cabeza entre sus rodillas y no quería apartarse de él a causa de su amor, y actuaba igual que un perro que vuelve a encontrar a su viejo dueño. Pero las palomas no eran menos vehementes en su amor que el león; y cada vez que una paloma se deslizaba sobre la nariz del león, el león sacudía la cabeza y se maravillaba y reía por ello.

A todos ellos Zaratustra les dijo tan sólo una única frase: “mis hijos están cerca, mis hijos”. Entonces enmudeció del todo. Pero su corazón estaba aliviado y de sus ojos goteaban lágrimas y caían en sus manos. Y no prestaba ya atención a ninguna cosa, y estaba allí sentado, inmóvil y sin defenderse ya de los animales. Entonces las palomas se pusieron a volar de un lado para otro y se le posaban sobre los hombros y acariciaban su blanco cabello y no se cansaban de su cariño y su júbilo. El fuerte león, en cambio, lamía siempre las lágrimas que caían sobre las manos de Zaratustra y rugía y gruñía tímidamente. Así se comportaban aquellos animales.

Todo esto duró mucho tiempo, o poco tiempo: pues, hablando propiamente, para tales cosas no existe en la tierra tiempo alguno. Pero entre tanto los hombres superiores que estaban dentro de la caverna de Zaratustra se habían despertado y se disponían a salir en procesión a su encuentro y a ofrecerle el saludo matinal: pues habían encontrado, al despertarse, que él no se hallaba ya entre ellos. Pero cuando llegaron a la puerta de la caverna, y el ruido de sus pasos los precedía, el león enderezó las orejas con violencia, se apartó súbitamente de Zaratustra y se lanzó, rugiendo salvajemente, hacia la caverna; los hombres superiores, cuando le oyeron rugir, gritaron todos como con una sola boca y retrocedieron huyendo y en un instante desaparecieron.

Pero Zaratustra, aturdido y distraído, se levantó de su asiento, miró a su alrededor, permaneció de pie sorprendido, interrogó a su corazón, volvió en sí, y estuvo solo. “¿Qué es lo que he oído?” dijo por fin lentamente, “¿qué es lo que me acaba de ocurrir?”

Y ya el recuerdo volvía a él, y comprendió con una sola mirada todo lo que había acontecido entre ayer y hoy. “Aquí está, en efecto, la piedra”, dijo y se acarició la barba, “en ella me encontraba sentado ayer por la mañana; y aquí se me acercó el adivino, y aquí oí por vez primera el grito que acabo de oír, el gran grito de socorro.

Oh vosotros hombres superiores, vuestra necesidad fue la que aquel viejo adivino me vaticinó ayer por la mañana, a acudir a vuestra necesidad quería seducirme y tentarme: oh Zaratustra, me dijo, yo vengo para seducirte a tu último pecado.

¿A mi último pecado?, exclamó Zaratustra y furioso se rió de sus últimas palabras: ¿qué se me había reservado como mi último pecado?”

– Y una vez más Zaratustra se abismó dentro de sí y volvió a sentarse sobre la gran piedra y reflexionó. De repente se levantó de un salto,

“¡Compasión! ¡La compasión por el hombre superior!”, gritó, y su rostro se endureció como el bronce. “¡Bien! ¡Eso – tuvo su tiempo!

Mi sufrimiento y mi compasión ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!

¡Bien! El león ha llegado, mis hijos están cerca, Zaratustra está ya maduro, mi hora ha llegado:

Ésta es mi mañana, mi día comienza: ¡asciende, pues, asciende tú, gran mediodía!”.

Así habló Zaratustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal venido de oscuras montañas.



jueves, 19 de octubre de 2017

EL GRITO (Robert Graves)


Cuando llegamos con nuestras bolsas al campo de criquet del manicomio, el médico jefe, a quien había conocido en la casa donde me hospedaba, se acercó para estrecharme la mano. Le dije que aquel día yo sólo venía a llevar el tanteo para el equipo de Lampton (me había roto un dedo la semana anterior, jugando en la arriesgada posición de guardar el wicket sobre un terreno irregular).

—Ah, entonces tendrá usted a un compañero interesante —me dijo.

—¿El otro tanteador? —le pregunté yo.

—Crossley es el hombre más inteligente del hospital —respondió el médico—, gran lector, jugador de ajedrez de primera, etcétera. Parece ser que ha viajado por todo el mundo. Le han mandado aquí por sus manías. La más grave es que es un asesino y, según él, ha matado a tres hombres y a una mujer en Sydney, Australia. La otra manía, que es más cómica, es que su alma está rota en pedazos, y vaya usted a saber qué querrá decir con eso. Edita nuestra revista mensual, nos dirige las obras teatrales navideñas, y el otro día nos hizo una demostración de juegos de manos muy original. Le gustará.

Me presentó. Crossley, un hombre corpulento de cuarenta o cincuenta años, tenía un rostro extraño, pero no desagradable. No obstante, me sentí un poco incómodo sentado en la cabina donde se llevaba el tanteo, con sus manos cubiertas de pelos negros tan cerca de las mías. No es que temiera algún acto de violencia física, pero sí tenía la sensación de estar en presencia de un hombre de fuerza poco corriente, e incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor de poderes ocultos. Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.

—Tiempo de tormenta —dijo Crossley, que hablaba con lo que la gente de campo llama «acento universitario», aunque yo no llegué a determinar de qué colegio universitario procedía—. En tiempo de tormenta, los pacientes nos comportamos de un modo todavía más anormal que de costumbre. Le pregunté si jugaba algún paciente.

—Dos de ellos, estos dos primeros bateadores. El alto, B. C. Brown, jugaba con el equipo del condado de Hants hace tres años, y el otro es un buen jugador de club. También suele apuntarse Pat Slingsby (ya sabe, el boleador rápido australiano), pero hoy prescindimos de él. Cuando el tiempo está así, sería capaz de lanzar la pelota contra la cabeza del bateador. No es que sea un demente en el sentido corriente; sencillamente, tiene un formidable mal genio. Los médicos no pueden hacer nada con él. Es para matarle.

Luego, Crossley empezó a hablar del doctor:

—Un tipo de buen corazón y, para ser médico de un hospital psiquiátrico, bastante preparado técnicamente. Incluso estudia psicología morbosa y lee bastante; está casi al día, digamos hasta anteayer. Como no lee ni alemán ni francés, yo le llevo una o dos etapas de ventaja en cuestión de modas psicológicas; él tiene que esperar que lleguen las traducciones inglesas. Invento sueños significativos para que me los interprete y, como me he dado cuenta de que le gusta que incluya en ellos serpientes y tartas de manzana, así suelo hacerlo. Está convencido de que mi problema mental se debe a la consabida «fijación antipaternal»... ¡ojalá fuera así de sencillo!

Entonces me preguntó Crossley si podría tantear y escuchar una historia al mismo tiempo. Le dije que sí. Era un partido lento.

—Mi historia es verdadera —dijo—, cada palabra es cierta. O, al menos, cuando digo que mi historia es «verdadera» quiero decir que la estoy contando de una forma nueva. Siempre es la misma historia, pero algunas veces varío el clímax e incluso cambio los papeles de los personajes. Las variaciones la mantienen fresca, y por consiguiente verdadera. Si siempre utilizara la misma fórmula, pronto perdería interés y se volvería falsa. Me interesa mantenerla viva, palabra por palabra. Conozco personalmente a los personajes que hay en ella. Son gente de Lampton.

Decidimos que yo llevaría el tanteo de las carreras, incluyendo las carreras extras, y que él llevaría la cuenta de las boleadas y su análisis, y que a la caída de cada wicket nos copiaríamos el uno del otro. Así fue posible que relatara la historia.

Richard se despertó un día diciéndole a Rachel:

—Pero ¡qué sueño tan raro!

—Cuéntame, cariño —le dijo ella—, y date prisa, porque yo quiero contarte el mío.

—Estaba conversando —le explicó— con una persona (o personas, porque cambiaba muy a menudo de aspecto) de gran inteligencia, y puedo recordar claramente la discusión. Sin embargo, ésta es la primera vez que logro recordar una conversación mantenida en sueños. Normalmente, mis sueños son tan diferentes del estar despierto que sólo puedo describirlos diciendo: «Es como si estuviera viviendo y pensando como un árbol, o una campana o un do mayor o un billete de cinco libras; como si nunca hubiera sido humano.» La vida allí se me presenta algunas veces rica y otras pobre, pero, repito, en cada ocasión tan diferente que si yo dijera: «Tuve una conversación» o «Estuve enamorado», o «Escuché música» o «Estaba enfadado», me encontraría tan lejos de la realidad de los hechos como si intentara explicar un problema de filosofía tal como se lo explicó Panurge, el personaje de Rabelais, a Thaumast: simplemente, haciendo muecas con los ojos y los labios.

—A mí me ocurre algo parecido —repuso ella—.Creo que cuando estoy dormida me convierto, quizá, en una piedra, con todos los apetitos y las convicciones naturales de una piedra. Hay un refrán que dice: «Dura como una piedra», pero puede que haya más sentido en una piedra, más sensibilidad, más delicadeza, más sentimiento y más sensatez que en muchos hombres o mujeres. Y no menos sensualidad —añadió, pensativa.

Era un domingo por la mañana, así que podían quedarse en la cama, abrazados, sin preocuparse por la hora, y como no tenían hijos, el desayuno podía esperar. Richard le dijo que en su sueño él iba caminando por las dunas con esa persona o personas, y que ésta le dijo:

«Estas dunas no forman parte ni del mar ante nosotros ni del herbazal detrás nuestro, ni están relacionadas con las montañas más allá del herbazal. Son ellas mismas. Cuando un hombre camina por las dunas no tarda en apercibirse de este hecho por el sabor del aire, y si se abstuviera de comer y beber, de dormir y hablar, de pensar y desear, podría continuar entre ellas para siempre, sin cambiar. No hay vida ni muerte en estas dunas. Cualquier cosa podría suceder en las dunas».

Rachel dijo que eso eran tonterías y preguntó:

—Pero ¿de qué trataba la discusión? ¡Cuenta de una vez!

Él dijo que era sobre el paradero del alma, pero que ahora ella se lo había sacado de la cabeza por darle prisas. Lo único que recordaba era que el hombre era primero un japonés, luego un italiano y finalmente un canguro. A cambio, ella le contó impetuosamente su sueño, comiéndose las palabras.

—Iba andando por las dunas —dijo— y también había conejos allí; ¿cómo concuerda eso con lo que dijo sobre la vida y la muerte? Os vi al hombre y a ti que veníais del brazo hacia mí y me alejé corriendo de los dos y me di cuenta de que el hombre llevaba un pañuelo de seda negro; corrió detrás de mí y se me cayó la hebilla del zapato y no pude detenerme para recogerla. La dejé en el suelo y él se agachó y se la metió en el bolsillo.

—¿Cómo sabes que se trataba del mismo hombre? —preguntó Richard.

Ella se rió:

—Porque tenía la cara negra y llevaba puesto un abrigo azul, como aquel cuadro del capitán Cook. Y porque era en las dunas.

Richard la besó en el cuello.

—No sólo vivimos juntos y hablamos juntos y dormimos juntos —le dijo—, sino que al parecer ahora incluso soñamos juntos.

Y se rieron los dos.

Luego Richard se levantó y le trajo el desayuno. Sobre las once y media Rachel dijo:

—Sal a dar un paseo ahora, cariño, y cuando vuelvas tráeme algo en qué pensar; vuelve a tiempo para la comida, a la una. Era una mañana calurosa de mayo y salió por el bosque, tomando el camino de la costa, que en menos de un kilómetro iba a parar a Lampton.

(—¿Usted conoce bien Lampton? —preguntó Crossley. —No —le dije yo—, sólo estoy aquí de vacaciones, en casa de unos amigos.)

Caminó unos cien metros por la costa, pero luego se desvió y cruzó el herbazal pensando en Rachel, observando las mariposas azules y mirando las rosas silvestres y el tomillo, y pensando de nuevo en ella y en lo extraño que resultaba que pudieran estar tan cerca el uno del otro; luego, arrancó unos pétalos de flor de aulaga y los olió, meditando sobre el olor y pensando: «Si ella muriera, ¿qué sería de mí?» Tomó un trozo de pizarra del muro bajo y lo hizo saltar varias veces rozando la superficie de la charca, y pensando: «Soy un tipo muy torpe para ser su marido», y fue caminando hacia las dunas, para alejarse de nuevo, quizá algo temeroso de encontrarse con la persona del sueño, y finalmente describió un semicírculo hasta llegar a la vieja iglesia pasado Lampton, al pie de la montaña.

La misa de la mañana había concluido y la gente estaba fuera, cerca de los monumentos megalíticos que había detrás de la iglesia, caminando en grupos de dos o tres, como era costumbre, sobre la suave hierba. El hacendado de la localidad hablaba en voz muy alta sobre el rey Carlos el Mártir:

—Un gran hombre, de verdad, un gran hombre, pero traicionado por aquellos a quienes más amaba. Y el médico estaba discutiendo sobre música para órgano con el párroco. Había un grupo de niños jugando a la pelota:

—¡Tírala aquí, Elsie! No, a mí, Elsie, ¡Elsie! ¡Elsie!

Entonces apareció el párroco y se metió la pelota en el bolsillo, diciendo que era domingo; tenían que haberlo recordado. Cuando se hubo marchado, se pusieron a hacerle muecas.

Al poco rato se acercó un forastero, pidió permiso para sentarse al lado de Richard y empezaron a hablar. El forastero había asistido a la misa y deseaba discutir el sermón. El tema había sido la inmortalidad del alma; era el último sermón de una serie que había empezado por Pascua. Dijo que no podía estar de acuerdo con la premisa del predicador, según la cual «el alma reside continuamente en el cuerpo». ¿Por qué tenía que ser así? ¿Qué función desempeñaba el alma, día a día, en el trabajo rutinario del cuerpo? El alma no era ni el cerebro, ni los pulmones, ni el estómago, ni el corazón, ni la mente, ni la imaginación. Era sin duda algo aparte, ¿no? ¿No era en realidad menos probable que residiese en el cuerpo que fuera de él? No tenía pruebas ni de una cosa ni de la otra, pero, según él, nacimiento y muerte eran un misterio tan extraño que la explicación de la vida podría muy bien estar fuera del cuerpo, que es la prueba visible de la existencia.

—Ni siquiera podemos saber con precisión cuáles son los momentos del nacimiento y de la muerte —continuó diciendo—. Fíjese que en el Japón, país qué he visitado, se calcula que un hombre tiene ya un año cuando nace; y hace poco en Italia un hombre muerto... Pero venga a pasear por las dunas y déjeme que le cuente mis conclusiones. Me resulta más fácil hablar cuando estoy paseando.

A Richard le asustó escuchar todo esto y ver al hombre secarse la frente con un pañuelo de seda negro. Logró balbucir una respuesta. En aquel momento, los niños, que se habían acercado arrastrándose por detrás de uno de los monumentos megalíticos, de pronto y a una señal acordada gritaron en los oídos de los dos hombres y se quedaron allí riendo. El forastero, al sobresaltarse, se enfadó y abrió la boca como si estuviera a punto de maldecirles, mostrando los dientes hasta las encías. Tres de los niños chillaron y echaron a correr. Pero la niña a la que llamaban Elsie se cayó al suelo del susto y se quedó allí sollozando. El médico, que estaba cerca, intentó consolarla.

—Tiene cara de demonio —se oyó decir a la niña. El forastero sonrió amablemente:

—Y un demonio es lo que fui no hace tanto tiempo. Esto ocurrió en el norte de Australia, donde viví entre aquellos negros durante veinte años. «Demonio» es la palabra que mejor describe la posición que ellos me otorgaron en su tribu, y también me dieron un uniforme de la Armada inglesa, del siglo dieciocho, para ponerme en las ceremonias. Venga a pasear conmigo por las dunas y déjeme contarle toda la historia. Me apasiona pasear por las dunas: por eso vengo a este pueblo... Me llamo Charles.

—Gracias —dijo Richard—, pero debo volver a casa enseguida. La comida me espera.

—Tonterías —dijo Charles—, la comida puede esperar. O, si usted quiere, puedo ir a comer con usted. Por cierto, no he comido nada desde el viernes. Estoy sin dinero.

Richard se sintió incómodo. Temía a Charles y no quería llevárselo a su casa a comer por lo del sueño, las dunas y el pañuelo, pero, por otra parte, el hombre era inteligente y apacible, vestía bastante bien y no había comido nada desde el viernes; si Rachel se enteraba de que había rehusado darle una comida, volvería a empezar con sus reproches. Cuando Rachel estaba malhumorada, su queja favorita era que Richard era demasiado prudente con el dinero; pero cuando hacían las paces admitía que era el hombre más generoso que conocía y que no se lo había dicho en serio. Y cuando volvía a enfadarse con él, otra vez salía con que era un avaro. «Diez peniques y medio —le decía, burlándose—, diez peniques y medio y tres peniques en sellos.» A Richard le ardían las orejas y le entraban ganas de pegarle. Así que dijo a Charles:

—No faltaría más, venga a comer conmigo; pero aquella niña aún está sollozando a causa del miedo que le tiene. Tendría que hacer algo.

Charles le hizo señas para que se acercase y se limitó a pronunciar una dulce palabra —una palabra mágica australiana, según le contó luego a Richard, que significaba leche—; inmediatamente, Elsie se sintió reconfortada y vino a sentarse sobre las rodillas de Charles, jugando con los botones de su chaleco durante un rato, hasta que Charles la hizo marchar.

—Tiene usted extraños poderes —dijo Richard.

—Me gustan mucho los niños —respondió Charles—, pero el grito me alarmó; me alegro de no haber hecho lo que por un momento tuve la tentación de hacer.

—¿Qué era? —preguntó Richard.

—Pude haber gritado yo también —replicó Charles.

—Seguro que lo hubiesen preferido —dijo Richard—. Les hubiese parecido un juego estupendo. Seguramente, es lo que esperaban que hiciera.

—Si yo hubiese gritado —dijo Charles—, mi grito los habría matado en el acto, o al menos los habría trastornado. Lo más probable es que los hubiese matado, porque estaban muy cerca.

Richard sonrió tontamente. No sabía si debía reír o no, porque Charles hablaba con mucha seriedad y compostura. Por lo tanto, optó por decirle:

—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de grito es ése? Déjeme oírle gritar.

—No sólo podría hacerles daño a los niños con mi grito—repuso Charles—. También los hombres pueden volverse locos de remate; incluso el más fuerte quedaría tendido en el suelo. Es un grito mágico que aprendí del jefe de demonios en el territorio norteño. Tardé dieciocho años en perfeccionarlo, y sin embargo sólo lo he utilizado, en total, cinco veces.

Richard tenía la mente tan confusa, a causa del sueño y del pañuelo y de la palabra que le dijo a Elsie, que no sabía qué decir. Sólo se le ocurrió murmurar:

—Le doy cincuenta libras si con un grito despeja este lugar.

—Veo que no me cree —dijo Charles—. ¿Es que no ha oído hablar nunca del grito del terror?

Richard meditó y dijo:

—Bueno, he leído algo sobre el grito heroico que utilizaban los antiguos guerreros irlandeses y que hacía retroceder a los ejércitos... ¿y no fue Héctor, el troyano, el que sabía proferir un terrible grito? También sé que en los bosques de Grecia se oían unos gritos repentinos. Los atribuyeron al dios Pan, y esos gritos infundían a los hombres un miedo enloquecedor; precisamente, de esta leyenda proviene la palabra «pánico». Y recuerdo otro grito mencionado en el Mabinogion, en la historia de Lludd y Llevelys. Era un chillido que se oía cada víspera del primero de mayo y que atravesaba todos los corazones, asustando de tal modo a los hombres, que perdían el color y la fuerza, y las mujeres sus hijos, y los jóvenes y doncellas el juicio, y los animales, los árboles, la tierra y las aguas quedaban estériles. Pero este grito lo lanzaba un dragón.

—Sería un mago británico del clan de los Dragones—dijo Charles—. Yo pertenecía a los Canguros. Sí, eso concuerda. El efecto no está descrito con exactitud, pero se aproxima bastante.

Llegaron a la casa a la una y Rachel estaba en la puerta, con la comida a punto.

—Rachel —dijo Richard—, te presento al señor Charles, que ha venido a comer. El señor Charles es un gran viajero.

Rachel se pasó la mano por la frente como para disipar una nube, pero pudo haber sido el brillo repentino del sol. Charles le cogió la mano y se la besó, cosa que la sorprendió. Rachel era graciosa, menuda, con ojos de un azul intenso que contrastaban con su cabello negro, delicada en sus movimientos y con una voz bastante grave; tenía un sentido del humor algo extraño.

(Le gustaría Rachel —dijo Crossley—, algunas veces viene a visitarme aquí)

Sería difícil definir bien a Charles: era de mediana edad y alto, con el cabello gris y una cara que no estaba quieta ni por un momento; los ojos grandes y brillantes, unas veces amarillos, otras marrones y otras grises; su voz cambiaba de tono y de acento según el tema; tenía las manos morenas, con el dorso peludo y las uñas bien cuidadas. De Richard basta decir que era músico, que no era un hombre fuerte pero sí un hombre de suerte. La suerte era su fuerza.

Después de comer, Charles y Richard lavaron juntos los platos y de pronto Richard le preguntó a Charles si le dejaría escuchar el grito, pues sabía que no podría tranquilizarse hasta haberlo oído. Sin duda, era peor pensar en una cosa tan terrible que oírla, porque ahora ya creía en el grito.

Charles dejó de fregar platos, trapo en mano.

—Como quiera —le dijo—, pero que conste que ya le he avisado de qué clase de grito se trata. Y si grito, tiene que ser en un lugar solitario donde nadie más pueda oírlo; y no pienso gritar en el segundo grado, el grado que mata con certeza, sino en el primero, que únicamente horroriza. Cuando quiera que pare, tápese los oídos con las manos.

—De acuerdo —asintió Richard.

—Aún no he gritado nunca para satisfacer una frívola curiosidad —explicó Charles—; siempre lo he hecho cuando mis enemigos han puesto en peligro mi vida, enemigos blancos o negros, y una vez, cuando me encontré solo en el desierto. Esa vez me vi forzado a gritar, para obtener comida.

Entonces Richard pensó: «Bueno, como soy un hombre de suerte, mi suerte me servirá incluso para esto.»

—No tengo miedo —le dijo a Charles.

—Iremos a caminar por las dunas mañana temprano—sugirió Charles—, cuando aún no haya nadie, y entonces gritaré. Dice usted que no tiene miedo.

Pero Richard tenía mucho miedo, y lo que empeoraba su miedo era que de algún modo se sentía incapaz de hablarle a Rachel y contárselo, pues él sabía que, de hacerlo o bien le prohibiría salir, o bien le acompañaría. Si le prohibía ir, el miedo al grito y un sentimiento de cobardía se cerniría sobre él para siempre, pero si iba con él y si resultaba que el grito no era nada, ella hallaría un nuevo motivo de burla en su credulidad y Charles se reiría con ella; y si efectivamente resultaba ser algo, muy bien podría volverse loca. Así que no dijo nada.

Invitaron a Charles a pasar la noche en su casa y se quedaron charlando hasta muy tarde.

Cuando ya estaban en la cama, Rachel le dijo a Richard que le gustaba Charles y que, desde luego, era un hombre que había visto mucho mundo, aunque era un tonto y un crío. Luego Rachel empezó a decir muchas tonterías. Había tomado un par de copas de vino, y casi nunca bebía.

—Oh, cariño —le dijo—, se me olvidó decirte una cosa. Esta mañana me puse los zapatos de la hebilla cuando tú no estabas, y vi que faltaba una. Seguro que anoche, antes de irme a dormir, me di cuenta de que la había perdido y sin embargo no debí registrar la pérdida en mi mente, por lo que en mi sueño se transformó en descubrimiento; pero algo me dice..., mejor dicho, tengo la certeza de que el señor Charles guarda la hebilla en su bolsillo, y estoy segura de que él es el hombre a quien conocimos en nuestro sueño. Pero no me importa, en absoluto.

Richard empezó a sentir cada vez más miedo, y no se atrevió a contarle lo del pañuelo de seda negro y lo de las invitaciones de Charles a pasear con él por las dunas. Y lo que era peor, Charles sólo había utilizado un pañuelo blanco mientras estaba en su casa, así que no podía estar seguro de si en realidad lo había visto o no. Volvió la cabeza hacia el otro lado y dijo sin convicción:

—Claro, Charles sabe muchas cosas. Voy a dar un paseo con él mañana temprano, si no te importa; un paseo muy de mañana es lo que necesito.

—Ah, yo también iré —dijo ella.

Richard no sabía cómo negárselo y comprendió que había cometido una equivocación al decirle lo del paseo.

—Charles se alegrará mucho. A las seis, entonces.

A las seis se levantó, pero Rachel, después del vino, tenía demasiado sueño para ir con ellos. Lo despidió con un beso y él se marchó con Charles. Richard había pasado mala noche. En sus sueños nada se presentaba en términos humanos, sino que todo era confuso y temible, y nunca se había sentido tan distante de Rachel desde su matrimonio; además, el temor al grito aún le roía por dentro. Y también tenía hambre y frío. Soplaba un viento fuerte de las montañas hacia el mar y caían algunas gotas de lluvia.

Charles casi no pronunció palabra; mascaba un tallo de hierba y caminaba deprisa. Richard se sintió mareado y dijo:

—Espere un momento. Tengo flato en el costado.

Se detuvieron y Richard preguntó, jadeante:

—¿Qué clase de grito es? ¿Es fuerte o estridente? ¿Cómo se produce? ¿Cómo puede enloquecer a un hombre?

Al ver que guardaba silencio, Richard continuó con una sonrisa tonta:

—No obstante, el sonido es una cosa curiosa. Recuerdo que cuando estudiaba en Cambridge le tocó una noche a un alumno de King's College leer el pasaje de la Biblia. No había pronunciado diez palabras cuando comenzó a oírse un crujido, acompañado de una resonancia y un rechinar, y empezaron a caer trozos de madera y polvo del techo; resultaba que su voz estaba perfectamente armonizada con la del edificio y tuvo que callar porque podía haberse desplomado el techo, del mismo modo que se puede romper una copa de vino si se acierta su nota en un violín.

Charles accedió a responder:

—Mi grito no es una cuestión de tono ni de vibración, sino algo que no puede explicarse. Es un grito de pura maldad, y no tiene un lugar fijo en la escala. Puede asumir cualquier nota. Es el terror puro, y si no fuera por cierta intención mía, que no necesito contarle, me negaría a gritar para usted.

Richard tenía el gran don del miedo, y esta nueva descripción del grito le inquietó todavía más; hubiese deseado estar en casa, en la cama, y que Charles se encontrase a dos continentes de distancia. Pero se sentía fascinado. Ahora estaban cruzando el herbazal, pasando entre el esparto, que le pinchaba a través de los calcetines y los empapaba.

Estaban ya en las desnudas dunas. Desde la más alta, Charles miró a su alrededor; podía contemplar la playa que se extendía tres kilómetros o más. No se veía a nadie. Entonces Richard vio cómo Charles sacaba una cosa de su bolsillo y la usaba despreocupadamente para hacer malabarismos, lanzándola de la punta de un dedo a otra, impulsándola con el índice y el pulgar para que diera vueltas en el aire y luego recogiéndola sobre el dorso de la mano. Era la hebilla de Rachel.

Richard respiraba con dificultad, le latía violentamente el corazón y estuvo a punto de vomitar. Tiritaba de frío y al mismo tiempo sudaba. Pronto llegaron a un espacio abierto entre las dunas, cerca del mar. Había un banco de arena de cierta altura sobre el cual crecían unos cardos y un poco de hierba de un verde pálido, y el suelo estaba lleno de piedras, traídas hasta allí por el mar, años antes, según se deducía.

Aunque el lugar estaba situado detrás del primer terraplén de dunas, había una abertura en la línea, quizá causada por la irrupción de una marea alta, y los vientos que continuamente corrían por aquel hueco lo dejaban limpio de arena. Richard tenía la mano en el bolsillo del pantalón, buscando calor, y se dedicó a enrollar nerviosamente un trozo blando de cera alrededor del índice derecho: el cabo de una vela que se le había quedado en el bolsillo la noche anterior, cuando bajó a cerrar la puerta.

—¿Está preparado? —preguntó Charles.

Richard asintió con la cabeza.

Una gaviota bajó hasta la cima de las dunas y volvió a alzar el vuelo, chillando, cuando les vio.

—Póngase junto a los cardos —dijo Richard con la boca seca— y yo me quedaré aquí donde están las piedras, no demasiado cerca. Cuando levante la mano, ¡grite! Cuando me lleve los dedos a los oídos, pare enseguida.

Así pues, Charles se desplazó unos veinte pasos hacia los cardos. Richard vio sus anchas espaldas y el pañuelo de seda negro que sobresalía de su bolsillo. Recordó el sueño y la hebilla del zapato, y el miedo de Elsie. Rompió su resolución y rápidamente partió en dos el trozo de cera y se tapó los oídos. Charles no le vio.

Se volvió y Richard le hizo la señal con la mano. Charles se inclinó de un modo extraño, sacando la barbilla y mostrando los dientes. Richard jamás había visto tal mirada de terror en la cara de un hombre. Para esto no estaba preparado. La cara de Charles, que normalmente era blanda y cambiante, incierta como una nube, se endureció hasta parecer una áspera máscara de piedra, al principio blanca como la muerte, y luego el color se fue extendiendo, empezando por los pómulos, primero rojo, luego de un rojo más intenso y al final negro, como si estuviera a punto de ahogarse. Entonces se le fue abriendo la boca hasta el máximo, y Richard cayó de bruces, con las manos sobre los oídos, en un desmayo.

Cuando volvió en sí se encontró solo, tendido entre las piedras. Se incorporó y, al sentirse entumecido, se preguntó si llevaría mucho tiempo allí. Se encontraba muy débil, con náuseas, y en el corazón un escalofrío más helado que el que sentía en su cuerpo. No podía pensar. Puso la mano en el suelo para levantarse y se apoyó en una piedra; era más grande que casi todas las demás. La cogió y palpó su superficie distraídamente. Su mente divagó. Empezó a pensar en el trabajo de zapatero, sobre el cual nunca había sabido nada pero cuyo arte le resultaba ahora totalmente familiar.

—Debo de ser un zapatero —dijo en voz alta. Luego se corrigió:

—No, soy músico. ¿Será que me estoy volviendo loco?

Tiró la piedra; dio contra otra y rebotó.

—Veamos, ¿por qué habré dicho que era un zapatero? —se preguntó—. Hace un momento, me pareció que sabía todo lo que hay que saber sobre la profesión de zapatero, y ahora no sé nada en absoluto sobre este tema. Tengo que volver a casa con Rachel. ¿Por qué se me ocurriría salir?

Entonces vio a Charles sobre una duna, a unos cien metros de distancia, con la mirada perdida en el mar. Recordó su miedo y se aseguró de que aún tenía la cera puesta en los oídos; se puso en pie tambaleándose. Notó como si algo se agitase en la arena y vio en ella un conejo tendido sobre un costado, retorciéndose a sacudidas, presa de convulsiones. Al acercarse Richard, la agitación cesó: el conejo estaba muerto.

Richard se arrastró por detrás de una duna para no ser visto por Charles y luego echó a andar hacia su casa, corriendo con torpeza sobre la blanda arena. No había avanzado veinte pasos cuando encontró la gaviota. Estaba de pie sobre la arena, como atontada, y, en lugar de echar a volar cuando se acercó Richard, cayó muerta.

Richard no supo cómo llegó a casa, pero se encontró en ella abriendo la puerta trasera y se arrastró a gatas escaleras arriba. Se destapó los oídos. Rachel estaba incorporada en la cama, pálida y temblorosa.

—Menos mal que has regresado —dijo—. He tenido una pesadilla, la peor de toda mi vida. Fue espantoso. Yo estaba en mi sueño, en el más profundo sueño que he tenido, como el que te conté. Era como una piedra, y sentía que estaba próxima a ti; tú eras tú, estaba bien claro, aunque yo era una piedra, y tú sentías mucho miedo y yo no podía hacer nada para ayudarte, y tú esperabas algo y ese algo terrible no te ocurrió a ti sino a mí. No puedo decirte lo que era, pero sentía como si todos mis nervios chillaran de dolor al mismo tiempo, y me estuvieran atravesando una y otra vez con el rayo de alguna luz intensa y maligna que me hacía retorcer. Me desperté y mi corazón latía tan deprisa que apenas si podía respirar. ¿Crees que tuve un ataque cardíaco y que mi corazón se saltó un latido? Dicen que uno se siente así. ¿Dónde has estado, cariño? ¿Dónde está el señor Charles?

Richard se sentó en la cama y le tomó la mano.

—Yo también he tenido una mala experiencia —le dijo—. He salido a pasear junto al mar, con Charles, y mientras él se adelantaba para escalar la duna más alta, sentí como un desmayo y caí sobre un montón de piedras, y cuando recobré el sentido el miedo me había empapado en sudor y tuve que volver enseguida a casa. Así que he regresado solo, corriendo. Ocurrió hará cosa de media hora.

No le contó nada más. Le preguntó si podía volver a meterse en la cama y si ella podría preparar el desayuno. Eso era algo que no había hecho en todos sus años de casada.

—Estoy tan enferma como tú —contestó ella. Quedaba entendido entre ellos que Rachel siempre estaba enferma; Richard tenía que encontrarse bien.

—No es verdad —le dijo él, y volvió a desmayarse.

Rachel le ayudó de mala gana a meterse en la cama, se vistió y bajó lentamente las escaleras. Un olor a café y bacon subió a su encuentro y allí estaba Charles, con el fuego encendido y dos desayunos sobre una bandeja. Fue tanto su alivio al no tener que preparar el desayuno y tanta su confusión debido a la experiencia que había tenido, que le dio las gracias y le dijo que era un sol, y él le besó la mano con seriedad y se la apretó. Había hecho el desayuno tal como a ella le gustaba: el café bien fuerte y los huevos fritos por ambos lados.

Rachel se enamoró de Charles. A menudo se había enamorado de otros hombres antes y después de su matrimonio, pero cuando ocurría tenía por costumbre contárselo a Richard, igual que él acordó contárselo siempre a ella; de este modo, la pasión sofocada hallaba un desahogo y no había celos, porque ella siempre le decía (igual que él podía decírselo a ella): «Sí, estoy enamorada de fulano, pero sólo te amo a ti.»

Nunca había ido más lejos la cosa. Pero esto era diferente. De algún modo, no sabía por qué, no podía admitir que estaba enamorada de Charles, pues ya no amaba a Richard. Le odiaba por estar enfermo y le dijo que era un perezoso y un farsante. Así pues, sobre las doce, Richard se levantó, pero anduvo gimiendo por el dormitorio hasta que ella le mandó de nuevo a la cama a seguir gimiendo.

Charles la ayudaba con el trabajo de la casa, guisando todas las comidas, pero no subió a ver a Richard porque no se lo habían pedido. Rachel se sentía avergonzada, y se disculpó ante Charles por la grosería de Richard al marcharse corriendo de aquel modo. Pero Charles explicó apaciblemente que no lo había tomado como un insulto; también él se había sentido extraño aquella mañana, pues era como si algo se agitara en el aire cuando llegaron a las dunas. Ella le dijo que también había notado esta sensación extraña. Más tarde, Rachel descubrió que todo Lampton hablaba de lo mismo. El médico sostenía que se trataba de un temblor de tierra, pero la gente del campo decía que había sido el demonio que pasaba por allí.

Había venido a buscar el alma negra de Salomón Jones, el guardabosques, a quien encontraron muerto aquella mañana en su casita cerca de las dunas. Cuando Richard pudo bajar y caminar un poco sin gemir, Rachel lo mandó al zapatero a comprarle una hebilla nueva para su zapato. Lo acompañó hasta el fondo del jardín. El camino bordeaba una escarpada pendiente. Richard parecía enfermo y gemía levemente al andar, así que Rachel, medio enfadada y medio en broma, le dio un empujón y le hizo caer cuesta abajo rodando entre ortigas y hierro viejo. Luego regresó a la casa, riendo a carcajadas. Richard suspiró, intentó a su vez reírse de la broma que le había gastado Rachel —aunque ella ya se había ido—, se levantó con esfuerzo, sacó los zapatos de entre las ortigas y al cabo de un rato subió despacio por la cuesta, salió por la verja y bajó por el sendero, deslumbrado por el resplandor del sol.

Cuando llegó a casa del zapatero, se sentó pesadamente. El zapatero se alegró de poder charlar con él.

—Tiene mala cara —dijo el zapatero.

—Sí—contestó Richard—, el lunes por la mañana tuve una especie de desmayo; sólo ahora empiezo a recuperarme.

—¡Madre mía! —exclamó el zapatero—. Si usted tuvo una especie de desmayo, ¿qué no tendría yo? Fue como si alguien me estuviese manoseando en carne viva, como si me hubieran despellejado. Era como si alguien hubiese cogido mi alma y se hubiese puesto a hacer malabarismos con ella, tal como se juega con una piedra, y la hubiese lanzado al aire, arrojándola muy lejos. Nunca se me olvidará la mañana del pasado lunes.

A Richard se le ocurrió la extraña idea de que era el alma del zapatero lo que él había tocado en forma de piedra. «Es posible —pensó— que las almas de cada hombre, mujer y niño de Lampton estén entre aquellas piedras.» Pero no dijo nada de todo esto, pidió la hebilla y regresó a su casa.

Rachel le esperaba con un beso y una broma; Richard podía haber guardado silencio, pues su silencio siempre la hacía sentirse avergonzada. «Pero ¿por qué hacerla sentirse avergonzada? —pensó—. De la vergüenza pasa luego a la justificación y busca una riña por otro lado, que siempre es diez veces peor que la burla. Me lo tomaré alegremente y aceptaré la broma.»

Se sentía infeliz. Y Charles se había instalado en la casa: trabajador, con voz suave, y poniéndose continuamente de parte de Richard contra las mofas de Rachel. Eso resultaba mortificante porque a Rachel no le importaba.


(Lo que ahora sigue —dijo Crossley— es el alivio cómico, el relato de cómo Richard volvió a las dunas, al montón de piedras, e identificó las almas del médico y del párroco; la del médico porque tenía forma de botella de whisky, y la del párroco porque era negra como el pecado original, y cómo se demostró a sí mismo que esta idea no era una fantasía. Pero me saltaré este trozo y llegaré al momento en que Rachel, dos días más tarde, se volvió de pronto afectuosa y amó a Richard, según ella, más que nunca)


La razón fue que Charles se había marchado, nadie sabía a dónde, y de momento había mitigado la magia de la hebilla, porque tenía la seguridad de que podría renovarla a su vuelta. Así que al cabo de un par de días Richard ya se encontró mejor y todo fue como había sido siempre, hasta una tarde en que se abrió la puerta y allí estaba Charles. Entró sin saludar siquiera y colgó el sombrero en la percha. Se sentó al lado del fuego y preguntó:

—¿Cuándo estará lista la cena?

Richard miró a Rachel, levantando las cejas, pero Rachel parecía fascinada por aquel hombre.

—A las ocho —respondió con su voz grave, e, inclinándose, le sacó las botas llenas de fango y le trajo un par de zapatillas de Richard.

—Bien. Ahora son las siete —dijo Charles—.Dentro de una hora, la cena. A las nueve, el chico traerá el periódico de la tarde. A las diez, Rachel, tú y yo dormiremos juntos.

Richard pensó que Charles se había vuelto loco de repente. Pero Rachel respondió serenamente:

—Pues claro que sí, querido.

Luego se volvió hacia Richard con una mirada perversa y le dijo:

—Y tú, hombrecito, ¡ya te estás largando!

Y le dio una bofetada en la mejilla, con todas sus fuerzas.

Richard se quedó aturdido, acariciándose la mejilla.

Como no podía creer que Rachel y Charles se hubieran vuelto locos a la vez, debía de ser él el loco. De todos modos, Rachel sabía lo que quería y tenían un pacto secreto mediante el cual si alguno de los dos alguna vez quisiese romper la promesa del matrimonio, el otro no tenía que impedírselo. Habían hecho este pacto porque querían sentirse unidos por amor más que por ceremonia. Así que, con toda la calma que pudo reunir, dijo:

—Muy bien, Rachel. Os dejaré a los dos.

Charles le lanzó una bota, diciendo:

—Si metes la nariz en la puerta a partir de este momento y hasta la hora del desayuno, gritaré hasta dejarte la cabeza sin orejas.

Cuando Richard salió, esta vez no sintió miedo sino un frío interior y la mente bastante despejada. Cruzó la verja, bajó por el sendero y atravesó el herbazal. Faltaban aún tres horas para la puesta de sol. Bromeó con los niños que jugaban un improvisado partido de criquet en el campo de la escuela. Empezó a tirar piedras, haciéndolas rozar la superficie del agua. Pensó en Rachel y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces empezó a cantar para consolarse.

—Ay, desde luego debo de estar loco —dijo—, y ¿dónde demonios está mi suerte? Ahora encontraré mi alma en este montón —murmuró—, y la romperé en cientos de pedazos con este martillo.

Había cogido el martillo de la carbonera al salir. Entonces empezó a buscar su alma. Ahora bien, se puede reconocer el alma de otro hombre o de otra mujer, pero uno nunca puede reconocer la suya propia.

Richard no pudo encontrar la suya. Pero dio por casualidad con el alma de Rachel y la reconoció (una piedra delgada y verde con centelleos de cuarzo) porque ella estaba alejada de él en aquel momento. Junto a ésta había otra piedra, un sílex feo e informe, de un color marrón abigarrado.

—Voy a destruir esto —juró—, debe de ser el alma de Charles.

Besó el alma de Rachel y fue como besar sus labios. Luego tomó el alma de Charles y alzó el martillo.

—¡Te golpearé hasta convertirte en cincuenta fragmentos! —gritó.

Se detuvo. Richard tenía escrúpulos. Sabía que Rachel amaba a Charles más que a él, y se sintió obligado a mantener el pacto. Había otra piedra (la suya sin duda), al otro lado de la de Charles, era lisa, de granito gris, y del tamaño de una pelota de criquet.

—Romperé mi propia alma en pedazos y ése será mi final —se dijo a sí mismo.

El mundo se tornó negro, la vista se le nubló y estuvo a punto de desmayarse. Pero se recuperó y con un tremendo grito dejó caer el martillo —crac, y otra vez, crac— sobre la piedra gris.

Se partió en cuatro trozos, despidiendo un olor que parecía de pólvora, y cuando Richard se dio cuenta de que aún estaba vivo y entero, empezó a reír y a reír. ¡Oh, estaba loco, completamente loco! Tiró el martillo, se tumbó, exhausto, y se quedó dormido.

Se despertó cuando se ponía el sol. De regreso a casa iba confuso, pensando: «Esto ha sido una pesadilla y Rachel me ayudará a salirme de ella.» Cuando llegó a las afueras del pueblo encontró a un grupo de hombres que hablaban animadamente bajo un farol. Uno decía:

—Ocurrió sobre las ocho, ¿verdad?

—Sí —dijo el otro.

—Estaba más loco que una cabra —comentó otro—. «Si me tocan gritaré —dijo—. Gritaré hasta que les dé algo, a todo este maldito cuerpo de policía. Gritaré hasta volverles locos.» Y entonces dice el inspector: «Vamos, Crossley, ponga las manos en alto; por fin le tenemos acorralado.» «Les doy una última oportunidad —dice el otro—. Márchense y déjenme solo, o gritaré hasta que queden muertos y rígidos.»

Richard se había detenido a escuchar.

—¿Y qué le ocurrió entonces a Crossley? —siguió el otro—. ¿Y qué dijo la mujer?

—«Por lo que más quiera —le dijo la mujer al inspector—, márchese o le matará.»

—¿Y gritó?

—No gritó. Se le arrugó la cara por un momento y respiró profundamente. Ay, Dios mío, nunca en mi vida he visto una cara tan horrorosa. Luego tuve que tomarme tres o cuatro coñacs. Y al inspector va y se le cae el revólver y se le dispara, pero nadie se hizo daño. Entonces, de pronto ese hombre, Crossley, presenta un cambio. Se da unas palmadas en los costados, y luego en el corazón, y la cara se le pone otra vez lisa y como muerta. Entonces se echa a reír y a bailar, y a hacer cabriolas, y la mujer le mira fijamente y no se cree lo que ve, y la policía se lo lleva. Si al principio estaba loco, luego se volvió chiflado pero inofensivo, y no les causó ningún problema. Se lo han llevado en una ambulancia al manicomio de West County.

Así que Richard volvió a casa con Rachel y se lo contó todo y ella también a él, aunque no había mucho que contar. No se había enamorado de Charles, dijo Rachel; sólo quería molestar a Richard y nunca había dicho nada ni había oído decir nada a Charles que se pareciese siquiera un poco a lo que le contaba él; debía de formar parte de su sueño. Ella le había amado siempre y únicamente a él, a pesar de sus defectos, que se puso a enumerar: su tacañería, su locuacidad, su desorden... Charles y ella habían cenado tranquilamente y a ella le había parecido mal que Richard se hubiese marchado de este modo, sin dar explicación alguna, y que hubiese estado tres horas fuera. Charles pudo haberla asesinado. Incluso había empezado a darle algún empujón, para divertirse, porque quería que bailase con él, y luego llamaron a la puerta y el inspector gritó:

—Walter Charles Crossley, en nombre del rey, queda arrestado por el asesinato de George Grant, Harry Grant y Ada Coleman en Sydney, Australia.

Entonces Charles se había vuelto loco de remate. Dirigiéndose a una hebilla de zapato que había sacado del bolsillo, había dicho:

—Guárdamela para mí.

Luego le había dicho a la policía que se fuera o gritaría hasta matarles. Acto seguido, hizo una mueca aterradora y entonces le dio una especie de ataque de nervios.

—Era un hombre bastante agradable —concluyó Rachel—, ¡me gustaba tanto su cara y me da tanta pena!

—¿Le ha gustado la historia ? —preguntó Crossley.

—Sí —dije yo, ocupándome del tanteo—, un estupendo cuento milesio. Lucio Apuleyo, le felicito. Crossley se volvió hacia mí con expresión preocupada, los puños cerrados, tembloroso.

—Cada palabra es cierta —dijo—; el alma de Crossley se rompió en cuatro pedazos y yo soy un loco. No es que culpe a Richard ni a Rachel. Forman una agradable pareja de tontos enamorados y nunca les he deseado ningún daño; a menudo me vienen a visitar aquí. De todos modos, ahora que mi alma yace rota en pedazos, he perdido mis poderes. Sólo me queda una cosa —añadió—, y esa cosa es el grito.

Yo había estado tan ocupado llevando la puntuación y escuchando la historia al mismo tiempo, que no había notado la tremenda acumulación de nubes negras que se iban acercando hasta extenderse por delante del sol y oscurecer todo el cielo. Cayeron gotas de lluvia tibias, nos deslumbró el destello de un relámpago y con él sonó el violento y seco estampido de un trueno.

En un momento, reinó la confusión. Cayó una lluvia que lo empapaba todo, los jugadores echaron a correr buscando abrigo y los locos empezaron a chillar, a rugir y a pelearse. Un joven alto, el mismo B. C. Brown que en otro tiempo había jugado con el equipo de Hants, se quitó toda la ropa y corría por allí en cueros. Fuera de la cabina, un hombre viejo con barba se puso a rezarle al trueno:

—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!

A Crossley los ojos se le contraían de orgullo.

—Sí —dijo, señalando el cielo—, el grito se parece a esto; ésta es la clase de efecto que produce, pero yo puedo mejorarlo.

De pronto, la cara se le inmutó y su expresión reflejó tristeza y una preocupación infantil.

—¡Dios mío! —exclamó—. Me volverá a gritar ese Crossley, ya lo verá. Me helará hasta la médula.

La lluvia repiqueteaba sobre el tejado de zinc y casi no podía oírle. Otro relámpago, otro estampido seco de trueno, aún más fuerte que el primero.

—Pero eso no es más que el primer grado —gritó en mi oído—, es el segundo grado el que mata. Ah —continuó—, ¿es que no me entiende? —Me sonrió neciamente—. Ahora yo soy Richard y Crossley me va a matar. El hombre desnudo iba corriendo de aquí para allá, blandiendo un palo de wicket en cada mano y chillando; una desagradable escena.

—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —rezaba el viejo, mientras la lluvia le caía a chorro por la espalda desde el sombrero que llevaba echado hacia atrás.

—Tonterías —le dije—, sea un hombre y recuerde que usted es Crossley. Usted le da mil vueltas a Richard. Tomó parte en un juego y perdió. Richard tuvo la suerte, pero usted aún tiene el grito.

Yo mismo me sentía un poco loco. Entonces el médico del manicomio entró corriendo en la cabina con los pantalones blancos chorreando, las defensas y los guantes aún puestos, y sin las gafas. Había oído cómo levantábamos la voz y separó violentamente las manos de Crossley de las mías.

—¡A su dormitorio enseguida! —le ordenó.

—No me iré —dijo Crossley, orgulloso de nuevo—, ¡miserable domador de serpientes y tartas de manzana!

El médico lo cogió por la chaqueta e intentó sacarle a empujones. Crossley le echó a un lado; en sus ojos brillaba la locura.

—Salga —le ordenó— y déjeme aquí solo, o gritaré. ¿No me oye? Gritaré. Os mataré a todos, ¡malditos! Gritaré hasta echar abajo el manicomio. Quemaré la hierba. Gritaré. Tenía la cara desfigurada por el terror. Una mancha roja apareció en cada pómulo y se extendió por toda su cara.

Me tapé los oídos con los dedos y salí corriendo de la cabina. Había corrido unos veinte metros cuando una indescriptible y súbita quemazón me hizo dar varias vueltas, dejándome aturdido y entumecido.

No sé cómo logré escapar de la muerte; supongo que soy un hombre con suerte, como el Richard de la historia. Pero el rayo cayó sobre Crossley y el médico y los mató.

El cadáver de Crossley fue hallado rígido; el del médico estaba acurrucado en un rincón, con las manos en las orejas. Nadie se lo explicaba, porque la muerte había sido instantánea y el médico no era persona capaz de taparse los oídos para no oír los truenos.

Resulta un final bastante insatisfactorio decir que Rachel y Richard eran los amigos con quienes me hospedaba. Crossley los había descrito muy acertadamente, pero cuando les conté que un hombre llamado Charles Crossley había muerto fulminado por un rayo junto con su amigo el médico, parecieron tomarse la muerte de Crossley como cosa de poca importancia comparada con la del doctor. Richard no se inmutó y Rachel dijo:

—¿Crossley? Creo que era aquel hombre que se hacía llamar «El ilusionista australiano» y que nos hizo aquella fantástica demostración de magia el otro día. Su único accesorio era un pañuelo de seda negro. ¡Me gustaba tanto su cara! Ah, y a Richard no le gustaba en absoluto.

—No, no podía soportar su forma de mirarte sin cesar —dijo Richard.