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jueves, 5 de octubre de 2017

EL DRAGÓN (Ray Bradbury)


La oscuridad soplaba en el pasto chato del páramo. Nada se movía. Desde hacía años, en el cielo inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro.

Hace un tiempo atrás se habían desmoronado algunos pedruscos, ya convertidos en polvo. Ahora, únicamente la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía en las venas, les golpeaba en las muñecas y en las sienes.

Las llamas subían y bajaban por los rostros despavoridos, en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Por fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.

—¡No, idiota, eso nos delatará!

—¡Qué importa! —dijo el otro—. El dragón puede olernos a kilómetros. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.

—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos.

—¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!

—¡Silencio, tonto! El dragón devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.

—¡Que se los coma y que nos deje llegar a casa!

—¡Espera! Escucha...

Ambos se quedaron quietos.

Esperaron durante un largo rato, pero apenas sintieron el temblor nervioso de los caballos, como tambores de terciopelo negro que repicaban en los aros de los estribos, suavemente, muy suavemente.

El segundo hombre suspiró:

—Qué tierra de pesadillas —dijo—. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, ¡oh, Dios! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de humo blancuzco; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La ira del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, al amanecer, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los montes. ¿Cuántos caballeros, me pregunto, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?

—Ya es suficiente.

—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.

—Novecientos años después de Navidad.

—No —murmuró el segundo hombre—. En este páramo no hay tiempo, solo eternidad. A veces creo que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido aún, los castillos no habrían sido tallados en las rocas. No preguntes cómo lo sé; el páramo lo sabe y me lo dice. Y aquí estamos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ayude!

—Ponte tu armadura si tienes miedo.

—¿Armadura? ¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde. Pero, ay, a calzarse los pertrechos. Moriremos con la armadura puesta.

Con el corselete de plata a medias enfundado, el segundo hombre se detuvo y giró la cabeza.

En el extremo más oscuro del campo, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando el polvo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte.

Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino apenas dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago.

Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.

—Mira —murmuró el primer hombre—. ¡Allá!

A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.

Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desnuda y el dragón, rugiendo, se acercó más y más. El deslumbrante haz amarillo apareció de pronto en lo alto de un monte y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del monte y se hundió en un valle.

—¡Rápido!

Espolearon los caballos hasta un claro.

—¡Pasará por aquí!

Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.

—¡Señor!

—Sí; invoquemos su nombre.

En ese instante, el dragón rodeó un cerro.

El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos anaranjados. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia siguió avanzando.

—¡Dios!

La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire.

El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó de largo, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.

—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!

—¿Vas a detenerte?

—Me detuve una vez pero no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo.

—Pero atropellamos algo.

El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.

—Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?

Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.



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