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martes, 3 de octubre de 2017

EL ORIGEN * (Thomas Bernhard)



Ese día, en el momento en que otras veces se había producido siempre el, así llamado, cese de la alarma, oímos de repente un retumbar, percibimos un temblor de tierra extraordinario al que siguió un silencio completo en la galería. Las gentes se miraban, no decían nada, pero daban a entender con su silencio que lo que habíamos temido ya desde hacía meses se había producido ahora, y realmente, poco después de ese temblor de tierra y del silencio de un cuarto de hora que siguió, se corrió rápidamente el rumor de que habían caído bombas en la ciudad. Al cesar la alarma, las gentes, a diferencia de lo que había sido hasta entonces su costumbre, se precipitaron fuera de la galería, querían ver con sus propios ojos lo que había ocurrido. Sin embargo, cuando estuvimos al aire libre, no vimos nada distinto de otras veces, creímos que otra vez había sido un rumor el que la ciudad hubiera sido bombardeada, y dudamos enseguida del hecho e hicimos inmediatamente otra vez nuestro el pensamiento de que aquella ciudad [Salzburgo], a la que se califica de una de las más hermosas del mundo, no sería bombardeada, lo que, realmente, muchos creían en esa ciudad. El cielo era claro, gris azul, y no vimos ni oímos prueba alguna de un bombardeo. De pronto, sin embargo, se dijo que la ciudad vieja, es decir, la parte de la ciudad que está en la orilla opuesta del Salzach, había sido destruida, que todo había sido allí destruido. Nos habíamos imaginado un bombardeo de otro modo, hubiera tenido que temblar toda la tierra y lo demás, y bajamos corriendo por la Linzergasse. Ahora oíamos todas las señales y alarmas posibles de coches de bomberos y ambulancias y, después de pasar corriendo por detrás de la cervecería Gabler y de atravesar la Bergstrasse, llegando a la Markplatzt, vimos de pronto los primeros indicios de la destrucción: las calles estaban llenas de cascotes de vidrio y de pared, y el aire tenía ese olor peculiar de la guerra total. Un impacto de lleno había convertido la llamada Casa de Mozart en un montón de escombros humeantes y dañado gravemente, como vimos enseguida, los edificios de alrededor. Por horrible que fuera ese espectáculo, las gentes no se quedaron allí, sino que, esperando una devastación mucho mayor aún, siguieron corriendo hasta la ciudad vieja, donde se suponía que estaba el centro de la destrucción y en donde todos los ruidos posibles y olores hasta entonces desconocidos para nosotros indicaban una mayor desolación. Hasta atravesar el llamado Staatsbrücke no pude apreciar ninguna clase de cambios en la situación que conocía, pero en el mercado viejo, como se podía ver ya desde lejos, la conocida y apreciada tienda de confecciones para caballeros de Slama, un comercio en el que, cuando tenía dinero y oportunidad, compraba mi abuelo, había resultado duramente afectada. Todos los escaparates del comercio, los cristales de las vitrinas y las prendas expuestas detrás, que aunque eran de calidad inferior, como correspondía a la época de guerra, resultaban sin embargo apetecibles, estaban hechos pedazos y jirones, y me sorprendió que las personas que había visto en el mercado viejo, haciendo caso apenas de la destrucción de las confecciones para caballeros Slama, corrieran en dirección de la Residenzplatz, y enseguida, cuando, con otros internos, doblé la esquina de Slama, supe qué era lo que hacía que aquellas personas no se quedaran allí sino que continuaran apresurándose: una de las, así llamadas, minas aéreas había alcanzado a la catedral, y la cúpula se había precipitado en la nave, y llegamos a la Residenzplatz en el momento exacto: una gigantesca nube de polvo flotaba sobre la catedral, que estaba horriblemente abierta, y donde había estado la cúpula había ahora un agujero del mismo tamaño y, ya desde la esquina de Slama, pudimos ver directamente las grandes pinturas, en parte brutalmente arrancadas, de las paredes de la cúpula: ahora se destacaban, iluminadas por el sol de la tarde, contra el claro cielo azul; parecía como si al gigantesco edificio, que dominaba la parte baja de la ciudad, le hubieran hecho en la espalda una herida espantosamente sangrante. Toda la plaza, bajo la catedral, estaba llena de cascotes, y la gente, que había acudido como nosotros de todas partes, contemplaba asombrada aquel cuadro ejemplar, sin duda alguna monstruosamente fascinante, que para mí era una monstruosidad como belleza y no me producía ningún terror. De repente me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad, y me quedé contemplando durante unos minutos, sin decir palabra, aquel cuadro que todavía tenía el movimiento de la destrucción, y que formaban para mí la plaza con la catedral poco antes alcanzada y la cúpula salvajemente abierta, como algo poderoso e incomprensible. Entonces fuimos a donde iban todos los otros, a la Kaigasse, allí enfrente, que había quedado destruida casi por completo por las bombas. Durante largo tiempo estuvimos condenados a la inactividad, de pie ante los gigantescos montones de escombros humeantes, entre los cuales, según se decía, muchas personas, probablemente ya muertas, habían quedado sepultadas. Mirábamos los montones de escombros y a los que buscaban desesperadamente seres humanos en esos montones de escombros, y en ese instante vi todo el desamparo de los que de pronto penetran sin transición en la guerra, al hombre completamente sometido y humillado que, de súbito, cobra conciencia de su desamparo y su falta de sentido. Poco a poco llegaban cada vez más equipos de salvamento, y de pronto nos acordamos del reglamento de nuestra institución y dimos la vuelta, pero sin embargo no fuimos a la Schrannengasse sino a la Gstättengasse, en la que se anunciaban estragos tan importantes como los de la Kaigasse. En la Gstättengasse, en la viejísima casa situada a la izquierda del ascensor del Mönchsberg, que en aquella época pertenecía aún a unos parientes míos que, sin duda alguna, habían estado en casa en el momento del ataque, vi que, a partir de la casa de mis parientes, casi todos los edificios habían sido totalmente aniquilados, y pronto tuve la certeza de que mis parientes, un sastre que reinaba sobre veintidós máquinas de coser y su familia, eran víctimas. En el camino de la Gstättengasse, en la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño. Sólo al mirar aquella mano de niño dejó de ser súbitamente ese primer bombardeo de mi ciudad por aviones americanos un hecho sensacional, que sumió en un estado febril al muchacho que yo era, para convertirse en una atroz intervención de la violencia y en una catástrofe. Y cuando luego -éramos varios aterrados por ese hallazgo ante la capilla del Bürgerspital-, atravesando el Staatsbrücke y en contra de toda sensatez no volvimos al internado sino que fuimos a la estación y entramos en la Fanny von Lehnertstrasse, donde habían caído bombas en el edificio del Konsum matando a muchos empleados del Konsum, y cuando, detrás de la verja de hierro del espacio verde del, así llamado, Konsum, vimos muertos en hileras, cubiertos con sábanas, cuyos pies descansaban desnudos sobre la hierba polvorienta, y por primera vez vimos llegar camiones que transportaban a la Fanny von Lehnertstrasse gigantescas pilas de ataúdes de madera, se nos pasó instantánea y definitivamente la fascinación de aquel hecho sensacional. No he olvidado hasta hoy los muertos cubiertos con sábanas echados en la hierba del jardín delantero del edificio del Konsum, y si me acerco hoy a las inmediaciones de la estación veo esos muertos y oigo las voces desesperadas de los familiares de esos muertos, y el olor de la carne animal y humana quemada de la Fanny von Lehnertstrasse está hoy también, una y otra vez, en ese cuadro horrible. El suceso de la Fanny von Lehnertstrasse fue un suceso decisivo y que me marcó para toda la vida como experiencia. La calle se sigue llamando aún hoy Fanny von Lehnertstrasse, y el Konsum, reconstruido, se alza en el mismo lugar, pero nadie sabe hoy, cuando pregunto a la gente que vive o trabaja allí, nada de lo que vi en otro tiempo en la Fanny von Lehnertstrasse: el tiempo hace olvidadizos a sus testigos.

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(* Fragmento de la obra del mismo título)

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