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jueves, 30 de noviembre de 2017

EL BUITRE (Franz Kafka)


El buitre me picoteaba los pies. Ya me había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos amenazadores alrededor y luego continuaba su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba al buitre.

-Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
-No se debe atormentar – dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
-Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
-No sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué: - por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno –dijo el señor-, me apuraré.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente.

Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.


miércoles, 29 de noviembre de 2017

COLOR LOCAL (António Lobo Antunes)


No me apetece hablar. Me apetece estar así, quietecito, en esta silla, con los codos apoyados en esta mesa, bebiendo este vaso de agua, fumando este cigarrillo. Sin teléfono, sin cartas, sin libros, sin el portero que anuncia

-Un paquetito para usted

sólo esta silla, esta mesa, este vaso de agua que me regalaron en la gasolinera, con la marca impresa. Hoy, jueves, almorcé con los amigos de siempre y ni una sola palabra: calladito. De repente, sin darme cuenta, los veía de manera diferente, las conversaciones muy lejanas, en una lengua desconocida. Hacía un esfuerzo para prestar atención y era portugués, qué extraño. Uno de ellos explicaba

-Esa tía que ni lo sueñe

y el resto en la lengua extranjera de nuevo. ¿Que esa tía no sueñe qué? ¿Cuál sería la tía que soñaba y cuáles los sueños que le prohibían? El amigo añadió, respondiendo a uno de los otros

Un hombre que daba la impresión de contar billetes al tamborilear en la mesa

-Sólo si yo fuese un estúpido

y para mostrar a las claras que no era un estúpido asestó una palmada en el mantel que alborotó el cocido. La palmada convenció a sus compañeros de que ni un asomo de estupidez empañaba su energía. Asentí, en un gesto con el tenedor en ristre, antes de que la mitad del cocido saltase hacia la empanada. Los dedos de la palmada agarraron el cuchillo; gracias a Dios que no se lo clavó a nadie. En mi diagonal una mujer guapa, de aspecto sufrido, con su madre y su hijo. No se interesaba por nadie, vacía tras una expresión dulce, amable. Al levantarse me encontré con un cuerpo denso, sin gracia, nalgas pesadas de tristeza que me recordaban almohadas empapadas en lágrimas: si pudiese consolarla con pura ternura, con pura pena. Solamente consolarla, limitarme a entregarle el juguete que perdió hace muchos años, siendo una niña

-Tome

e irme. Un muñeco, un anillito, una chuchería cualquiera, sea lo que fuere capaz de impedir que las nalgas de la mujer guapa arasen el suelo del restaurante, la esperanza de que el cuerpo dejase de traicionarla, de serle ingrato. Apretaba las llaves del coche con fuerza y, no obstante, cuánta infancia en aquellos ojos. El hijo, erizado de pendientes, de piercings, la abuela siguiéndola con una repugnancia alarmada. Cuando despejaron el horizonte distinguí después a una pareja, un hombre con aspecto de bancario, que daba la impresión de contar billetes al tamborilear en la mesa, y la acompañante que era el retrato vivo del marqués de Pombal tal como está en la estatua, la cabellera, la nariz, los volantes. El marqués de Pombal pescadito cocido. Por lo menos fue así como lo presentó el camarero

-Su pescadito cocido, señor marqués

perdón

-Su pescadito cocido, señora

y el ojo del pescadito fijo en ella, aterrado. En lugar de ocuparse del pescadito, el marqués pisaba el zapato del bancario bajo la mesa, con una insistencia apasionada. El tamborileo aceleró el recuento de los billetes, sin corresponder a la pisada. Tal vez pensaba también

-Esa tía que ni lo sueñe

tal vez añadía, para sus adentros

-Sólo si yo fuese un estúpido

usaba alianza, el marqués no, y el marqués le acarició la alianza con la intención de que la alianza se dividiese en dos, la segunda entrase en su anular y el marqués (qué bueno) acabase casado con el bancario. El amigo de las palmadas, ahora codos, me acribilló las costillas

-¿No es aquélla, por casualidad, el marqués de Pombal?

y los compinches del almuerzo se fijaron, todos a una, en el Estadista, que se había trasladado del zapato del bancario a su calcetín e intentaba introducirse entre el calcetín y el pantalón, emprendedor, activo, con la espalda encorvada, ronroneando. El tamborileo pasa de acelerado a angustiadísimo, el calcetín y el pantalón retrocedieron, el bancario liberó la alianza para esconderse tras la servilleta. La mujer guapa regresó al restaurante porque se había olvidado del bolsito. Me fastidió que se marchase sin su muñeco, sin su anillo. Arrugas amargas a los lados de la boca. El bâton que necesitaba retoque. Una expresión de

-No vale la pena

de

-¿Qué importa?

una tía que no soñaba nada, la pobre. Domingos larguísimos, lluviosos a pesar del sol. ¿Estaría cebando a psiquiatras, a psicólogos? El pescadito cocido se iba enfriando, intacto, el ojo se me antojaba dormido en la bandeja. En la mandíbula del pescadito unos dientes ralos. El marqués sacudió su cabellera de bronce, se apoderó del palillero, se cubrió la boca con la otra mano en la actitud de quien toca la armónica y una especie de valsecito con asma coloreó el restaurante. Mentira: el marqués se limitó a partir el palito y a depositarlo en el cenicero. El bancario dijo una frase cualquiera (supongo que una súplica) desde el fondo de la servilleta y se cubrió aún más con ella, el marqués, desilusionado, atormentaba al palillero, los ojos como los del pescadito cocido antes de dormirse, aterrados, el marqués semejante a la mujer guapa, sin muñeco, sin coche, el óxido de la estatua, en la cabellera, en las mejillas, en los volantes, el de la palmada en el mantel

-Fíjate en la cara del marqués, António

la nariz que temblaba, las cejas que temblaban, la nuez de Adán que temblaba, el bancario retira la chaqueta de la silla, comenzó a salir con la servilleta en la mano, reparó en la servilleta, la dejó en el perchero de la entrada, lo vimos, a través del cristal, cruzar la calle, y vimos al marqués, solo, enderezarse en el asiento, componer sus facciones en una actitud heroica, tirar de los encajes de los puños, ensanchar el pecho, y recogerse, inmenso, en la actitud del pedestal, desde el que observaba el río, con la serenidad grave y austera de los inmortales.



martes, 28 de noviembre de 2017

EL IMPOSTOR (Andrés Trapiello)


Siempre he querido hacerlo, pero nunca me he atrevido. Al llegar a un aeropuerto y traspasar las puertas de la zona restringida, nos damos de bruces con la multitud de los que esperan, parientes, amigos, empleados... Esas puertas van bombeando, como olas, pasajeros de diferentes vuelos. A veces, la gente, cansada de esperar, pregunta con impaciencia a los que llegan: “¿Vienen ustedes de Nueva York, de Tel Aviv, de Buenos Aires?”. Entre esas gentes que esperan suele haber tres, cuatro, cinco que levantan un folio o una cartela donde se leen en bien visibles letras una siglas, una empresa, el nombre de una persona: “Mr. Fraser”, “TCC”, “Hotel Ritz”, “Señor Moltó”... Visten por lo general estos chóferes o subalternos trajes oscuros a tono con la persona que vienen a buscar, que probablemente creerá ser, puesto que vienen a recogerlo, muy importante.

La idea se me ocurrió hace años, en un viaje a París. Había ese día una huelga de taxis y transportes y el caos en el Charles De Gaulle era completo. En la zona de espera vi varios de esos tipos y entre ellos uno con un “Sr. García”. Me dije: “Mira por dónde alguien me va a llevar al centro; siempre podré decir que a mí también me esperaban para llevarme al hotel”. Entonces se me ocurrió: así podría empezar una novela, alguien llega a una ciudad y se hace pasar por otro y quienes lo esperan lo toman por quien no es, y el enredo continúa. El cine abordó este argumento en una película hilarante, Bienvenido Mr. Chance (Peter Sellers). En ella un simple jardinero acaba de consejero del presidente de los Estados Unidos, quien lo toma por un hombre prudente y sagaz, aunque sólo es un hombre medio tonto, cuya única virtud es hablar poco, no decir nada y dejar que los demás se lo interpreten.

Bien, yo nunca me he atrevido a hacerme pasar por una de esas personas a las que esperan en los aeropuertos, no he tenido esa audacia. Pero hoy sé que otros lo han hecho, otros lo hacen de continuo, mientras los interpretamos. No hay duda. La mitad de los que ocupan un cargo de responsabilidad son unos impostores. Se han presentado diciendo ser los que no son, y todos les creemos. Sólo así puede explicarse su contumaz incompetencia, blindada en la sangre fría con la que llevan a cabo su sostenida estafa, imperturbables.



lunes, 27 de noviembre de 2017

VENGANZA MORUNA (Vicente Blasco Ibáñez)



Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, le lanzaban ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón se hablaba de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento se ponían de relieve bajo el negro vestido.

Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.

En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja, y por tanto, heredera de todas sus malas artes.

Pero él firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa a la hija de la Bruixa; y Teulaí, con ser un perdido que no respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podía resignarse a tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en la taberna testigos presenciales (y allí la reunión era de lo más respetable), preparaba malas bebidas, ayudaba a sacar a su madre las mantecas a los niños vagabundos para confeccionar misteriosos ungüentos, y la untaba los sábados a media noche, antes de salir volando por la chimenea.

Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudio.

Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza infernal.

La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.

¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por arte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: olvidaba los campos, dejaba en libertad a los jornaleros, no quería apartarse ni un momento de su mujer; y las gentes, a través de la puerta entornada o por las ventanas siempre abiertas, sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y caricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah, la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban las entrañas con sus bebidas.

Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.

El médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarles como único remedio. Pero los dos siguieron unidos; él cada vez más decaído y miserable; ella engordando, rozagante y soberbia, insultando a la murmuración con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después murió Pepet lentamente, como luz que se extingue, llamando a su mujer hasta el último momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.

¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malas bebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hija no salió a la calle en algunas semanas y los vecinos oían sus lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las miradas hostiles, fue con su niño al cementerio.

Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que, indignado por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido. Estaría con los roders en la montaña, o los negocios le habrían llevado al otro extremo de la provincia. Marieta se atrevió, por fin, a salir del pueblo; a ir a Valencia para sus compras… ¡Ah, la señora! ¡Qué importancia se daba con el dinero de su pobre marido! Tal vez buscaba que los señoritos le dijesen algo, viéndola tan guapetona…

Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil; las miradas afluían a ella, pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte se inflamaba al contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.

Se detuvo el tren en una pequeña estación, y las mujeres que más habían hablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando por delante sus cestas y capazos.

Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar a sus casas.

La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones.

En las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas se extendían en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá se veían los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y polvorienta faja del camino, se marcaban como un rosario de hormigas las mujeres que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último reflejo de sol.

Marieta, brava moza, sintió repentinamente cierta inquietud al verse sola en el camino. Este era muy largo, y cerraría la noche antes que llegase a su casa.

Sobre una puerta se balanceaba el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Debajo de él, y de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño, apoyado en el quicio y con las manos en la faja.

Marieta se fijó en él… Si al volver la cabeza resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el que estaba a la puerta de la taberna.

Pasó junto a él sin levantar los ojos.

-Buenas tardes, Marieta.

Era él… Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos más molestos y crueles que sus palabras.

Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.

Teulaí sonreía socarronamente. No había por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro; la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.

-Avant, avant -decía el hombrecillo.

Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.

En la última casa del pueblo una vieja barría canturreando su portal.

-¡Bòna dòna, bòna dòna! -gritó Teulaí.

La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no ser obedecido inmediatamente.

Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, lo pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado… Era asunto de media hora: volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.

Marieta rompió en sollozos y se abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella.

-Avant, avant.

Se hacía tarde.

Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa.

Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos vapores del anochecer se extendían a ras de los campos, la arboleda tomaba un tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las primeras estrellas.

Continuaron en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo… Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y la temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su cuñado.

A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.

Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.

Este, siempre con su sonrisa infernal, hablaba con lentitud… Lo que tenía que decirle era que rezase; y si sentía miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un hermano impunemente.

Marieta se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedo, había concebido antes de llegar allí las mayores brutalidades; palizas horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada, pero… ¡rezar y taparse la cara! ¡Morir! ¡Y tal enormidad dicha tan fríamente!…

Con palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo eran mentiras de la gente. Había querido con el alma a su pobre hermano, le quería aún; si había muerto fue por no creerle a ella, a ella que no había tenido valor para ser esquiva y fría con un hombre tan enamorado.

Pero el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.

-¡Calla, filla de la Bruixa!

Ella y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas… Y si él la escuchaba ahora sería capaz de embrujarlo también. Pero no; él no caería como el tonto de su hermano.

Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla más de cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.

-¡Bruixa… envenenaora!

Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.

Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo. Los campos se hundían en los vapores de la noche.

Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.

-¡Mátam, mátam! -gimió echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.

Teulaí se acercó a ella impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo a través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitaba atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.

Entre el humo y los fogonazos se vio a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas.

En la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.

Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.

Al tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró.

-¡Pobret! ¡pobret meu! -dijo besándole.

Y su conciencia de tío se inundaba de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa.


domingo, 26 de noviembre de 2017

EL APARECIDO (Marqués de Sade)


La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, viuda, franca, ingenua y de buena compañía, vivía con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerle venir a turbarme de esta manera en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora —responde el corredor—, y debe creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarle por última vez en mi vida...

Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turbó. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.

—¿Qué tienes, señor? —le dice— ¿Cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido?

—Sólo algo muy ordinario, señora —dice Ménou—, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.

—Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.

—No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...

Y Ménou desapareció.

Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...

—La cosa merece ser reconocida —le dijo Madame Duplatz—; no perdamos un instante.

Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones, llega entonces a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.



sábado, 25 de noviembre de 2017

BARBASTRO (Emilia Pardo Bazán)


Aquella discreta viuda que en Madrid acostumbraba referirnos cada jueves una historia me ofreció hospitalidad veraniega en la bonita quinta que poseía a pocos kilómetros de M***, y como todas las tardes saliésemos de paseo por las inmediaciones, sucedió que un día nos detuvimos ante la verja de cierta posesión magnífica, cuyo tupido arbolado rebasaba de las tapias y cuyas canastillas de céspedes y flores se extendían, salpicadas y refrescadas por lo hilillos claros y retozones de innumerables surtidores y fuentes que manaban ocultas y se desparramaban en fino rocío, resplandeciendo a los postreros rayos del sol. Gentiles estatuas de mármol blanqueaban allá entre las frondas, y el palacio erguía su bella escalinata y su terraza monumental en el último término que alcanzaba la vista.

A mis exclamaciones de admiración y a mi deseo de entrar para ver de cerca tan deleitoso sitio, la viuda respondió sonriente:

-Entraremos, ya lo creo… Llame usted; ahí está la campana… La finca es de un millonario, el señor Barbastro, que se ha gastado en ella muy buenos pesos duros, y tiene, como es natural, gusto en ostentarla y lucirla, y en que se la alaben y ponderen.

En efecto, a mi llamada acudió solícito un criado, que, abierta la verja y con mil reverencias, se dio prisa a guiarnos hasta un mirador calado, tupido de enredaderas olorosas, donde encontramos a los dueños de la regia finca, marido y mujer. Él se levantó, obsequioso, con esa cortesía algo almidonada de los que han residido en América largo tiempo; ella medio se incorporó, y, toscamente, y a gritos, nos dijo, alargándonos la manaza, aunque a mí no me había visto hasta aquel crítico instante:

-Miren, miren por ahí cuanto «haiga»… Dicen que está muy precioso. No se encuentra otra cosa así en toda la provincia. ¡Vaya!… Tampoco nadie se gastó el dinero como nosotros. ¿Eh, Barbastro?

Observé que al interpelado dueño le salían a la cara los colores, y mi asombro subió de punto al detallar bien la catadura y pelaje de la dueña. Era bizca, morena, curtida, de deprimida faz, de frente angosta, de cabello escaso y recio; en suma: feísima, y, además, ordinaria y zafia. Vestía de seda, con lujo y faralaes, en sus negruzcos dedos brillaban anillos caros. Tenía a su lado una mesita cargada con licorera y copas, y no por adorno, pues cuando me acerqué me echó vaho de anisete. No continué examinando a tan extraña señora, porque su esposo, acongojado y confuso, se apresuró a sacarnos de allí a pretexto de enseñarnos «la chocilla». Dejamos a la castellana platicando con la licorera, y recorrimos el palacio, jardines y bosques, que, en realidad, bien merecían la detenida visita que les consagrábamos. A medida que nos alejábamos del mirador y que íbamos admirando y elogiando calurosamente los amplios estanques, la linda pajarera, las sombrías grutas, las majestuosas alamedas, y las estufas, en que tibios chorros de vapor sostenían la vegetación de raras orquídeas, el semblante del poseedor y creador de tantas maravillas se despejaba, llegando a irradiar ventura y satisfacción de artista aclamado. Cuando nos despedimos nos hizo mil ofrecimientos cordiales; nosotros, por nuestra parte, le encargamos que presentase nuestros respetos a la señora, pues se acercaba la noche y no teníamos tiempo de volver al mirador y romper su íntimo diálogo con el anís.

Naturalmente, al hallarnos otra vez en el camino real, al vivo trote de las jaquitas indígenas que arrastaban la cesta, mi primera pregunta a la viuda tuvo por objeto enterarme de la esposa de Barbastro.

-¿Cómo es que un señor tan correcto, tan cortado, tan digno, se ha casado con esa farota, que parece una labriega?

-No lo parece, lo es -respondió la viuda, saboreando mi curiosidad-.

Se llama Dominga de Alfónsiga, y antes de casarse andaba «sachando» el «millo» y recogiendo y apilando el estiércol; ¡buenas manos tenía para eso, y menudo rejo el de la bellaca!

-¿Y cómo ascendió al tálamo del ricachón? ¿Era bonita?

-¡Bonita, sí! ¡Bonita! Siempre tuvo cara de carbón a medio apagar; la conocían por el apodo de Morros Negros.

-Vamos, barrunto que en la boda de este señor opulento, atildado y de unos gustos tan a la moderna, existe alguno de esos enigmas indescifrables de «elección conyugal» que usted colecciona para un muestrario de las extravagancias humanas, y que le interesan a título de rareza, de caso patológico…

-No es indescifrable, pero sí muy peregrino, el caso… Verá usted. Este señor Barbastro, que no es todavía ningún viejo, salió muy joven para América; sus padres habían muerto, y la suerte le deparó en Montevideo un pariente que ya había juntado rico pellón, esa primera millonada, doblemente difícil de reunir que las segundas. El pariente se aficionó al muchacho, le adoptó, le adoctrinó, y tuvo la oportunidad de morirse a los dos o tres años, legándole cuanto poseía. Sobre la base firme de la herencia, Barbastro especuló y supo lanzarse a grandes empresas con feliz acierto. En corto tiempo se encontró riquísimo, y asustado por las revueltas y disturbios de aquel país, no quiso establecerse definitivamente en él -como si aquí viviésemos en alguna balsa de aceite-. Liquidó su caudal, lo impuso en fondos europeos, y se vino a su tierra, deseoso de realizar dos ensueños: construir una casa de campo nunca vista y desposarse con una muchacha sin bienes, pero linda y virtuosa, como tantas de M***, que es un vergel en este punto.

Empezó por la quinta: primero el nido; después vendría el ave de amor, el ave tierna y arrulladora. Para la quinta sólo le convenía este sitio, porque en él radicaba la vieja y ruinosa casita que habitaron siempre sus padres, y el orgullo de Barbastro era erigir un palacio en reemplazo de la casucha. Rescató el terreno, que estaba en las garras de un usurero, compró predios alrededor, y encargó sus planos, los cuales, como suele suceder, fueron al principio relativamente modestos, y después adquiriendo vuelo y grandiosidad. La verja que debía rodear la posesión tenía elegante forma oval; pero Barbastro saltó al notar que por la izquierda, en vez de la línea armoniosamente desarrollada del otro lado, presentaba una inflexión, una entrada que parecía un mordisco. ¡Y aquello caía precisamente hacia el frente del camino, a la parte en que todos tenían que ver la falta! El arquitecto, interrogado, respondió sin inmutarse:

-¿Qué haremos? Eso es un pedazo de tierra, un prado, que no nos quieren vender.

-¿Ha ofrecido usted por él una regular cantidad?

-¡Ya lo creo!

-Ofrezca más.

Extraordinaria desazón sufrió Barbastro al saber que la aldeana poseedora del prado que mordía la finca se mantenía en sus trece. Las obras empezaron: el palacio surgió del erial; nacieron los encantadores jardines; pero Barbastro sólo pensaba en el quiñón maldito que desfiguraba su verja. Fue en persona a hacer proposiciones a Dominga -ella era la propietaria, ya lo habrá usted adivinado- y encontró una obstinación estúpida y maligna, un «no» de argamasa, una indiferencia despreciativa hacia el oro de que ya ofrecía el indiano cubrir literalmente el malhadado pedazo de tierra. El ansia de adquirir llegó a convertirse en fiebre. Barbastro, en su opulencia, era desgraciado, porque cada vez que recorría las obras e inspeccionaba la colocación de la verja, de ricas labores y dorada, envidia y pasmo de M***, le saltaba a los ojos el defecto, y hubiese dado, no ya dinero, sangre de las venas, por el trozo de prado que estropeaba su creación. Esta obsesión no la comprenderá sino el que haya construido en el campo. Hay motas de terruño colindantes que pueden ser pedazos del alma, médula del deseo…

Así es que, enloquecido, después de luchas estériles, de ofrecimientos insensatos, de amenazas, de ruegos, de hacer jugar influencias y de servirse del párroco, que pretendió despertar la obtusa conciencia de Dominga, una mañana Barbastro entró en la casuca de la aldeana, como quien se lanza al mar, resuelto a todo…, y encontró una rural Lucrecia, que sólo ante el ara sagrada rendiría su zahareña y nunca asaltada virtud. Terrible era la condición; pero Barbastro se hallaba tan ofuscado, tan emperrado, tan fuera de sí, que cerró los ojos, a manera del que se precipita a un abismo, y… ¡ya lo sabe usted!, entregó su mano y sus millones a Dominga de Alfónsiga, alias Morros Negros.

-¡Desdichado! -exclamé, entre chazas y veras.

-¡Y tan desdichado! -repuso la viuda-. Al principio quiso pulirla; pero, ¡quiá! Más fácil sería hacer de una guija de la carretera un diamante… Ella, la Domingona, ha vencido en la lucha; hace lo que quiere, le tiene bajo el zapato; se pasa la vida echando traguetes de licor, y merendando, y jugando a la brisca con las doncellas y el cocinero; y él para consolarse de su atroz mujer, enseña a todo el mundo las bellezas de su amada, de su verdadera novia…, que es la quinta.



viernes, 24 de noviembre de 2017

EL HÍBRIDO (Franz Kafka)


Tengo un animal curioso mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Difiere de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina a los ratones. Horas y horas pasa al acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato.

Lo alimento a leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.

Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano. Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo el poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, como se llama, etcétera.

No me tomo el trabajo de contestar: me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas, no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino.

En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene un solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.

A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.

Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.

Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.



jueves, 23 de noviembre de 2017

INCIDENTE (Countee Cullen)


Una vez montando por el viejo Baltimore,
con el corazón henchido, con la cabeza desbordada de alegría,
vi a un ciudadano de Baltimore
manteniendo fija la mirada en mí.

En ese entonces tenía ocho años y era muy pequeño,
y no era ni un ápice más grande,
y así le sonreí, pero él sacó
su lengua, y me llamó: "Negro".

Vi el conjunto de Baltimore
de mayo a diciembre;
de todas las cosas que allí sucedieron
eso es todo lo que recuerdo.



miércoles, 22 de noviembre de 2017

PRIMERA PERSONA DEL PLURAL (Luis Llorente)


Reconozco a menudo al hombre que me habita y le saludo como a un nuevo convidado a mi presente. Es, a la hora en que aparece y me interpela, una especie de hijo perdido en una edad indescifrable, sujeto a unas costumbres infantiles y a un gesto que parece haber vivido más años de la cuenta. A veces se sienta en mi sofá y toma un libro entre las manos con la astuta confianza de quien conoce el polvo y las esquinas. Otras, sin embargo, solo observa a mis gatos como un dueño y les habla como yo y los reclama. Hay días en que llega y, de repente, no sé cómo sentarme ni comer, ni ser quien dije. Y hay días en que no sé quién visita a quién y en la confusa coincidencia lo abrazo y me despido y salgo entonces como otro visitante hacia otra casa.


martes, 21 de noviembre de 2017

SECRETO (Shuntaro Tanikawa)


Alguien oculta algo. No sé quién, no sé qué. Si lo supiera lo sabría todo. Aguanto la respiración y escucho el rumor de la lluvia por el suelo. Algo estará ocultando. Cae para que sepamos su secreto pero no puedo descifrar su código. Me escurro en la cocina, husmeo, veo la espalda de mi madre. También oculta algo. Piensa en sus cosas mientras ralla un rábano. Me intrigan los secretos pero nadie me cuenta nada. Me asomo al agujero de mi pecho: sólo veo, nublado, el cielo negro.


lunes, 20 de noviembre de 2017

EL HUNDIMIENTO (JxS + CUP)


LAS PANTERAS Y EL TEMPLO (Abelardo Castillo)


Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original. Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empuñadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. Esa noche, tampoco pude escribir. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado al templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo su respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad.
Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.



domingo, 19 de noviembre de 2017

FRIVOLIDAD (Gabriel Pérez Martínez)


Lloraba junto a la cama de su esposa moribunda. Cuando ya daba todo por perdido, escuchó el gol que forzaba la prórroga.


sábado, 18 de noviembre de 2017


EL FINGIMIENTO FELIZ (Marqués de Sade)


Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden permitirse, sin ofensa para su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si la caída hubiese sido completa. Lo que le ocurrió a la Marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas de amor, escritas y recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó. El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, toma una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer.

—Señora, he sido traicionado —ruge enfurecido—; leed: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La Marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

—¡Ya no me convenceréis, pérfida! —responde el marido furioso—, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.

—¡Deteneos! —le dice su esposo cuando ya ha bebido parte—, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? —y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.

—¡Oh, señor! —exclama la señora de Guissac—. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor.

—En este atroz instante de mi vida -dice la Marquesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública —y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

—¡Oh, mis queridos padres! —exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra—, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que le he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La Marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.


viernes, 17 de noviembre de 2017

TREN DE LA MAÑANA (Thomas Bernhard)


Sentados en el tren de la mañana, miramos por la ventanilla precisamente cuando pasamos por el barranco al que, hace quince años, cayó el grupo de colegiales con el que íbamos de excursión a la cascada, y pensamos en que nosotros nos salvamos pero los otros, sin embargo, están muertos para siempre. La profesora que llevaba a nuestro grupo a la cascada se ahorcó inmediatamente después de la sentencia de la Audiencia de Salzburgo, que fue de ocho años de prisión. Cuando el tren pasa por ese sitio, oímos, con los gritos del grupo, nuestros propios gritos.


jueves, 16 de noviembre de 2017

EL DEDO (Feng Meng-Lung)


Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejaba de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.

-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.

-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.


miércoles, 15 de noviembre de 2017

DETRÁS DE ESTAS PAREDES (Saiz de Marco)


Mira, hijo mío, el mundo que hemos preparado para ti. Es demasiado asimétrico: unos tienen de todo y otros no tienen de nada. Es demasiado inestable: se suceden las guerras de unos hombres con otros. Es demasiado inseguro: las armas destructivas nos están apuntando. Y hay armas suficientes para acabar con todo (sí, mi amor, también contigo).

Tu cuarto es agradable: la cuna, los juguetes, el columpio, la caja de música que te ayuda a dormir, las cortinas que cosió mamá… Y nuestro hogar es también acogedor.

Pero fuera de estas paredes no hemos podido darte algo parecido.

Mira, hijo mío, el mundo que entre todos hemos preparado para ti.

Ojalá que, cuando tú tengas un hijo, no tengas que decirle esto (aunque por vergüenza no lo digo; sólo lo pienso). Ojalá tú sí puedas decirle, en voz alta, a tu hijo “Te ofrezco un mundo cálido, acogedor también de puertas para fuera”.


martes, 14 de noviembre de 2017

DALILA (António Lobo Antunes)


No tengo hijos y, cuando mi marido todavía estaba aquí, llegué a cruzar los brazos, a escondidas, meciendo el vacío.

No me quedaré aquí, me marcho. ¿Qué me retiene ahora que mi marido se separó de mí? ¿La casa? ¿El trabajo? ¿El coche? Lo que resta de la familia son unas tías en un segundo piso de Graça, con moho en el techo y la vajilla de plata de los abuelos abollada, un fragmento de tejados y el río enmarcado en la ventana. Bajan las escaleras apoyándose la una en la otra, viejos dedos con anillos que se buscan, que se aferran. No tengo hijos y, cuando mi marido todavía estaba aquí, llegué a cruzar los brazos, meciendo el vacío. El problema debía de ser de él porque, antes de casarnos, tuve un aborto de un novio anterior: me acompañó a ver a la partera, pagó la mitad de los gastos. Poco después, me dijo que necesitaba unos meses para pensar y no volví a verlo nunca más. No era de Lisboa, era de Santarém. Debe de andar por ahí. Que descanse en paz.

Que te acepten a los cuarenta y ocho años, sea para lo que fuere, no es moco de pavo

Yo, por mi parte, no me quedaré aquí, me marcho. Respondí a un anuncio en el que solicitaban una economista en Mozambique, respondí, me aceptaron. Que te acepten a los cuarenta y ocho años, sea para lo que fuere, no es moco de pavo. Tal vez las otras candidatas eran aún más decrépitas que yo. No veo otra explicación, lo que el espejo me devuelve son grietas, derrumbes, el pobre ladrillo a la vista debajo del revoque. Puede ser manía mía, pero me daba la impresión de que mi marido me observaba de reojo, meneando la cabeza. Dulce asegura que es manía mía. Que estoy estupenda. Que contrataron a muchas de mi edad. Que tengo el espíritu joven.

-Lo más importante es tener el espíritu joven

y el suyo debe de ser jovencísimo porque, con una semana apenas de diferencia entre las dos, se quedó con mi marido. Grietas, derrumbes, el pobre ladrillo a la vista debajo del revoque: no entiendo por qué se pierde tanto discutiendo sobre el tiempo, que no es ninguna entidad metafísica, es sólo una empresa de demoliciones. Voy a llevar un metro sesenta y tres de escombros a Mozambique. Se trata de una compañía estadounidense, el señor de la entrevista psicológica, con gafas, todo dioptrías aprobadoras

-Muy bien, muy bien

ayer incluso me telefoneó para invitarme a tomar un café. Se enteró del número por el currículum. No entiendo el motivo de que los hombres llamen café a lo que es cualquier cosa menos un café. Por lo menos descubrí que las habitaciones de los hoteles del centro, para una tarde de dos a seis, son caras. Había un aparato de radio empotrado en la cabecera de él. Lo encendió guiñando la dioptría izquierda, en un gesto de malicia cómplice.

-Música ambiente, ¿le gusta?

me gustaría saber qué es eso de música ambiente, o es música o es ambiente, me quedé oyendo unos boleros prediluvianos mientras él me desnudaba con sus manitas heladas, ponía la ropa doblada en la silla, se tumbaba a mi lado y preguntaba, señalando las cortinas

-Agradable, ¿no?

y de agradable nada, porque las cortinas eran iguales a las de la clínica en la que me operaron de la vesícula. Me atrevería a decir que las mismas, el médico quitando el vendaje

-Vamos a ver cómo está esa pequeña cicatriz

en realidad una cicatriz enorme y se notaba en su mirada la invitación para tomar un café asomando en el horizonte. Comienzo a entender lo que atrae a los turistas en las ruinas romanas. Mi marido y Dulce se encontraron por primera vez, a la hora de las visitas, en la clínica, cada uno con su ramo de flores. Él rosas rojas, ella rosas amarillas. Fue su gusto en común por las rosas lo que los acercó. Debe de haber un olor que apesta en el edificio en el que viven. Quizá, desde la primera vez, mi marido

-Música ambiente, ¿le gusta?

Dios mío, cómo odia mi espíritu joven lo que estoy contando. El de las dioptrías no me dejó su número.

Así que no me quedaré aquí, me marcho. ¿Qué me retiene? Las tías no notarán mi falta, abrazadas en la salita, cerradas por la noche a cal y canto por temor a los rateros: el saber común indica que a los ladrones les enloquece la vajilla de plata abollada. En Mozambique ha de haber terrazas donde tomar café, ha de haber música ambiente y cortinas de convalecencia: a los cuarenta y ocho años, cuarenta y nueve en diciembre, ¿qué más necesita una mujer? Siempre puedo cruzar los brazos, a escondidas, meciendo el vacío.




lunes, 13 de noviembre de 2017

PENÉLOPE (Maram al-Masri)


Pasé ante una ventana cerrada
con el picaporte roído por el polvo.
Vi a Penélope
tejiendo su lienzo de larga espera.

Quería que parase
que se calmara
que se lavara
que se perfumara
para tomar una taza de café en la cafetería
o que fuese al cine
o que leyera un libro
o que fuese a la peluquería
para cambiar de corte.

“Él no vendrá”, le dije.
“Sal, Penélope,
sufre, ama, canta, baila, emborráchate,
tu senos se van a vaciar
tus cabellos se van a encanecer
tu aguas se van a desecar”.

Pero ella siguió
sorda a las llamadas de la vida,
prisionera del mito.



domingo, 12 de noviembre de 2017

EL PRIMER DÍA (Juan Sternberg)


El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.
Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy grande, y se sintió impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto, lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.



sábado, 11 de noviembre de 2017

LO QUE LLEVABA PUESTO (Mary Simmerling)


Era esto:
en la parte superior
una camiseta blanca
algodón
manga corta
y cuello redondo

ésta estaba metida
en una falda vaquera
(también algodón)
que terminaba justo encima de las rodillas
y estaba ceñida con un cinturón en la parte superior

debajo de todo esto
un sujetador de algodón color blanco
y braguitas blancas
(aunque probablemente no hacían conjunto)

en mis pies
unos tenis blancos
del tipo que usas para jugar al tenis

y finalmente
pendientes de plata y pintalabios

esto es lo que llevaba puesto
aquel día
aquella noche
aquel 4 de julio
de 1987

quizás te preguntes
por qué importa esto
o incluso cómo recuerdo
cada prenda
con tanto detalle

lo ves
me han hecho esta pregunta
muchas veces
han traído a mi mente
muchas veces
esta pregunta
esta respuesta
estos detalles

pero mi respuesta
muy esperada
muy anticipada
parece simple de alguna manera
dado el resto de las circunstancias
de esa noche
durante la cual
en algún momento
fui violada

y me pregunto
qué respuesta
qué detalles
serían cómodos
podrían ser cómodos
para ustedes
mis interrogadores

buscando comodidad donde
no hay comodidad
que encontrar

si todo fuera tan simple
si pudiéramos
poner fin a una violación
simplemente cambiando la ropa

recuerdo también
lo que él vestía
esa noche
aunque
es verdad
que nadie
nunca lo ha preguntado.




viernes, 10 de noviembre de 2017

ESQUELETO (Ray Bradbury)


Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!

La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir:

-Adivine quién está aquí, doctor.

Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente:

-Oh, Dios mío, ¿otra vez?

Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:

-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! -Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.

Harris, enfurruñado, no se movió.

El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.

-¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora son once dólares.

-Pero, ¿por qué me duelen los huesos? -preguntó Harris.

El doctor Burleigh le habló como a un niño.

-¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!

Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo...

M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.

Harris se lo contó todo.

M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.

-Muy complicado -silbó suavemente M. Munigant.

Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía!

-Problema psicológico -dijo M. Munigant.

Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.

-¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños.

El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquéllos y otros!

-¡Mire!

Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.

M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le... trataran los huesos?

-Depende -dijo Harris.

Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».

Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.

Algo tocó la lengua de Harris.

Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.

M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar... cómo decirlo.... la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.

Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.

En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:

-¡Basta!

A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:

-¡Clarisse!

Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.

-¿Estás aún meditando, querido? -preguntó-. Por favor, deja eso.

Se sentó en las rodillas del señor Harris.

La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.

-¿Está bien que haga eso? -preguntó, sorbiendo el aliento.

-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi rótula, dices?

-¿Es normal que se mueva así, alrededor?

Clarisse probó.

-Se mueve así, realmente -dijo, maravillada.

-Me alegra que la tuya se deslice, también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.

-¿De qué?

El señor Harris se palmeó las costillas.

-Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!

Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.

-Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.

-Espero que no se vayan flotando por ahí.

El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.

-Gracias por haber venido, querida -dijo.

-Cuando quieras.

Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.

-¡Un momento! Espera... -El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!

Clarisse arrugó la nariz

-¡Claro, querido!

Se fue bailando del cuarto.

Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora.... ahora.... ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna, moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño..., horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.

-¡Señor! ¡Señor!

Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un... esqueleto... adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?

Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.

Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un... cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!

Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.

La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.

-Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?

El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.

-Iré en seguida, querida -contestó débilmente.

¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!

Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!

-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.

Esa noche, sentado en la cama mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:

-Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!

El señor Harris dejó caer las tijeras.

-¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.

-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.

-Algo que siento dentro -dijo Harris-. Algo que... comí.

A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.

-¡Señorita Laurel! -gritó el señor Harris-. ¡Basta!

Solo, meditó sobre sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.

La extraña sensación no desapareció. Creció.

El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.

¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!

Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.

¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!

Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.

¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!

El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.

Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.

La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?

Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.

La nariz, ¿no era demasiado prominente?

Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.

El cuerpo, ¿no era rollizo?

Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una mantirreligiosa blanca!

Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?

Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.

Compara, compara, compara.

Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.

Harris se sentó lentamente.

-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!

Harris sonrió mostrando los dientes.

-Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!

Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron....

Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.


Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!

Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.

-¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!

Corrió a un restaurante.

Pavo, salsas, papas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y caigan todos en la sala.

Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho y un dolor en las muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.

-Setenta kilos -le dijo la semana siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?

-Noto que estás mejor -dijo Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes...

-No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?

-¿Él? ¿Quién es él?

En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.

Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.

-Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso -dijo.

-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre dientes.

Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.

-Querido -dijo Clarisse-. Te he estado observando últimamente. Estás tan... lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?

Harris cerró los ojos.

-Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.

-Descansa ahora -susurró Clarisse dulcemente-. Descansa y olvida.

El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.

En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.

Los dolores cesaron.

M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.

Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.

Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.

El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.

No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.

-¿Glándulas?


-¿Me habla usted a mí? -preguntó el gordo.

-¿O una dieta especial? -comentó Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago

-Así es entonces -susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.

Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.

-¡Eh!

Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.

Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.

El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero... ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.

Demonios, estaba realmente enfermo.

¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?

-¡Querido!

Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.

-Querida -dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.

-Pareces más delgado; oh, querido, el negocio...

-Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.

Clarisse lo besó de nuevo.

La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.

Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.

-Bueno, lo siento, pero tengo que irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.

Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.

-¿M. Munigant?

Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!

M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.

Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.

-Señor Munigant -suspiró apenas Harris-. No... no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?

M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca... Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!

Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!

-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.

Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.

Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.

Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.

No había nadie en el cuarto.

-¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!

M. Munigant había desaparecido.

-¡Socorro!

Y en ese momento Harris oyó.

Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba.... un leño, sumergido...

Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.

Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.

-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo-. Querido...

Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.

De pronto, se puso a gritar.

Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.

Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.

Lo terrible es cuando la medusa te llama por tu propio nombre.