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domingo, 3 de diciembre de 2017

BENITO DE PALERMO (Emilia Pardo Bazán)


Le preguntaron sus amigos al marqués de Bahama -riquísimo criollo conocido por su fastuosidad, sus derroches y su aristocrática manía de defender la esclavitud- por qué singular capricho llevaba a su lado en el coche y sentaba a su mesa a cierto hombre de color.

Y el marqués, sonriendo, defendía a su acompañante de raza negra con algunas frases de conmiseración indolente:

-¡Probrecillo! ¡Qué diantre!… Yo soy así.

Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor -en plata, algo achispado-, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito de Palermo -así se llamaba el negrazo- gozaba de tan extraordinarias franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros, de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo la mesa, completamente beodo:

-Por borracho, cabal; por borracho.

No logré que entonces se explicase más, Me pareció tan rara la causa de privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con entonación perezosa:

-Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta… Ahora se sabrá cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de la muerte más horrorosa y cruel.

No ignora usted que me he educado en los Estados Unidos, y me aficioné a los viajes desde la niñez, porque allí el viajar se considera complemento de toda escogida educación. Antes de cumplir los veinticinco años había recorrido las principales ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania; sabía cómo se vive en cada nación culta. En París, sobre todo, me había pasado inviernos enteros. Sin embargo, la monotonía de la civilización empezaba a causarme tedio, y me hurgaba el capricho de ver países menos cultos a la moderna. Dediqué unos meses a registrar la hermosa Italia, parando mucho en Roma y consagrando temporaditas a Florencia, Nápoles, Sicilia, Malta y Córcega. Y engolosinado ya -Italia siempre será un paraíso-, me propuse realizar al año siguiente otro delicioso viaje, el de Oriente: Grecia, Turquía y Palestina. Para venir a lo que importa de este cuento, lleguemos ya a Atenas, donde, por recomendaciones que llevaba, encontré excelente acogida en el cuerpo diplomático y en la corte, lo cual, y otra cosa que añadiré, contribuyó a que se prolongase mi estancia en la capital de Grecia bastante más de los que pensaba.

Es el caso que en una fonda magnífica de Florencia había yo visto, por espacio de pocas horas, a una hermosísima inglesa, la cual grabó en mi espíritu una impresión que no habían conseguido borrar el tiempo ni la distancia. Era de esas mujeres que no se olvidan porque a la belleza plástica incomparable, reunía una gracia, una viveza y una originalidad excéntrica y picante, que empeñaban en perseguirla y adorarla. El vulgo cree que todas las inglesas son sosas; pero yo le aseguro a usted que la que sale donosa vale por diez. Eva… (suponga usted que se llamaba así) era viuda, y viajaba con una dama de compañía, sin rumbo fijo a donde le llevaba su imaginación artística y fogosa. En los cortos momentos que conseguí hablarle, me volvió loco. No me atrevía a galantearla abiertamente, y sólo con los ojos le revelé el efecto que en mí causaba.

Debo advertir que no me hizo maldito caso, que me toreó, y en una vuelta que di me encontré con que había desaparecido, sin que me fuese posible acertar con ella, por más que la busqué desalado al través de toda Italia.

Calcule usted mi sorpresa y mi emoción, cuando en el primer sarao a que asisto en la embajada inglesa en Atenas, me encuentro a Eva radiante de hermosura, divinamente prendida y dispuesta a valsar. Excuso decir que inmediatamente me dediqué a cortejarla y a fuerza de atenciones logré algunas ligeras señales de complacencia, pequeños indicios de que no le era desagradable mi persona. Sin embargo, en los saraos sucesivos, y en todos los lugares donde yo procuraba encontrarme con Eva y acompañarla, noté cuán difícil era ganar terreno en aquel corazón caprichoso y rebelde. Eva me desesperaba con sus coqueterías y sus arrechuchos; nunca estaba yo seguro de llegar a vencerla; si me veía alegre me quería triste; y si yo decía negro, ella respondía blanco. Creo que este sistema me trastornaba más, y ya me encontraba a punto de darme a todos los demonios, cuando…

-Pero -interrumpí- lo que no sale a relucir es Benito de Palermo; y confieso que Benito me importa más que la hermosa Eva.

-Cachaza, ya llegaremos a Benito -respondió, sonriendo, el marqués-. Iba a decir que por entonces fue cuando parte de la colonia inglesa que se encontraba en Atenas dispuso organizar una excursión a caballo y en coche, con objeto de visitar la célebre llanura de Maratón.

-¡Ah! -exclamé estremeciéndome involuntariamente-. ¡Ya sé, ya sé! ¡Con que lo tocó a usted ese chinazo! ¡Qué cosa tan horrible!

-Veo que recuerda usted el episodio. ¿No es para olvidarlo, no! Toda la Prensa europea habló de eso detenidamente, publicando grabados, retratos y por menores, día por día. Pues sepa usted que la expedición se combinó en la embajada entre un rigodón y un vals de Strauss. La colonia acogió la idea con fruición y entusiasmo; las mujeres, sobre todo, estaban alborotadísimas. Pero yo, que había conversado largamente con palikaros, intérpretes y comerciantes judíos, recordé las noticias que me habían dado sobre una gavilla de bandoleros que infestaba las inmediaciones de Atenas, y cuyo número, arrojo y sanguinarias costumbres eran motivo suficiente para alarmarse y reflexionar. Emití un dictamen de prudencia, indicando que convendría, o llevar numerosa y bien armada escolta, o renunciar al proyecto. Y entonces adquirí la persuasión de que todos los ingleses tienen vena. Lord*** y los demás, que formaron parte de la fatal expedición, sonrieron desdeñosamente cuando les hablé de peligros; y a aquella sonrisa, que ya me encendió la sangre, correspondió Eva con algunas frases tan secas y burlonas, que me restallaron como latigazos sobre las mejillas. Vino a decir que el que no se sintiese con ánimos para arrostrar el riesgo haría mucho mejor en quedarse, pues las inglesas no quieren compañía sino de gente resuelta, capaz de no achicarse ante los bandidos, caso de haberlos, que eso estaba por ver. El que recuerde los veintiséis años que yo tenía y lo enamorado que andaba de Eva comprenderá que me propuse formar parte de la expedición, aunque supusiese que nos acechaban todos los salteadores del mundo. ¡Ir con Eva de viaje! ¡Galopar a su lado! ¡Qué felicidad! Y ella, al conocer mi propósito, giró como una veletita, me sonrió, y estuvo conmigo insinuante, coqueta, hasta mimosa. La excursión quedó fijada para la mañana siguiente; al despuntar el día nos reuniríamos en un punto dado, fuera de las murallas de Atenas llevando cada cual o coche o caballo, provisiones y armas. De los guías se encargaba Lord***.

Aquí aparece Benito de Palermo; no se impaciente usted, que ya sale el figurón. Nacido en casa de mis padres, yo le llevaba conmigo como quien lleva un perro de lanas, porque la verdad es que no me servía para maldita la cosa, pues siempre ha sido torpón y desidioso. Escondiéndole la bebida, aún se lograba hacer carrera de él, pero en cuanto lo cataba, un cepo, una piedra. En Atenas a fuerza de prohibir yo en el hotel que le diesen a probar ni vino ni alcohólicos, íbamos saliendo del paso. Al regresar de la embajada, la víspera de la excursión, llamo al bueno de Benito, y le doy órdenes y las llaves, y le encargo repetidamente que al rayar el día tenga mi caballo ensillado y preparadas mis armas, y me despierte aunque sea a trompicones; hecho lo cual me adormezco pensando en Eva.

Cuando abro los ojos, el sol entra a torrentes en mi cuarto. Despavorido, me echo de la cama y miro el reloj; marcaba las once. Grito como un insensato llamando a Benito. Benito no contesta. Salgo al cuarto del tocador, de allí al pasillo… y tropiezo con un bulto negro, una bestia que ronca…; es Benito, ¡Benito, más borracho que un pellejo! Comprendo instantáneamente… Dueño de mis llaves, había asaltado un armario donde yo guardaba, entre mis trastos, una cave à liqueurs, y a aquellas horas la cabalgata se encontraría cerca de Maratón, y yo sería para Eva el ser más despreciable y más ridículo.

Desde que estaba en el viejo continente, no había empleado el bejuco. Cegué, y arremetiendo contra el negro, le di tal soba, que volvió en sí llorando y gimiendo que le asesinaban. Cuando me harté de pegarle, pensé en ensillar el caballo y reunirme a la comitiva… Pero era preciso buscar guía, pues de otro modo, ¿cómo orientarme en la planicie? Y antes de que el guía pareciese, ya se divulgaba por Atenas la noticia espantosa; los bandoleros habían copado la expedición, cogiendo prisioneros a los expedicionarios, después de una heroica resistencia y de herir gravemente a alguno; las mujeres habían sufrido peor suerte, escarnecidas a la vista de sus maridos y hermanos, que, atados de pies y manos, no las podían defender… Ya supone usted cómo me quedaría, no he sufrido nunca impresión más atroz.

-Recuerdo el caso… Se llevaron a los ingleses, exigiendo un enorme rescate y amenazando con atormentarlos mientras el rescate no llegara… Si no me equivoco a Lord*** le fueron mechando y cortando en pedacitos: no hay idea de martirio semejante…

-¡Ea!, pues de eso me libré yo por estar Benito borracho perdido -afirmó el marqués, requiriendo la petaca-. Desde entonces le dejo beber lo que quiera… y el amo aquí es él.

-Según eso, ¿habrá usted comprendido que un hombre de color no es un perro?

-Claro que no. Los perros no se emborrachan nunca.

-¿Y Eva? ¿Sufrió el destino de las otras? Estaría muy bien empleado.

-¡Pues ahora caigo en que falta lo mejor! -exclamó el marqués-. Eva, por un antojito, porque no le gustaba su traje de amazona, también se había quedado en Atenas… ¡y si Benito me despierta y acierto a ir con la expedición, no sólo pierdo la vida, sino los deliciosos ratos que debí a Eva después…, cuando ya se ablandó su corazón intrépido!

1 comentario:

  1. MI PADRASTRO ME DICE MALDITO BORRACHO TU A MI NO ME HABLAS A SI MI PADRASTRO ME LLEVA AL BAÑO ME METE A LA DUCHA ME DICE TE VOY A QUITAR LA BORRACHERA MIENTRA ME BAÑA ME TIRA FUERTES Y DOLOROSOS LAPOS PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF

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