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sábado, 14 de abril de 2018

El mundo al revés

UGT y CC.OO., con el golpismo fragmentador y antiigualitario. Una vergüenza y una ignominia para los trabajadores. Qué irresponsables.

viernes, 13 de abril de 2018

LA LUNA EN ESTÍO (Andrés Ibáñez)


Ha llegado el estío. Los jóvenes se tienden a la sombra de los álamos y contemplan cómo las mujeres de la aldea descienden en hilera a través de las altas hierbas para lavar la ropa en las piedras blancas de la orilla del río. Una de ellas, acalorada, se suelta un poco las ropas y, entonces, en el afán de su tarea, uno de sus pequeños senos se hace visible. Y uno de los jóvenes, que está enamorado de ella en secreto, se siente poseído por la tristeza y piensa que acaba de contemplar, en mitad del día, la luna inalcanzable.


jueves, 12 de abril de 2018

El autodeterminador que se autodetermine buen autodeterminador será


VAMPIRO (Ambrose Bierce)


Vampiro, s: demonio que tiene la censurable costumbre de devorar a los muertos.

Su existencia ha sido disputada por polemistas más interesados en privar al mundo de creencias reconfortantes que de reemplazarlas por otras mejores.

En 1640 el padre Sechi vio un vampiro en un cementerio próximo a Florencia y lo espantó con el signo de la cruz. Lo describe dotado de muchas cabezas y de un número extraordinario de piernas, y no dice que lo vio en más de un lugar al mismo tiempo. El buen hombre venía de cenar y explica que, si no hubiera estado "pesado de comida", habría atrapado al demonio contra todo riesgo.

Atholston relata que unos robustos campesinos de Sudbury capturaron un vampiro en un cementerio y lo arrojaron en un bebedero de caballos. (Parece creer que un criminal tan distinguido debió ser echado a un tanque de agua de rosas.) El agua se convirtió instantáneamente en sangre y así continúa hasta el día de hoy, escribe Atholston. Más tarde el bebedero fue drenado por medio de una zanja.

A comienzos del siglo XIV un vampiro fue acorralado en la cripta de la catedral de Amiens y la población entera rodeó el lugar. Veinte hombres armados con un sacerdote a la cabeza, llevando un crucifijo, entraron y capturaron al vampiro que, pensando escapar mediante una estratagema, había asumido el aspecto de un conocido ciudadano, lo que no impidió que lo ahorcaran y descuartizaran en medio de abominables orgías populares.

El ciudadano cuya forma había asumido el vampiro quedó tan afectado por el siniestro episodio, que no volvió a aparecer en Amiens, y su destino sigue siendo un misterio.



miércoles, 11 de abril de 2018

EL GORDO Y EL FLACO (Anton Chejov)


En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado -su esposa-, y un colegial espigado que guiñaba un ojo -su hijo.

-¡Porfiri! -exclamó el gordo, al ver al flaco-. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

-¡Madre mía! -soltó el flaco, asombrado-. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

-¡Amigo mío! -comenzó a decir el flaco después de haberse besado-. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves... Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

-¡Estudiamos juntos en el gimnasio! -prosiguió el flaco-. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach... luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.

-Bueno, bueno. ¿Y qué tal vives, amigazo? -preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo-. Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho carrera?

-¡Soy funcionario, querido amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de San Estanislao. El sueldo es pequeño... pero ¡allá penas! Mi mujer da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera... ¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si alquien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo departamento... Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal? A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?

-No, querido, sube un poco más alto -contestó el gordo-. He llegado ya a consejero privado... Tanto dos estrellas.

Súbitamente el flaco se puso pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se empequeñeció... Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron, se le arrugaron... El largo mentón de la esposa se hizo aún más largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la guerrera...

-Yo, Excelencia... ¡Estoy muy contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y de pronto convertido en tan alto dignatario!¡Ji, ji!

-¡Basta, hombre! -repuso el gordo, arrugando la frente-. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y ceremonias?

-¡Por favor!... ¡Cómo quiere usted...! -replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa de conejo-. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo Nafanail... mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo...

El gordo quiso replicar, pero en el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse.

El flaco estrechó tres dedos, inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: "¡Ji, ji, ji!" La esposa se sonrió. Nafanail dio un taconazo y dejó caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.


martes, 10 de abril de 2018

SEÑALES (Sandra Sánchez)


A ellos no los separó la muerte, lo hicieron los tacones de los zapatos de la novia en plena ceremonia. Justo antes del sí quiero, y antes de las fotos y de que los invitados se comieran el trozo de tarta de los novios. No podía más. Los pinchazos le estaban clavando los pies al suelo. Sintió opresión, sintió que le faltaba el aire. Miró al Cristo crucificado que tenía justo en frente y vio los clavos en sus manos. Algo así debía estar a ella agujereándole los pies. Miró hacia abajo, y allí seguían, encajados en aquella rampa imposible. De repente, aquel desnivel se transformó en un precipicio y ella estaba, justo, al borde. Sintió el empujón del cura y se vio caer estampándose contra el suelo. En su imaginación salía corriendo de allí como alma que lleva el diablo, con las botas aquellas tan cómodas que se ponía muchas veces con vaqueros, subiéndose el vestido para no pisarlo. Se vio muy lejos de aquel sitio, de su novio, de los invitados y de aquella iglesia de barrio a la que iría a llevar a los niños al catecismo…
Descalzó un pie mientras el cura repetía la pregunta. Descalzó el otro. Y luego, contestó aliviada: “no, no quiero”.


lunes, 9 de abril de 2018

ASCENSIÓN (Benjamín González Alonso)



"Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios" (Lc. 24, 50-53).

"Y fue llevado al cielo"... Así pues, Jesús voló por los aires. Ascendió, se elevó autopropulsado. ¡Como Supermán (pero sin capa)! Primer registro histórico de vuelo humano sin motor.

(-Yo me voy a lo alto y aquí os quedáis vosotros.)

Pero no: el lector nota que algo desentona. Algo chirría en el conjunto. Hay, aquí, algo que desbarra. Algo que no cuadra, algo que no es como debería ser.


domingo, 8 de abril de 2018

COMETARIA (Emilia Pardo Bazán)


Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo…; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda…

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?

Mi fantasía se desataba. Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo -era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo… entre la infinita desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velázquez, las estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los montones de billetes y centenas de oro… que ya nada valían, porque nadie me los exigiría a cambio de cosa alguna.

A mi alrededor, la muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía… Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!

Y, al acercarse la noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía articular palabra… No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. Le eché los brazos al cuello y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas…

Y al estrecharla así, al comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva, no en el Paraíso, sino en páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal… Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el pícaro mundo.

sábado, 7 de abril de 2018

DE NOCHE (Franz Kafka)


¡Hundirse en la noche! Así como a veces se sumerge la cabeza en el pecho para reflexionar, sumergirse por completo en la noche. Alrededor duermen los hombres. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, es el de dormir en casas, en camas sólidas, bajo techo seguro, estirados o encogidos, sobre colchones, entre sábanas, bajo mantas; en realidad se han encontrado reunidos como antes una vez y como después en una comarca desierta: Un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, un pueblo bajo un cielo frío, sobre una tierra fría, arrojados al suelo allí donde antes se estuvo de pie, con la frente contra el brazo, y la cara contra el suelo, respirando pausadamente. Y tú velas, eres uno de los vigías, hallas al prójimo agitando el leño encendido que cogiste del montón de astillas, junto a ti. ¿Por qué velas? Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.


viernes, 6 de abril de 2018

UNA PLAYA (Íñigo Domínguez)


Una playa de un lugar indeterminado en el futuro.

El coronel George Taylor grita y solloza desesperado junto a una mujer ante los restos calcinados de la Estatua de la Libertad.

—George, tenemos que irnos, el sol a esta hora pega mucho y ni nos hemos puesto crema.

—¿¡Pero no comprendes, pedazo de desgraciada, que acabo de descubrir que mi planeta ha sido destruido por un apocalipsis nuclear, la raza humana casi ha sido exterminada y estoy rodeado de simios que hablan!?

—Tampoco hay que ponerse así, ni insultar, vamos digo yo [comienza a llorar].

—Perdona, mujer, es que saberlo así, de sopetón…

—¡Déjame en paz, no me toques!

—No te pongas así, no quería gritar… Es que es muy fuerte saber que…

—¡Que me dejes!

—Venga, no llores, ya se nos ocurrirá algo. ¿No tienes un poco de hambre? Total, el mundo también estaba lleno de gilipollas. Vámonos, que no soporto la playa.


jueves, 5 de abril de 2018

LA PATA DE MONO (W. W. Jacobs)


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento... -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.


miércoles, 4 de abril de 2018

EL PULPO QUE NO MURIÓ (Sakutaro Hagiwara)


Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y solo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir un hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra.
En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo.
Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y solo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido.
Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de una escasez e insatisfacción horrenda.


lunes, 2 de abril de 2018

Y QUÉ LES PARECE QUE HIZO (Enrique Jardiel Poncela)


(Fragmento de "Eloísa está debajo de un almendro")

SEÑORA: Es lo que yo digo; que hay gente muy mala por el mundo...
AMIGO: Muy mala, señora Gregoria.
SEÑORA: Y que a perro flaco, to son pulgas.
AMIGO: También.
MARIDO: Pero, al fin y al cabo, no hay mal que cien años dure, ¿no cree usté?
AMIGO: Eso desde luego. Como que después de un día viene el otro, y Dios aprieta pero no ahoga.
MARIDO: ¡Ahí le duele! Claro que agua pasá no mueve molino, pero yo me asocié con el Melecio por aquello de que más ven cuatro ojos que dos, y porque lo que uno no piensa al otro se le ocurre. Pero de casta le viene al galgo el ser rabilargo, el padre de Melecio siempre ha sido de los de quítate tú para ponerme yo, y de tal palo tal astilla, y genio y figura hasta la sepultura. Total: que el tal Melecio empezó a asomar la oreja y yo a darme cuenta, porque por el humo se sabe dónde está el fuego.
AMIGO: Que lo que ca uno vale a la cara le sale.
SEÑORA: Y que antes se pilla a un embustero que a un cojo.
MARIDO: Eso es. Y como no hay que olvidar que de fuera vendrá quien de casa te echará, yo me dije digo: "Hasta aquí hemos llegao; se acabó lo que se daba; tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe; ca uno en su casa y Dios en la de tos; y a mal tiempo buena cara, y pa luego es tarde, que reirá mejor el que ría el último".
SEÑORA: Y los malos ratos pasarlos pronto.
MARIDO: ¡Cabal! Conque le abordé al Melecio, porque los hombres hablando se entienden, y le dije: "Las cosas claras y el chocolate espeso; esto pasa de castaño oscuro, así que cruz y raya, y tú por un lao y yo por otro; ahí te quedas, mundo amargo, y si te he visto no me acuerdo". ¿Y qué les parece que hizo él?
AMIGO: ¿El qué?
MARIDO: Pues contestarme con un refrán.
AMIGO: ¿Que le contestó a usté con un refrán?
MARIDO: (Indignado) ¡Con un refrán!
SEÑORA: (Más indignada aún) ¡Con un refrán, señor Eloy!
AMIGO: ¡Ay que tío más cínico!
MARIDO: ¿Será sinvergüenza?
AMIGO: Hombre, ese tío es un canalla capaz de to.



domingo, 1 de abril de 2018

MEMORIAS DE UN PERRO AMARILLO (O' Henry)


Supongo que ninguno se rasgará las vestiduras por leer un relato en boca de un perro. El señor Kipling ha demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista se da el lujo de no publicar una buena historia de animales, a excepción de las publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan a esperar en mi cuento ninguna pretensión literaria, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un apartamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes prodigios.

Nací cachorro, y amarillo; con fecha, localidad, pedigrí y peso desconocidos. Mi primer recuerdo es que una vieja me tenía dentro de una cesta en la esquina de Broadway y 23, tratando de venderme a una señora gorda. La vieja Mamá Hubbard se dedicaba a hacerme publicidad sin límites, anunciándome como un genuino fox-terrier de Stoke Poges, de origen pomeranio-hambletonio, chino, hindú y rojo irlandés. La mujer gorda empezó a rebuscar un billete de cinco dólares hasta que logró cazarlo, y se dio por vencida. Desde aquel momento me convertí en una mascota, en el caprichito de mamá.

Dígame, querido lector, ¿le ha levantado alguna vez una mujer de noventa kilos, echándole el aliento con aroma de Camembert y Peau d’Espagne, restregándole la nariz por todo el cuerpo, al tiempo que repetía sin cesar con un tono de voz a lo Emma Eames:

—¿Quién es la cosita más chiquitita y más preciosa de su mamita?

De ser un cachorro amarillo con pedigrí pasé a ser un una especie de cruce de gato de Angora con una caja de limones. Pero mi ama nunca se bajó de su discurso. Tenía la certeza de que los dos cachorros que Noé recogió en su Arca no eran sino una rama de mis antepasados. Dos policías tuvieron que impedirle la entrada en el Madison Square Garden, donde pretendía presentarme al premio de sabuesos siberianos.

Les hablaré ahora de aquel apartamento.

La casa era del tipo más común en Nueva York, con mármol de la isla de Paros en el suelo del portal y terrazo a partir del primer piso. Había que subir, bueno, más bien trepar tres tramos de escaleras hasta nuestro hogar. Mi ama lo alquiló sin amueblar, y lo decoró con los elementos habituales: tresillo tapizado estilo 1902, un cromo al óleo que representaba a una geishas en un salón de té de Harlem, plantas artificiales y un marido.

¡Por Sirio!, qué pena me daba aquel pobre bípedo. Era un hombre pequeño, con pelo y patillas color de arena, muy semejantes a las mías. Secaba los platos y escuchaba a mi ama contarle lo baratas y andrajosas que eran las ropas tendidas por la vecina del segundo, la del abrigo de ardilla. Y todas las noches, mientras ella preparaba la cena, lo obligaba a sacarme de paseo atado al extremo de una correa.

Si los hombres supieran cómo las mujeres pasan el tiempo cuando están solas no se casarían jamás.

Laura Lean Jibbey, un poco de crema de almendras sobre los músculos del cuello, cascar cacahuetes, los platos sin fregar, media hora de cháchara con el hombre del hielo, lectura de un montón de cartas viejas, un par de tapas de escabeche y dos botellas de extracto de malta, una hora entera mirando furtivamente al piso del otro lado del patio por un agujero de la ventana, en fin. Veinte minutos antes de que él llegue del trabajo se apresuran a arreglar la casa, cambian de cara para no dejar translucir su holgazanería, y sacan gran cantidad de labores de costura para hacer un paripé de diez minutos.

Llevaba yo una vida perra en aquel piso. La mayor parte del día me la pasaba tumbado en mi rincón, viendo cómo aquella mujer mataba el tiempo. A veces me dormía y tenía sueños imposibles en los que perseguía a gatos por los sótanos, tal y como se supone que debe hacer un perro. Entonces ella se cernía sobre mí y me lanzaba una de aquellas sartas de cursilerías de caniche y me besaba en el hocico, pero ¿qué podía hacer yo?.

Empecé a sentir compasión por Maridito, ¡se lo juro! Nos parecíamos tanto que la gente lo advertía en nuestros paseos, y así andábamos desconcertados por las calles. Una tarde en que íbamos paseando, como digo, y yo trataba
de parecer un San Bernardo con premio, y el buen viejo pretendía simular que no había asesinado al primer organillero al que se le ocurriera tocar la marcha nupcial de Mendelssohn, miré hacia mi amo y le dije a mi manera:

—¿Por qué te amargas la vida, tú, soldado británico con galones? A ti jamás te besa. No tienes que sentarte en su regazo y escuchar una charla que lograría que un libreto de comedia musical pareciese las máximas de Epicteto. Tendrías que estar agradecido por no ser un perro. Ánimo, Benedick, y sacúdete de encima las melancolías.

El desdichado cónyuge me miró con una mirada de inteligencia casi canina.

—¡Ay, perrito! —dijo—. Buen perro. Casi parece como si fueras capaz de hablar. ¿Qué te pasa, hay gatos?

Pero, naturalmente, no podía entenderme. A los humanos les ha sido negado el lenguaje animal. El único lugar común de entendimiento entre los perros y el hombre está en la ficción.

En el piso frente al nuestro vivía una señora con un terrier negro y canela. Su marido lo sacaba todas las tardes, pero siempre volvía a casa silbando y de buen humor. Un día nos rozamos los hocicos, el terrier y yo, en el descanso de la escalera, y le pedí una explicación.

—Escucha —le dije—, sabes muy bien que no es propio de la naturaleza de un hombre el hacer de niñera de un perro en público. No he visto jamás a ninguno de los que llevan a un perro con una correa que no diese la impresión de querer pegar a cualquier hombre que le mirara. Pero tu jefe vuelve todos los días a casa de un humor excelente. ¿Cómo lo consigue? No vayas a decirme que le gusta.

—¿Que qué hace? —dijo él—. Pues, usa el Propio Remedio de la Naturaleza. Al principio volvía a casa como quien acaba de perder al póquer. Cuando hemos estado ya en ocho bares, le da lo mismo si la cosa que tiene al final de la correa es un perro o un bagre. He perdido dos pulgadas de rabo en mis intentos por esquivar esas dichosas puertas giratorias.

La pista que me dio aquel terrier —satisfactoria imitación de vodevil— me hizo reflexionar.

Una tarde, alrededor de las seis, mi ama le ordenó que se pusiera en acción y realizase el acto de oxigenar a Bello. He tratado de mantenerlo oculto hasta ahora, pero así es como me llamaba. Al terrier le llamaban Dulzor. Bien visto, creo ser mejor que él cazando conejos. Aun así, opino que Bello es una especie de lata nominal colgada del rabo de la dignidad de uno.

En un lugar tranquilo de una calle tiré de la correa de mi guardián frente a una atractiva y refinada cantina. Me lancé como una flecha furiosa hacia las puertas, gimiendo como un perro que pretende comunicar el mensaje de que la pequeña Alice acaba de hundirse en el lodo mientras está recogiendo lilas en el arroyo.

—Caray, ¿qué ven mis ojos? —dijo el viejo con un remedo de sonrisa—; que Dios me prive de la vista si perro hijo de limonada no me está pidiendo que me tome una copa. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que no ahorro suela de zapato apoyándola en la barra de un bar?

Comprendí que ya estaba en mis manos. Pidió whisky, sentado ante una mesa. Durante una hora estuvieron llegando los Campbell. Yo me senté a su lado llamando al camarero con golpecitos de la cola, y consumiendo comida gratis en nada comparable a la que mamá traía al apartamento en su carrito casero después de comprarla en una tienda ocho minutos antes de que llegase papá.

Cuando se habían agotado todos los productos escoceses, excepto el pan de centeno, el viejo me desató de la pata de la mesa y me sacó jugueteando a la calle como un pescador sacaría a un salmón. Al llegar allí me quitó el collar y lo tiró al suelo.

-Pobre perrito —dijo—; mi buen perro amarillo. Ella no volverá a besarte nunca más. Es una condenada vergüenza. Mi buen perrito, aléjate, déjate atropellar por un tranvía y sé feliz.

Me negué a marcharme. Salté y retocé alrededor de sus piernas, tan feliz como una pulga en una alfombra.

—Óyeme bien, cerebro de mosquito —empecé—-, ¿es que no te das cuenta de que no quiero abandonarte? ¿No te das cuenta de que los dos somos cachorros perdidos en el bosque? ¿Por qué no cortar con eso para siempre y ser compañeros hasta la muerte?

—Perrito —repuso al fin—, no vivimos más que una docena de vidas en esta tierra, y muy pocos de nosotros llegamos a vivir más de trescientos años. Si vuelvo a ver ese apartamento en mi vida es que soy un fracasado, y si lo vuelves a ver tú es que eres un lameculos, y no bromeo. Apuesto sesenta contra uno a que este caballo gana por la longitud de un perro tejonero.

No había correa ya, pero fui trotando junto a mi amo hacia el transbordador de la calle Veintitrés. Y los gatos que se cruzaron en nuestro camino tuvieron sobradas razones para dar gracias por haber sido dotados de uñas prensiles.

Al llegar a la orilla de Jersey, mi amo le dijo a un forastero que estaba allí, de pie, comiendo un bollo recién hecho:

—Yo y mi perrito nos dirigimos a las Montañas Rocosas.

Pero cuando más dichoso me sentí fue cuando mi viejo me tiró de las dos orejas hasta que aullé, y dijo:

—Óyeme bien, cabeza de mono, cola de rata, hijo azufrado de un felpudo, ¿sabes cómo te voy a llamar?

Me acordé de Bello y gemí lastimeramente.

—Te voy a llamar Pedrito —dijo mi amo, y si yo hubiera tenido cinco colas no habría tenido suficientes para agitarlas.


sábado, 31 de marzo de 2018

COMEDIA (Emilia Pardo Bazán)


Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública… ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se enclaustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer -una sirviente, niñera en casa de modestos empleados- pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

-El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

-Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

-¿Qué edad tienes?

-Veintiuno… Malito ha cumplido tres.

-Eres muy rebonita, Lorenza… ¿Hace mucho que sirves?

-Del pueblo he venío en agosto, porque se murió mi madre, y padre casó a las pocas semanas…

Desde entonces, diariamente, a la hora en que el ensayo remata, y las luces del alumbrado no parpadean aún entre la arrecida neblina de las tardes del invierno, el comediante buscó a Lorenza en el jardincete. El palique era corto. ¿De qué se va a charlar con una pobre sirviente, una lugareña? Se charla lo estrictamente necesario para trastornar su espíritu hasta donde requiere una seducción vulgar y regocijada. El chiquillo les embullaba; servía de pretexto a los diálogos. Un día que consiguió el comediante llevarse a Lorenza sola a un café vecino, apenas sabía qué decirle. Faltaba Malito, alrededor de cuyo cuerpo se encontraban las manos de los dos personajes del idilio callejero.

Situación al pronto tan desabrida, la salvó el comediante con un fragmento de comedia apasionada y romántica, cortada para otro escenario. Lorenza no había puesto los pies en el teatro jamás. El que nunca jugó, gana la primera vez que apunta a una carta; el que nunca vio representar, no distingue la ficción de la vida -¡que tanto tiene de ficción!-. Entregó Lorenza aquel día todo su ser, cometiendo la locura mortal de no reservarse el alma. Cuando volvió al lado de su niño, le empujó distraídamente; el chico rompió en congoja, uno de esos lloriqueos de criatura que parecen no tener causa conocida.

Vino la primavera. Los actores, cumplidas sus tareas de Madrid, buscaron contratas en provincias. Lorenza supo por el conserje del teatro que Mariner, segundo galán, pasaba a un cuadro de compañía formado para recorrer las ciudades catalanas. Le esperó, le preguntó tímidamente, con el encogimiento noble del amor profundo, cuándo, dónde, volverían a verse. El actor, previas unas cuantas evasivas, soltó la tardía verdad. Se iba, y de todas formas… Era casado; tenía ya dos retoños… Lorenza, más blanca que su delantal, no le acusó, no protestó del engaño. Los golpes de feroz violencia no dejan acción a la defensa. Tampoco lloró. Todo se le había paralizado en el cuerpo; diez minutos permaneció sostenida por la pared del teatro después de alejarse Mariner a paso rápido y cobarde de avergonzado deudor. De repente los nervios saltaron, la sangre cuajada ardió y rodó en las venas. Echó Lorenza a correr hacia su casa -la de sus amos, su refugio-, y apenas oyó la reprimenda de la señora que la noche anterior había secreteado en la alcoba conyugal.

-No sé qué tiene esta chica. Ya no atiende a Malito; ya no le muda la ropa; ya ni barre; es un escándalo.

Y el marido, adormilado y deseoso de paz:

-Pues, mujer, ¡a la calle con ella!

A la mañana siguiente, Lorenza desmintió las censuras del ama: nunca fue mejor cuidado, más mimado de su chacha el pequeñín. Le hartó de caricias y le regaló dos medallas de plata con la efigie de la Virgen de la Trebolera, únicas preseas que Lorenza había poseído. Hizo cuidadosamente las camas, barrió la casa entera, ayudó en la cocina a mondar patatas, y aun charoló las botas del matrimonio. Un cuarto de hora antes de servir el almuerzo salió, empujando sin violencia la puerta; subió con agilidad dos pisos, del tercero a las bohardillas, y se detuvo ante la ventana del rellano de escalera que caía al patio. Un vértigo la forzó a sentarse en el duro banco destinado a aliviar el cansancio producido por tantos escalones. Era la altura de un quinto piso -cuatro y el entresuelo-. Lorenza se enderezó y se aproximó a la ventana, que entreabrió con cautela. Allá abajo, las losas del patio recién fregadas lucían al sol; en el centro, el hundido sumidero formaba un negro y férreo ombligo. La niñera se retiró amedrentada; pensó advertir el frío, la dureza del enrejado en el rostro, en las sienes. Entonces se humedecieron sus lagrimales. Sentía perder la vida, y no podía soportarla.

Unas chanclas se arrastraron; el ruido ascendía por la oquedad de la escalera. El portero, morador de la bohardilla, era de seguro quien subía a comerse su pucherete. Lorenza se irguió: aquel hecho insignificante revestía las proporciones de una sentencia. ¡Si la encontraba el portero allí! Arrimó del todo a la pared las hojas de la ventana y se inclinó más. Un hormigueo irresistible en las plantas de los pies; una sensación de pueril miedo de que se le cayesen los aretes… Se echó las manos a los lóbulos de las orejas. Entre dientes, sin conciencia, murmuraba: «¡Jesús, Virgen de la Trebolera, valedme!». Y beoda de aire y de tristeza, ansiosa de volar, no de caer, se descolgó más, abrazó el vacío, se abismó, dando una voltereta y un chillido involuntario…


viernes, 30 de marzo de 2018

CREMACIÓN (Saiz de Marco)


La última voluntad de un amigo es sagrada, y puesto que Franz me pidió que destruyera sus escritos los destruyo sin dudarlo. Han pasado varios meses desde su muerte y aquí estoy, en mi casa, delante del fuego. He leído los textos que no me enseñó en vida y sé que lo que voy a quemar es muy valioso. No hablo de valor económico (los relatos de Franz no gustarían al gran público) sino literario. Son obras irrepetibles, únicas. Pero la última voluntad de un amigo no se discute.

Echo al fuego los manuscritos de “América”, “El proceso”, “El castillo”. Veo arder los folios de la “Carta al padre”…

Las llamas los consumen. Vorazmente prenden, y de inmediato son hojas quemadas. Vuelan sobre las llamas briznas negras. Recojo las cenizas y las tiro.

Franz Kafka, y no Max Brod, ha dejado a todos sin la historia del hombre al que se procesa y juzga sin saber nunca por qué; sin el relato del Castillo, sede de esa autoridad que nadie conoce ni entiende…

Una gran pérdida, sin duda.

Pero, después de todo, ¿iban a ser los hombres más felices? ¿Iba a dejar de haber crímenes, guerras…? Estamos en 1924. Si, por ejemplo, dentro de algunos años hay otra guerra en Europa, ¿dejaría de haberla sólo porque Franz publicó sus creaciones? ¿Sería mejor la humanidad? ¿Cambiaría el mundo algo por eso?

No.

Entonces, ¿qué más da?; ¿qué importancia tiene, en el fondo, haber quemado estos papeles?

jueves, 29 de marzo de 2018

EL DUENDE DE MADERA (Vladimir Nabokov)


Delineaba pensativamente la sombra circular y temblorosa del tintero. En una lejana habitación un reloj dio la hora mientras yo, soñador que soy, imaginaba que alguien llamaba a la puerta, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo, expectante.

-Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió con timidez, la llama de la vela a medio consumir se agitó y de un salto oblicuo él abandonó un rectángulo de sombra, encorvado, gris, cubierto por el polen de la noche fría y estrellada.

Conocía su rostro -¡oh, hacía tanto que lo conocía!

Su ojo derecho aún se hallaba hundido en la penumbra; el izquierdo me estudiaba con temor, alargado, de un verde nuboso. La pupila brillaba como un destello de herrumbre… Ese mechón de un gris musgoso en su sien, la ceja plateada apenas perceptible, la cómica arruga cerca de su boca lampiña -¡de qué manera todo esto hostigaba e inquietaba vagamente a mi memoria!
Me levanté. Él avanzó un paso.

Su pequeño abrigo raído parecía tener mal los botones -del lado femenino. Llevaba en la mano una gorra -no, un bulto oscuro, pobremente atado, y no había rastro de gorra alguna…

Sí, claro que lo conocía -quizá incluso le había tenido cariño, sólo que no podía ubicar el dónde y el cuándo de nuestros encuentros. Y debíamos habernos encontrado a menudo, de otro modo no tendría un recuerdo tan nítido de esos labios de arándano, esas orejas puntiagudas, esa grácil nuez de Adán…

Con un susurro de bienvenida estreché su mano ligera, helada, y rocé el respaldo de un sillón ajado. El se retrepó como un cuervo en un tocón y empezó a hablar apresuradamente.
-Da mucho miedo la calle. Así que vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? Solíamos retozar juntos y gritamos días enteros. Allá en la vieja patria. ¿Vas a decirme que lo olvidaste?

Su voz literalmente me cegó. Me sentí deslumbrado y aturdido -recordé la felicidad, la sonora, eterna, irremplazable felicidad…

No, no puede ser: estoy solo… Es un absurdo delirio. Y sin embargo había en efecto alguien sentado junto a mí, huesudo e improbable, con espigadas botitas alemanas, y su voz tintineaba, crepitaba -áurea, de un verde exquisito, familiar- pese a que las palabras eran tan sencillas, tan humanas…

-Allí está -te acuerdas. Sí, soy un antiguo Elfo del Bosque, un duende malicioso. Y aquí estoy, obligado a huir como todos los demás.

Soltó un profundo suspiro y de nuevo imaginé nimbos hinchados, soberbias ondulaciones frondosas, límpidos destellos de abedules como chorros de espuma de mar contra un murmullo melódico, perpetuo… El se inclinó hacia mí y me miró con dulzura a los ojos.

-¿Recuerdas nuestro bosque, abetos negros, blancos abedules? La pena fue insoportable -veía a mis queridos árboles crujiendo y cayendo, ¿y qué podía hacer? Me empujaron a las ciénagas, lloré y aullé, bramé como animal, luego me fui veloz a un pinar vecino.

“Ahí languidecí, no dejaba de sollozar. Apenas me había acostumbrado cuando de golpe ya no había pinos, sólo cenizas azules. Tuve que vagar un poco más. Di con un bosque -un magnífico bosque, denso, oscuro, fresco. Aun así, de alguna forma no era lo mismo. En los viejos tiempos retozaba del alba al ocaso, silbaba apasionadamente, aplaudía, asustaba a los paseantes. Acuérdate de ti -te perdiste una vez en un sombrío rincón de mi bosque, tú y un pequeño vestido blanco, y yo obstruía las veredas, hacía rodar troncos, titilaba en el follaje. Me pasé la noche entera haciendo travesuras. Pero sólo jugaba, todo era en broma, por más que me denigren. Ahora me he calmado, mi nuevo hogar era incómodo. Día y noche extrañas cosas crujían a mi alrededor. Al principio creí que otro elfo acechaba allí; le grité, luego escuché. Algo chasqueaba, algo gruñía… Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. Una vez, hacia el anochecer, brinqué a un claro, ¿y qué es lo que veo? Gente tendida, algunos de espaldas, otros bocabajo. Bueno, pensé, los despertaré, ¡haré que se muevan! Y puse manos a la obra, sacudí ramas, arrojé piñas, salté, rugí… Me afané durante una hora en vano. Entonces miré con mayor atención y me estremecí. Aquí está un hombre con la cabeza colgando de un frágil hilo escarlata, allá uno con una pila de gruesos gusanos por estómago… No lo pude aguantar. Solté un aullido, brinqué en el aire y huí…

“Vagué mucho tiempo por distintos bosques, pero no podía hallar la paz. O era silencio, desolación, tedio mortal, o un horror que es mejor no imaginar. Por fin me decidí y me transformé en un mendigo, un pordiosero con alforja, y me fui para siempre: Rus’, adieu! Un espíritu afín, un Duende del Agua, me ayudó. El pobre también huía. No dejaba de admirarse, de decir: ¡qué tiempos nos han tocado, una auténtica desgracia! Y aunque en otra época se había divertido y solía atraer a la gente con señuelos (¡qué hospitalidad la suya!), ¡cómo la mimaba y consentía en el fondo del dorado río, con qué canciones la embrujaba en recompensa! Ahora, dice, sólo pasan flotando hombres muertos, por montones, en grandes cantidades, y la humedad del río es como sangre, espesa, cálida, viscosa, y no hay nada que se pueda respirar… Y así me llevó con él.

“Se fue a errar por algún mar remoto y me desembarcó en una costa brumosa -anda, hermano, ve y encuentra algún follaje cordial. Pero no encontré nada y acabé en esta extraña, atroz ciudad de piedra. Y así me volví humano, con todo y cuellos perfectamente almidonados y botitas, e incluso he aprendido el habla humana…

Calló. Sus ojos brillaron como hojas húmedas; tenía los brazos cruzados y, a la trémula luz de la vela consumida, unas pálidas hebras peinadas hacia la izquierda relumbraron de un modo inquietante.

-Sé que también sufres-fulguró nuevamente su voz-, pero tu sufrimiento, comparado con el mío, mi tempestuoso, turbio sufrimiento, es sólo la respiración pausada del que duerme. Piénsalo: no queda nadie de nuestra tribu en Rus’. Algunos nos alejamos como jirones de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos son melancolía, ninguna mano intranquila esparce los rayos de la luna. Quietas están las huérfanas campánulas que por azar permanecen intactas, el gusli de un deslavado azul que alguna vez mi rival, el Duende de los Campos, empleó en sus canciones. Bañado en lágrimas, el tosco y afable espíritu doméstico ha abandonado tu hogar en deshonra, humillado, y se han marchitado los bosques, su patética luz, su mágica sombra…

“¡Nosotros, Rus’, fuimos tu inspiración, tu insondable belleza, tu encanto perenne ! Y todos nos hemos ido, echados por un inspector enfermo.

“Amigo mío, pronto he de morir, dime algo, dime que amas a este espectro desamparado, siéntate más cerca, dame tu mano…

La vela parpadeó y se extinguió. Fríos dedos acariciaron mi palma. Repicó la conocida carcajada de la melancolía para luego callar.

Cuando encendí la luz no había nadie en el sillón… ¡Nadie!… En la habitación quedaba sólo una fragancia inusitadamente sutil: abedul, húmedo musgo…

miércoles, 28 de marzo de 2018

LA AHOGADA (Agatha Christie)


Don Henry Clithering, excomisionado de Scotland Yard, estaba hospedado en casa de sus amigos, los Bantry, cerca del pueblecito de St. Mary Mead.

El sábado por la mañana, cuando bajaba a desayunar a la agradable hora de las diez y cuarto, casi tropezó con su anfitriona, la señora Bantry, en la puerta del comedor. Salía de la habitación evidentemente presa de una gran excitación y contrariedad.

El coronel Bantry estaba sentado a la mesa con el rostro más enrojecido que de costumbre.

-Buenos días, Clithering -dijo-. Hermoso día, siéntese.

Don Henry obedeció y, al ocupar su sitio ante un plato de riñones con tocineta, su anfitrión continuó:

-Dolly está algo preocupada esta mañana.

-Sí... eso me ha parecido -dijo don Henry.

Y se preguntó a qué sería debido. Su anfitriona era una mujer de carácter apacible, poco dada a los cambios de humor y a la excitación. Que don Henry supiera, lo único que le preocupaba de verdad era su jardín.

-Sí -continuó el coronel Bantry-. La han trastornado las noticias que nos han llegado esta mañana. Una chica del pueblo, la hija de Emmott, el dueño del Blue Boar.

-Oh, sí, claro.

-Sí -dijo el coronel pensativo-. Una chica bonita que se metió en un lío. La historia de siempre. He estado discutiendo con Dolly sobre el asunto. Soy un tonto. Las mujeres carecen de sentido común. Dolly se ha puesto a defender a esa chica. Ya sabe cómo son las mujeres, dicen que los hombres somos unos brutos, etc., etc. Pero no es tan sencillo como esto, por lo menos hoy en día. Las chicas saben lo que hacen y el individuo que seduce a una joven no tiene que ser necesariamente un villano. El cincuenta por ciento de las veces no lo es. A mí me cae bastante bien el joven Sanford, un joven simplón, más bien que un donjuán.

-¿Es ese tal Sanford el que ha comprometido a la chica?

-Eso parece. Claro que yo no sé nada concreto -replicó el coronel-. Sólo son habladurías y chismorreos. ¡Ya sabe usted cómo es este pueblo! Como le digo, yo no sé nada. Y no soy como Dolly, que saca sus conclusiones y empieza a lanzar acusaciones a diestra y siniestra. Maldita sea, hay que tener cuidado con lo que se dice. Ya sabe, la encuesta judicial y lo demás...

-¿Encuesta?

El coronel Bantry lo miró.

-Sí. ¿No se lo he dicho? La chica se ha ahogado. Por eso se ha armado todo ese alboroto.

-Qué asunto más desagradable -dijo don Henry.

-Por supuesto, me repugna tan sólo pensarlo, pobrecilla. Su padre es un hombre duro en todos los aspectos e imagino que ella no se vio capaz de hacer frente a lo ocurrido.

Hizo una pausa.

-Eso es lo que ha trastornado tanto a Dolly.

-¿Dónde se ahogó?

-En el río. Debajo del molino la corriente es bastante fuerte. Hay un camino y un puente que lo cruza. Creen que se arrojó desde allí. Bueno, bueno, es mejor no pensarlo.

Y el coronel Bantry abrió el periódico, dispuesto a distraer sus pensamientos de esos penosos asuntos y absorberse en las nuevas iniquidades del gobierno.

Don Henry no se interesó especialmente por aquella tragedia local. Después del desayuno, se instaló cómodamente en una tumbona sobre la hierba, se echó el sombrero sobre los ojos y se dispuso a contemplar la vida desde su cómodo asiento.

Eran las doce y media cuando una doncella se le acercó por el césped.

-Señor, ha llegado la señorita Marple y desea verlo.

-¿La señorita Marple?

Don Henry se incorporó y se colocó bien el sombrero. Recordaba perfectamente a la señorita Marple: sus modos anticuados, sus maneras amables y su asombrosa perspicacia, así como una docena de casos hipotéticos y sin resolver para los que aquella "típica solterona de pueblo" había encontrado la solución exacta. Don Henry sentía un profundo respeto por la señorita Marple y se preguntó para qué habría ido a verle.

La señorita Marple estaba sentada en el salón, tan erguida como siempre, y a su lado se veía un cesto de la compra de fabricación extranjera. Sus mejillas estaban muy sonrosadas y parecía sumamente excitada.

-Don Henry, celebro mucho verlo. Qué suerte he tenido al encontrarlo. Acabo de saber que estaba pasando aquí unos días. Espero que me perdonará...

-Es un placer verla -dijo don Henry estrechándole la mano-. Lamento que la señora Bantry haya salido de compras.

-Sí -contestó la señorita Marple-. Al pasar la vi hablando con Footit, el carnicero. Henry Footit fue atropellado ayer cuando iba con su perro, uno de esos terrier pendencieros que al parecer tienen todos los carniceros.

-Sí -respondió don Henry sin saber a qué venía aquello.

-Celebro haber venido ahora que no está ella -continuó la señorita Marple-, porque a quien deseaba ver era a usted, a causa de ese desgraciado asunto.

-¿Henry Footit? -preguntó don Henry extrañado.

La señorita Marple le dirigió una mirada de reproche.

-No, no. Me refiero a Rose Emmott, por supuesto. ¿Lo sabe usted ya?

Don Henry asintió.

-Bantry me lo ha contado. Es muy triste.

Estaba intrigado. No podía imaginar por qué quería verlo la señorita Marple para hablarle de Rose Emmott.

La señorita Marple volvió a tomar asiento y don Henry se sentó a su vez. Cuando la anciana habló de nuevo, su voz sonó grave.

-Debe usted recordar, don Henry, que en un par de ocasiones hemos jugado a una especie de pasatiempo muy agradable: proponer misterios y buscar una solución. Usted tuvo la amabilidad de decir que yo no lo hacía del todo mal.

-Nos venció usted a todos -contestó don Henry con entusiasmo-. Demostró un ingenio extraordinario para llegar a la verdad. Y recuerdo que siempre encontraba un caso similar ocurrido en el pueblo, que era el que le proporcionaba la clave.

Don Henry sonrió al decir esto, pero la señorita Marple permanecía muy seria.

-Si me he decidido a acudir a usted ha sido justamente por aquellas amables palabras suyas. Sé que si le hablo a usted... bueno, al menos no se reirá.

El excomisionado comprendió de pronto que estaba realmente apurada.

-Ciertamente, no me reiré -le dijo con toda amabilidad.

-Don Henry, esa chica, Rose Emmott, no se suicidó, fue asesinada. Y yo sé quién la ha matado.

El asombro dejó sin habla a don Henry durante unos segundos. La voz de la señorita Marple había sonado perfectamente tranquila y sosegada, como si acabara de decir la cosa más normal del mundo.

-Ésa es una declaración muy seria, señorita Marple -dijo don Henry cuando se hubo recuperado.

Ella asintió varias veces.

-Lo sé, lo sé. Por eso he venido a verle.

-Pero mi querida señora, yo no soy la persona adecuada. Ahora soy un ciudadano más. Si usted está segura de lo que afirma debe acudir a la policía.

-No lo creo -replicó de inmediato la señorita Marple.

-¿Por qué no?

-Porque no tengo lo que ustedes llaman pruebas.

-¿Quiere decir que sólo es una opinión suya?

-Puede llamarse así, pero en realidad no es eso. Lo sé, estoy en posición de saberlo. Pero si le doy mis razones al inspector Drewitt, se echará a reír y no podré reprochárselo. Es muy difícil comprender lo que pudiéramos llamar un "conocimiento especializado".

-¿Como cuál? -le sugirió don Henry.

La señorita Marple sonrió ligeramente.

-Si le dijera que lo sé porque un hombre llamado Peasegood [Buenguisante] dejó nabos en vez de zanahorias cuando vino con su carro a venderle verduras a mi sobrina hará varios años...

Se detuvo con ademán elocuente.

-Un nombre muy adecuado para su profesión -murmuró don Henry-. Quiere decir que juzga el caso sencillamente por los hechos ocurridos en un caso similar...

-Conozco la naturaleza humana -respondió la señorita Marple-. Es imposible no conocerla después de vivir tantos años en un pueblo. El caso es, ¿me cree usted o no?

Lo miró de hito en hito mientras se acentuaba el rubor de sus mejillas.

Don Henry era un hombre de gran experiencia y tomaba sus decisiones con gran rapidez, sin andarse por las ramas. Por fantástica que pareciese la declaración de la señorita Marple, se dio cuenta en seguida de que la había aceptado.

-Le creo, señorita Marple, pero no comprendo qué quiere que haga yo en este asunto ni por qué ha venido a verme.

-Le he estado dando vueltas y vueltas al asunto -explicó la anciana-. Y, como le digo, sería inútil acudir a la policía sin hechos concretos. Y no los tengo. Lo que quería pedirle es que se interese por este asunto, cosa que estoy segura halagará al inspector Drewitt. Y si la cosa prosperara, al coronel Melchett, el jefe de policía. Estoy segura de que sería como cera en sus manos.

Lo miró suplicante.

-¿Y qué datos va a darme usted para empezar a trabajar?

-He pensado escribir un nombre, el del culpable, en un pedazo de papel y dárselo a usted. Luego, si durante el transcurso de la investigación usted decide que esa persona no tiene nada que ver, pues me habré equivocado.

Hizo una breve pausa y agregó con un ligero estremecimiento:

-Sería terrible que ahorcaran a una persona inocente.

-¿Qué diablos? -exclamó don Henry sobresaltado.

Ella volvió su rostro preocupado hacia don Henry.

-Puedo equivocarme, aunque no lo creo. El inspector Drewitt es un hombre inteligente, pero algunas veces una inteligencia mediocre puede resultar peligrosa y no lleva a uno muy lejos.

Don Henry la contempló con curiosidad. La señorita Marple abrió un pequeño bolso del que extrajo una libretita y, arrancando una de las hojas, escribió unas palabras con todo cuidado.

Después de doblar la hoja en dos, se la entregó a don Henry.

Éste la abrió y leyó el nombre, que nada le decía, mas enarcó las cejas mirando a la señorita Marple mientras se guardaba el papel en el bolsillo.

-Bien, bien -dijo-. Es un asunto extraordinario. Nunca había intervenido en nada semejante, pero voy a confiar en la buena opinión que usted me merece, se lo aseguro, señorita Marple.

Don Henry se hallaba en la salita con el coronel Melchett, jefe de policía del condado, así como con el inspector Drewitt. El jefe de policía era un hombre de modales marciales y agresivos. El inspector Drewitt era corpulento y ancho de espaldas, y un hombre muy sensato.

-Tengo la sensación de que me estoy entrometiendo en su trabajo -decía don Henry con su cortés sonrisa-. Y en realidad no sabría decirles por qué lo hago -lo cual era rigurosamente cierto.

-Mi querido amigo, estamos encantados. Es un gran cumplido.

-Un honor, don Henry -dijo el inspector.

El coronel Melchett pensaba: "El pobre está aburridísimo en casa de los Bantry. El viejo criticando todo el santo día al gobierno, y ella hablando sin parar de sus bulbos".

El inspector decía para sus adentros: "Es una lástima que no persigamos a un delincuente verdaderamente hábil. He oído decir que es uno de los mejores cerebros de Inglaterra. Qué lástima, realmente una lástima, que se trate de un caso tan sencillo".

El jefe de policía dijo en voz alta:

-Me temo que se trata de un caso muy sórdido y claro. Primero se pensó que la chica se había suicidado. Estaba esperando un niño. Sin embargo, nuestro médico, el doctor Haydock, que es muy cuidadoso, observó que la víctima presentaba unos cardenales en la parte superior de cada brazo, ocasionados presumiblemente por una persona que la sujetó para arrojarla al río.

-¿Se hubiera necesitado mucha fuerza?

-Creo que no. Seguramente no hubo lucha, si la cogieron desprevenida. Es un puente de madera, muy resbaladizo. Tirarla debió de ser lo más sencillo del mundo, en un lado no hay barandilla.

-¿Saben con seguridad que la tragedia ocurrió allí?

-Sí, lo dijo un niño de doce años, Jimmy Brown. Estaba en los bosques del otro lado del río y oyó un grito y un chapuzón. Había oscurecido ya y era difícil distinguir nada. No tardó en ver algo blanco que flotaba en el agua y corrió en busca de ayuda. Lograron sacarla, pero era demasiado tarde para reanimarla.

Don Henry asintió.

-¿El niño no vio a nadie en el puente?

-No, pero como le digo era de noche y por allí siempre suele haber algo de niebla. Voy a preguntarle si vio a alguna persona por allí antes o después de ocurrir la tragedia. Naturalmente, él imagino que la joven se había suicidado. Todos lo pensamos al principio.

-Sin embargo, tenemos la nota -dijo el inspector Drewitt volviéndose a don Henry.

-Una nota que encontramos en el bolsillo de la víctima. Estaba escrita con un lápiz de dibujo y, aunque estaba empapada de agua, con algún esfuerzo pudimos leerla.

-¿Y qué decía?

-Era del joven Sandford. "De acuerdo -decía-. Me reuniré contigo en el puente a las ocho y media. R. S." Bueno, fue muy cerca de esa hora, pocos minutos después de las ocho y media, cuando Jimmy Brown oyó el grito y el chapuzón.

-No sé si conocerá usted a Sandford -continuó el coronel Melchett-. Lleva aquí cosa de un mes. Es uno de esos jóvenes arquitectos que construyen casas extravagantes. Está edificando una para Allington. Dios sabe lo que resultará, supongo que alguna fantochada moderna de ésas, mesas de cristal y sillas de acero y lona. Bueno, eso no significa nada, por supuesto, pero demuestra la clase de individuo que es Sandford: un bolchevique, un tipo sin moral.

-La seducción es un crimen muy antiguo -dijo don Henry con calma-, aunque desde luego no tanto como el homicidio.

El coronel Melchett lo miró extrañado.

-¡Oh, sí! Desde luego, desde luego.

-Bien, don Henry -intervino Drewitt-, ahí lo tiene: es un asunto feo, pero claro como el agua. Este joven, Sandford, seduce a la chica y se dispone a regresar a Londres. Allí tiene novia, una señorita bien con la que está prometido. Naturalmente, si ella se entera de eso, puede dar por terminadas sus relaciones. Se encuentra con Rose en el puente. Es una noche oscura, no hay nadie por allí, la coge por los hombros y la arroja al agua. Un sinvergüenza que tendrá su merecido. Ésa es mi opinión.

Don Henry permaneció en silencio un par de minutos. Casi podía palpar los prejuicios subyacentes. No era probable que un arquitecto moderno fuese muy popular en un pueblo tan conservador como St. Mary Mead.

-Supongo que no existirá la menor duda de que ese hombre, Sandford, era el padre de la criatura... -preguntó.

-Lo era, desde luego -replicó Drewitt-. Rose Emmott se lo dijo a su padre, pensaba que se casaría con ella. ¡Casarse con ella! ¡Qué ingenua!

"¡Pobre de mí! -pensó don Henry-. Me parece estar viviendo un melodrama Victoriano. La joven confiada, el villano de Londres, el padre iracundo. Sólo falta el fiel amor pueblerino. Sí, creo que ya es hora de que pregunte por él".

Y en voz alta añadió:

-¿Esa joven no tenía algún pretendiente en el pueblo?

-¿Se refiere a Joe Ellis? -dijo el inspector-. Joe es un buen muchacho, trabaja como carpintero. ¡Ah! Si ella se hubiera fijado en él...

El coronel Melchett asintió aprobador.

-Uno tiene que limitarse a los de su propia clase -sentenció.

-¿Cómo se tomó Joe Ellis todo el asunto? -quiso saber don Henry.

-Nadie lo sabe -contestó el inspector-. Joe es un muchacho muy tranquilo y reservado. Cualquier cosa que hiciera Rose le parecía bien. Lo tenía completamente dominado. Se limitaba a esperar que algún día volviera a él. Sí, creo que ésa era su manera de afrontar la situación.

-Me gustaría verlo -dijo don Henry.

-¡Oh! Nosotros vamos a interrogarlo -explicó el coronel Melchett-. No vamos a dejar ningún cabo suelto. Había pensado ver primero a Emmott, luego a Sandford y después podemos ir a hablar con Ellis. ¿Le parece bien, Clithering?

Don Henry respondió que le parecía estupendo.

Encontraron a Tom Emmott en la taberna el Blue Boar. Era un hombre corpulento, de mediana edad, mirada inquieta y mandíbula poderosa.

-Celebro verles, caballeros. Buenos días, coronel. Pasen aquí y podremos hablar en privado. ¿Puedo ofrecerles alguna cosa? ¿No? Como quieran. Han venido por el asunto de mi pobre hija. ¡Ah! Rose era una buena chica. Siempre lo fue, hasta que ese cerdo... (perdónenme, pero eso es lo que es), hasta que ese cerdo vino aquí. Él le prometió que se casarían, eso hizo. Pero yo haré que lo pague muy caro. La arrojó al río. El cerdo asesino. Nos ha traído la desgracia a todos. ¡Mi pobre hija!

-¿Su hija le dijo claramente que Sandford era el responsable de su estado? -preguntó Melchett crispado.

-Sí, en esta misma habitación.

-¿Y qué le dijo usted? -quiso saber don Henry.

-¿Decirle? -el hombre pareció desconcertado.

-Sí, usted, por ejemplo, no la amenazaría con echarla de su casa o algo así.

-Me disgusté mucho, eso es natural. Supongo que estará de acuerdo en que eso era algo natural. Pero, desde luego, no la eché de casa. Yo no haría semejante cosa -dijo con virtuosa indignación-. No. ¿Para qué está la ley?, le dije. ¿Para qué está la ley? Ya lo obligarán a cumplir con su deber. Y si no lo hace, por mi vida que lo pagará.

Y dejó caer su puño con fuerza sobre la mesa.

-¿Cuándo vio a su hija por última vez? -preguntó Melchett.

-Ayer... a la hora del té.

-¿Cómo se comportaba?

-Pues como siempre. No noté nada. Si yo hubiera sabido...

-Pero no lo sabía -replicó el inspector en tono seco.

Y dicho esto se despidieron.

"Emmott no es un sujeto que resulte precisamente agradable", pensó don Henry para sus adentros.

-Es un poco violento -contestó Melchett-. Si hubiera tenido oportunidad ya hubiese matado a Sandford, de eso estoy seguro.

La próxima visita fue para el arquitecto. Rex Sandford era muy distinto a la imagen que don Henry se había formado de él. Alto, muy rubio, delgado, de ojos azules y soñadores, y cabellos descuidados y demasiado largos. Su habla resultaba un tanto afeminada.

El coronel Melchett se presentó a sí mismo y a sus acompañantes y, pasando directamente al objeto de su visita, invitó al arquitecto a que aclarara cuáles habían sido sus actividades durante la noche anterior.

-Debe comprender -le dijo a modo de advertencia- que no tengo autoridad para obligarlo a declarar y que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Quiero dejar esto bien claro.

-Yo, no... no comprendo -dijo Sandford.

-¿Comprende que Rose Emmott murió ahogada ayer noche?

-Sí, lo sé. ¡Oh! Es demasiado... demasiado terrible. Apenas si he podido dormir en toda la noche, y he sido incapaz de trabajar nada hoy. Me siento responsable, terriblemente responsable.

Se pasó las manos por los cabellos, enmarañándolos todavía más.

-Nunca tuve intención de hacerle daño -dijo en tono plañidero-. Nunca lo pensé siquiera. Nunca pensé que se lo tomara de esa manera.

Y sentándose junto a la mesa escondió el rostro entre las manos.

-¿Debo entender, señor Sandford, que se niega a declarar dónde estaba ayer noche a las ocho y media?

-No, no, claro que no. Había salido. Salí a pasear.

-¿Fue a reunirse con la señorita Emmott?

-No, me fui solo. A través de los bosques. Muy lejos.

-Entonces, ¿cómo explica usted esta nota, que fue encontrada en el bolsillo de la difunta?

El inspector Drewitt la leyó en voz alta sin demostrar emoción alguna.

-Ahora -concluyó-, ¿niega haberla escrito?

-No... no. Tiene razón, la escribí yo. Rose me pidió que fuera a verla. Insistió, yo no sabía qué hacer, por eso le escribí esa nota.

-Ah, así está mejor -le dijo Drewitt.

-¡Pero no fui! -Sandford elevó la voz-. ¡No fui! Pensé que era mejor no ir. Mañana pensaba regresar a la ciudad. Tenía intención de escribirle desde Londres y hacer algún arreglo.

-¿Se da usted cuenta, señor, de que la chica iba a tener un niño y que había dicho que usted era el padre?

Sandford lanzó un gemido, pero nada respondió.

-¿Era eso cierto, señor?

Sandford escondió todavía más el rostro entre las manos.

-Supongo que sí -dijo con voz ahogada.

-¡Ah! -El inspector Drewitt no pudo disimular su satisfacción-. Ahora háblenos de ese paseo suyo. ¿Lo vio alguien anoche?

-No lo sé, pero no lo creo. Que yo recuerde, no me encontré a nadie.

-Es una lástima.

-¿Qué quiere usted decir? -Sandford abrió mucho los ojos-. ¿Qué importa si fui a pasear o no? ¿Qué tiene que ver eso con que Rose se suicidase?

-¡Ah! -exclamó el inspector-. Pero es que no se suicidó, la arrojaron al agua deliberadamente, señor Sandford.

-Que ella... -tardó un par de minutos en sobreponerse al horror que le produjo la noticia-. ¡Dios mío! Entonces...

Se desplomó en una silla.

El coronel Melchett hizo ademán de marcharse.

-Debe comprender, señor Sandford -le dijo-, que no le conviene abandonar esta casa.

Los tres hombres salieron juntos, y el inspector y el coronel Melchett intercambiaron una mirada.

-Creo que es suficiente, señor -dijo el inspector.

-Sí, vaya a buscar una orden de arresto y deténgalo.

-Discúlpenme -exclamó don Henry-. He olvidado mis guantes.

Y volvió a entrar en la casa rápidamente. Sandford seguía sentado donde lo habían dejado, con la mirada perdida en el vacío.

-He vuelto -le anunció don Henry- para decirle que yo, personalmente, haré cuanto pueda por ayudarle. No me está permitido revelar el motivo de mi interés por usted, pero debo pedirle que me refiera lo más brevemente posible todo lo que pasó entre usted y esa chica, Rose.

-Era muy bonita -contestó Sandford-, muy bonita y muy provocativa. Y... y me asediaba continuamente. Le juro que es cierto. No me dejaba ni un minuto. Y aquí yo me encontraba muy solo, no le caía simpático a nadie y, como le digo, ella era terriblemente bonita y parecía saber lo que hacía y... -su voz se apagó-. Y luego ocurrió esto. Quería que me casara con ella y yo ya estoy comprometido con una chica de Londres. Si llegara a enterarse de esto... y se enterará, por supuesto, todo habrá terminado. No lo comprenderá. ¿Cómo podría comprenderlo? Soy un depravado, desde luego. Como le digo, no sabía qué hacer y evitaba en la medida de lo posible a Rose. Pensé que si regresaba a la capital y veía a mi abogado, podría arreglarlo pasándole algún dinero. ¡Cielos, qué idiota! Y todo está tan claro, todo me acusa, pero se han equivocado. Ella tuvo que suicidarse.

-¿Le amenazó alguna vez con quitarse la vida?

Sandford negó con la cabeza.

-Nunca, y tampoco hubiera dicho que fuese capaz de hacerlo.

-¿Qué sabe de un hombre llamado Joe Ellis?

-¿El carpintero? El típico hombre de pueblo. Muy callado, pero estaba loco por Rose.

-¿Es posible que estuviera celoso? -insinuó don Henry.

-Supongo que estaba un poco celoso, pero pertenece al tipo bovino, es de los que sufren en silencio.

-Bueno -dijo don Henry-, debo marcharme.

Y se reunió con los otros.

-¿Sabe, Melchett? Creo que deberíamos ir a ver a ese otro individuo, Ellis, antes de tomar ninguna determinación. Sería una lástima que, después de realizar la detención, resultase ser un error. Al fin y al cabo, los celos siempre fueron un buen móvil para cometer un crimen. Y además bastante corriente.

-Es cierto -replicó el inspector-, pero Joe Ellis no es de esa clase. Es incapaz de hacer daño a una mosca. Nadie lo ha visto nunca fuera de sí. No obstante, estoy de acuerdo con usted en que será mejor preguntarle dónde estuvo ayer noche. Ahora debe de estar en su casa. Se hospeda en casa de la señora Bartlett, una persona muy decente, que era viuda y se ganaba la vida lavando ropa.

La casa adonde se dirigieron era inmaculadamente pulcra. Les abrió la puerta una mujer robusta de mediana edad, rostro afable y ojos azules.

-Buenos días, señora Bartlett -dijo el inspector-. ¿Está Joe Ellis?

-Ha regresado hará unos diez minutos -respondió la señora Bartlett-. Pasen, por favor.

Y secándose las manos en el delantal, los condujo hasta una salita llena de pájaros disecados, perros de porcelana, un sofá y varios muebles inútiles.

Se apresuró a disponer asiento para todos y, apartando una rinconera para que hubiera más espacio, salió de la habitación gritando:

-Joe, hay tres caballeros que quieren verte.

Y una voz le contestó desde la cocina:

-Iré en cuanto termine de lavarme.

La señora Bartlett sonrió.

-Vamos, señora Bartlett -dijo el coronel Melchett-. Siéntese.

A la señora Bartlett le sorprendió la idea.

-Oh, no señor. Ni pensarlo.

-¿Es buen huésped Joe Ellis? -le preguntó Melchett en tono intrascendente.

-No podría ser mejor, señor. Es un joven muy formal. Nunca bebe ni una gota de vino y se toma muy en serio su trabajo. Siempre se muestra amable y me ayuda cuando hay cosas que reparar en la casa. Fue él quien me puso esos estantes y me ha hecho un nuevo aparador para la cocina. Siempre arregla esas cosillas que hace falta arreglar en las casas. Joe lo hace como cosa natural y ni siquiera quiere que le dé las gracias. ¡Ah! No hay muchos jóvenes como Joe, señor.

-Alguna muchacha será muy afortunada algún día -dijo Melchett-. Estaba bastante enamorado de esa pobre chica, Rose Emmott, ¿no es cierto?

La señora Bartlett suspiró.

-Me ponía de mal humor. Él besaba la tierra que pisaba y a ella sin importarle un comino los sentimientos de Joe.

-¿Dónde pasa las tardes, señora Bartlett?

-Generalmente aquí, señor. Algunas veces trabaja en alguna pieza difícil y, además, está estudiando contabilidad por correspondencia.

-¡Ah!, ¿de veras? ¿Estuvo aquí ayer noche?

-Sí, señor.

-¿Está segura, señora Bartlett? -preguntó don Henry secamente.

Se volvió hacia él para contestar:

-Completamente segura, señor.

-¿Por casualidad no saldría entre las ocho y las ocho y media?

-Oh, no -la señora Bartlett se echó a reír-. Estuvo en la cocina casi toda la noche, montando el aparador, y yo lo ayudé.

Don Henry miró su rostro sonriente y por primera vez sintió la sombra de una duda.

Un momento después entraba en la habitación el propio Ellis. Era un joven alto, de anchas espaldas y muy atractivo, de estilo rústico. Sus ojos azules eran tímidos y su sonrisa amable. Un gigante joven y agradable.

Melchett inició la conversación, y la señora Bartlett se marchó a la cocina.

-Estamos investigando la muerte de Rose Emmott. Usted la conocía, Ellis.

-Sí -vaciló y luego dijo en voz baja-: Esperaba casarme con ella, pobrecilla.

-¿Conocía su estado?

-Sí. -un relámpago de ira brilló en sus ojos-. Él la dejó tirada, pero fue lo mejor. No hubiera sido feliz casándose con él y confiaba en que cuando eso ocurriera acudiría a mí. Yo hubiera cuidado de ella.

-A pesar de...

-No fue culpa suya. Él la hizo caer con mil promesas. ¡Oh! Ella me lo contó. No tenía que haberse suicidado. Ese tipo no lo valía.

-Ellis, ¿dónde estaba usted ayer noche, alrededor de las ocho y media?

Tal vez fuese producto de la imaginación de don Henry, pero le pareció detectar una cierta turbación en su rápida, casi demasiado rápida, respuesta.

-Estuve aquí, montando el aparador de la señora Bartlett. Pregúnteselo a ella.

"Ha contestado con demasiado presteza -pensó don Henry-. Y él es un hombre lento. Eso demuestra que tenía preparada de antemano la respuesta".

Pero se dijo a sí mismo que estaba dejándose llevar por la imaginación. Sí, demasiadas cosas imaginaba, hasta le había parecido ver un destello de aprensión en aquellos ojos azules.

Tras unas cuantas preguntas más, se marcharon. Don Henry buscó un pretexto para entrar en la cocina, donde encontró a la señora Bartlett ocupada en encender el fuego. Al verlo le sonrió con simpatía. En la pared había un nuevo armario, todavía sin terminar, y algunas herramientas y pedazos de madera.

-¿En eso estuvo trabajando Ellis anoche? -preguntó don Henry.

-Sí, señor. Está muy bien, ¿no le parece? Joe es muy buen carpintero.

Ni el menor recelo en su mirada. Pero Ellis... ¿Lo habría imaginado? No, había algo.

"Debo pescarlo", pensó don Henry.

Y al volverse para marcharse, tropezó con un cochecito de niño.

-Espero que no habré despertado al niño -dijo.

La señora Bartlett lanzó una carcajada.

-Oh, no, señor. Yo no tengo niños, es una pena. En ese cochecito llevo la ropa que he lavado cuando voy a entregarla.

-¡Oh! Ya comprendo...

Hizo una pausa y luego dijo, dejándose llevar por un impulso.

-Señora Bartlett, usted conocía a Rose Emmott. Dígame lo que pensaba realmente de ella.

-Pues creo que era una caprichosa, pero está muerta y no me gusta hablar mal de los muertos.

-Pero yo tengo una razón, una razón poderosa para preguntárselo -su voz era persuasiva.

Ella pareció reflexionar, mientras lo observaba con suma atención. Finalmente se decidió.

-Era una mala persona, señor -dijo con calma-. No me atrevería a decirlo delante de Joe. Ella lo dominaba. Esa clase de mujeres saben hacerlo, es una pena, pero ya sabe lo que ocurre, señor.

Sí, don Henry lo sabía. Los Joe Ellis de este mundo son particularmente vulnerables, confían ciegamente. Pero precisamente por eso, el choque de descubrir la verdad es siempre más fuerte.

Abandonó aquella casa confundido y perplejo. Se hallaba ante un muro infranqueable. Joe Ellis había estado trabajando allí durante toda la noche anterior, bajo la vigilancia de la señora Bartlett. ¿Cómo era posible soslayar ese obstáculo? No había nada que oponer a eso, como no fuera la sospechosa presteza con que Joe Ellis había contestado, un claro indicio de que podía haber preparado aquella historia de antemano.

-Bueno -dijo Melchett-, esto parece dejar el asunto bastante claro, ¿no les parece?

-Sí, señor -convino el inspector-. Sandford es nuestro hombre. No tiene nada en que apoyar su defensa. Todo está claro como el día. En mi opinión, puesto que la chica y su padre estaban dispuestos a... a hacerle prácticamente víctima de un chantaje, y él no tenía dinero ni quería que el asunto llegara a oídos de su novia, se desesperó y actuó de acuerdo con su desesperación. ¿Qué opina usted de esto, señor? -agregó dirigiéndose a don Henry con deferencia.

-Eso parece -admitió don Henry-. Y, sin embargo, no puedo imaginarme a Sandford cometiendo ninguna acción violenta.

Pero sabía que su objeción apenas tendría validez.

El animal más manso, al verse acorralado, es capaz de las acciones más sorprendentes.

-Me gustaría ver a ese niño -dijo de pronto-. El que oyó el grito.

Jimmy Brown resultó ser un niño vivaracho, bastante menudo para su edad y de rostro delgado e inteligente. Estaba deseando ser interrogado y le decepcionó bastante ver que ya sabían lo que había oído en la fatídica noche.

-Tengo entendido que estabas al otro lado del puente -le dijo don Henry-, al otro lado del río. ¿Viste a alguien por ese lado mientras te acercabas al puente?

-Alguien andaba por el bosque. Creo que era el señor Sandford, el arquitecto que está construyendo esa casa tan rara.

Los tres hombres intercambiaron una mirada de inteligencia.

-¿Eso fue unos diez minutos antes de que oyeras el grito?

El muchacho asintió.

-¿Viste a alguien más en la orilla del río, del lado del pueblo?

-Un hombre venía por el camino por ese lado. Iba despacio, silbando. Tal vez fuese Joe Ellis.

-Tú no pudiste ver quién era -le dijo el inspector en tono seco-. Era de noche y había niebla.

-Lo digo por lo que silbaba -contestó el chico-. Joe Ellis siempre silba la misma tonadilla, "Quiero ser feliz", es la única que sabe.

Habló con el desprecio que un vanguardista sentiría por alguien a quien considerara anticuado.

-Cualquiera pudo silbar eso -replicó Melchett-. ¿Iba en dirección al puente?

-No, al revés, hacia el pueblo.

-No creo que debamos preocuparnos por ese desconocido -dijo Melchett-. Tú oíste el grito y un chapuzón y, pocos minutos después, al ver un cuerpo que flotaba aguas abajo, corriste en busca de ayuda, regresaste al puente, lo cruzaste y te fuiste directamente al pueblo. ¿No viste a nadie por allí cerca a quien pedir ayuda?

-Creo que había dos hombres con una carretilla en la orilla del río, pero estaban bastante lejos y no podía distinguir si iban o venían, y como la casa del señor Giles estaba más cerca, corrí hacia allí.

-Hiciste muy bien, muchacho -le dijo Melchett-. Actuaste con gran entereza. Tú eres niño escucha, ¿verdad?

-Sí, señor.

-Muy bien.

Ddon Henry permanecía en silencio, reflexionando. Extrajo un pedazo de papel de su bolsillo y, tras mirarlo, meneó la cabeza. Parecía imposible y sin embargo...

Se decidió a visitar a la señorita Marple sin dilación.

Lo recibió en un saloncito de estilo antiguo, ligeramente recargado.

-He venido a darle cuenta de nuestros progresos -dijo don Henry-. Me temo que desde su punto de vista las cosas no marchan del todo bien. Van a detener a Sandford. Y debo confesar que, a juzgar por los indicios, con toda justicia.

-Entonces, ¿no ha encontrado nada, digamos, que justifique mi teoría? -parecía perpleja, ansiosa-. Quizás estuviera equivocada, completamente equivocada. Usted tiene tanta experiencia que, de no ser así, lo habría averiguado.

-En primer lugar -dijo don Henry-, apenas puedo creerlo. Y por otra parte, nos estrellamos contra una coartada infranqueable. Joe Ellis estuvo montando los estantes de un armario de la cocina toda la noche y la señora Bartlett estaba con él.

La señorita Marple se inclinó hacia delante presa de una gran agitación.

-Pero eso no es posible -exclamó con firmeza-. Era viernes.

-¿Viernes?

-Sí, fue la noche del viernes. Y los viernes por la noche ella va a entregar la ropa que ha lavado durante la semana.

Don Henry se reclinó en su asiento. Recordaba la historia de Jimmy Brown sobre el hombre que silbaba y... sí, encajaba.

Se puso en pie, estrechando enérgicamente la mano de la señorita Marple.

-Creo que ya sé qué debo hacer -le dijo-. O por lo menos lo intentaré.

Cinco minutos después estaba en casa de la señora Bartlett, frente a Joe Ellis, en la salita de los perros de porcelana.

-Usted nos mintió, Ellis, con respecto a la noche pasada -le dijo crispado-. Entre las ocho y las ocho y media usted no estuvo en la cocina montando el armario. Lo vieron paseando por la orilla del río en dirección al pueblo pocos minutos antes de que Rose Emmott fuese asesinada.

El hombre se quedó atónito.

-No fue asesinada, no fue asesinada. Yo no tengo nada que ver. Ella se arrojó al río. Estaba desesperada. Yo no hubiera podido hacerle el menor daño, no hubiera podido.

-Entonces, ¿por qué nos mintió diciéndonos que estuvo aquí? -preguntó don Henry con astucia.

El joven alzó los ojos y luego los bajó con gesto nervioso.

-Estaba asustado. La señora Bartlett me vio por allí y, cuando supo lo que había ocurrido, pensó que las cosas podían ponerse feas para mí. Quedamos en que yo diría que había estado trabajando aquí y ella se avino a respaldarme. Es una persona muy buena. Siempre fue muy buena conmigo.

Sin añadir palabra don Henry abandonó la estancia para dirigirse a la cocina. La señora Bartlett estaba lavando los platos.

-Señora Bartlett -le dijo-, lo sé todo. Creo que será mejor que confíese, es decir, a menos que quiera que ahorquen a Joe Ellis por algo que no ha hecho. No, ya veo que no lo desea. Le diré lo que ocurrió. Usted salió a entregar la ropa y se encontró con Rose Emmott. Pensó que dejaba para siempre a Joe para marcharse con el forastero. Ella estaba en un apuro y Joe dispuesto a acudir en su ayuda, a casarse con ella si era preciso, y Rose lo tendría para siempre. Joe lleva cuatro años viviendo en su casa y se ha enamorado de él, lo quiere para usted sola. Odiaba a esa muchacha, no podía soportar la idea de que otra le arrebatara a su hombre. Usted es una mujer fuerte, señora Bartlett. Cogió a la chica por los hombros y la arrojó a la corriente. Pocos minutos después encontró a Joe Ellis. Jimmy los vio juntos a lo lejos, pero con la oscuridad y la niebla imaginó que el cochecito era una carretilla del que tiraban dos hombres. Y usted convenció a Joe de que podía resultar sospechoso y le propuso establecer una coartada para él, que en realidad lo era para usted. Ahora dígame sinceramente, ¿tengo o no razón?

Contuvo el aliento. Lo arriesgaba todo en aquella jugada.

Ella permaneció ante él unos momentos secándose las manos en el delantal mientras lentamente iba tomando una determinación.

-Ocurrió todo como usted dice -dijo al fin con su voz reposada, tanto que don Henry sintió de pronto lo peligrosa que podía ser-. No sé lo que me pasó por la cabeza. Una desvergonzada, eso es lo que era. No pude soportarlo, no me quitaría a Joe. No he tenido una vida muy feliz, señor. Mi esposo era un pobre inválido malhumorado. Lo cuidé siempre fielmente. Y luego vino Joe a hospedarse en mi casa. No soy muy vieja, señor, a pesar de mis cabellos grises. Sólo tengo cuarenta años y Joe es uno entre un millón. Hubiera hecho cualquier cosa por él, lo que fuera. Era como un niño pequeño, tan simpático y tan crédulo. Era mío, señor, y yo cuidaba de él, lo protegía. Y esto... esto... -tragó saliva para contener su emoción. Incluso en aquellos momentos era una mujer fuerte. Se irguió mirando a don Henry con una extraña determinación-. Estoy dispuesta a acompañarlo, señor. No pensé que nadie lo descubriera. No sé cómo lo ha sabido usted, no lo sé, se lo aseguro.

Don Henry negó con la cabeza.

-No fui yo quien lo averiguó -dijo pensando en el pedazo de papel que seguía en su bolsillo con unas palabras escritas con letra muy clara y pasada de moda:

Señora Bartlett, en cuya casa se hospeda Joe Ellis en el número 2 de Mill Cottages.

Una vez más, la señorita Marple había acertado.