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miércoles, 31 de enero de 2018

FE DE ERRATAS (Saiz de Marco)


Otros coleccionan sellos, mariposas, relojes de arena. Tú coleccionas errores. Errores ajenos. Devoras periódicos y recortas las noticias que hablan de errores. Un oleoducto que ardió por imprevisión del ingeniero; un accidente de avión porque se descuidó el comandante; trenes que chocaron porque se durmió el guardagujas; futbolista que al despejar marcó gol en propia meta. Errores judiciales, negligencias médicas (esto sobre todo).

Te gusta ampliar la colección. Alivias así tu propia culpa. Porque hace veinte años cometiste un error y lo arrastras desde entonces.

Eres traumatólogo y generalmente trabajas bien. Pero aquella vez no. Aquella vez erraste el diagnóstico, erraste el pronóstico, lo erraste todo. Aquel niño perdió una pierna, al final hubo que amputársela. Llevas veinte años sin verlo (cambiaste de clínica, te mudaste de ciudad) pero cada día te visita. Varias veces. Él no sabe que fue culpa tuya, pero tú sí. David Altozano Fuentes: tres palabras, tres pedradas cada despertar. Y por eso necesitas saber que los demás también fallan. Porque "mal de muchos…". Y por eso, en fin, coleccionas errores.

Pero hoy las tres pedradas vienen en el periódico: “David Altozano Fuentes. Entrevista con el tenor”. No puede ser, pero sí. Lo lees: es él, no cabe duda. Tiene 31 años, barba crecida, ya no se parece al rostro infantil que ves al despertarte. Habla de sí mismo: su carrera, sus inicios en el canto, el éxito reciente. También alude a su vida privada: está casado, tiene una hija, dice ser feliz. El entrevistador le pregunta: “¿Cómo le afectó a usted perder una pierna?”. David contesta: “Fue un accidente desgraciado. Los médicos hicieron lo que pudieron, pero no resultó. Sin embargo lo encajé bien. Supongo que tuvo algo que ver con mi posterior vocación por la ópera: ya que no podía jugar al fútbol como los demás niños, aprendí solfeo y me apunté a un coro”.

Mentira: el médico (no sé por qué lo dice en plural) no hizo lo que pudo. Hiciste algo pero lo hiciste mal.

Miras la foto, miras los ojos de la foto.

Tal vez David Altozano Fuentes y tú tengáis pendiente un encuentro. Y respecto a tu colección, en la calle hay contenedores para el papel reciclable.


martes, 30 de enero de 2018

Kafkas del sur


BORGES (Adolfo Bioy Casares)


Borges refiere: «Los otros días llegó a la Biblioteca una carta de un señor de Las Palmas, que parece el principio de un cuento fantástico. Venía con un libro y nos pedía cortésmente que lo hiciéramos llegar al escritor argentino Ricardo Güiraldes, cuya dirección el remitente decía ignorar. ¿Cuándo murió Güiraldes? Creo que en el 27. ¿El señor de Las Palmas también está muerto? ¿O está en un mundo en que Güiraldes vive? ¿Y qué nos pasa a nosotros?».


lunes, 29 de enero de 2018

EL BOLIMARTE (Álvaro Cunqueiro)


Este animal de la fauna mágica gallega lo había inventado yo hace unos años, y recientemente un amigo mío me habló de él, preguntándome si lo había oído nombrar porque le habían contado del bolimarte. Yo me regocijé, porque a uno le gusta que las imaginaciones suyas pasen a la memoria popular, lo que es prueba de que ha acertado en algún punto de la fantasía propia nuestra, y que lo inventado corresponde, más o menos, a una realidad apetecida, o soñada. Pues bien, el bolimarte, mi bolimarte, era en imaginación algo así como una salamandra o un alacrán, pero se diferenciaba de ambos en que tenía en el medio y medio de la cabeza una cresta roja, como de gallo, de cinco puntas. Medirá el bolimarte algo así como media cuarta, y lo más de su cuerpo es rabo. Pone un huevo cada siete años, y precisamente en el nido del mochuelo, del moucho, que decimos los gallegos. Los huevos del moucho son blancos y el del bolimarte es negro, pero el moucho no se da cuenta. Cuando el bolimarte rompe la cáscara y sale fuera, lo primero que hace es comerse las crías del mochuelo.

El bolimarte se ve pocas veces, pero siempre se ve cuando va a haber eclipse de sol. El bolimarte le tiene miedo al fin del mundo, y con ocasión del eclipse, que sabe con días de anticipación que va a haberlo, busca la compañía del hombre. Para lograr que un hombre lo reciba en su casa, el bolimarte da cualquier cosa; es decir, da oro que escupe por la boca, o dice donde lo hay. Recibido en la casa, hay que alimentarlo bien: dos pollos y dos pichones por día. Alguna vez pide huevos con torreznos. Los pollos y los pichones no hay que guisarlos; basta con desplumarlos, y el bolimarte los come crudos. De todas formas, como paga en oro, sale barato como huésped. Parece ser que desde que yo he inventado el bolimarte, se sabe de más de una familia gallega que se ha hecho rica dando de comer al bolimarte cuando tiene miedo. No hay que darle cama y nadie sabe dónde duerme.

El bolimarte, expliqué yo, trae por encima del cuerpo una especie de camiseta, y entre la camiseta y el cuerpo, hilo de oro puro, que lo regala a quien le da cobijo y comida. Pero este hilo, desde que el bolimarte lo entrega al hombre, en una hora no hay que tocarlo, porque quema.

¡¿Y cómo dice el bolimarte que hay oro?!

Pues muy sencillo: salta a la ventana, tan pronto como pasó el eclipse, y escupe; lanza una salivaza fuerte, que parece que tuviese en la boca un tirabalas de estopa. Donde cae la saliva, brota una pequeña llama, y se ve algo de humo. Hay que ir allá, abrir un agujero, y en seguida, a menos de media vara, aparece el oro. Cuando el hombre regresa con el oro, ha de mostrárselo al bolimarte, el cual se impone en las patas traseras, y silba. Desde que yo lo inventé, que tenga noticia lo han visto en Pontedeume y en Santa Uxía de Ribeira. Si hubiera pronto un par de eclipses de sol, es seguro que sería visto en otros lugares de Galicia.


domingo, 28 de enero de 2018

Cuando ruge la barahúnda


LA CENA (Alfonso Reyes)


Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.


Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?


Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.


De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.


Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:


«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»


Ni una letra más.


Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.


La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.


Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.


—Pase usted, Alfonso.


Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.


—¿Amalia?— pregunté.


—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.


El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.


Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.


Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.


A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.


El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.


Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.


Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.


Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.


Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:


—Vamos al jardín.


Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.


Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.


La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.


—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.


En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…


—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.


Su voz temblaba.


Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.


Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.


—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.


Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.


—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.


Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?


La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:


—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!


(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)


Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.


—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.


El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.


Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.


Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.


sábado, 27 de enero de 2018

OCTUBRE DE 1917 (Íñigo Domínguez)



En una lúgubre pensión de San Petersburgo, octubre de 1917.

—Vladímir Ilich, arriba gandul, que son las ocho de la mañana.

—He cambiado de idea, voy a quedarme durmiendo un poco más.

—Ni hablar, sinvergüenza, sé que has quedado en el Palacio de Invierno con esa banda de desgraciados que tienes.

—Lo he pensado mejor, hace mucho frío y estoy cansado. No sé si esto tiene algún sentido, nos van a dar para el pelo y acabaré otra vez en la cárcel.

—A mí me da igual lo que hagas, no lo quiero ni saber, pero hoy tienes que dejar la habitación y tú verás cómo te la arreglas para sacar algo de dinero si quieres volver a dormir.

—Vale, vale, me levanto, pero es la última revolución que intento, lo juro. Si esto no chuta, lo dejo y monto un bar. 



viernes, 26 de enero de 2018

COSAS TRAÍDAS DE ROMA QUE DESCUBRÍ AL VACIAR LA MALETA (António Lobo Antunes)


La sonrisa del escritor siciliano Vincenzo Consolo, que me hizo acordar de un dicho brasileño (a una mujer de verdad le gustan los hombres ardientes), autor de una novela con un título hermosísimo (De noche, casa por casa) y tan parecido a Picasso en los ojos, en su grandeza, en la malicia, en la gorrita que se ponía para protegerse de la lluvia; la plaza donde me pasé horas viendo a los pintores callejeros y a las personas que posaban, sentadas en banquitos, para ellos: comenzaban por el pelo y seguían hacia abajo, favoreciéndolas, hasta que todas las señoras se hacían a la idea de ser actrices del cine mudo y todos los caballeros armadores griegos, mientras yo me sentía complacido por la piedad de los artistas y la sinceridad de sus mentiras: gracias, dibujantes de la Piazza Navona, espero que un día vayan al cielo de los pajaritos y de las

(como decía Bandeira)

vírgenes que envejecieron sin resquemor; los diferentes restaurantes adonde me llevaban y donde comí siempre, fiel, abnegada, desconsoladamente, el mismo plato, creo que por pereza y cansancio: pasar los días siendo amable, qué agobio; el escritor portugués Mário Cláudio, cuya niebla infantil en los párpados, imitando lágrimas, siempre me conmovió: la boca le temblaba de vez en cuando y se entendía que las lágrimas eran auténticas porque esto de los libros francamente duele tanto, o puede ser que la niebla no estuviese en él, estuviese en mí, desde regiones oprimidas de la infancia en las que me miraba, con un rencor de acusado, a la luz de la madrugada; iglesias, piedras, estatuas, un exceso de pasado que volvía a las piernas de las muchachas más efímeras y bellas, yéndose lejos de donde yo estaba, siempre lejos de donde yo estaba, erguidas sobre sus tacones: la emoción de la feminidad que me perturbará hasta el final, cuando yo sea unos huesos, unas palabras entrecortadas, unos músculos, pobres de ellos, sin fuerza; policías disfrazados de militares de Carnaval presenciando, en grupo, el espectáculo de esos individuos encima de una peana, con la caja de las limosnas al pie, que se ganan la vida quedándose quietos en medio de un gesto; terrazas en calles estrechas, con velas encendidas en las mesas, retorciendo sombras; la alemana sola que fumaba un cigarrillo tras otro con una desesperación lenta, toda velada por sus gafas oscuras; la alegría de una edición de 1812 de la obra de Tácito, en cinco volúmenes atados con una cintita roja; el sabor de los helados en el que recuperé mi primera visita a Roma, con mi abuelo, y luego esa congoja en el pecho que precede a los abrazos: Benfica de pronto, entera, completa, en la Via de Petra: ni siquiera faltaban los altos troncos de las tipas; Luciana Steganno Pichio, profesora jubilada, a la que no encontraba desde 1983, en Brasil, pidiendo que le autografiase una foto mía, y la sensación de estar en contacto con alguien que habitaba la otra margen de la vida, aunque se me ocurre que en la vida sólo existe esta margen y después un mar sin fondo de muebles antiguos, frascos vacíos, álbumes con antepasados de cofia, parientes míos a quienes cubre las caras una mano de tierra; Joana que vino en tren, desde Padua, para reunirse conmigo unas horas: se fue a las seis, cuando yo dormía, y el empleado de la recepción a ella

-¿Paga usted o el señor que se ha quedado arriba?

de lo que me enteré más tarde por teléfono, ya en Lisboa, pero no se salvará del puñetazo que le tengo prometido: aunque tenga que volver allí a propósito

(mi abuelo lo haría)

a partirle la cara por haber ofendido a mi hija; nombres: Daniela, Ana, Cristina, mujeres a las que el tiempo hirió, luchando sin resultado contra los años; un piano con ganas de contarme un secreto en la ventana de un primer piso: ¿cuál sería? Cuanto más intentaba comprenderlo más falto de cariño me sentía y, al marcharme, la certidumbre de que una nota me rozaba el hombro, llamándome; sueños confusos que prefiero no recordar; simientes de alegría aquí y allá, minúsculas, el remordimiento de no haber concluido mi vida y algo, con no sé qué de esperanza, entreabriéndome la puerta, después de la puerta un soldado

(¿yo?)

observándome desde una silla con tablas de barrica, mangos de Marinha, la cantina del señor António, un monopatín que ningún niño impulsa, el escritor siciliano Vincenzo Consolo que comienza a sonreír de noche, casa por casa, yo frente a claveles de balcón, la majestad de la esposa del farmacéutico, con un perrito en brazos, mi tío Fernando haciendo gimnasia, con el pecho desnudo, en invierno; al acabar de vaciar la maleta de Roma una cosita que apenas distingo, en el fondo, y es el anillo de roscón de Reyes que me tocó en suerte cuando yo tenía seis años, me entraba en el dedo, era de estaño o algo así, no valía un pimiento y yo me sentía un príncipe, es decir, yo con un anillo de príncipe, yo riquísimo, vea qué rico que soy, madre, mire, soy un príncipe, el escritor siciliano Vincenzo Consolo se pone la gorrita para protegerse de la lluvia, mientras la alemana apaga el último cigarrillo, estruja el paquete vacío, alza el mentón y su boca pronuncia despacio las letras, repentinamente enormes, de mi nombre.

jueves, 25 de enero de 2018

EL VENGADOR (Óscar Acosta)


El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas, cegándolo para siempre.


lunes, 22 de enero de 2018

LONDRES 1872 (Íñigo Domínguez)


Número 7 de Saville Row, mansión de Phileas Fogg.

—Passepartout, creo que he hecho una estupidez. No debiste servirme ese cuarto martini, sabiendo que iba a ver a esos mentecatos del club.

—Señor Fogg, anímese, mírelo de forma positiva, veremos mundo.

—No sabes lo que estás diciendo, no nos dará tiempo a ver nada, tenemos que ir corriendo.

—Algo veremos, correremos aventuras, conoceremos chicas.

—Querido Passepartout, perderé toda mi fortuna con esta apuesta. Mejor que pensemos en un plan alternativo. Baja las persianas, llena la casa de víveres, cerveza, carnes frías y oporto, y vamos a hacer como que nos hemos ido. Luego salimos dentro de 79 días y a ver si cuela.

—Señor Fogg, me decepciona usted. Voy a hacer la maleta y salimos en una hora. No quiero excusas.

—Me da mucha pereza. Había una obra de teatro que quería ver…



domingo, 21 de enero de 2018

SARMIENTO EL LOCO (Manuel Gálvez)


El mismo Sarmiento refería que se había hecho tan general la creencia en su locura que visitando el Manicomio de Buenos Aires y llegando a un patio donde se hallaban los locos, se produjo un movimiento extraordinario entre ellos, idas, venidas, conciliábulos, hasta que uno se apartó del grupo, visiblemente delegado por los demás, y acercándose al Presidente con los brazos abiertos, exclamó:
—¡Al fin, señor Sarmiento, entre nosotros…!



sábado, 20 de enero de 2018

LA ARMONÍA DEL MUNDO (António Lobo Antunes)


Tenemos nuestras cosas, claro, pero nos llevamos bien. Arranques de impaciencia de vez en cuando, discusiones, conflictos sobre quién saca el perro a la calle, nada importante, creo yo. El perro se llama Nero y ha perdido la vista de un ojo: la edad, dice el veterinario, mi marido opina que la diabetes, como su tía, encerrada en su casa palpando la nada con los dedos. Cuando la visitamos siempre tenemos la sensación de que no está porque no enciende la luz, se mueve en la oscuridad preguntando quién es. Sus ojos no parpadean, dos bolas grises giran en su cara. A mí me impresiona y me da miedo. Y además nos sentamos frente a ella, que sonríe con el mentón levantado sin atinar con nosotros. Su sonrisa anda por allí, amenazadora, y de la sonrisa sale una voz a gritos. Al despedirme, le doy un beso lo más rápido posible y me aparto enseguida. A veces, al apartarme, me lastimo la pierna con la arista de un mueble.

-No os olvidéis de apagar la luz

advierte a voz en cuello, encogiéndose en el chal. Y se queda en tinieblas, muy quieta, con la nariz hacia arriba, sonriéndole a nadie. Uno de los problemas que arrastramos con mi marido son las visitas a la diabética. Parece que ayudó a criarlo, se interesaba por él siendo un niño y mi marido, aunque no se note, es una persona agradecida tras esos modales que tiene y esos rezongos. Lo conocí rezongando, lo conocí enfadado y no obstante, aun enfadado, se advierte una especie de sollozo junto con el enfado como si solicitase

-Ayudadme

y creo que, cuando lo conocí, fue ese sollozo lo que me cautivó. Nos presentaron, mi marido gruñó

-Encantado

yo, que para ciertas cosas parece que he nacido con antenas, distinguí enseguida el

-Ayudadme

por debajo del

-Encantado

fue en mayo, el siete de mayo, y el diecinueve de octubre estábamos en la iglesia, su familia, la mía, la alianza que me apretaba y tuvimos que agrandar, la tía de mi marido que aún veía un poco arreglándome el cuello, con el ceño fruncido para aguzar la vista y yo deseando

-No me toque.

Hay un álbum lleno de fotografías, además de las dos enmarcadas en la sala y de la otra, más pequeña, en la cómoda de la habitación, de vez en cuando saco el álbum del cajón, cada foto protegida por una hoja de papel de seda, yo delgada, con el pelo oscuro, con gafas diferentes de éstas, mi marido con un chaquetón que no le quedó bien de hombros

(el izquierdo más ancho que el derecho)

y zapatos con la puntera hacia arriba, me da la impresión de que los zapatos también

-Ayudadme

(el chaquetón callado)

mi marido, que disfruta recorriendo el álbum conmigo, roza sin querer

(¿sin querer?)

mi codo con el suyo, creo que tuve suerte en conocerlo, tenemos nuestras cosas, claro, pero nos llevamos bien, conflictos sobre quién saca el perro a la calle, nada importante, gracias a Dios, una vez acabado el álbum lo guardo en el cajón, él va a buscar la correa, la engancha en el collar, sugiere desde la puerta

-¿Y si paseáramos el perro juntos?

me cambio las zapatillas por las sandalias de charol, me quito la bata que uso para los quehaceres de la casa, me pongo un poquito de carmín, bajamos la escalera al mismo tiempo, la correa es de esas que se alargan y se acortan, afortunadamente tenemos la placita cerca, el perro se para en cada tronco, en cada arbusto, oliendo todo lo que se le presenta por delante, mi marido golpea el suelo con el pie para ahuyentar a los otros perros, el perro levanta la pata con el fin de anular otros olores con su olor, me gustan los árboles, me gusta el sol, este principio de primavera aún fresco, casi invierno pero con un aroma diferente, me siento más leve, en serio, la pierna me recuerda la artrosis y sin embargo puede decirse que no cojeo, esta Navidad compramos un frigorífico nuevo y seguro que nos quedan muchos años por delante para disfrutar del frigorífico, más grande que el antiguo, con una parte abajo que es congelador, en la próxima Navidad será una lavadora que no estropee tanto los suéteres, en el camino de regreso aprieto el brazo de mi marido, me gustan los árboles, me gusta el sol, mi marido, que es tímido, se queda con el brazo rígido

(siempre se crispa cuando soy tierna con él)

prometo que no protestaré por la tía de la diabetes, le llevaré un regalo y tal, un adorno, un tapete, no puede verlos pero puede tocarlos, y ella protestará

-No deberías haberte molestado, muchacha

recorriéndolos una y otra vez con sus dedos, casi tan feliz como yo, como nosotros con muchos años por delante para disfrutar del frigorífico, la lavadora, en la sala suelo de gres

(no renuncio a la sala con suelo de gres)

y nosotros dos en el sofá, conmovidos con el álbum, mientras el perro ladra en cuanto se oye un vecino en la escalera, advirtiéndonos de que hay personas fuera, en el silencio de mi marido un sollozo que no se nota, en el sollozo

-Ayudadme

y yo satisfecha, es evidente, por hacerle compañía, por sonreírle levemente y asegurarle

-Estoy aquí

mientras me juro a mí misma, llenándome de aire los pulmones, que no lo haré sufrir.


viernes, 19 de enero de 2018

De los creadores de "EuroAVISPERO 1" llega "EuroAVISPERO 2"


EL PRESENTIMIENTO (Juan Pedro Aparicio)


La familia rodeaba al moribundo.
El moribundo habló con lentitud:
—Siempre creí que yo no viviría mucho.
Los niños clavaban en él sus conmovidos ojos.
El moribundo continuó tras un suspiro:
—Siempre tuve el presentimiento de que me iba a morir muy pronto.
El reloj del comedor tocó la media y el moribundo tragó saliva.
—Luego, a medida que he ido viviendo, llegué a creer que mi presentimiento era falso.
El moribundo concluyó juntando las manos:
—Ahora, ya veis: con 86 años bien cumplidos comprendo que ese presentimiento ha sido la mayor verdad de mi vida.


jueves, 18 de enero de 2018

Tabarnia, Val d' Arán, Restocatalunya, Restospaña... ¿Y qué más?


LA CLAQUE -una historia real- (extraído de Wikipedia)


Claque, clá o clac (del francés «claque», ‘bofetada’) ​ es el nombre que de modo convencional recibe el grupo de individuos pagados para aplaudir en los espectáculos, bien como cuerpo organizado contratado en las salas de teatro y ópera, o figuradamente los que aplauden o animan a alguien de forma incondicional. ​ A cambio pueden presenciar el espectáculo gratis (con "entrada de claque").


La practicaron, vivieron y disfrutaron muy diversos personajes de la literatura, la farándula y el espectáculo, entre los que pueden citarse Carlos Gardel, Antonio y Manuel Machado, Benito Pérez Galdós, Azorín, Jacinto Benavente, Valle-Inclán, Alberto Olmedo, Fernando Fernán Gómez y un largo etcétera.

En el siglo XXI ha desaparecido, pero su espíritu permanece en fenómenos de los medios como las risas enlatadas de las series de televisión, y los grupos de invitados para programas de TV cara al público, que coordinados por el regidor aplauden siguiendo el mismo proceso que las claques tradicionales.

El ejemplo más aproximado a los objetivos y funcionamiento de la moderna claque se documenta en la antigüedad clásica, cuando el emperador Nerón, en su megalomanía, ordenó que unos cinco mil jóvenes le vitoreasen y adulasen cada vez que saliera a escena, para cantar o representar su parlamento como indiscutible protagonista.

Al parecer, la ocurrencia de Nerón inspiró al poeta francés del siglo XVI Jean Daurat el recurso de adquirir cierta cantidad de entradas para la representación de una de sus obras, que regalaba a cambio de la promesa de un aplauso, precedente de lo que luego se llamaría 'claque' en la Europa moderna. 

En 1820 las claques se profesionalizaron con la apertura de una agencia en París para gestionar y proveer de 'claqueros' a los teatros o autores que solicitasen tales servicios. En apenas diez años, el procedimiento produjo la apertura de agencias no sólo en Francia, sino en otros países vecinos. ​

El gerente de un teatro u ópera podía solicitar cualquier número de 'aplaudidores', que solían estar bajo el mando de un chef de claque (‘jefe de aplauso’), encargado de juzgar el momento en que los esfuerzos de los claqueros eran necesarios e iniciaba la demostración de aprobación. Ésta podía adoptar varias formas.

Había commissaires (‘comisarios’), que eran quienes se aprendían la obra de memoria y llamaban la atención de sus vecinos sobre los puntos claves entre un acto y otro. 

Los rieurs (‘reidores’) reían ruidosamente con las bromas. 

Los pleureurs (‘llorones’), normalmente mujeres, fingían sus lágrimas, sosteniendo sus pañuelos ante los ojos. 

Los chatouilleurs (‘cosquilleadores’) mantenían a la audiencia de buen humor,.

Los bisseurs (‘biseros’) tenían como misión final dar palmas y gritar «¡Bis, bis!» para asegurar las repeticiones.

Esta práctica se extendió a Italia (llegando a ser famosa la de La Scala milanesa), Viena, Londres (la Royal Opera House) y Nueva York (la Ópera del Metropolitan). 

En un aspecto más mafioso, las claques también fueron usadas como forma de extorsión; los cantantes eran contactados por el chef de claque antes de su debut para hacerle pagar cierta cantidad y bajo la amenaza de ser silbado y víctima de un pataleo.

Como parte de la 'etiqueta concertística', compositores como Toscanini o Mahler desaconsejaban el uso de las claques. ​ Fue usada sin escrúpulos sin embargo por sesudos enciclopedistas franceses como Voltaire, que la contrataba siempre para sus estrenos dramáticos.

Revendedores, reventadores y clac o alabarda:

Con esos nombres se diferenciaba a tres tipos de sub-gremios asociados al fenómeno del espectáculo en España a finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, descritos por el crítico Augusto Martínez Olmedilla en su Anecdotario de la farándula madrileña (1947). ​ 

En el caso concreto de la claque (llamada "alabarda" en el argot del medio teatral), ​ uno de sus máximos expertos, organizadores y animadores, fue Gonzalo Maestre, hombre al que confiaron sus éxitos empresarios de la época como Francisco Arderíus, Luis Navas, Cándido Lara, Eduardo Yáñez o Arregui y Aruej. De una entrevista de Olmedilla con él se desprenden las siguientes máximas:

"sin claque habría fracaso, pues la protesta es más espontánea que la admiración";

"el público de pago no inicia nunca el aplauso, por miedo al ridículo";

"los que no pagan -gente con influencias en el gremio-, son más proclives a la crítica que a la aceptación del éxito de un colega del oficio".

Existía asimismo una claque negativa o 'de desgaste' -sin llegar al burdo fenómeno de los reventadores de estrenos- como la contratada por ejemplo por famosos empresarios como Felipe Ducazcal, con la consigna de aplaudir a destiempo, actitud que solía despertar protestas de algunos sectores del público que a su vez reforzaban cierto caos y la ruptura del ritmo del espectáculo.

La labor del director de la clac empezaba en el ensayo general. En él tomaba nota de los momentos esenciales para orquestar la actuación de sus pupilos, si bien, como el mismo explicaba, había veces en que había que dejarse llevar por cierta inspiración cazando al vuelo la magia del momento en una entrada en escena imponente o un chiste que cae en gracia. Así lo expresaba Gonzalo Maestre, del que autores como Sinesio Delgado dejó escrito:

No habría tanto reyes del trimestre
si cortaran las manos a Maestre.


Hasta los setenta del siglo XX las entradas de claque para los principales coliseos madrileños se retiraban en bares o locales cercanos al teatro. ​ Así, por ejemplo, para el Teatro de la Zarzuela se recogían en el bar La Regional de la calle Los Madrazo, o para el teatro Eslava en el bar Caracol de la calle Arenal, y para el veterano Teatro Español en un local del número 18 de la vecina calle Huertas. ​

miércoles, 17 de enero de 2018

1983 (Jorge Luis Borges)


Es un restaurante del centro, Haydée Lange y yo conversábamos. La mesa estaba puesta y quedaban trozos de pan y quizá dos copas; es verosímil suponer que habíamos comido juntos. Discutíamos, creo, un film de King Vidor. En las copas quedaría un poco de vino. Sentí, con un principio de tedio, que yo repetía cosas ya dichas y que ella lo sabía y me contestaba de manera mecánica. De pronto recordé que Haydée Lange había muerto hace mucho tiempo. Era un fantasma y no lo sabía. No sentí miedo; sentí que era imposible y quizá descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma.
El sueño se ramificó en otro sueño antes que yo me despertara.


martes, 16 de enero de 2018

EL RUISEÑOR Y LA ROSA (Oscar Wilde)


—Dijo que bailaría conmigo si le regalaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido de la encina, lo escuchó el ruiseñor, Mirando asombrado entre las hojas.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín!—gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —balbuceaba el joven—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, descansará su cabeza sobre mi hombro y su mano acariciará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden comprarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

—Los músicos estarán en su estrado —decía el joven estudiante—. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que regalarle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

—¿Por qué llora? —preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

—Sí, ¿por qué? —decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

—Eso digo yo, ¿por qué? —murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

—Llora por una rosa roja.

—¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

—Dame una rosa roja —le gritó—, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

—Mis rosas son blancas —contestó—, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

—Dame una rosa roja —le gritó—, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

—Mis rosas son amarillas —respondió—, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá él te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

—Regálame una rosa roja —gritó—, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

—Mis rosas son rojas —respondió—, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis brotes, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

—No necesito más que una rosa roja —gritó el ruiseñor—, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

—Hay un medio —respondió el rosal—, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

—Dímelo —contestó el ruiseñor—. No soy cobarde.

—Si necesitas una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

—La muerte es un buen precio por una rosa roja —replicó el ruiseñor—, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

—Sé feliz —le gritó el ruiseñor—, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

—Cántame la última canción —murmuró—. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor —se decía paseándose por la alameda—, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¡Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedó dormido.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

—Acércate más, pequeño ruiseñor —le decía—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella. Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

—Acércate más, solitario ruiseñor —le decía—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más profundo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

—Mira, mira —gritó el rosal—, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

—¡Qué extraña buena suerte! —exclamó—. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la recogió.

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —le dijo el estudiante—. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

—Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido —respondió—. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

—¡Oh, qué ingrata eres! —dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.

Un pesado carro la aplastó.

—¡Ingrato! —dijo la joven—. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! —se decía el estudiante a su regreso—. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.



Autodeterminación: hasta el infinito y más allá


lunes, 15 de enero de 2018

DE ESTRENO (Saiz de Marco)


Cuando mamá enfermó, mis hermanos y yo tuvimos que turnarnos para cuidarla.

Uno de los días que dormí con ella tuve que abrir su armario para coger un pijama. Sin saber por qué, me detuve un momento a mirar su ropa. Toda me era familiar, salvo un precioso vestido de color violeta. No sólo nunca se lo había visto puesto, sino que no me imaginaba a mi madre vestida con él.

Se lo comenté, y entonces mi madre me contó un pequeño secreto. Su secreto.

Aquel vestido lo había comprado hacía mucho tiempo, con idea de lucirlo en la boda de unos parientes. Ese año mi familia pasaba por una mala racha, a causa de la sequía y la mala cosecha. Hubo que restringir gastos. A mis hermanos y a mí nos borraron del comedor del colegio y, en su lugar, llevábamos el almuerzo en una fiambrera. Mi madre se privó de todo. No gastaba en peluquería ni en ropa o calzado para ella. Compró conejos y gallinas y habilitó un corral para así disponer de carne y huevos.

Pero, a pesar de todo, un día que mi madre fue a la ciudad y vio en una tienda aquel vestido, quedó prendada de él. Dado que iba a ser la boda de su prima, decidió comprarlo. Fue uno de los pocos caprichos que se permitió en su vida.

Sin embargo, unos días después le remordió la conciencia por el gasto que había hecho. Así que decidió autocastigarse: no se pondría el vestido. De hecho nunca lo estrenó. Lo guardó en el ropero como recordatorio de su desliz y para que le sirviera de lección.

Cuando mi madre murió, sugerí a mis hermanos que la veláramos con aquel vestido. A ellos les pareció bien, así que se lo pusimos. Un poco tarde, pero lo estrenó.

Después, en el crematorio, mientras su cuerpo y el vestido ardían me pregunté si con ellos se quemaba también el sacrificio de mi madre. Si era indiferente que mi madre hubiera renunciado a tanto por nosotros. Si, a la postre, habría dado igual que no se hubiera privado de aquello. Y dentro de mí, una voz respondía “no puede ser no puede ser…”.



domingo, 14 de enero de 2018

LA SOMBRA DEL POLÍTICO (Ambrose Bierce)


Un Líder Político iba paseando un día de sol, cuando vio que su Sombra le abandonaba y se iba corriendo.
—Vuelve aquí, sinvergüenza, —le gritó.
—Si fuese sinvergüenza —respondió la Sombra, aumentando la velocidad— no te habría abandonado.


sábado, 13 de enero de 2018

SÓLO LOS MUERTOS CONOCEN MAFRA (António Lobo Antunes)


De paso por Mafra, que no tiene ninguna culpa, Mafra y todos aquellos alrededores por donde anduve, como cadete, en los primeros meses de la desgracia que me llevó, en paquebote de lujo, a los tiros de África. Supongo que fue el invierno más horrible de mi vida, enero, febrero y marzo bajo el frío y la lluvia entre el convento helado al que llamaban Escuela Práctica de Infantería, el coto al que, según se decía, iba el presidente de la República a cazar ciervos, y las torturas militares hasta la desembocadura del Lizandro. Comprendo que sea necesario entrenar con dureza a los alumnos oficiales para la guerra, pero me cuesta entender la crueldad de algunos instructores. También comprendo que esos instructores eran tan infelices como nosotros, pero me cuesta entender la violencia innecesaria, la humillación estúpida, las condiciones de vida degradantes. Con una estrella en el hombro y L. Antunes bordado en el uniforme, pasé un hambre de perros: café con leche en polvo, un paquete minúsculo de mantequilla para compartir entre ocho. El alférez de pie, con los brazos cruzados, ordenaba

-Vengan arrastrándose hasta mí

hasta que tocábamos sus botas, unos encima de otros en el barro de los senderos. La falta de agua que me hacía pasar toda la semana sin ducharme, el tufo pestilente de las casernas, la brutalidad constante, nosotros sucios, desesperados, exhaustos, el alférez preguntando

-¿El ejército es guapo?

y todos a coro, jurando por su madre

-Sí

el alférez preguntando

-¿El ejército es bueno?

y nosotros, con ganas de estrangularlo

-Sí

el alférez insistiendo

-Más alto

y nosotros, más alto

-Sí

el alférez

-Angola

y nosotros, a coro

-Es nuestra

con un bramido de rabia, el mayor que estudiaba nuestro aspecto en la revista, pasando una tarjetita por la mejilla para comprobar el afeitado. Si la tarjeta aparecía sucia

-Trrrrr

el mayor informaba al capitán

-Este cadete no sale el fin de semana

yo, para mis adentros

-Tarde o temprano me vengaré de ese cabrón

cuando el mayor era un desagraciado igual a nosotros, un prisionero igual a nosotros, mal pagado, viviendo mal, con seis años de África en el estómago, aún hoy me disgusta pasar por Mafra, todas aquellas laderas, todas aquellas calles, sargentos en el escritorio escribiendo con una caligrafía difícil, pasillos enmohecidos, media docena de urinarios, a lo sumo, para una compañía entera, el pis escurriéndose por el suelo, llamadas a gritos en medio de la noche

-Diez minutos para formar fila

no, no diez

-Cinco minutos para formar fila

el soldado portugués es tan bueno como los mejores, Portugal uno e indivisible del Miño a Timor, saltar el muro, saltar la zanja, saltar los días, si fallas en las pruebas físicas te rebajas a soldado raso, no olvidar la arrogancia, el abuso constante, la maldad y no olvidé, no voy a olvidar nada, Angola es nuestra, arrastrarse, arrastrarse, la lluvia civil no moja a un militar, aún hoy no paso por Mafra, doy un rodeo, no he encontrado a un solo cadete que fuese hijo de una persona importante de la Dictadura, un diputado, un ministro, un banquero, esos no estaban obligados a arrastrarse, a arrastrarse, a tocar las botas del alférez, a comer la basura del rancho, mi cabeza, siempre

-¿Por qué?

mi cabeza, solamente

-¿Por qué?

es gracioso cómo sobrevivimos a todo, resistimos todo y casi enseguida yo oficial también, listo para el barquito de África con galones en los hombros, flamantes, mi cabeza, siempre

-¿Por qué?

mi cabeza, solamente

-¿Por qué?

insistiendo

-¿En nombre de qué, por qué?

y de nuevo enero, y frío, y lluvia, la desembocadura del Lizandro de madrugada, imprecisa, una naranja, una lata de conservas, mis dedos con dificultad quitándole la cáscara, cadetes, en lugar de gaviotas, desparramados por la playa, transidos, un solecito pálido desenfocándose, descansar el arma, la lona de las tiendas, la cantimplora, morder la cáscara, el zumo ácido, sólo los muertos conocen Mafra, se oyen los pasos de los difuntos en las losas del convento, el cadete L. Antunes subiendo las escaleras rumbo al dormitorio colectivo, ahí va él, si entrase ahora allí lo encontraría, le ordenaría

-Diez minutos para formar filas

no, no diez

-Cinco minutos para formar filas

y me quedaría viéndolo correr hacia la lluvia, enero, febrero, marzo, la cabecita rapada, los dedos rojos que no atinan siquiera con una naranja, el cadete L. Antunes

-¿Por qué?

el cadete L. Antunes, solamente

-¿Por qué?

su cara

-¿Por qué?

y claro que no respondo, si respondiera tendría que decirle

-Tampoco yo lo sé

y un oficial, es evidente, no puede mostrarse débil delante de un recluta de mierda.


viernes, 12 de enero de 2018

ROMA, 1508 (Íñigo Domínguez)


El papa Julio II abre la puerta de la Capilla Sixtina.

—Verás, es un espacio con muchas posibilidades, el anterior inquilino era un triste y lo dejó todo hecho unos zorros, pero yo creo que podría quedar muy bonito.

—Santidad, pe-pe-pero esto es enorme.

—Vamos, Miguel Ángel, no seas modesto.

—¡Pero es imposible, voy a tardar años! No hay material en el Antiguo Testamento para llenar esto. Además, hay humedades, tenían que haber puesto doble acristalamiento y antes habría que alicatar.

—Bueno, tú hazme un presupuesto. Mira, puedes pintar figuras muy grandes, así acabarás antes, y quiero mucha gente en pelotas, una cosa animada, moderna.

—No sé, Santidad, no lo veo, no lo veo.

—No se hable más, mañana a las ocho.


jueves, 11 de enero de 2018

NADIE DEBERÍA SER NADIE -haikus- (Cuqui Covaleda)



Guardo teléfonos

de gente muerta, aunque

no nos llamemos.


.....


A nadie expulso

de mi agenda por irse

a un des-lugar.


.....


En el listado

de "Mis contactos", todos

están con vida.



.....

Sin distinción

los vivos y los muertos

siguen conmigo.

miércoles, 10 de enero de 2018

El sueño de la razón produce monstruos


ÉRICA SIN LÁGRIMAS (Sebastián Beringheli)


Sincronías de mierda que tiene la vida: a Érica la conocí en la calle, un día como hoy pero hace quince años. Llovía. Se la notaba cansada de estar alerta, con ese ímpetu en los ojos de aquellos que están acostumbrados a dormir en una plaza, en una cuneta, en las escaleras de una iglesia. Ojos que no tienen lágrimas.

Nos miramos en silencio debajo del techo de un quiosco de revistas, y desde entonces nunca más nos separamos.

Siempre fui un tipo más bien solitario, taciturno, de modo tal que tuve que hacer algunas concesiones cuando Érica vino a vivir a casa; usted sabe, porquerías que uno amontona creyendo que algún día servirán para algo. Me deshice de todo.

Los primeros años fueron buenos, siempre lo son, hasta que el mundo se calló para Érica: sorda como una piedra; de un día para otro.

Soy un tipo de pocas palabras, sabe, razón por la cual me acostumbré bastante rápido a la situación: gestos ampulosos, ponerme de frente a ella cada vez que quería decirle algo, acariciarla con suavidad, nunca desde atrás, para no asustarla.

Pero Érica era una chica, digamos, dura. Nunca se mostró débil o vulnerable frente a la adversidad. Jamás, al menos frente a mí, se arriesgó a llorar.

Hicimos los tratamientos correspondientes, desde luego. Érica siempre fue obediente: tomaba su medicina sin excusas, y rara vez se mostraba fastidiosa para ir al médico. Por el contrario, su entusiasmo, la nobleza con la que aceptaba sus problemas y se disponía a seguir adelante, a veces me ponían de pésimo humor.

Érica no lo sabía, creo, aunque es probable que lo intuyera: su enfermedad era degenerativa.

Hace un año, aproximadamente, quedó ciega.

Casi no se aventuraba fuera de la cama. A lo sumo iba hasta la cocina, con extrema precaución, y comía algo, lo suficiente, lo justo, como para sobrevivir. Tuve que empezar a cambiar las sábanas a diario.

Pronto, dijo el médico, Érica ya no podría moverse de la cama. Habría que alimentarla ahí, higienizarla, ¿pero cuánto se puede soportar una vida en el silencio más absoluto, en la oscuridad, en esa cerrazón de los sentidos?

El contacto físico era importante, dijeron, pero cuidado, no hay que sobresaltarla. Entonces empecé a acercarme al cuarto pisando fuerte para anunciar mi presencia a través de las vibraciones del suelo, y así la alimentaba, la higienizaba, la peinaba, la abrazaba hasta que se quedaba dormida.

Pero no pasó demasiado tiempo hasta que Érica me dio a entender que ya no me quería en la habitación. Tal vez sentía vergüenza de su estado, no lo sé. O a lo mejor se sentía una carga. Así de noble era.

En estas condiciones vivimos durante varios meses, hasta que su mirada me dio a entender lo que esperaba de mí.

No necesité tomar demasiadas precauciones para cavar el pozo en el jardín. Quizás Érica sintió las vibraciones de cada palada, quizás no, pero lo cierto es que no protestó cuando la tomé entre mis brazos y la llevé afuera.

La deposité sobre el pasto. Creo que eso le gustó, quiero decir, el contacto con algo más que las sábanas. Tampoco rezongó cuando cerré mis manos sobre su cuello.

Estaba sorda como una tapia, sí, y ciega como un murciélago, aunque nadie habría notado nada raro por su aspecto. Seguía siendo hermosa. En sus ojos cubiertos por una delicada película grisácea seguía brillando la misma dulzura, la misma resignación muda por las cosas de mierda que tiene la vida.

Y así se fue: sin lágrimas. Aceptó mis manos en su cuello como hasta entonces había aceptado el silencio y la noche. Hasta el último día, Érica fue una perra noble.


martes, 9 de enero de 2018

Hacia el abismo


LA ESFINGE SIN SECRETOS (Oscar Wilde)


Un aguafuerte.

Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo le había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

-No comprendo suficientemente bien a las mujeres -respondió.
-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.
-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?
-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color... Mira, aquel verde oscuro servirá.
Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.
-¿Dónde vamos? -quise saber.
-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.
-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.

Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.

-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?

Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios... una belleza psicológica, en realidad, no plástica... y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.

-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?
-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.
-Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.

Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia:

-Una tarde -dijo-, estaba paseando por Bond Street alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a mi bella desconocida y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor.

-Creo que la vi en Bond Street hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado.
Se puso muy pálida y me dijo quedamente:
-No hable tan alto, por favor; pueden oírle.

Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso:

-Sí, mañana a las cinco menos cuarto.

Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.

Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Green Street”.

-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.

Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?

-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.
-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.

El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy, completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.

-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día.

La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.

-Se le cayó esta tarde en Cummor Street, lady Alroy -señalé sin inmutarme.

Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.

-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.
-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.
-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.

Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.

-Debe contármelo -proseguí.

Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:

-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.
-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio.

Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:

-No fui a reunirme con nadie.
-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.
-Ya se la he dicho -repuso.

Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer!

-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí.
-Sí -replicó.

Un día me dirigí a Cummor Street. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para alquilar.

-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados, pero, como hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos.
-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.
-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?
-La señora ha fallecido -repuse.
-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
-¿Se reunía con alguien? -le pregunté.

Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.

-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.
-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella.

No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché.

-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad?
-Pues claro que lo pienso.
-Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy?
-Mi querido Oswald -repliqué-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no era más que una esfinge sin secreto.
-¿De veras lo crees?
-Estoy convencido. Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía.
-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente.


lunes, 8 de enero de 2018

Año 1 de la Balcanización

Retrocediendo

FÁBULA (Robert Fox)


El joven iba perfectamente afeitado y pulcramente vestido. Era un lunes muy de mañana, y se metió en el metro. Era el primer día de su primer empleo, estaba un poco nervioso. No sabía con exactitud en qué iba a consistir su trabajo. Aparte de esto, se encontraba perfectamente bien. Toda la gente le veía bien. Le caían bien los transeúntes, los que se metían en el metro, y le caía bien el mundo, porque el día era claro y bueno, y él iba a empezar su primer empleo.
El joven consiguió encontrar un asiento en el metro que iba a Manhattan sin tener que dar codazos ni patadas a nadie. El vagón se llenó rápidamente, y él miraba a los que estaban de pie en torno a él y le envidiaban el asiento. Entre esta gente había una madre y su hija, que iban de compras. La hija era una bella muchacha rubia cuya piel parecía muy suave, y el joven se sintió atraído por ella inmediatamente.
-Te está mirando -susurró la madre a la hija.
-Sí, madre, y me molesta mucho. ¿Qué hago?
-Está enamorado de ti.
-¿Enamorado de mí? ¿Cómo puedes saberlo?
-Pues porque soy tu madre.
-Pero ¿qué hago?
-Nada. Intentará hablar contigo. Si lo hace tienes que contestarle. Sé amable con él. No es más que un muchacho.
El tren llegó al barrio de las oficinas comerciales y mucha gente se bajó. La chica y su madre encontraron asiento enfrente del joven, que seguía mirando a la chica, la cual, de vez en cuando, le miraba para ver si la estaba mirando.
El joven cedió su sitio a un hombre mayor como pretexto para ponerse de pie. Se quedó de pie junto a la chica y su madre. En otra parada quedó libre el asiento que había junto al de la chica, y el joven se sonrojó, pero lo ocupó inmediatamente.
-Lo sabía -dijo la madre, entre dientes-, lo sabía. Lo sabía.
El joven carraspeó y tocó a la chica en el hombro, haciéndola sobresaltarse.
-Dispénseme -le dijo-, pero es usted una chica muy bonita.
-Gracias -dijo ella.
-No hables con él -dijo la madre-, no le contestes. Te lo advierto. Hazme caso.
-Estoy enamorado de usted -dijo él a la chica.
-No le creo -dijo la chica.
-No le contestes -dijo la madre.
-De verdad que sí -dijo él-; más aún: estoy tan enamorado de usted que quiero casarme con usted.
-¿Tiene usted empleo? -dijo ella.
-Sí, hoy es el primer día. Voy a Manhattan a empezar mi primer día de trabajo.
-¿Y qué clase de trabajo es el que va a hacer? -preguntó ella.
-No lo sé con exactitud -dijo él-, ya le dije que todavía no he empezado.
-Parece interesante -dijo ella.
-Es mi primer empleo, pero tendré mesa propia, y manejaré un montón de papeles y tendré que llevarlos por ahí en una cartera, y me pagarán bien, y ascenderé a fuerza de tra­bajo.
-Te amo -dijo ella.
-¿Te casarás conmigo?
-No lo sé. Tendrás que preguntárselo a mi madre.
El joven se levantó de su asiento y se situó de pie ante la madre de la chica. Esta vez carraspeó con gran cuidado.
-Tengo el honor de pedirle la mano de su hija -dijo, pero el ruido que hacía el vagón ahogó completamente su voz. La madre le miró y dijo:
-¿Cómo?
Él tampoco la podía oír, pero por el movimiento de sus labios y por su manera de arrugar el rostro comprendió lo que había dicho: cómo.
El metro llegó a una estación.
-¡Que tengo el honor de pedirle la mano de su hija! -gritó él, sin darse cuenta de que el metro ya no hacía ruido.
Todos los que estaban en el vagón se le quedaron mirando, sonrieron, y luego se pusieron a aplaudir.
-¿Esta usted loco? -preguntó la madre.
El tren volvió a ponerse en marcha.
-¿Cómo? -dijo él.
-¿Por qué quiere casarse con ella? -preguntó la madre.
-En primer lugar porque es bonita. Quiero decir que estoy enamorado de ella.
-¿Y nada más?
-Pues no -dijo él-, ¿es que tiene que haber algo más?
-No, de ordinario no -dijo la madre-. ¿Trabaja usted?
-Sí, y, por cierto, ésa es la razón de que vaya ahora a Manhattan tan temprano. Es que hoy es mi primer día de trabajo.
-Pues felicidades -dijo la madre.
-Gracias. ¿Puedo casarme con su hija?
-¿Tiene usted coche? -preguntó ella.
-Todavía no -dijo él-, pero probablemente tendré uno dentro de muy poco. Y también casa.
-¿Casa?
-Sí, con muchas habitaciones.
-Bueno, sí, ya me figuré que iba a decir eso -dijo ella. Se volvió a su hija-: ¿Lo quieres?
-Sí, madre, lo quiero.
-¿Por qué?
-Pues porque es bueno, y dulce, y amable.
-¿Estás segura'?
-Sí.
-Entonces es que lo quieres de verdad.
-Sí.
-¿Estás segura de que no hay ningún otro al que pudieras amar y con quien desearas casarte?
-No, madre -dijo la chica.
-Bueno, pues entonces -dijo la madre al joven- está visto que no puedo hacer nada. Pregúnteselo usted otra vez.
El metro se paró.
-Queridísima mía -dijo él-, ¿quieres casarte conmigo?
-Sí -dijo ella.
Todos los del vagón sonrieron y se pusieron a aplaudir.
-¿No es cierto que la vida es maravillosa? -preguntó el joven a la madre.
-Maravillosa -dijo la madre.
El revisor se bajó de entre los vagones al arrancar de nuevo el tren y, poniéndose bien la corbata oscura, se acercó a ellos con un solemne libro negro en la mano.


domingo, 7 de enero de 2018

DE LA MUERTE Y OTRAS NIÑERÍAS (António Lobo Antunes)


A los sesenta años, la muerte no tendrá que cansarse mucho para pillarme. Tal como los relojes de los que se fueron siguen marcando la hora sin ellos, indiferentes, autónomos, dejaré los libros por ahí, viviendo el tiempo de los otros. Además, nunca los sentí míos mientras los escribí: vienen no sé de dónde, no sé cómo, y sólo tengo que darles todo mi tiempo y vaciar la cabeza de todo el resto para que crezcan por medio de la mano al final de mi brazo: el brazo me pertenece pero la mano, al transcribirlos, pertenece a la novela hasta el punto de que casi me asustan su empeño y su precisión. Tal vez sea preferible no decir que los escribí: me limité a traducirlos y la mano traduce mejor que yo. Me corresponde solamente el trabajo de corrección e incluso en esa etapa sigue siendo la mano quien decide. Las novelas que se publican con mi nombre tienen cada vez menos cosas deliberadamente mías. En mi opinión, y lo digo con un convencimiento absoluto, me limito a contemplar. Me chupan la sangre y el tiempo y eso es lo único que me exigen. Deberían editarse sin autor en la cubierta, porque desconozco quién es el autor. No creo que sea un ángel, porque si me escondo tras ellos la calidad de la prosa es bastante inferior. No existe, por tanto, ningún motivo para vanidades que, en realidad, no tengo, y no sé si cuando, en nombre de dicho ángel, recibo premios o aplausos, estaré siendo honesto: la mayor parte de las veces me veo como un impostor por quedarme con lo que no me pertenece. Así que con la novela que se está acabando ahora no tengo nada que ver, y eso me fastidia porque se trata, de lejos, de lo mejor que ha hecho mi mano derecha, yo que soy zurdo. Es verdad: al comenzar a escribir, a los doce o trece años, y hasta los veinte y pico, lo hacía siempre con la izquierda y me quedaba enormemente insatisfecho con los resultados. En África, un espíritu cualquiera me susurró al oído:

-Prueba con la derecha

probé con la derecha, que dibujaba las letras con dificultad y una caligrafía infantil y, para mi sorpresa, lo que salía de mi estilográfica era totalmente diferente. Para todos los otros escritos, cartas, formularios, recetas, seguí utilizando la izquierda, tan rápida, tan fluida. Guardo preciosamente la derecha para los libros, por miedo a que lo que existe en ella se gaste y se acabe. Con estas crónicas varía: depende de la disposición de la mano y las de la izquierda son bastante peores. No voy a decir con cuál de ellas estoy componiendo ésta, pero creo que a un lector atento le resultará fácil adivinarlo. Es la primera vez que hablo de esto, pero como me explican que tengo sesenta años, lo que se me antoja imposible, me estoy permitiendo algunas confidencias muy íntimas: espero que la mano no se enfade conmigo. Puede ser que mi cuerpo haya durado sesenta años: yo tengo dieciocho o menos

(estoy seguro de que menos)

y en muchas regiones de mi vida

(en casi todas)

sigo siendo un chico: me asombro, me admiro, no piso las junturas que hay entre las piedras, no he perdido habilidad para las canicas, me quedo horas contemplando el sol que avanza por la pared. No vengan a decirme que estoy muy bien para mi edad porque no tengo edad: me falta pelo, es cierto, el que queda ha encanecido, me han salido arrugas, se ha modificado la elasticidad de la piel pero, caramba, aún me gusta la fruta verde de Nelas y casi todo el tiempo creo que los bebés llegan de París sostenidos por el pico de una cigüeña, que son las mejores transportadoras de paquetes postales que conozco. Allí están ellas en el tejado del correo antiguo dando golpes con el pico. Deben de haber hecho una entrega en los alrededores hace poco tiempo. La palmera del correo, las hierbas del patio que nadie cortaba. Construyeron edificios por encima y, no obstante, creo que la palmera aún está allí, agujereando suelos y techos hasta el tercero o cuarto piso, y que las personas de la planta baja se pinchan con los cardos al ir del pasillo a la sala, entre un zumbido de avispas y gatos vagabundos que se hinchan, todo uñas. ¿En qué despensa habrá quedado el rastrillo del jardinero, en qué sala o mostrador donde la señora con gafas, con modales de bibliotecaria, sigue vendiendo sellos? No es injusto que yo tenga sesenta años, es simplemente una mentira: tengo todas mis edades al mismo tiempo, además de un peón en el bolsillo y dos cigarrillos que le robé a mi madre. Luego me fumaré uno, haciéndome el importante, y espero que las chicas me admiren. De sesenta años, nada: ando por los quince, señores, y, así como en el instituto descomponía los polinomios en monomios, en casa, a escondidas, descompongo el alma en sonetos, influidos por el almanaque de mis abuelos. Preparaba lleno de convicción una obra poética tremenda, deslumbradora, que quemé junto a la higuera con la certidumbre vengativa de estar privando a la Humanidad de algo no sólo esencial sino decisivo. La Humanidad, que me obligaba a volver los sábados antes de las once y media de la noche, no merecía otro castigo. Mis padres nunca se imaginaron que por su culpa el mundo quedó privado de un tesoro arrebatador. Los miraba sentado a la mesa y ellos indiferentes, sin remordimiento. Su insensibilidad me helaba de sorpresa. Y comían y conversaban los muy criminales. Si hubiera justicia en este bajo mundo, tendrían que llevárselos a Núremberg para someterlos a juicio y ahorcarlos. Mi padre ni siquiera se rascaba el cuello presintiendo la cuerda: se limitaba a opinar sobre la carne poco hecha y a ordenar que le sirviesen agua y se llevasen el plato a la cocina. Un nazi. Un ciego. Mi madre calentaba el café con la tranquilidad sin dolor de los psicópatas. Sesenta años y un cuerno: hace muy poco me trajo la cigüeña, cigüeña a la que el nazi y la psicópata le dieron un trabajo de mil demonios con la cantidad de bebés que encargaron: las del tejado del correo debían de tener el pico dormido. Pensándolo bien, la muerte aún tiene que comer mucho pan para poder pillarme, yo que doy la vuelta al jardín en menos de un minuto, calculado por el despertador de mi abuelo. Apuesto que no es capaz de colgarse del estribo del tranvía como yo, sin pagar billete. Ni de silbar con los meñiques en la boca. Ni de levantar sólo la ceja izquierda. Entre nosotros, la muerte no vale nada: si no creen en mí, pídanle que se cuelgue del estribo del tranvía o que silbe como yo: en cuanto al estribo, ni soñarlo; en cuanto a silbar, un soplido flojísimo. Y peor aún si intenta jugar a la rayuela: una auténtica torpeza. Ella sí, con sesenta años, una manta sobre las rodillas, y yo en la calle, saltando a gusto, pidiéndole a Dios que haya salchichas con lombarda para la cena. Y si la muerte me señala con su dedito

-Tú

levanto sólo la ceja izquierda y suelto una voluta de humo tan bonita que no tendrá más remedio que aplaudir.