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miércoles, 28 de febrero de 2018

PISA CON GARBO (Saiz de Marco)



Tras morir mi abuelo encontré, en la vieja casa familiar, su colección de calendarios. Los tenía de muchos años (empezó a guardarlos cuando era niño). 

Cogí los del año 1962 en adelante. Los extendí en el suelo y allí, desplegados, miré los lunes, los martes…; las ristras de semanas; los julios, los septiembres…; los cientos de “día 1”, de “día 2”, de “día 15” del mes…; los jueves y los mayos, año a año repitiéndose.

¡Y todos esos días, meses y años… vividos ya por mí! (¿Quién era yo en febrero de 1983? ¿Qué hice el 4 de abril de 2001?...)

Dispuestos como estaban los calendarios en el suelo, un raro impulso me empujó a pisarlos. Más bien pisotearlos. Vamos, que me marqué un zapateado sobre ellos.

Fue como una metáfora de algo. “Lo pasado, pisado”, recordé haber leído en algún sitio.

Todo quedó revuelto. Bah, ¿qué importa lo andado? -pensé entonces-: sólo cuentan los pasos que dé a partir de ahora, los días no reunidos, los meses no juntados, los años aún inéditos... Los calendarios nuevos pendientes de imprimir.



martes, 27 de febrero de 2018

Babel returns


A QUIÉN DEBE DARSE CRÉDITO (Juan Valera)



Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.

-Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?

-Pues nada... confío en su amistad de usted... y espero...

-Desembuche usted, compadre.

-La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.

-¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, qué diablos, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.
El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.

El que le pedía prestado dijo con enojo:

-No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio, se valiese de un engaño. El burro está en casa.

-Oiga usted, replicó el tío Pedro. Quien aquí debe enojarse soy yo.

-¿Y por qué el enojo?

-Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.


lunes, 26 de febrero de 2018

LA PUERTA (Rafael Baldaya)


Ahí fuera esperan los
lunes
martes
miércoles
jueves
viernes
sábados
domingos

Ahí fuera aguardan los
eneros
febreros
marzos
abriles
mayos
junios
julios
agostos
septiembres
octubres
noviembres
diciembres

Tras esta puerta se hallan todos.

Quieren pasar: por eso están ahí juntos, expectantes.

A poco que les dejes, entrarán en tropel.

Piénsalo bien antes de abrirla.


domingo, 25 de febrero de 2018

EL HUESO DEL AMOR (Patricia Suárez)


De todo el osario que son tus recuerdos
hay un hueso sin nombre que es el amor.
Algunos lo ubican entremedio de una costilla flotante
pero depende del cuerpo; puede estar en el pie,
o en el final del sacro,
eso que antes de ser quienes somos
era nuestros rabos.
Los anatomistas están desconcertados;
un médido palpa tu pecho, halla tu corazón intacto,
y diagnostica: El hueso del amor no está para nada
sano. Hace un garabato, es una receta:
un tónico, una pócima, un algo.
¿Hago ejercicio, salto la comba,
lagartijas todas las mañanas,
eso que se llama crosfit,
saltos de rana, estocadas, sentadillas,
la maratón del municipio,
me tiro al fin y al cabo por la ventana?

De todo el esqueleto que se levanta día a día
y empieza la jornada, primero duelen los dientes
y después la espalda; el hueso del amor
se astilla seguramente, te raspa,
a veces estás seguro de que careces de él
y de pronto cuando llegas a tu casa
el perro te salta a la cara o tu esposa
se abalanza.
Puede que tus hijos te dirijan una mirada.
Nada excesivo, nada concreto, pero la certeza
del hueso del amor avanza y a la noche cruje
(a esa hora que sólo los que hablamos español, sabemos,
la madrugada), se ablanda, pierde toda su consistencia
como una medusa en agua salada y hace lo que debe hacer
desde la creación o desde la charca,

se estremece, respira y ama.


sábado, 24 de febrero de 2018

CENIZA (Emilia Pardo Bazán)



Ya despuntaba la macilenta aurora de un día de febrero, cuando Nati se bajó del coche y entró en su domicilio furtivamente, haciendo uso de un diminuto llavín inglés. No tenía que pensar en recatarse del cochero, pues el coche no era de alquiler, y alguien que acompañaba a la dama, al salir ella, se agazapó en el fondo de la berlina.

Nati subió precipitadamente la solitaria escalera, muy recelosa de encontrar algún criado que en tal pergeño le sorprendiese. El temor salió vano, pues reinaba en la suntuosa casa silencio profundo. Sin duda, no se había despertado ninguno de sus moradores. En la antesala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo los pies la blandura del denso y profundo tapiz de Esmirna. A tientas buscó el registro de la luz eléctrica; giró la llave, y se inundó de claridad el recinto. Orientada ya, abriendo y cerrando puertas con precaución, cruzando un largo pasillo y dos o tres espaciosos salones ricamente alhajados, Nati, en puntillas, llegó a su tocador. Encendidas las luces, hizo lo que hace indefectiblemente toda mujer que vuelve de un baile o una fiesta: se miró despacio al espejo. Éste era enorme, de cuerpo entero, de tres lunas movibles, y las iluminaban oportunamente gruesos tulipanes de cristal rosa, facetados. Nati vio su imagen con una claridad y un relieve impecables.

Apreció todos los detalles. El dominó blanco, arrugado, mostraba sobre la tersura del raso, pegajosos y amarillentos manchones de vino; un trozo de delicada blonda pendía desgarrado, hecho trizas. Caído hacia atrás el capuchón y colgado de la muñeca el antifaz de terciopelo, se destacaba el rostro desencajado, fatigado, severo a fuerza de cansancio y de crispación nerviosa. Las sienes se hundían, las ojeras oscurecían y ahondaban, los ojos apagados revelaban la atonía del organismo; la boca se sumía contraída por el tedio, las mejillas eran dos rosas marchitas y lacias, dos flores sin agua, sin perfume, pisoteadas, hechas un guiñapo. El pelo, desordenado y revuelto sin gracia, se desflecaba sobre la frente, y en la garganta, poco mórbida, las perlas parecían cuajadas lágrimas de remordimiento y de vergüenza…

Nati se estremeció, sintió un escalofrío mientras iba desnudándose, quitándose los zapatos de seda, desprendiendo alfileres y desabrochando corchetes. Cuando, después de soltar el dominó y de arrancarse las joyas, abrió el grifo del lavabo y se pasó por ojos y cara la esponja húmeda, volvió no ya a estremecerse, sino a temblar, a tiritar de frío, notando un malestar que le llenó de aprensión. No era, sin embargo, enfermedad; era la náusea, la invencible repugnancia que engendran los desórdenes y es su reato y su castigo.

¿Será ella misma, Nati, la que ha pasado así la noche del martes de Carnaval? ¿Ella la que ha preparado aquel capuchón, la que ha combinado el modo de salir secretamente, la que ha jugado su decoro y su fama por unas horas de delirio? ¿Qué hacia ella en aquel palco, entre aquellos insensatos, en aquella cena, cerca de aquel hombre cuyo hálito quemaba, cuyos labios reían provocadores, cuyas palabras destilaban en el corazón llama y ponzoña? Aquellas necias carcajadas, con la cabeza echada atrás, con la boca abierta y descompuesta la actitud, ¿las había exhalado ella? Aquellas frases a cual más profanas y libres, ¿era Nati, la esposa, la madre de familia, la dama respetada por todos, quien las había escuchado, y consentido, y celebrado entre el aturdimiento y la algazara de la bacanal?

Nati miró a la vidriera, que había quedado abierta. Una claridad lívida, azulada y triste hacia amarillear la de los focos eléctricos. Era el amanecer que derramó en las venas de Nati más hielo. Apagó las luces, se envolvió en una bata acolchada y con inmensa fatiga se dejó caer en el ancho diván oriental. Por un instante le pareció que cerraba sus ojos invencible sueño; pero casi al punto la despabiló una idea. ¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la mañana del Miércoles de Ceniza… para su desatinada aventura.

… ¡Miércoles de Ceniza!… El mismo día en que su madre, después de una vida de virtudes y sufrimientos, había entregado el alma; día que conmemoraba para Nati el más triste aniversario. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar la escapatoria? ¿Cómo la imagen del martes de Carnaval borró de su mente el recuerdo del Miércoles de Ceniza?

Saltó Nati del diván, dando diente con diente, pero animada por una resolución: la de expiar, la de hacer penitencia, la de reconciliarse con Dios sin tardanza. Abrió el armario y se calzó ella misma: descolgó un traje, el más sencillo, negro; se echó una mantilla, se envolvió en un abrigo…, y desandando lo andado, volviendo a recorrer salones y pasillos, bajando la escalera, lanzóse a la calle. Iba como en volandas, impulsada por una sed de purificación parecida al deseo de lavarse que se nota después de un largo viaje, cuando nos encontramos cubiertos de suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia! ¡La redentora, la consoladora, la gran piscina de agua clara agitada por el ángel y en que se sumerge el corazón para salir curado de todos los males y nostalgias! Nati corría, pareciéndole que cuanto más se apresuraba más se alejaba de la bienhechora iglesia. Por fin la divisó, cruzó el pórtico, persignándose, tomó agua bendita y se arrodilló delante del altar, donde un sacerdote imponía la ceniza a unos cuantos fieles madrugadores… Nati presentó la frente, oyó el fatídico Memento homo, quia pulvis eris…, y sintió los dedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y a la vez un agudo dolor, como si la hubiesen quemado con un ascua… Al mismo tiempo, los devotos, postrados alrededor, la miraron fijamente, y deletreando lo que en su frente se leía escrito, repitieron atónitos: «¡Pecado!»

Alzóse Nati de un brinco, y huyó de la iglesia. Había amanecido del todo; era hermosa la mañanita, y las calles estaban llenas de gente. Nati percibió que se volvían, que la contemplaban con extrañeza, que la señalaban, que se reían, que exclamaban: «¡Pecado! ¡Pecado!»

Y los transeúntes se detenían, y se formaban grupos, y la palabra «pecado», pronunciada por cien voces, formaba un coro terrible de reprobación y maldición, que resonaba en los oídos de la señora como el rugido del mar en los del náufrago… «¡Pecado! ¡Pecado!…», dicho en el tono de la indignación, de la cólera, del desprecio, de la mofa, de la ironía, de la conmiseración también… Nati bajaba el velo, quería taparse la frente donde aparecía en caracteres rojos el letrero fatídico…; pero la negra granadina volvía a subir, y la humillada frente se presentaba descubierta ante la multitud… Nati puso las manos, pero conoció que se volvían transparentes como el vidrio, y que al través se leía el letrero más claro, más rojo… Entonces, horrorizada, exhaló un clamor de agonía y se desplomó al suelo moribunda.

Cuando Nati despertó -porque realmente se había quedado dormida sobre el diván-, vio al abrir los ojos (el tocador estaba inundado de sol) a su marido de pie, examinando la careta y el arrugado dominó, caídos delante del diván, hechos un rebujo.


viernes, 23 de febrero de 2018

Partículas subatómicas


GOTEO (Ror Wolf)


Un hombre oyó que algo goteaba en su habitación, buscó un cubo y lo colocó debajo de la gotera, pero el cubo tenía un hueco, así que lo puso dentro de una jofaina, pero como la jofaina tenía un hueco tuvo que colocarla en una tina, que también tenía un hueco, por lo que puso la tina en una bañera. Entonces se dio cuenta de que también la bañera tenía un hueco, pero ya el hombre no supo qué hacer, y arrojó la bañera con la tina con la jofaina con el cubo con el hueco al mar frente a su casa. A partir de entonces pudo sentirse tranquilo y no oyó nunca más aquel goteo.


jueves, 22 de febrero de 2018

Hasta siempre, amigo Forges

Forges, siempre contra los nazionalismos.

LA QUE NO ESTÁ (Ana María Shua)


Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está. Aunque todavía es joven, muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el sutilísimo arte de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por conformarse con otra cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de imaginar que tienen entre sus brazos a la mejor, a la única, a La Que No Está.


miércoles, 21 de febrero de 2018

Talibanes


COMO ÁNIMAS EN PENA (Gabriel García Márquez)


Esta es una de las tantas y tantas historias fascinantes —escritas o habladas— que se le quedan a uno para siempre, más en el corazón que en la memoria, y de las cuales está llena la vida de todo el mundo. Tal vez sean las ánimas en pena de la literatura. Algunas son perlas legítimas de poesía que uno ha conocido al vuelo sin registrar muy bien quién era el autor, porque nos parecía inolvidable, o que habíamos oído contar sin preguntarnos a quién, y al cabo de cierto tiempo ya no sabíamos a ciencia cierta si eran historias que soñamos. De todas ellas, sin duda la más bella, y la más conocida, es la del ratoncito recién nacido que se encontró con un murciélago al salir de su cueva y regresó asombrado, gritando: «Madre, he visto un ángel».


martes, 20 de febrero de 2018

EL EXPRESO (Pere Calders)


Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas, que les daba pena explicarle que allí no había habido nunca ni vías ni estación.


lunes, 19 de febrero de 2018

EL MAQUINISTA (Jean Ferry)


Hace mucho tiempo que circula este tren, caballero, mucho tiempo. Ha de saber, por cierto, que no puede usted permanecer en mi plataforma. ¿Cómo es que no viene acompañado de un responsable de locomotoras? El reglamento es taxativo en ese punto, como en todos los demás; de otro modo, no tendría razón de ser. Insisto. Usted, que es completamente ajeno a los ferrocarriles, créame que no puede permanecer sobre una locomotora en marcha sin tener a su lado a alguien que se responsabilice, alguien de rango superior. Para empezar, ¿cómo ha llegado hasta aquí? Ah, ¿no lo sabe? Es verdad que desde que partió este tren todo ha cambiado tanto… En todo caso, no puede usted bajarse en marcha, ni usted ni nosotros ni nadie. Hoy día pasan cosas muy raras, me dará la razón, y eso que hace treinta años que soy del oficio.

No es nada, es el timbre de la alarma. Al principio me preocupaba, pero a todo se acostumbra uno. Ya parará. Antes no paraba nunca. ¡Ya se imagina, cuando vieron que continuábamos rodando sin llegar a parte alguna! Luego tuvieron que resignarse. Yo no tengo la culpa, en todo caso, y han terminado por darse cuenta. Lo que pasa es que de vez en cuando vuelve a darles por ahí, pero ya no insisten mucho. A menos que se trate de una crisis, entonces estalla una especie de frenesí. Suena durante una hora seguida, con desesperación. Sí, con desesperación. Le extrañará, pero ya lo ve, también se acostumbra uno a los timbrazos de la alarma. Si uno conociera a los que están colgados al otro lado del hilo, acabaría por distinguirlos. Pues verá, me da la impresión, y me dirá usted que tan sólo es una idea y que de todas formas hay cosas que son imposibles, me da la impresión de que a veces son nuevos, de que en cuanto lo comprenden se ponen a darle al timbre a pesar de las advertencias de los demás, que les explican que no sirve de nada. Como bien dice, no es más que una idea. Porque igual que no se puede bajar, tampoco se puede subir, ¿verdad? ¡Ah! Lo ve, ya para.

No podemos ir en busca de noticias. No tenemos forma de abandonar la plataforma, eso está claro, ni yo ni el fogonero, y los demás no pueden venir, o no se atreven. No suele uno preocuparse mucho de lo que arrastra, sea un tren de lujo o vagones de cemento, pero he de decir que esta vez he pensado en el convoy más de lo que debería. Por otra parte, sólo puedo verlo en las curvas y no mucho al mismo tiempo. Y, además, ¿qué quiere usted que distinga en esta noche de nunca acabar que no parece tener fin? Antes me daba tiempo de verlos gesticular en las puertas, y los había incluso que iban agarrados a los estribos, pero cuando se acabó la electricidad las cosas volvieron a la normalidad. Si aún los hay que tratan de llamar la atención, ya no los veo. Aunque es como si los viera. Aparte de eso, todo marcha regularmente. Habrá alguien que se ocupe de la vía. Todo está en orden y no me he saltado ni una señal. No puedo decir que el paisaje me sea extraño, es como una llanura que atravesé en mi infancia y que continuamente vuelve a pasar. La cinta del velocímetro continúa funcionando, no se agota. Quien la verifique cuando lleguemos va a tener un trabajo de aúpa. Carbón parece que habrá de sobra. Se diría que crece, que cría. Si dejamos de quemarlo rueda sobre la plataforma, te llega primero a los tobillos y luego a las rodillas, es la peste. Antes lo tiraba al balastro, a paladas, pero reaparecía el doble. Lo mejor es quemarlo, para eso está hecho, ¿no? Es sólo que ya no hay frenos ni marcha atrás, y debo pedirle que crea que seguimos la ruta. Afortunadamente, la vía siempre está despejada y no hay estación que se interponga en nuestro camino. No he visto ni una desde que salimos. Otro tanto sucede con el agua.

Mi fogonero no parece mal tipo y no es ningún gandul, eso está claro. Pero no hay mucha complicidad entre nosotros. Es su primer viaje conmigo y tengo por principio no hablar con los nuevos fogoneros durante el primer viaje. Así puedo verlos venir. Además, bastante trabajo tiene con ese carbón que trata de ahogarnos o tirarnos abajo. Me pareció oír que se llamaba Edmond.

¿No vendrá usted del tren, por casualidad?

Vaya, se ha esfumado. Qué pasajero más raro. Me pregunto por dónde saldría el sol si un día le diera por amanecer. Parece que en América llevan un teléfono en las locomotoras que comunica por los raíles con las estaciones. Con un chisme así… En fin…

A fuerza de viajar sin parar, uno se cansa, aunque sea concienzudo. A fin de cuentas, ¿qué significa todo eso? Uno envejece, sí, y se cansa. Estoy tan cansado que si se agotara el carbón y tuviera el freno neumático donde corresponde, al alcance de la mano, y este tren se detuviera de una vez, me pregunto si me bajaría de la locomotora. ¿En qué país estaríamos? ¿Cómo volvería a casa? Después de tantas noches, ¿volvería a encontrar a los que dejé atrás, no para correr aventuras, sino para ejercer mi oficio? El fogonero puede hacer lo que le venga en gana. Yo no me apeo.


domingo, 18 de febrero de 2018

ARCILLA (James Joyce)


La Supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.

María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: "Sí, mi niña", y "No, mi niña". La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la Supervisora le dijo:

-¡María, es usted una verdadera pacificadora!

Y hasta la Auxiliar y dos damas del Comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.

Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:

-Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.

Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería Dublín Iluminado y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.

Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada Víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber.

Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.

Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartito en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus botitas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.

Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.

Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápidamente por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de a penique surtidas y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:

-Dos con cuatro, por favor.

Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.

Todo el mundo dijo: "¡Ah, aquí está María!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el envoltorio de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y la señora Donnelly dijo qué buena era trayendo un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:

-Gracias, María.

Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido -por error, claro-, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles las tortas si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y la señora Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto, casi llora allí mismo.

Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. La señora Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.

Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminaría si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo la señora Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: "¡Oh, yo sé bien lo que es eso!" Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.

La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo muy pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.

Después de eso la señora Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y la señora Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.

Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. La señora Donnelly dijo "¡Por favor, sí, María!", de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo "¡Ahora, María!", y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó "Soñé que habitaba" y, en la segunda estrofa, entonó:  Soñé que habitaba salones de mármol / Con vasallos mil y siervos por gusto, / Y de todos los allí congregados, / Era yo la esperanza, el orgullo. /  Mis riquezas eran incontables, mi nombre / Ancestral y digno de sentirme vana, / Pero también soñé, y mi alegría fue enorme / Que tú todavía me decías: «¡Mi amada!».

Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.


Vasos comunicantes


sábado, 17 de febrero de 2018

LA EJECUCIÓN (Hermann Hesse)


En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

-¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.


jueves, 15 de febrero de 2018

VOSOTROS LOS NORMALES (Saiz de Marco)



Tal vez en algún sitio y en un pliegue del tiempo los Pol Pots, los Stalins, los Hitlers…, los tiranos y monstruos de la Historia (o quizá sus espectros lavados, depurados) nos recriminarán:

-Yo era un pobre pirado con la cabeza ida, un tipo "iluminado", un loco de remate (y además lo sabíais: se notaba a la legua).

Pero vosotros no.

Vosotros erais cuerdos, personas razonables, seres equilibrados.

Y aun así me dejasteis realizar mis delirios, disponer a mis anchas, salirme con la mía.

Me permitíais todo. Todo me consentíais.

En nada me coartabais.

¿Acaso no debisteis vosotros, los normales, ponerme a buen recaudo, impedir mis desmanes y mantenerme a raya?

¿Por qué no os rebelasteis?

Vosotros que podíais ¿por qué no hicisteis nada?


¿Por qué nunca objetabais mis consignas absurdas, mis sanguinarias órdenes, mis demencialidades?


Si a otros los repudiabais y teníais por lunáticos -y hasta los encerrabais en algún manicomio-, ¿por qué, en cambio, conmigo no hicisteis nada de eso?

¿Por qué me obedecíais siempre y sin rechistar?

¿Por qué no me salvasteis de mí mismo -y de paso os librasteis de mí-… vosotros, los normales?



miércoles, 14 de febrero de 2018

LAS ACTAS DEL JUICIO (Ricardo Piglia)


En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.

En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.

Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.

Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.

¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:

¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.

Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.

El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.

¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. Nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.

Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:

Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.

¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.

Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.

No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.

Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.

Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.

Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.

Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.

Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.

En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.

Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.

No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:

Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?

Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.

Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.

Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.

De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.

Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.

Como si no fueran los mismos.

Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.

Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.

¿Qué pasa acá? ­dijo.

Pasa que nos volvemos, mi general.

¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?

Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.

Esa fue la vez que lo hicimos.

Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.

Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.

También por eso lo hice. Para ayudarlo.

Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.

Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.

Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.


martes, 13 de febrero de 2018

COBARDÍA (Emilia Pardo Bazán)



Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.

Una noche -serían las doce y media- en que ni había teatro, ni reunión, ni distracción alguna nos juntábamos en el Club ocho o diez peces -gran bandada para un acuario tan chico-. Se había fumado, murmurado, debatido problemas administrativos, científicos y literarios; contado verdores, aquilatado puntos difíciles de ciencia erotológica; roído algo los zancajos a la docena de señoritas que estaban siempre sobre la mesa de disección; picado en la política local y analizado por centésima vez la compañía de zarzuela; pero no se había enzarzado verdadera gresca, de esas que arrebatan la sangre a los rostros y degeneran en desagradables disputas, voces y manotadas. A última hora -casi a la de queda, pues rara vez trasnochaban los peces hasta más de la una- se armó la cuestión recia e infalible. Minutos antes entraba en La Pecera una persona a quien yo profeso gran cariño: Rodrigo Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales. Habiéndole conocido en ocasión muy crítica para mí, nos unía desde entonces una amistad, por decirlo así, clandestina. Ni andábamos siempre juntos, ni con frecuencia siquiera; no cultivábamos ese trato pegajoso que, en opinión del vulgo, caracteriza a los amigos íntimos. Mis novias podían escribirme sin que yo enseñase a Rodrigo sus gazapos de ortografía. Pasábamos un mes sin vernos, y no por eso se nos desquiciaba la vida; nos veíamos al cabo del mes, y sentíamos -sentía yo, por lo menos- cierta efusión interior, cierto bienestar del alma. No por eso se entienda que congeniábamos. Al contrario: nuestro carácter y modo de ser opuestos nos impedían la verdadera compenetración amistosa. Yo tenía a Rodrigo por estrecho de criterio, medio beato, cerrado, meticuloso y triste; él, probablemente, me conceptuaba un libertino escéptico, un vividor egoísta. Entre el hombre que comulga todos los meses y el que sólo lo hace con ruedas de molino se alza siempre un muro o invisible valla moral.

Al entrar Rodrigo en La Pecera se hallaba la disputa en sus comienzos: era de las que pueden tomar fácilmente un giro peligroso, porque de comentar ciertas bofetadas y bastonazos administrados aquella misma mañana por un tendero a un concejal a causa de no sé qué enjuagues de matute, se había pasado a discutir el valor y los modos de probarlo.

A mí, estos altercados me proporcionaban un género de distracción muy original. Apenas principiaban a exaltarse los ánimos, fijaba la vista en la pared de espejos, donde se reflejaba el grupo de contendientes, observando algo fantástico, al menos para mí. Al copiarse en las lunas no solo el grupo, sino la imagen del mismo grupo devuelta por las lunas de enfrente, parecía como si discutiese una innumerable muchedumbre en una galería larguísima, a la cual no se le veía el fin. Recreo de ilusionismo barato, que me causaba una especie de extravío imaginativo bastante curioso. Había dado en figurarme que las imágenes reflejadas en los espejos eran sombras, espectros y caricaturas morales de los disputadores vivos. Sus actitudes y movimientos, que reproducían las lunas, me parecían irónicas, lúgubres y mofadoras. Y de fijo era yo quien reflejaba en el espejo la actitud de mi propio espíritu ante tanta polémica huera, tanta vanidad, tanta exageración, tanta vaciedad y tanta palabrota como allí se oía en diciendo que empezaba el debate.

El de la noche a que me refiero iba por los caminos que ustedes verán, si leen.

-Yo -decía Mauro Pareja, pez de muchas libras- comprendo que en casos así se ciegue el más pacífico, se le suba el humo a las narices y la emprenda a linternazos hasta con su propia sombra. Eso de que le llamen a uno matutero… Señores, aunque yo lo fuese, no le tolero que me lo llame ni al lucero del alba. Pero… ¡las armas naturales! Ya me apesta lo del cambio de tarjetitas y la farándula de los padrinos con sus idas y venidas, y la farsa de los sables romos, y el sueltecillo de cajón: «Anteayer, jugando con unos sables, recibió un arañazo en una bota el distinguido joven Periquito de los Palotes…» Pleca, y luego: «Ha quedado honrosamente zanjada la cuestión surgida entre Periquito de los Palotes y Juanito Peranzules…» ¡A freír monas! ¡Y vaya una manera de volver por la decencia! El puño, señores…, y a vivir.

-El puño es de carreteros -arguyó el comandante Irazu, hombre desmedrado, lacio como un guante viejo, mirando de soslayo, con aparente desdén, la enorme diestra huesuda de Mauro Pareja.

-El puño y la bota, y peor para la gente esmirriada -repitió, con acento incisivo, Mauro-. Y hasta los dientes y las uñas, ¡qué demontre!

-Como las verduleras -bufó Irazu-. Bonito sistema. El mejor día nos arrancamos el moño. ¡Taco, oye uno cada cosa!

-El duelo -declaró el redicho jurisconsulto Arturo Cáñamo en voz muy flauteada- es contrario a las enseñanzas de la religión y a los adelantos de la moral social. Nos retrotrae…, pues…; nos retrotrae a los tiempos perturbados de la Edad Media. Es una costumbre bárbara, importada por los germanos de sus selvas vírgenes…

-¡Que la importase el moro Muza!… -exclamó Pablito Encinar, el pececillo más nuevo del acuario, acabado de salir del colegio de artillería-. Mire usted: ¡a mí, qué!

-¿De modo -recalcó Cáñamo, engallándose mucho- que usted se batiría en duelo? ¿Usted sostiene que cometería un asesinato legal?…

-Señor mío, eso según y conforme… Ahora hablamos a sangre fría. Pero supóngase usted que un hombre me injuria atroz, mortalmente… ¿Me trago la injuria? ¡Tráguesela usted, y buen provecho le haga! Usted no viste uniforme. Es decir, yo, aunque tampoco lo vistiese, no me la trago. ¡Qué había de tragar! Figúrese usted…, vamos, verbigracia…, que aquí, delante de todos viene un individuo y le planta a usted un bofetón en mitad de la jeta… ¿Qué hace usted? ¿Se lo guarda y se consuela con que los germanos…?

Al llegar a este punto la discusión, mi observatorio de los espejos me reveló una cosa rara. Rodrigo Osorio tenía vuelto el rostro hacia la pared; pero lo copiaba la luna más próxima, y vi que se ponía no pálido, sino verde, lívido, desencajado como un moribundo. Sus labios se movían convulsivamente, y su mano crispada hacía dos o tres veces el ademán de aflojar la corbata, propósito irrealizable, pues era de las que llaman de «plastrón». A la vez que comprobaba en Rodrigo esta impresión profunda e iba a volverme para preguntarle si estaba enfermo, las delatoras lunas me hicieron nuevas revelaciones: en ellas vi a tres o cuatro Mauros Pareja guiñando el ojo y tirando de la manga a otros tantos Pablitos Encinar, y a los Pablitos Encinar dándose tres o cuatro palmadas en la boca, de ese modo que significa: «¡Tonto de mí! Soy un charlatán imprudente». Y al punto que observé estos dos hechos, vi en el espejo que las figuras cesaban de accionar, mientras mis oídos percibían, en vez del alboroto de la polémica, un silencio repentino, embarazoso, helado. Dos o tres segundos después sentí un dramático escalofrío: Rodrigo se levantaba, tomaba su sombrero y, sin pronunciar una sílaba, abandonaba el salón.

Fue todo ello tan de repente, tan impensado, que al pronto me quedé sobrecogido, no acertando ni a preguntar a los que, indudablemente…, «sabían». Al fin conseguí exclamar, dirigiéndome a Pareja:

-Pero ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado aquí?

-¡Este Pablito! -contestó Pareja señalando al joven teniente, que se mordía el bigotillo, muy nervioso-. ¡Le ponen a uno en cada compromiso los novatos!

-¿Pero qué es ello? ¡Si yo no sé nada!

-¡Hombre! ¿No ha de saber usted? Rodrigo le quiere a usted mucho…, y, además, hasta los gatos lo saben.

-Pues las personas, no; yo, al menos. Le ruego a usted que me ponga al tanto…

-¡No saberlo usted! -repuso Pareja con suspicacia-. Bueno; pues en dos palabras le enteraré… La cosa es muy sencilla. ¿Se acuerda usted de aquella generala tan salada, tan guapetona y tan seria que tuvimos hace tres años? ¿No? Verdad que usted no estaba entonces aquí… Pues era una mujer… de patente, y no faltaron almas caritativas para susurrar que este Rodriguito y ella… En fin, cosas del pícaro mundo. Si fuese verdad, el caso probaría que los chicos educados en tanto beaterío son lo mismito que los demás mortales que no andan comiéndose los santos… Digo, no; ya verá usted cómo, en ciertos casos, resultan diferentes. El general se enteró de las murmuraciones, hay quien cree si por algún anónimo…, y se dejó decir que él no se batía con chicuelos, pero que tiraría de las orejas y hartaría de bofetones a Rodrigo donde le encontrase. La mamá se asustó, se llevó al niño a Compostela y allí le metió de coronilla, sin duda para acabar de volverle loco, en iglesias, confesonarios y conventos.

Al cabo de dos o tres meses regresaron aquí. No estaba la generala. Se había ido a las aguas de Cuntis. El general, sí, y ahora entra lo bueno de la historia. Una tarde se paseaba el general, con su ayudante al lado, por la calle Mayor, y Rodriguito, que venía en sentido contrario, se le acerca, se encara con él y le dice (hay quien lo oyó como usted me oye): «Sé que usted desea abofetearme. Aquí estoy. Puede usted cumplir su deseo». El general alza la mano…, y ¡pum! De cuello vuelto, ¡terrible, monumental! Todos creían que el muchacho iba a sacar un revólver… ¡Nada, señores, nada! Aguantó, agachó la cabeza, se volvió…, y se retiró lo mismo que ahora, con mucha pausa, sin decir chuz ni muz, arrimando el pañuelo a las narices, que le sangraban.

Hubo una explosión de risas y de comentarios. Pablito Encinar juró y se retorció el naciente bigote. Sentí en la cara el ardor del recio bofetón, como si acabase de recibirlo. Temblé de ira. Comprendí en aquel instante toda la fuerza del afecto que Rodrigo me inspiraba. La lengua se me entorpecía, de pura rabia y cólera frenética. Por medio de un esfuerzo terrible me dominé y pude articular estas frases, que dejaron a los peces más boquiabiertos de lo que estaban por costumbre:

-He conocido a Rodrigo Osorio hace un año en Madrid. No le conocí en ninguna soirée ni en ningún teatro, ni en timba ninguna, sino a la cabecera de mi cama. ¿Cómo? Aguarden ustedes… Parábamos en la misma fonda. Supo él que un paisano suyo, un marinedino, se encontraba enfermo de una tifoidea, bastante solo y casi abandonado. No preguntó más. Se metió en mi cuarto a cuidarme. Me cuidó como un hermano, como una hermana… de la Caridad. Pasó diez noches sin desnudarse. No contrajo mi mal porque Dios no lo quiso. Ahora, el que sea más valentón que Rodrigo Osorio, que salga ahí. ¿Lo están ustedes oyendo? ¡A ver, a ver si alguno tiene ganas de que yo sea el general! Porque a mí me hormiguea la mano…

…………………………

Mauro Pareja no esgrimió contra mí los dientes ni los puños. No me vi tampoco en ocasión de «jugar» con ningún sable, florete ni otra arma mortífera.

lunes, 12 de febrero de 2018

AEROPUERTO DE CASABLANCA, 1941 (Íñigo Domínguez)



El avión de Ilsa acaba de despegar. Rick y el comisario Renault se alejan por la pista en la oscuridad.

—No se ve nada, Rick, y hace mucho frío. Yo estoy solo con la chaqueta, por lo menos tú tienes la gabardina.

—No te quejes, que yo acabo de meter a mi novia en un avión con el tío soso ese. Dame un cigarrillo.

—No tengo. Y a estas horas está todo cerrado. Vamos a tomar un trago.

—He vendido el bar, Louis.

—¿Qué vamos a hacer? Me queda mucho para cobrar la pensión… Oye, Rick.

—¿Sí?

—¿Me puedes decir qué hacemos en medio de la pista? Es peligroso, ahora llega el avión de Lisboa.

—Sí, ese podría ser el final de una gran amistad. Mejor te acompaño a casa. Mañana te invito a desayunar. 


sábado, 10 de febrero de 2018

DIME SI MOLESTO (Eeva Kilpi)



· Dime si molesto,

· dijo él al entrar,

· porque me marcho inmediatamente.

· No sólo molestas,

· contesté,

· pones patas arriba toda mi existencia.

· Bienvenido.


Enanitos


UN HOMBRE SUEÑA (Ana María Shua)


Un hombre sueña que ama a una mujer. La mujer huye. El hombre envía en su persecución los perros de su deseo. La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña. Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de la montaña se detienen jadeando. El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla. Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.


viernes, 9 de febrero de 2018

LOS ÁNGELES DORMIDOS (Fernando Iwasaki)


En una librería de viejo adquirí una caja de antiguas placas de magnesio de un fotógrafo rural, donde abundaban los retratos de niños muertos, repeinados y vestidos de domingo por unos padres arrasados de dolor. Morían los niños en los pueblos y los padres mandaban buscar al fotógrafo para tener un recuerdo que llorar, otra imagen para rezar. Y mientras el artista llegaba andando o a caballo, alguien vestía y peinaba a los niños como si hubieran sido invitados a un cumpleaños triste, amortajados de encajes y almidones. Para sus padres sólo eran ángeles dormidos, pero aquí en mi apartamento siempre serán niños muertos. Y lloran todas la noches.



jueves, 8 de febrero de 2018

Trapos incisocortantes


EL GATO DE CHESHIRE (Enrique Anderson Imbert)


Algunos de los marineros que regresaban de sus largos viajes solían visitar a Simbad, el paralítico. Simbad cerraba los ojos y les contaba las aventuras de sus propios viajes interiores. Para hacerlas más verosímiles a veces se las adjudicaba a Ulises. «Apuesto», pensaba Simbad cuando se quedaba solo, «a que tampoco él salió nunca de su casa».


miércoles, 7 de febrero de 2018

CIEN NOCHES (Roland Barthes)


Un mandarín estaba enamorado de una cortesana.

«Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana». 

Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.


martes, 6 de febrero de 2018

CLAVE (Emilia Pardo Bazán)


El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.

Se atusó Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:

-Que pasen al salón.

A los pocos instantes se hallaban frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:

-Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería… desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir.

El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Se sentó al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases le aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que sólo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Se confundieron las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austriaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico de años que ya contaba el ilustre maestro…

Entre tanto, las dos mujeres, al salir a la calle, se miraban, se cogían las manos y se echaban a reír gozosamente.

-¿Lo ves? -exclamó la madre-. ¡Bien sabía yo que tu voz es un portento!

-Pues mira -respondió la hija-, hasta hoy no lo creí; pero después que me lo dice este hombre tan competente y tan famoso…

-¡Lo que es si dudases ahora… chiquilla!

-No, ya no dudo. En Madrid sí dudaba. ¡Influye tanto la posición en los juicios de los amigos entusiastas! Pero Redlitz, que me tiene por una pobre, por una muchachuela desconocida, que no me ha visto jamás, ¿por qué había de engañarme? Estoy convencida. ¡Qué alegría! No sé lo que me pasa.

-Ya ves que la idea de disfrazarnos de pobres ha sido excelente.

-¡Divina! Este sombrero mío lo he de guardar en cristalera.

Y la joven soltó una carcajada de júbilo.

-¿Qué opinas? ¿Te convendrán las lecciones de Redlitz? -preguntó la madre.

-¡Qué disparate! De humorada ya bastó. Esta noche misma nos volvemos a Madrid; también hay allí buenos profesores de canto.

Y llamando el primer coche alquilón que pasaba, las dos señoras se metieron en él, dando las señas de un hotel caro y céntrico. Al día siguiente, Redlitz, que había adornado su gabinete con flores raras y olorosas, esperó en balde a su nueva alumna. Lo mismo sucedió toda la semana. El maestro se acordó con desesperación de que no se había enterado de dónde paraban las españolas; pensó en una enfermedad, en una desgracia; apeló a la Policía, escribió a España, puso en juego influencias… Nadie pudo darle razón de las dos extranjeras de humilde pergeño a quienes nunca volvió a ver.

Y siempre fue un enigma para los admiradores del talento de Redlitz el porqué estuvo más de dos meses triste y preocupado, así como fue otro misterio para los admiradores de la hermosura de la marquesita de Polvareda verla empeñada en que tenía una voz admirable, cuando lo que tenía eran unos ojos de «date preso» y una cara y un talle de patente.


lunes, 5 de febrero de 2018

INSTRUCCIÓN 10 (Leila Guerriero)


Están juntos desde hace quince años. Después de mucho tiempo, hacen algo que antes hacían a menudo: van a un recital en un parque. Sorpréndase cuando el olor de los baños químicos mezclándose con el de la comida de decenas de puestos ambulantes, que antes lo enardecía, ahora le produzca náuseas. Piense que ella, de todos modos, parece contenta, despreocupada. Coman algo. Deambulen. Cada tanto pregúntele: “¿A qué hora empieza?”, en el mismo tono en que le pregunta: “¿Pagaste el seguro del auto?”. Sepa que ella detectará en su voz la nota de fastidio. Note cómo se contrae al responder: “Falta una hora”, para después sumergirse en un silencio hosco. Sin embargo, cuando el recital está por comenzar, ella lo toma alegremente de la mano y tracciona hacia adelante, buscando sitio entre la multitud. Usted había olvidado ese brío, esa firmeza. Sienta un rayo de admiración, que se esfuma rápido. Ella se vuelve y lo mira con una sonrisa plena. Sienta que ella no está feliz: que actúa desesperadamente como si lo estuviera. Cuando la banda sale al escenario, ella aúlla, salta. Siéntase incómodo, avergonzado, como si estuviera con una mujer desconocida, escandalosa. Pregúntese: “¿Ella era así antes?”. Y después: “¿Antes de qué?”. De pronto, en mitad de un tema, ella se cuelga de su cuello y lo besa seminalmente, como si quisiera matarlo. Responda al beso con los labios duros, refractarios. Sienta que ella es un anzuelo intentando capturar el recuerdo de un recuerdo muerto, un gran instrumento inútil haciendo esfuerzos por volver a sonar. Sienta que todo es deforme y falso, un cuento que ella se cuenta a sí misma porque nunca dejará de buscar en usted al héroe que jamás fue, o que fue antes, o que fingió ser cuando ella era alguien a quien usted codiciaba. Sienta una repulsión demente. No por ella, sino por lo que han hecho: por lo que se han hecho.


domingo, 4 de febrero de 2018

CORAZÓN DEL DÍA (António Lobo Antunes)


El poeta Eugénio de Andrade está muy enfermo. Es un amigo y no me atrevo a visitarlo. Cuando iba a su casa, en el Passeio Alegre, un espacio de cuidadosa blancura frente a las palmeras y el mar, me recibía con vino fino, bizcochos, libros, pequeñas atenciones que me impresionaban, así como me impresionaba su delicadeza, su hidalguía. La mesa de mármol para escribir. Nunca me habló mal de nadie y la vanidad que lo caracterizaba, tan ingenua, me conmovía. En cierto sentido nunca dejó de ser un campesino de la Beira Baixa natal, hecho de puerilidad y soltura, que hacía celosamente su obra fingiéndose desinteresado, muy distante y, no obstante, alerta como un conejo de campo. Nos escribimos durante años, hablábamos por teléfono con frecuencia, me conmovía su ternura con mis hijas. Y periódicamente venían versos, libros, fotos dedicadas, su rostro dibujado a carboncillo por el escultor José Rodrigues que, como decía, "sabe mi cara de memoria". Me pidió hacer una sesión de fotografías con él: y Dario Gonçalves, una persona a la que él quería mucho, llevó la máquina. Eugénio le pidió un momento, desapareció y regresó, hecho un dandi, para las fotos. Él mismo eligió los ángulos, las actitudes: y allí me quedé, sentado, con Eugénio de pie detrás de mí, su mano apoyada en mi hombro, en aquella pose que le gustaba adoptar destinada al Futuro. Normalmente hablábamos de poesía, me pedía que le leyese lo que había escrito, discutíamos las correcciones que insertaba en cada edición nueva y que, a veces, no me convencían: aceptaba las críticas con una humildad de niño pillado en falta, probábamos con otras palabras, repetíamos todo. Su solicitud y su ternura en relación conmigo eran infinitas. Ya enfermo, y estando yo en Roma con ocasión de un premio, el sacerdote y poeta José Tolentino Mendonça, al que Eugénio apreciaba sobremanera y es uno de los pocos hombres que admiro y respeto, me contaba que Eugénio lo llamaba, preocupándose por saber si yo me encontraba bien. Dedicaba a la camaradería un desvelo fraterno, aunque fuese un hombre áspero, lleno de caprichos, capaz de una violencia fría, insoportable con las personas que no apreciaba, y de una fortaleza física que, en general, resultaba imprevisible. Recibí de él, durante muchos años, innúmeras pruebas de aprecio. Me censuro no visitarlo ahora; es que no soporto verlo acabar así, reducido a un pobre fantasma titubeante. A él, que tanto admiraba la belleza y su propia belleza (Eduardo Lourenço, amigo de ambos: Y entonces se nos presentó en Coimbra aquel Rimbaud), la enfermedad decidió destruirlo, horriblemente, en lo que más le importaba, convirtiéndolo en un Rimbaud desfigurado, dependiente, trágico, el "cesto roto" que Cesário Verde, una de sus pasiones, evocaba con respecto a sí mismo, a medida que la tuberculosis lo "desmadejaba". "Me entra la lluvia, me entra el viento en el cuerpo desmadejado". Prefiero recordar a Eugénio tal como lo conocí: orgulloso, altivo, hablándome de jacarandás y freesias, amando (y era verdad) el "reposo en el corazón de la lumbre". Y después había pequeños actos que lo definían por entero: en una de las ocasiones en que fui a Oporto encontré un libro de Jorge de Sena, un libro póstumo, horrible, en el que Sena atacaba a compañeros de viaje (Cesariny y Vitorino Nemésio, por ejemplo, mucho mejores artistas que él) de un modo tan vil que me indignó. Hablé del libro con Eugénio. Se quedó un buen rato en silencio y después sacó su ejemplar, debajo de un mueble, y lo puso encima del sofá. Susurró: Lo tenía aquí escondido, ¿sabes?, porque no quería que pensaras mal de Jorge.

Nunca conocí a Jorge de Sena

y, no obstante, en boca de Eugénio era siempre Jorge, tal como, para Zé Cardoso Pires, Alves Redol era siempre António, Carlos de Oliveira Carlos, y tampoco conocí a Redol ni a Oliveira. Pero este acto define bien a Eugénio: la defensa intransigente de aquellos a quienes amaba, su preocupación por cuidar del perfil de ellos con un esmero idéntico al que ponía en cuidar del suyo. Tenía la pasión de la amistad, que en verdad sólo merecían unos pocos, y una rara, permanente fidelidad a ella. Me doy cuenta ahora de que estoy contando todo esto en pasado, como si Eugénio hubiese muerto. Tal vez porque el hombre que sigue vivo no es él. Tal vez por pudor de mi parte. Tal vez porque me resulta difícil aceptar el final de un amigo. Tal vez porque me cuesta entender que no vendrá a abrirme la puerta si toco el timbre, subo las escaleras y me encuentro, en las paredes, con múltiples representaciones suyas hechas por múltiples pintores, un montón de Eugénios, en blanco y negro, en color, a la acuarela, al óleo, a lápiz, Eugénios de todas las edades, apariencias, formas, de calidad variable, buenos, malos, más o menos, el montón de Eugénios, obsesivamente repetidos, de los que le encantaba rodearse. En medio de tanto Eugénio inmóvil, sólo él se movía. Dejaba escapar, hacia uno o hacia otro, una mirada de soslayo satisfecha, contento de ser veinte, de ser treinta, de ser cuarenta, de ser una multitud de personas que formaban una especie de guardia de honor en torno a él, mientras que destapaba el vino fino, me servía una copa -No puedo beber-, me acercaba una servilleta de hilo deslumbrante, un plato de bizcochos, cuencos con bombones, anunciaba -Los compré para ti-, ocupaba el sillón estirando la manta sobre sus rodillas -Qué frío hace-, echaba un vistazo a los árboles, las olas, las gaviotas grises que gritaban, sacudía la mano con un gesto rápido y preciso de prestidigitador y avanzaba el peón de rey del comienzo de una frase. Dos o tres horas después, me acompañaba hasta la salida como si circuláramos por los pasillos de un palacio. Y, en cierto modo, aquel edificio pequeño era, en efecto, un palacio. Su palacio, y él un viejo conde entre cortejos de glorias inventadas y reales. Cuanto más inventadas, más reales. Desde la calle, las ventanas iluminadas parecían mostrar una casa vacía. Mejor dicho: si viera a alguien a través de las cortinas no sabría distinguir si era Eugénio o una de sus representaciones enmarcadas quien me hacía señas desde arriba. O acaso él sólo existía cuando estábamos juntos. Si no lo estábamos, supongo que no era otra cosa que una de las palmeras del Passeio Alegre, doblándose a diestro y siniestro a merced del viento y las salpicaduras del mar.


sábado, 3 de febrero de 2018

TABARNIA, la nueva Comunidad Autónoma



HOSTILIDAD (Juan José Millás)


Esta niña de siete años ya no cree en los Reyes, pero todavía no lo sabe. El pasado día 6 se levantó pronto y fue al salón, donde estaban expuestos los regalos. La envoltura del suyo así como la cinta que adornaba el paquete le resultaron familiares. Eran las mismas de un obsequio que había recibido meses antes su hermana mayor por el cumpleaños. Sintió una extrañeza muda y apartó una idea turbadora de la cabeza para centrarse en el juguete electrónico, muy deseado, que le habían traído los Magos. Mientras lo manipulaba, observó de reojo que sus padres, ajenos a lo que ocurría por debajo de sus rodillas, se daban las gracias mutuamente, ella por el portátil y él por la cartera de piel que les habían dejado Melchor, Gaspar y Baltasar. Le pareció raro este intercambio, pero siguió a lo suyo.

El lunes, cuando regresó al colegio, una compañera le dijo que los Reyes eran los padres. ¿Los padres de quién?, preguntó la niña, y su amiga se rió: los padres en general, respondió. Pensó en unos padres abstractos, con el rostro borroso, entrando en las casas por las noches cargados de regalos. Entre tanto, en su mente se fue abriendo paso una sospecha como un buque en medio de la niebla. A lo largo del día, y aunque intentaba pensar en otras cosas, la quilla del buque, afilada como la de un rompehielos, quebraba todas sus defensas y progresaba hacia realidades desconocidas, pero de las que había oído hablar. Realidades en las que dos y dos eran cuatro y donde la gente no vivía en las nubes. Ella viajaba en ese buque, asomada a un horizonte que la alejaba del mundo de la infancia para ingresar en otro que, aun de lejos, le pareció hostil. Durante la cena, su madre le preguntó si le ocurría algo, y ella dijo que no, que nada.



viernes, 2 de febrero de 2018

El rapto de Europa


SEÑORITA BISTURÍ (Charles Baudelaire)


Cuando me acercaba al extremo del arrabal, a los destellos del gas sentí que un brazo se escurría suavemente por debajo del mío, y oí una voz que al oído me decía:

—Es usted médico, ¿verdad?

Miré. Era una chica alta, robusta, de ojos muy abiertos, con ligero afeite. Sus cabellos flotaban al viento, como las cintas de su gorra.

—No, no soy médico. Déjeme pasar.

—Sí. Usted es médico. Lo conozco. Venga a mi casa. Quedará contento de mí. ¡Vamos!

—Sí, sí; ya iré a verla, pero más tarde, después del médico. ¡Qué diablo!

—¡Ah, ah! —dijo, sin soltar mi brazo, con una carcajada—. Es usted un médico bromista; he conocido varios por el estilo. Venga.

Me apasiona el misterio, porque siempre tuve la esperanza de aclararlo. Así, pues, me dejé llevar por la compañera, o más bien, por aquel misterio inesperado.

Omito la descripción del antro; la podrían encontrar en varios conocidísimos poetas franceses. Sólo —detalle que no advirtió Regnier— dos o tres retratos de doctores célebres estaban colgados de la pared.

¡Qué caricias recibí! Buen fuego, vino caliente, cigarros; y al ofrecerme aquellas cosas tan buenas, mientras ella encendía también un cigarro, la graciosa criatura me decía:

—Piense que está en su casa, amigo mío; póngase cómodo. Así recordará el hospital y los buenos tiempos de la juventud. ¿De dónde ha sacado estas canas? No estaba usted así, no hará mucho todavía, cuando era interno de L. Recuerdo que en las operaciones graves usted me asistía. ¡Aquél era un hombre amigo de cortar, de sajar y raspar!

»Usted le iba dando los instrumentos, las hilas y las esponjas. ¡Y con qué orgullo decía, una vez hecha la operación, mirando el reloj de bolsillo: Cinco minutos, señores!

»¡Oh! Yo voy por todas partes. Ya conozco a todos esos caballeros.

Algunos instantes después, tuteándome, volvía a su estribillo y me decía:

—Eres médico. ¿Verdad, gatito mío?

Aquella repetición ininteligible me hizo ponerme en pie de un brinco.

—¡No! —grité furioso.

—Pues serás cirujano...

—¡No, no! Como no sea para cortarte la cabeza...

—Espera —continuó—. Vas a ver.

Y de un armario sacó un legajo de papeles, que no era sino una colección de retratos de los médicos ilustres de entonces, litografiados por Maurin, que muchos años he visto expuesta en el Quai Voltaire.

—Mira. ¿Reconoces a éste?

—Sí; es X. Además, tiene el nombre debajo; pero lo conozco personalmente.

—¡Lo sabía! Mira. Aquí está Z., el que decía en clase, hablando de X.: «Ese monstruo, que lleva en la cara lo negro de su alma.» ¡Y todo porque no era de su opinión en cierto asunto! ¡Qué risa levantaba todo esto en la escuela por aquel entonces!

»¿Recuerdas? Mira: éste es K., el que denunciaba a los insurrectos que curaba en el hospital. Eran tiempos de motines. ¿Cómo podrá tener tan poco corazón un hombre tan guapo?

»Aquí tienes ahora a W., un médico inglés famoso; lo pesqué cuando vino a París. Parece una señorita, ¿verdad?

Y, como yo tocase un paquete atado con un bramante que había sobre el velador:

—Espera un poco —dijo—, éstos son los internos, y los del paquete, los externos.

Desplegó en forma de abanico un montón de fotografías que representaban caras más jóvenes.

—Cuando nos volvamos a ver, me darás tu retrato, ¿verdad, querido?

—Pero —le dije, siguiendo yo a mi vez con mi idea fija—, ¿por qué crees que soy médico?

—¡Eres tan simpático y tan bueno con las mujeres!

—¡Lógica singular! —dije para mis adentros.

—¡Oh, no suelo engañarme! He conocido muchísimos. Tanto me gustan esos caballeros que, aun sin estar enferma, voy a verlos muchas veces nada más que por verlos. Hay quien me dice fríamente: «¡Usted no tiene enfermedad ninguna!» Pero hay otros que me comprenden, porque les hago gestos.

—¿Y cuando no te comprenden?

—¡Hombre! Como les he molestado inútilmente, les dejo diez francos encima de la chimenea. ¡Son tan buenos y tan cariñosos esos hombres! He descubierto en la Pitié un chico interno, hermoso como un ángel, y ¡tan bien educado! ¡Lo que trabaja el pobre chico! Sus compañeros me han dicho que no tiene un chavo, porque sus padres son pobres y no pueden enviarle nada. Eso me ha dado confianza. Después de todo, bastante guapa ya soy, aunque no demasiado joven.

»Le he dicho: Ven a verme, ven a verme a menudo. Y por mí no te apures; yo no necesito dinero.

»Pero ya comprenderás que se lo he dado a entender con muchos miramientos; no se lo dije así, en crudo; ¡tenía tanto miedo de humillarle al pobrecillo! Pues bueno, ¿creerás que tengo un capricho tonto y que no me atrevo a decírselo? ¡Quisiera que viniese a verme con el estuche y el delantal, hasta un poco manchado de sangre!

Lo dijo en tono muy cándido, como un hombre sensible diría a una cómica de la que estuviese enamorado: quiero verla vestida con el traje que saca en ese famoso papel que ha creado.

Siguiendo en mi obstinación, continué:

—¿Puedes recordar la época y la ocasión en que ha nacido en ti esa pasión tan especial?

Difícilmente conseguí que me entendiera, pero lo logré al cabo. Solo que entonces me contestó con aire tristísimo, y, si no recuerdo mal, hasta apartando de mí los ojos:

—No sé, no me acuerdo.

¿Qué rarezas no encuentra uno en una gran ciudad, cuando sabe andar por ella y mirar? En la vida, los monstruos inocentes pululan. ¡Señor, Dios mío! ¡Vos, el Creador; Vos, el Maestro; Vos, que hicisteis la ley y la libertad; Vos, el Soberano que deja hacer; Vos, el Juez que perdona; Vos, que estáis lleno de motivos y de causas, y que habéis puesto acaso en mi espíritu el gusto por el horror para convertir mi corazón, como la salud en la punta de una cuchilla; ¡Señor, apiadaos, apiadaos de los locos y de las locas! ¡Oh, Creador!

¿Pueden existir monstruos ante los ojos de Aquel que sólo sabe por qué existen, cómo se han hecho y cómo hubieran podido no hacerse?