Elige un relato al azar

Ver una entrada al azar

sábado, 31 de marzo de 2018

COMEDIA (Emilia Pardo Bazán)


Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública… ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se enclaustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer -una sirviente, niñera en casa de modestos empleados- pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

-El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

-Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

-¿Qué edad tienes?

-Veintiuno… Malito ha cumplido tres.

-Eres muy rebonita, Lorenza… ¿Hace mucho que sirves?

-Del pueblo he venío en agosto, porque se murió mi madre, y padre casó a las pocas semanas…

Desde entonces, diariamente, a la hora en que el ensayo remata, y las luces del alumbrado no parpadean aún entre la arrecida neblina de las tardes del invierno, el comediante buscó a Lorenza en el jardincete. El palique era corto. ¿De qué se va a charlar con una pobre sirviente, una lugareña? Se charla lo estrictamente necesario para trastornar su espíritu hasta donde requiere una seducción vulgar y regocijada. El chiquillo les embullaba; servía de pretexto a los diálogos. Un día que consiguió el comediante llevarse a Lorenza sola a un café vecino, apenas sabía qué decirle. Faltaba Malito, alrededor de cuyo cuerpo se encontraban las manos de los dos personajes del idilio callejero.

Situación al pronto tan desabrida, la salvó el comediante con un fragmento de comedia apasionada y romántica, cortada para otro escenario. Lorenza no había puesto los pies en el teatro jamás. El que nunca jugó, gana la primera vez que apunta a una carta; el que nunca vio representar, no distingue la ficción de la vida -¡que tanto tiene de ficción!-. Entregó Lorenza aquel día todo su ser, cometiendo la locura mortal de no reservarse el alma. Cuando volvió al lado de su niño, le empujó distraídamente; el chico rompió en congoja, uno de esos lloriqueos de criatura que parecen no tener causa conocida.

Vino la primavera. Los actores, cumplidas sus tareas de Madrid, buscaron contratas en provincias. Lorenza supo por el conserje del teatro que Mariner, segundo galán, pasaba a un cuadro de compañía formado para recorrer las ciudades catalanas. Le esperó, le preguntó tímidamente, con el encogimiento noble del amor profundo, cuándo, dónde, volverían a verse. El actor, previas unas cuantas evasivas, soltó la tardía verdad. Se iba, y de todas formas… Era casado; tenía ya dos retoños… Lorenza, más blanca que su delantal, no le acusó, no protestó del engaño. Los golpes de feroz violencia no dejan acción a la defensa. Tampoco lloró. Todo se le había paralizado en el cuerpo; diez minutos permaneció sostenida por la pared del teatro después de alejarse Mariner a paso rápido y cobarde de avergonzado deudor. De repente los nervios saltaron, la sangre cuajada ardió y rodó en las venas. Echó Lorenza a correr hacia su casa -la de sus amos, su refugio-, y apenas oyó la reprimenda de la señora que la noche anterior había secreteado en la alcoba conyugal.

-No sé qué tiene esta chica. Ya no atiende a Malito; ya no le muda la ropa; ya ni barre; es un escándalo.

Y el marido, adormilado y deseoso de paz:

-Pues, mujer, ¡a la calle con ella!

A la mañana siguiente, Lorenza desmintió las censuras del ama: nunca fue mejor cuidado, más mimado de su chacha el pequeñín. Le hartó de caricias y le regaló dos medallas de plata con la efigie de la Virgen de la Trebolera, únicas preseas que Lorenza había poseído. Hizo cuidadosamente las camas, barrió la casa entera, ayudó en la cocina a mondar patatas, y aun charoló las botas del matrimonio. Un cuarto de hora antes de servir el almuerzo salió, empujando sin violencia la puerta; subió con agilidad dos pisos, del tercero a las bohardillas, y se detuvo ante la ventana del rellano de escalera que caía al patio. Un vértigo la forzó a sentarse en el duro banco destinado a aliviar el cansancio producido por tantos escalones. Era la altura de un quinto piso -cuatro y el entresuelo-. Lorenza se enderezó y se aproximó a la ventana, que entreabrió con cautela. Allá abajo, las losas del patio recién fregadas lucían al sol; en el centro, el hundido sumidero formaba un negro y férreo ombligo. La niñera se retiró amedrentada; pensó advertir el frío, la dureza del enrejado en el rostro, en las sienes. Entonces se humedecieron sus lagrimales. Sentía perder la vida, y no podía soportarla.

Unas chanclas se arrastraron; el ruido ascendía por la oquedad de la escalera. El portero, morador de la bohardilla, era de seguro quien subía a comerse su pucherete. Lorenza se irguió: aquel hecho insignificante revestía las proporciones de una sentencia. ¡Si la encontraba el portero allí! Arrimó del todo a la pared las hojas de la ventana y se inclinó más. Un hormigueo irresistible en las plantas de los pies; una sensación de pueril miedo de que se le cayesen los aretes… Se echó las manos a los lóbulos de las orejas. Entre dientes, sin conciencia, murmuraba: «¡Jesús, Virgen de la Trebolera, valedme!». Y beoda de aire y de tristeza, ansiosa de volar, no de caer, se descolgó más, abrazó el vacío, se abismó, dando una voltereta y un chillido involuntario…


viernes, 30 de marzo de 2018

CREMACIÓN (Saiz de Marco)


La última voluntad de un amigo es sagrada, y puesto que Franz me pidió que destruyera sus escritos los destruyo sin dudarlo. Han pasado varios meses desde su muerte y aquí estoy, en mi casa, delante del fuego. He leído los textos que no me enseñó en vida y sé que lo que voy a quemar es muy valioso. No hablo de valor económico (los relatos de Franz no gustarían al gran público) sino literario. Son obras irrepetibles, únicas. Pero la última voluntad de un amigo no se discute.

Echo al fuego los manuscritos de “América”, “El proceso”, “El castillo”. Veo arder los folios de la “Carta al padre”…

Las llamas los consumen. Vorazmente prenden, y de inmediato son hojas quemadas. Vuelan sobre las llamas briznas negras. Recojo las cenizas y las tiro.

Franz Kafka, y no Max Brod, ha dejado a todos sin la historia del hombre al que se procesa y juzga sin saber nunca por qué; sin el relato del Castillo, sede de esa autoridad que nadie conoce ni entiende…

Una gran pérdida, sin duda.

Pero, después de todo, ¿iban a ser los hombres más felices? ¿Iba a dejar de haber crímenes, guerras…? Estamos en 1924. Si, por ejemplo, dentro de algunos años hay otra guerra en Europa, ¿dejaría de haberla sólo porque Franz publicó sus creaciones? ¿Sería mejor la humanidad? ¿Cambiaría el mundo algo por eso?

No.

Entonces, ¿qué más da?; ¿qué importancia tiene, en el fondo, haber quemado estos papeles?

jueves, 29 de marzo de 2018

EL DUENDE DE MADERA (Vladimir Nabokov)


Delineaba pensativamente la sombra circular y temblorosa del tintero. En una lejana habitación un reloj dio la hora mientras yo, soñador que soy, imaginaba que alguien llamaba a la puerta, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo, expectante.

-Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió con timidez, la llama de la vela a medio consumir se agitó y de un salto oblicuo él abandonó un rectángulo de sombra, encorvado, gris, cubierto por el polen de la noche fría y estrellada.

Conocía su rostro -¡oh, hacía tanto que lo conocía!

Su ojo derecho aún se hallaba hundido en la penumbra; el izquierdo me estudiaba con temor, alargado, de un verde nuboso. La pupila brillaba como un destello de herrumbre… Ese mechón de un gris musgoso en su sien, la ceja plateada apenas perceptible, la cómica arruga cerca de su boca lampiña -¡de qué manera todo esto hostigaba e inquietaba vagamente a mi memoria!
Me levanté. Él avanzó un paso.

Su pequeño abrigo raído parecía tener mal los botones -del lado femenino. Llevaba en la mano una gorra -no, un bulto oscuro, pobremente atado, y no había rastro de gorra alguna…

Sí, claro que lo conocía -quizá incluso le había tenido cariño, sólo que no podía ubicar el dónde y el cuándo de nuestros encuentros. Y debíamos habernos encontrado a menudo, de otro modo no tendría un recuerdo tan nítido de esos labios de arándano, esas orejas puntiagudas, esa grácil nuez de Adán…

Con un susurro de bienvenida estreché su mano ligera, helada, y rocé el respaldo de un sillón ajado. El se retrepó como un cuervo en un tocón y empezó a hablar apresuradamente.
-Da mucho miedo la calle. Así que vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? Solíamos retozar juntos y gritamos días enteros. Allá en la vieja patria. ¿Vas a decirme que lo olvidaste?

Su voz literalmente me cegó. Me sentí deslumbrado y aturdido -recordé la felicidad, la sonora, eterna, irremplazable felicidad…

No, no puede ser: estoy solo… Es un absurdo delirio. Y sin embargo había en efecto alguien sentado junto a mí, huesudo e improbable, con espigadas botitas alemanas, y su voz tintineaba, crepitaba -áurea, de un verde exquisito, familiar- pese a que las palabras eran tan sencillas, tan humanas…

-Allí está -te acuerdas. Sí, soy un antiguo Elfo del Bosque, un duende malicioso. Y aquí estoy, obligado a huir como todos los demás.

Soltó un profundo suspiro y de nuevo imaginé nimbos hinchados, soberbias ondulaciones frondosas, límpidos destellos de abedules como chorros de espuma de mar contra un murmullo melódico, perpetuo… El se inclinó hacia mí y me miró con dulzura a los ojos.

-¿Recuerdas nuestro bosque, abetos negros, blancos abedules? La pena fue insoportable -veía a mis queridos árboles crujiendo y cayendo, ¿y qué podía hacer? Me empujaron a las ciénagas, lloré y aullé, bramé como animal, luego me fui veloz a un pinar vecino.

“Ahí languidecí, no dejaba de sollozar. Apenas me había acostumbrado cuando de golpe ya no había pinos, sólo cenizas azules. Tuve que vagar un poco más. Di con un bosque -un magnífico bosque, denso, oscuro, fresco. Aun así, de alguna forma no era lo mismo. En los viejos tiempos retozaba del alba al ocaso, silbaba apasionadamente, aplaudía, asustaba a los paseantes. Acuérdate de ti -te perdiste una vez en un sombrío rincón de mi bosque, tú y un pequeño vestido blanco, y yo obstruía las veredas, hacía rodar troncos, titilaba en el follaje. Me pasé la noche entera haciendo travesuras. Pero sólo jugaba, todo era en broma, por más que me denigren. Ahora me he calmado, mi nuevo hogar era incómodo. Día y noche extrañas cosas crujían a mi alrededor. Al principio creí que otro elfo acechaba allí; le grité, luego escuché. Algo chasqueaba, algo gruñía… Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. Una vez, hacia el anochecer, brinqué a un claro, ¿y qué es lo que veo? Gente tendida, algunos de espaldas, otros bocabajo. Bueno, pensé, los despertaré, ¡haré que se muevan! Y puse manos a la obra, sacudí ramas, arrojé piñas, salté, rugí… Me afané durante una hora en vano. Entonces miré con mayor atención y me estremecí. Aquí está un hombre con la cabeza colgando de un frágil hilo escarlata, allá uno con una pila de gruesos gusanos por estómago… No lo pude aguantar. Solté un aullido, brinqué en el aire y huí…

“Vagué mucho tiempo por distintos bosques, pero no podía hallar la paz. O era silencio, desolación, tedio mortal, o un horror que es mejor no imaginar. Por fin me decidí y me transformé en un mendigo, un pordiosero con alforja, y me fui para siempre: Rus’, adieu! Un espíritu afín, un Duende del Agua, me ayudó. El pobre también huía. No dejaba de admirarse, de decir: ¡qué tiempos nos han tocado, una auténtica desgracia! Y aunque en otra época se había divertido y solía atraer a la gente con señuelos (¡qué hospitalidad la suya!), ¡cómo la mimaba y consentía en el fondo del dorado río, con qué canciones la embrujaba en recompensa! Ahora, dice, sólo pasan flotando hombres muertos, por montones, en grandes cantidades, y la humedad del río es como sangre, espesa, cálida, viscosa, y no hay nada que se pueda respirar… Y así me llevó con él.

“Se fue a errar por algún mar remoto y me desembarcó en una costa brumosa -anda, hermano, ve y encuentra algún follaje cordial. Pero no encontré nada y acabé en esta extraña, atroz ciudad de piedra. Y así me volví humano, con todo y cuellos perfectamente almidonados y botitas, e incluso he aprendido el habla humana…

Calló. Sus ojos brillaron como hojas húmedas; tenía los brazos cruzados y, a la trémula luz de la vela consumida, unas pálidas hebras peinadas hacia la izquierda relumbraron de un modo inquietante.

-Sé que también sufres-fulguró nuevamente su voz-, pero tu sufrimiento, comparado con el mío, mi tempestuoso, turbio sufrimiento, es sólo la respiración pausada del que duerme. Piénsalo: no queda nadie de nuestra tribu en Rus’. Algunos nos alejamos como jirones de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos son melancolía, ninguna mano intranquila esparce los rayos de la luna. Quietas están las huérfanas campánulas que por azar permanecen intactas, el gusli de un deslavado azul que alguna vez mi rival, el Duende de los Campos, empleó en sus canciones. Bañado en lágrimas, el tosco y afable espíritu doméstico ha abandonado tu hogar en deshonra, humillado, y se han marchitado los bosques, su patética luz, su mágica sombra…

“¡Nosotros, Rus’, fuimos tu inspiración, tu insondable belleza, tu encanto perenne ! Y todos nos hemos ido, echados por un inspector enfermo.

“Amigo mío, pronto he de morir, dime algo, dime que amas a este espectro desamparado, siéntate más cerca, dame tu mano…

La vela parpadeó y se extinguió. Fríos dedos acariciaron mi palma. Repicó la conocida carcajada de la melancolía para luego callar.

Cuando encendí la luz no había nadie en el sillón… ¡Nadie!… En la habitación quedaba sólo una fragancia inusitadamente sutil: abedul, húmedo musgo…

miércoles, 28 de marzo de 2018

LA AHOGADA (Agatha Christie)


Don Henry Clithering, excomisionado de Scotland Yard, estaba hospedado en casa de sus amigos, los Bantry, cerca del pueblecito de St. Mary Mead.

El sábado por la mañana, cuando bajaba a desayunar a la agradable hora de las diez y cuarto, casi tropezó con su anfitriona, la señora Bantry, en la puerta del comedor. Salía de la habitación evidentemente presa de una gran excitación y contrariedad.

El coronel Bantry estaba sentado a la mesa con el rostro más enrojecido que de costumbre.

-Buenos días, Clithering -dijo-. Hermoso día, siéntese.

Don Henry obedeció y, al ocupar su sitio ante un plato de riñones con tocineta, su anfitrión continuó:

-Dolly está algo preocupada esta mañana.

-Sí... eso me ha parecido -dijo don Henry.

Y se preguntó a qué sería debido. Su anfitriona era una mujer de carácter apacible, poco dada a los cambios de humor y a la excitación. Que don Henry supiera, lo único que le preocupaba de verdad era su jardín.

-Sí -continuó el coronel Bantry-. La han trastornado las noticias que nos han llegado esta mañana. Una chica del pueblo, la hija de Emmott, el dueño del Blue Boar.

-Oh, sí, claro.

-Sí -dijo el coronel pensativo-. Una chica bonita que se metió en un lío. La historia de siempre. He estado discutiendo con Dolly sobre el asunto. Soy un tonto. Las mujeres carecen de sentido común. Dolly se ha puesto a defender a esa chica. Ya sabe cómo son las mujeres, dicen que los hombres somos unos brutos, etc., etc. Pero no es tan sencillo como esto, por lo menos hoy en día. Las chicas saben lo que hacen y el individuo que seduce a una joven no tiene que ser necesariamente un villano. El cincuenta por ciento de las veces no lo es. A mí me cae bastante bien el joven Sanford, un joven simplón, más bien que un donjuán.

-¿Es ese tal Sanford el que ha comprometido a la chica?

-Eso parece. Claro que yo no sé nada concreto -replicó el coronel-. Sólo son habladurías y chismorreos. ¡Ya sabe usted cómo es este pueblo! Como le digo, yo no sé nada. Y no soy como Dolly, que saca sus conclusiones y empieza a lanzar acusaciones a diestra y siniestra. Maldita sea, hay que tener cuidado con lo que se dice. Ya sabe, la encuesta judicial y lo demás...

-¿Encuesta?

El coronel Bantry lo miró.

-Sí. ¿No se lo he dicho? La chica se ha ahogado. Por eso se ha armado todo ese alboroto.

-Qué asunto más desagradable -dijo don Henry.

-Por supuesto, me repugna tan sólo pensarlo, pobrecilla. Su padre es un hombre duro en todos los aspectos e imagino que ella no se vio capaz de hacer frente a lo ocurrido.

Hizo una pausa.

-Eso es lo que ha trastornado tanto a Dolly.

-¿Dónde se ahogó?

-En el río. Debajo del molino la corriente es bastante fuerte. Hay un camino y un puente que lo cruza. Creen que se arrojó desde allí. Bueno, bueno, es mejor no pensarlo.

Y el coronel Bantry abrió el periódico, dispuesto a distraer sus pensamientos de esos penosos asuntos y absorberse en las nuevas iniquidades del gobierno.

Don Henry no se interesó especialmente por aquella tragedia local. Después del desayuno, se instaló cómodamente en una tumbona sobre la hierba, se echó el sombrero sobre los ojos y se dispuso a contemplar la vida desde su cómodo asiento.

Eran las doce y media cuando una doncella se le acercó por el césped.

-Señor, ha llegado la señorita Marple y desea verlo.

-¿La señorita Marple?

Don Henry se incorporó y se colocó bien el sombrero. Recordaba perfectamente a la señorita Marple: sus modos anticuados, sus maneras amables y su asombrosa perspicacia, así como una docena de casos hipotéticos y sin resolver para los que aquella "típica solterona de pueblo" había encontrado la solución exacta. Don Henry sentía un profundo respeto por la señorita Marple y se preguntó para qué habría ido a verle.

La señorita Marple estaba sentada en el salón, tan erguida como siempre, y a su lado se veía un cesto de la compra de fabricación extranjera. Sus mejillas estaban muy sonrosadas y parecía sumamente excitada.

-Don Henry, celebro mucho verlo. Qué suerte he tenido al encontrarlo. Acabo de saber que estaba pasando aquí unos días. Espero que me perdonará...

-Es un placer verla -dijo don Henry estrechándole la mano-. Lamento que la señora Bantry haya salido de compras.

-Sí -contestó la señorita Marple-. Al pasar la vi hablando con Footit, el carnicero. Henry Footit fue atropellado ayer cuando iba con su perro, uno de esos terrier pendencieros que al parecer tienen todos los carniceros.

-Sí -respondió don Henry sin saber a qué venía aquello.

-Celebro haber venido ahora que no está ella -continuó la señorita Marple-, porque a quien deseaba ver era a usted, a causa de ese desgraciado asunto.

-¿Henry Footit? -preguntó don Henry extrañado.

La señorita Marple le dirigió una mirada de reproche.

-No, no. Me refiero a Rose Emmott, por supuesto. ¿Lo sabe usted ya?

Don Henry asintió.

-Bantry me lo ha contado. Es muy triste.

Estaba intrigado. No podía imaginar por qué quería verlo la señorita Marple para hablarle de Rose Emmott.

La señorita Marple volvió a tomar asiento y don Henry se sentó a su vez. Cuando la anciana habló de nuevo, su voz sonó grave.

-Debe usted recordar, don Henry, que en un par de ocasiones hemos jugado a una especie de pasatiempo muy agradable: proponer misterios y buscar una solución. Usted tuvo la amabilidad de decir que yo no lo hacía del todo mal.

-Nos venció usted a todos -contestó don Henry con entusiasmo-. Demostró un ingenio extraordinario para llegar a la verdad. Y recuerdo que siempre encontraba un caso similar ocurrido en el pueblo, que era el que le proporcionaba la clave.

Don Henry sonrió al decir esto, pero la señorita Marple permanecía muy seria.

-Si me he decidido a acudir a usted ha sido justamente por aquellas amables palabras suyas. Sé que si le hablo a usted... bueno, al menos no se reirá.

El excomisionado comprendió de pronto que estaba realmente apurada.

-Ciertamente, no me reiré -le dijo con toda amabilidad.

-Don Henry, esa chica, Rose Emmott, no se suicidó, fue asesinada. Y yo sé quién la ha matado.

El asombro dejó sin habla a don Henry durante unos segundos. La voz de la señorita Marple había sonado perfectamente tranquila y sosegada, como si acabara de decir la cosa más normal del mundo.

-Ésa es una declaración muy seria, señorita Marple -dijo don Henry cuando se hubo recuperado.

Ella asintió varias veces.

-Lo sé, lo sé. Por eso he venido a verle.

-Pero mi querida señora, yo no soy la persona adecuada. Ahora soy un ciudadano más. Si usted está segura de lo que afirma debe acudir a la policía.

-No lo creo -replicó de inmediato la señorita Marple.

-¿Por qué no?

-Porque no tengo lo que ustedes llaman pruebas.

-¿Quiere decir que sólo es una opinión suya?

-Puede llamarse así, pero en realidad no es eso. Lo sé, estoy en posición de saberlo. Pero si le doy mis razones al inspector Drewitt, se echará a reír y no podré reprochárselo. Es muy difícil comprender lo que pudiéramos llamar un "conocimiento especializado".

-¿Como cuál? -le sugirió don Henry.

La señorita Marple sonrió ligeramente.

-Si le dijera que lo sé porque un hombre llamado Peasegood [Buenguisante] dejó nabos en vez de zanahorias cuando vino con su carro a venderle verduras a mi sobrina hará varios años...

Se detuvo con ademán elocuente.

-Un nombre muy adecuado para su profesión -murmuró don Henry-. Quiere decir que juzga el caso sencillamente por los hechos ocurridos en un caso similar...

-Conozco la naturaleza humana -respondió la señorita Marple-. Es imposible no conocerla después de vivir tantos años en un pueblo. El caso es, ¿me cree usted o no?

Lo miró de hito en hito mientras se acentuaba el rubor de sus mejillas.

Don Henry era un hombre de gran experiencia y tomaba sus decisiones con gran rapidez, sin andarse por las ramas. Por fantástica que pareciese la declaración de la señorita Marple, se dio cuenta en seguida de que la había aceptado.

-Le creo, señorita Marple, pero no comprendo qué quiere que haga yo en este asunto ni por qué ha venido a verme.

-Le he estado dando vueltas y vueltas al asunto -explicó la anciana-. Y, como le digo, sería inútil acudir a la policía sin hechos concretos. Y no los tengo. Lo que quería pedirle es que se interese por este asunto, cosa que estoy segura halagará al inspector Drewitt. Y si la cosa prosperara, al coronel Melchett, el jefe de policía. Estoy segura de que sería como cera en sus manos.

Lo miró suplicante.

-¿Y qué datos va a darme usted para empezar a trabajar?

-He pensado escribir un nombre, el del culpable, en un pedazo de papel y dárselo a usted. Luego, si durante el transcurso de la investigación usted decide que esa persona no tiene nada que ver, pues me habré equivocado.

Hizo una breve pausa y agregó con un ligero estremecimiento:

-Sería terrible que ahorcaran a una persona inocente.

-¿Qué diablos? -exclamó don Henry sobresaltado.

Ella volvió su rostro preocupado hacia don Henry.

-Puedo equivocarme, aunque no lo creo. El inspector Drewitt es un hombre inteligente, pero algunas veces una inteligencia mediocre puede resultar peligrosa y no lleva a uno muy lejos.

Don Henry la contempló con curiosidad. La señorita Marple abrió un pequeño bolso del que extrajo una libretita y, arrancando una de las hojas, escribió unas palabras con todo cuidado.

Después de doblar la hoja en dos, se la entregó a don Henry.

Éste la abrió y leyó el nombre, que nada le decía, mas enarcó las cejas mirando a la señorita Marple mientras se guardaba el papel en el bolsillo.

-Bien, bien -dijo-. Es un asunto extraordinario. Nunca había intervenido en nada semejante, pero voy a confiar en la buena opinión que usted me merece, se lo aseguro, señorita Marple.

Don Henry se hallaba en la salita con el coronel Melchett, jefe de policía del condado, así como con el inspector Drewitt. El jefe de policía era un hombre de modales marciales y agresivos. El inspector Drewitt era corpulento y ancho de espaldas, y un hombre muy sensato.

-Tengo la sensación de que me estoy entrometiendo en su trabajo -decía don Henry con su cortés sonrisa-. Y en realidad no sabría decirles por qué lo hago -lo cual era rigurosamente cierto.

-Mi querido amigo, estamos encantados. Es un gran cumplido.

-Un honor, don Henry -dijo el inspector.

El coronel Melchett pensaba: "El pobre está aburridísimo en casa de los Bantry. El viejo criticando todo el santo día al gobierno, y ella hablando sin parar de sus bulbos".

El inspector decía para sus adentros: "Es una lástima que no persigamos a un delincuente verdaderamente hábil. He oído decir que es uno de los mejores cerebros de Inglaterra. Qué lástima, realmente una lástima, que se trate de un caso tan sencillo".

El jefe de policía dijo en voz alta:

-Me temo que se trata de un caso muy sórdido y claro. Primero se pensó que la chica se había suicidado. Estaba esperando un niño. Sin embargo, nuestro médico, el doctor Haydock, que es muy cuidadoso, observó que la víctima presentaba unos cardenales en la parte superior de cada brazo, ocasionados presumiblemente por una persona que la sujetó para arrojarla al río.

-¿Se hubiera necesitado mucha fuerza?

-Creo que no. Seguramente no hubo lucha, si la cogieron desprevenida. Es un puente de madera, muy resbaladizo. Tirarla debió de ser lo más sencillo del mundo, en un lado no hay barandilla.

-¿Saben con seguridad que la tragedia ocurrió allí?

-Sí, lo dijo un niño de doce años, Jimmy Brown. Estaba en los bosques del otro lado del río y oyó un grito y un chapuzón. Había oscurecido ya y era difícil distinguir nada. No tardó en ver algo blanco que flotaba en el agua y corrió en busca de ayuda. Lograron sacarla, pero era demasiado tarde para reanimarla.

Don Henry asintió.

-¿El niño no vio a nadie en el puente?

-No, pero como le digo era de noche y por allí siempre suele haber algo de niebla. Voy a preguntarle si vio a alguna persona por allí antes o después de ocurrir la tragedia. Naturalmente, él imagino que la joven se había suicidado. Todos lo pensamos al principio.

-Sin embargo, tenemos la nota -dijo el inspector Drewitt volviéndose a don Henry.

-Una nota que encontramos en el bolsillo de la víctima. Estaba escrita con un lápiz de dibujo y, aunque estaba empapada de agua, con algún esfuerzo pudimos leerla.

-¿Y qué decía?

-Era del joven Sandford. "De acuerdo -decía-. Me reuniré contigo en el puente a las ocho y media. R. S." Bueno, fue muy cerca de esa hora, pocos minutos después de las ocho y media, cuando Jimmy Brown oyó el grito y el chapuzón.

-No sé si conocerá usted a Sandford -continuó el coronel Melchett-. Lleva aquí cosa de un mes. Es uno de esos jóvenes arquitectos que construyen casas extravagantes. Está edificando una para Allington. Dios sabe lo que resultará, supongo que alguna fantochada moderna de ésas, mesas de cristal y sillas de acero y lona. Bueno, eso no significa nada, por supuesto, pero demuestra la clase de individuo que es Sandford: un bolchevique, un tipo sin moral.

-La seducción es un crimen muy antiguo -dijo don Henry con calma-, aunque desde luego no tanto como el homicidio.

El coronel Melchett lo miró extrañado.

-¡Oh, sí! Desde luego, desde luego.

-Bien, don Henry -intervino Drewitt-, ahí lo tiene: es un asunto feo, pero claro como el agua. Este joven, Sandford, seduce a la chica y se dispone a regresar a Londres. Allí tiene novia, una señorita bien con la que está prometido. Naturalmente, si ella se entera de eso, puede dar por terminadas sus relaciones. Se encuentra con Rose en el puente. Es una noche oscura, no hay nadie por allí, la coge por los hombros y la arroja al agua. Un sinvergüenza que tendrá su merecido. Ésa es mi opinión.

Don Henry permaneció en silencio un par de minutos. Casi podía palpar los prejuicios subyacentes. No era probable que un arquitecto moderno fuese muy popular en un pueblo tan conservador como St. Mary Mead.

-Supongo que no existirá la menor duda de que ese hombre, Sandford, era el padre de la criatura... -preguntó.

-Lo era, desde luego -replicó Drewitt-. Rose Emmott se lo dijo a su padre, pensaba que se casaría con ella. ¡Casarse con ella! ¡Qué ingenua!

"¡Pobre de mí! -pensó don Henry-. Me parece estar viviendo un melodrama Victoriano. La joven confiada, el villano de Londres, el padre iracundo. Sólo falta el fiel amor pueblerino. Sí, creo que ya es hora de que pregunte por él".

Y en voz alta añadió:

-¿Esa joven no tenía algún pretendiente en el pueblo?

-¿Se refiere a Joe Ellis? -dijo el inspector-. Joe es un buen muchacho, trabaja como carpintero. ¡Ah! Si ella se hubiera fijado en él...

El coronel Melchett asintió aprobador.

-Uno tiene que limitarse a los de su propia clase -sentenció.

-¿Cómo se tomó Joe Ellis todo el asunto? -quiso saber don Henry.

-Nadie lo sabe -contestó el inspector-. Joe es un muchacho muy tranquilo y reservado. Cualquier cosa que hiciera Rose le parecía bien. Lo tenía completamente dominado. Se limitaba a esperar que algún día volviera a él. Sí, creo que ésa era su manera de afrontar la situación.

-Me gustaría verlo -dijo don Henry.

-¡Oh! Nosotros vamos a interrogarlo -explicó el coronel Melchett-. No vamos a dejar ningún cabo suelto. Había pensado ver primero a Emmott, luego a Sandford y después podemos ir a hablar con Ellis. ¿Le parece bien, Clithering?

Don Henry respondió que le parecía estupendo.

Encontraron a Tom Emmott en la taberna el Blue Boar. Era un hombre corpulento, de mediana edad, mirada inquieta y mandíbula poderosa.

-Celebro verles, caballeros. Buenos días, coronel. Pasen aquí y podremos hablar en privado. ¿Puedo ofrecerles alguna cosa? ¿No? Como quieran. Han venido por el asunto de mi pobre hija. ¡Ah! Rose era una buena chica. Siempre lo fue, hasta que ese cerdo... (perdónenme, pero eso es lo que es), hasta que ese cerdo vino aquí. Él le prometió que se casarían, eso hizo. Pero yo haré que lo pague muy caro. La arrojó al río. El cerdo asesino. Nos ha traído la desgracia a todos. ¡Mi pobre hija!

-¿Su hija le dijo claramente que Sandford era el responsable de su estado? -preguntó Melchett crispado.

-Sí, en esta misma habitación.

-¿Y qué le dijo usted? -quiso saber don Henry.

-¿Decirle? -el hombre pareció desconcertado.

-Sí, usted, por ejemplo, no la amenazaría con echarla de su casa o algo así.

-Me disgusté mucho, eso es natural. Supongo que estará de acuerdo en que eso era algo natural. Pero, desde luego, no la eché de casa. Yo no haría semejante cosa -dijo con virtuosa indignación-. No. ¿Para qué está la ley?, le dije. ¿Para qué está la ley? Ya lo obligarán a cumplir con su deber. Y si no lo hace, por mi vida que lo pagará.

Y dejó caer su puño con fuerza sobre la mesa.

-¿Cuándo vio a su hija por última vez? -preguntó Melchett.

-Ayer... a la hora del té.

-¿Cómo se comportaba?

-Pues como siempre. No noté nada. Si yo hubiera sabido...

-Pero no lo sabía -replicó el inspector en tono seco.

Y dicho esto se despidieron.

"Emmott no es un sujeto que resulte precisamente agradable", pensó don Henry para sus adentros.

-Es un poco violento -contestó Melchett-. Si hubiera tenido oportunidad ya hubiese matado a Sandford, de eso estoy seguro.

La próxima visita fue para el arquitecto. Rex Sandford era muy distinto a la imagen que don Henry se había formado de él. Alto, muy rubio, delgado, de ojos azules y soñadores, y cabellos descuidados y demasiado largos. Su habla resultaba un tanto afeminada.

El coronel Melchett se presentó a sí mismo y a sus acompañantes y, pasando directamente al objeto de su visita, invitó al arquitecto a que aclarara cuáles habían sido sus actividades durante la noche anterior.

-Debe comprender -le dijo a modo de advertencia- que no tengo autoridad para obligarlo a declarar y que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Quiero dejar esto bien claro.

-Yo, no... no comprendo -dijo Sandford.

-¿Comprende que Rose Emmott murió ahogada ayer noche?

-Sí, lo sé. ¡Oh! Es demasiado... demasiado terrible. Apenas si he podido dormir en toda la noche, y he sido incapaz de trabajar nada hoy. Me siento responsable, terriblemente responsable.

Se pasó las manos por los cabellos, enmarañándolos todavía más.

-Nunca tuve intención de hacerle daño -dijo en tono plañidero-. Nunca lo pensé siquiera. Nunca pensé que se lo tomara de esa manera.

Y sentándose junto a la mesa escondió el rostro entre las manos.

-¿Debo entender, señor Sandford, que se niega a declarar dónde estaba ayer noche a las ocho y media?

-No, no, claro que no. Había salido. Salí a pasear.

-¿Fue a reunirse con la señorita Emmott?

-No, me fui solo. A través de los bosques. Muy lejos.

-Entonces, ¿cómo explica usted esta nota, que fue encontrada en el bolsillo de la difunta?

El inspector Drewitt la leyó en voz alta sin demostrar emoción alguna.

-Ahora -concluyó-, ¿niega haberla escrito?

-No... no. Tiene razón, la escribí yo. Rose me pidió que fuera a verla. Insistió, yo no sabía qué hacer, por eso le escribí esa nota.

-Ah, así está mejor -le dijo Drewitt.

-¡Pero no fui! -Sandford elevó la voz-. ¡No fui! Pensé que era mejor no ir. Mañana pensaba regresar a la ciudad. Tenía intención de escribirle desde Londres y hacer algún arreglo.

-¿Se da usted cuenta, señor, de que la chica iba a tener un niño y que había dicho que usted era el padre?

Sandford lanzó un gemido, pero nada respondió.

-¿Era eso cierto, señor?

Sandford escondió todavía más el rostro entre las manos.

-Supongo que sí -dijo con voz ahogada.

-¡Ah! -El inspector Drewitt no pudo disimular su satisfacción-. Ahora háblenos de ese paseo suyo. ¿Lo vio alguien anoche?

-No lo sé, pero no lo creo. Que yo recuerde, no me encontré a nadie.

-Es una lástima.

-¿Qué quiere usted decir? -Sandford abrió mucho los ojos-. ¿Qué importa si fui a pasear o no? ¿Qué tiene que ver eso con que Rose se suicidase?

-¡Ah! -exclamó el inspector-. Pero es que no se suicidó, la arrojaron al agua deliberadamente, señor Sandford.

-Que ella... -tardó un par de minutos en sobreponerse al horror que le produjo la noticia-. ¡Dios mío! Entonces...

Se desplomó en una silla.

El coronel Melchett hizo ademán de marcharse.

-Debe comprender, señor Sandford -le dijo-, que no le conviene abandonar esta casa.

Los tres hombres salieron juntos, y el inspector y el coronel Melchett intercambiaron una mirada.

-Creo que es suficiente, señor -dijo el inspector.

-Sí, vaya a buscar una orden de arresto y deténgalo.

-Discúlpenme -exclamó don Henry-. He olvidado mis guantes.

Y volvió a entrar en la casa rápidamente. Sandford seguía sentado donde lo habían dejado, con la mirada perdida en el vacío.

-He vuelto -le anunció don Henry- para decirle que yo, personalmente, haré cuanto pueda por ayudarle. No me está permitido revelar el motivo de mi interés por usted, pero debo pedirle que me refiera lo más brevemente posible todo lo que pasó entre usted y esa chica, Rose.

-Era muy bonita -contestó Sandford-, muy bonita y muy provocativa. Y... y me asediaba continuamente. Le juro que es cierto. No me dejaba ni un minuto. Y aquí yo me encontraba muy solo, no le caía simpático a nadie y, como le digo, ella era terriblemente bonita y parecía saber lo que hacía y... -su voz se apagó-. Y luego ocurrió esto. Quería que me casara con ella y yo ya estoy comprometido con una chica de Londres. Si llegara a enterarse de esto... y se enterará, por supuesto, todo habrá terminado. No lo comprenderá. ¿Cómo podría comprenderlo? Soy un depravado, desde luego. Como le digo, no sabía qué hacer y evitaba en la medida de lo posible a Rose. Pensé que si regresaba a la capital y veía a mi abogado, podría arreglarlo pasándole algún dinero. ¡Cielos, qué idiota! Y todo está tan claro, todo me acusa, pero se han equivocado. Ella tuvo que suicidarse.

-¿Le amenazó alguna vez con quitarse la vida?

Sandford negó con la cabeza.

-Nunca, y tampoco hubiera dicho que fuese capaz de hacerlo.

-¿Qué sabe de un hombre llamado Joe Ellis?

-¿El carpintero? El típico hombre de pueblo. Muy callado, pero estaba loco por Rose.

-¿Es posible que estuviera celoso? -insinuó don Henry.

-Supongo que estaba un poco celoso, pero pertenece al tipo bovino, es de los que sufren en silencio.

-Bueno -dijo don Henry-, debo marcharme.

Y se reunió con los otros.

-¿Sabe, Melchett? Creo que deberíamos ir a ver a ese otro individuo, Ellis, antes de tomar ninguna determinación. Sería una lástima que, después de realizar la detención, resultase ser un error. Al fin y al cabo, los celos siempre fueron un buen móvil para cometer un crimen. Y además bastante corriente.

-Es cierto -replicó el inspector-, pero Joe Ellis no es de esa clase. Es incapaz de hacer daño a una mosca. Nadie lo ha visto nunca fuera de sí. No obstante, estoy de acuerdo con usted en que será mejor preguntarle dónde estuvo ayer noche. Ahora debe de estar en su casa. Se hospeda en casa de la señora Bartlett, una persona muy decente, que era viuda y se ganaba la vida lavando ropa.

La casa adonde se dirigieron era inmaculadamente pulcra. Les abrió la puerta una mujer robusta de mediana edad, rostro afable y ojos azules.

-Buenos días, señora Bartlett -dijo el inspector-. ¿Está Joe Ellis?

-Ha regresado hará unos diez minutos -respondió la señora Bartlett-. Pasen, por favor.

Y secándose las manos en el delantal, los condujo hasta una salita llena de pájaros disecados, perros de porcelana, un sofá y varios muebles inútiles.

Se apresuró a disponer asiento para todos y, apartando una rinconera para que hubiera más espacio, salió de la habitación gritando:

-Joe, hay tres caballeros que quieren verte.

Y una voz le contestó desde la cocina:

-Iré en cuanto termine de lavarme.

La señora Bartlett sonrió.

-Vamos, señora Bartlett -dijo el coronel Melchett-. Siéntese.

A la señora Bartlett le sorprendió la idea.

-Oh, no señor. Ni pensarlo.

-¿Es buen huésped Joe Ellis? -le preguntó Melchett en tono intrascendente.

-No podría ser mejor, señor. Es un joven muy formal. Nunca bebe ni una gota de vino y se toma muy en serio su trabajo. Siempre se muestra amable y me ayuda cuando hay cosas que reparar en la casa. Fue él quien me puso esos estantes y me ha hecho un nuevo aparador para la cocina. Siempre arregla esas cosillas que hace falta arreglar en las casas. Joe lo hace como cosa natural y ni siquiera quiere que le dé las gracias. ¡Ah! No hay muchos jóvenes como Joe, señor.

-Alguna muchacha será muy afortunada algún día -dijo Melchett-. Estaba bastante enamorado de esa pobre chica, Rose Emmott, ¿no es cierto?

La señora Bartlett suspiró.

-Me ponía de mal humor. Él besaba la tierra que pisaba y a ella sin importarle un comino los sentimientos de Joe.

-¿Dónde pasa las tardes, señora Bartlett?

-Generalmente aquí, señor. Algunas veces trabaja en alguna pieza difícil y, además, está estudiando contabilidad por correspondencia.

-¡Ah!, ¿de veras? ¿Estuvo aquí ayer noche?

-Sí, señor.

-¿Está segura, señora Bartlett? -preguntó don Henry secamente.

Se volvió hacia él para contestar:

-Completamente segura, señor.

-¿Por casualidad no saldría entre las ocho y las ocho y media?

-Oh, no -la señora Bartlett se echó a reír-. Estuvo en la cocina casi toda la noche, montando el aparador, y yo lo ayudé.

Don Henry miró su rostro sonriente y por primera vez sintió la sombra de una duda.

Un momento después entraba en la habitación el propio Ellis. Era un joven alto, de anchas espaldas y muy atractivo, de estilo rústico. Sus ojos azules eran tímidos y su sonrisa amable. Un gigante joven y agradable.

Melchett inició la conversación, y la señora Bartlett se marchó a la cocina.

-Estamos investigando la muerte de Rose Emmott. Usted la conocía, Ellis.

-Sí -vaciló y luego dijo en voz baja-: Esperaba casarme con ella, pobrecilla.

-¿Conocía su estado?

-Sí. -un relámpago de ira brilló en sus ojos-. Él la dejó tirada, pero fue lo mejor. No hubiera sido feliz casándose con él y confiaba en que cuando eso ocurriera acudiría a mí. Yo hubiera cuidado de ella.

-A pesar de...

-No fue culpa suya. Él la hizo caer con mil promesas. ¡Oh! Ella me lo contó. No tenía que haberse suicidado. Ese tipo no lo valía.

-Ellis, ¿dónde estaba usted ayer noche, alrededor de las ocho y media?

Tal vez fuese producto de la imaginación de don Henry, pero le pareció detectar una cierta turbación en su rápida, casi demasiado rápida, respuesta.

-Estuve aquí, montando el aparador de la señora Bartlett. Pregúnteselo a ella.

"Ha contestado con demasiado presteza -pensó don Henry-. Y él es un hombre lento. Eso demuestra que tenía preparada de antemano la respuesta".

Pero se dijo a sí mismo que estaba dejándose llevar por la imaginación. Sí, demasiadas cosas imaginaba, hasta le había parecido ver un destello de aprensión en aquellos ojos azules.

Tras unas cuantas preguntas más, se marcharon. Don Henry buscó un pretexto para entrar en la cocina, donde encontró a la señora Bartlett ocupada en encender el fuego. Al verlo le sonrió con simpatía. En la pared había un nuevo armario, todavía sin terminar, y algunas herramientas y pedazos de madera.

-¿En eso estuvo trabajando Ellis anoche? -preguntó don Henry.

-Sí, señor. Está muy bien, ¿no le parece? Joe es muy buen carpintero.

Ni el menor recelo en su mirada. Pero Ellis... ¿Lo habría imaginado? No, había algo.

"Debo pescarlo", pensó don Henry.

Y al volverse para marcharse, tropezó con un cochecito de niño.

-Espero que no habré despertado al niño -dijo.

La señora Bartlett lanzó una carcajada.

-Oh, no, señor. Yo no tengo niños, es una pena. En ese cochecito llevo la ropa que he lavado cuando voy a entregarla.

-¡Oh! Ya comprendo...

Hizo una pausa y luego dijo, dejándose llevar por un impulso.

-Señora Bartlett, usted conocía a Rose Emmott. Dígame lo que pensaba realmente de ella.

-Pues creo que era una caprichosa, pero está muerta y no me gusta hablar mal de los muertos.

-Pero yo tengo una razón, una razón poderosa para preguntárselo -su voz era persuasiva.

Ella pareció reflexionar, mientras lo observaba con suma atención. Finalmente se decidió.

-Era una mala persona, señor -dijo con calma-. No me atrevería a decirlo delante de Joe. Ella lo dominaba. Esa clase de mujeres saben hacerlo, es una pena, pero ya sabe lo que ocurre, señor.

Sí, don Henry lo sabía. Los Joe Ellis de este mundo son particularmente vulnerables, confían ciegamente. Pero precisamente por eso, el choque de descubrir la verdad es siempre más fuerte.

Abandonó aquella casa confundido y perplejo. Se hallaba ante un muro infranqueable. Joe Ellis había estado trabajando allí durante toda la noche anterior, bajo la vigilancia de la señora Bartlett. ¿Cómo era posible soslayar ese obstáculo? No había nada que oponer a eso, como no fuera la sospechosa presteza con que Joe Ellis había contestado, un claro indicio de que podía haber preparado aquella historia de antemano.

-Bueno -dijo Melchett-, esto parece dejar el asunto bastante claro, ¿no les parece?

-Sí, señor -convino el inspector-. Sandford es nuestro hombre. No tiene nada en que apoyar su defensa. Todo está claro como el día. En mi opinión, puesto que la chica y su padre estaban dispuestos a... a hacerle prácticamente víctima de un chantaje, y él no tenía dinero ni quería que el asunto llegara a oídos de su novia, se desesperó y actuó de acuerdo con su desesperación. ¿Qué opina usted de esto, señor? -agregó dirigiéndose a don Henry con deferencia.

-Eso parece -admitió don Henry-. Y, sin embargo, no puedo imaginarme a Sandford cometiendo ninguna acción violenta.

Pero sabía que su objeción apenas tendría validez.

El animal más manso, al verse acorralado, es capaz de las acciones más sorprendentes.

-Me gustaría ver a ese niño -dijo de pronto-. El que oyó el grito.

Jimmy Brown resultó ser un niño vivaracho, bastante menudo para su edad y de rostro delgado e inteligente. Estaba deseando ser interrogado y le decepcionó bastante ver que ya sabían lo que había oído en la fatídica noche.

-Tengo entendido que estabas al otro lado del puente -le dijo don Henry-, al otro lado del río. ¿Viste a alguien por ese lado mientras te acercabas al puente?

-Alguien andaba por el bosque. Creo que era el señor Sandford, el arquitecto que está construyendo esa casa tan rara.

Los tres hombres intercambiaron una mirada de inteligencia.

-¿Eso fue unos diez minutos antes de que oyeras el grito?

El muchacho asintió.

-¿Viste a alguien más en la orilla del río, del lado del pueblo?

-Un hombre venía por el camino por ese lado. Iba despacio, silbando. Tal vez fuese Joe Ellis.

-Tú no pudiste ver quién era -le dijo el inspector en tono seco-. Era de noche y había niebla.

-Lo digo por lo que silbaba -contestó el chico-. Joe Ellis siempre silba la misma tonadilla, "Quiero ser feliz", es la única que sabe.

Habló con el desprecio que un vanguardista sentiría por alguien a quien considerara anticuado.

-Cualquiera pudo silbar eso -replicó Melchett-. ¿Iba en dirección al puente?

-No, al revés, hacia el pueblo.

-No creo que debamos preocuparnos por ese desconocido -dijo Melchett-. Tú oíste el grito y un chapuzón y, pocos minutos después, al ver un cuerpo que flotaba aguas abajo, corriste en busca de ayuda, regresaste al puente, lo cruzaste y te fuiste directamente al pueblo. ¿No viste a nadie por allí cerca a quien pedir ayuda?

-Creo que había dos hombres con una carretilla en la orilla del río, pero estaban bastante lejos y no podía distinguir si iban o venían, y como la casa del señor Giles estaba más cerca, corrí hacia allí.

-Hiciste muy bien, muchacho -le dijo Melchett-. Actuaste con gran entereza. Tú eres niño escucha, ¿verdad?

-Sí, señor.

-Muy bien.

Ddon Henry permanecía en silencio, reflexionando. Extrajo un pedazo de papel de su bolsillo y, tras mirarlo, meneó la cabeza. Parecía imposible y sin embargo...

Se decidió a visitar a la señorita Marple sin dilación.

Lo recibió en un saloncito de estilo antiguo, ligeramente recargado.

-He venido a darle cuenta de nuestros progresos -dijo don Henry-. Me temo que desde su punto de vista las cosas no marchan del todo bien. Van a detener a Sandford. Y debo confesar que, a juzgar por los indicios, con toda justicia.

-Entonces, ¿no ha encontrado nada, digamos, que justifique mi teoría? -parecía perpleja, ansiosa-. Quizás estuviera equivocada, completamente equivocada. Usted tiene tanta experiencia que, de no ser así, lo habría averiguado.

-En primer lugar -dijo don Henry-, apenas puedo creerlo. Y por otra parte, nos estrellamos contra una coartada infranqueable. Joe Ellis estuvo montando los estantes de un armario de la cocina toda la noche y la señora Bartlett estaba con él.

La señorita Marple se inclinó hacia delante presa de una gran agitación.

-Pero eso no es posible -exclamó con firmeza-. Era viernes.

-¿Viernes?

-Sí, fue la noche del viernes. Y los viernes por la noche ella va a entregar la ropa que ha lavado durante la semana.

Don Henry se reclinó en su asiento. Recordaba la historia de Jimmy Brown sobre el hombre que silbaba y... sí, encajaba.

Se puso en pie, estrechando enérgicamente la mano de la señorita Marple.

-Creo que ya sé qué debo hacer -le dijo-. O por lo menos lo intentaré.

Cinco minutos después estaba en casa de la señora Bartlett, frente a Joe Ellis, en la salita de los perros de porcelana.

-Usted nos mintió, Ellis, con respecto a la noche pasada -le dijo crispado-. Entre las ocho y las ocho y media usted no estuvo en la cocina montando el armario. Lo vieron paseando por la orilla del río en dirección al pueblo pocos minutos antes de que Rose Emmott fuese asesinada.

El hombre se quedó atónito.

-No fue asesinada, no fue asesinada. Yo no tengo nada que ver. Ella se arrojó al río. Estaba desesperada. Yo no hubiera podido hacerle el menor daño, no hubiera podido.

-Entonces, ¿por qué nos mintió diciéndonos que estuvo aquí? -preguntó don Henry con astucia.

El joven alzó los ojos y luego los bajó con gesto nervioso.

-Estaba asustado. La señora Bartlett me vio por allí y, cuando supo lo que había ocurrido, pensó que las cosas podían ponerse feas para mí. Quedamos en que yo diría que había estado trabajando aquí y ella se avino a respaldarme. Es una persona muy buena. Siempre fue muy buena conmigo.

Sin añadir palabra don Henry abandonó la estancia para dirigirse a la cocina. La señora Bartlett estaba lavando los platos.

-Señora Bartlett -le dijo-, lo sé todo. Creo que será mejor que confíese, es decir, a menos que quiera que ahorquen a Joe Ellis por algo que no ha hecho. No, ya veo que no lo desea. Le diré lo que ocurrió. Usted salió a entregar la ropa y se encontró con Rose Emmott. Pensó que dejaba para siempre a Joe para marcharse con el forastero. Ella estaba en un apuro y Joe dispuesto a acudir en su ayuda, a casarse con ella si era preciso, y Rose lo tendría para siempre. Joe lleva cuatro años viviendo en su casa y se ha enamorado de él, lo quiere para usted sola. Odiaba a esa muchacha, no podía soportar la idea de que otra le arrebatara a su hombre. Usted es una mujer fuerte, señora Bartlett. Cogió a la chica por los hombros y la arrojó a la corriente. Pocos minutos después encontró a Joe Ellis. Jimmy los vio juntos a lo lejos, pero con la oscuridad y la niebla imaginó que el cochecito era una carretilla del que tiraban dos hombres. Y usted convenció a Joe de que podía resultar sospechoso y le propuso establecer una coartada para él, que en realidad lo era para usted. Ahora dígame sinceramente, ¿tengo o no razón?

Contuvo el aliento. Lo arriesgaba todo en aquella jugada.

Ella permaneció ante él unos momentos secándose las manos en el delantal mientras lentamente iba tomando una determinación.

-Ocurrió todo como usted dice -dijo al fin con su voz reposada, tanto que don Henry sintió de pronto lo peligrosa que podía ser-. No sé lo que me pasó por la cabeza. Una desvergonzada, eso es lo que era. No pude soportarlo, no me quitaría a Joe. No he tenido una vida muy feliz, señor. Mi esposo era un pobre inválido malhumorado. Lo cuidé siempre fielmente. Y luego vino Joe a hospedarse en mi casa. No soy muy vieja, señor, a pesar de mis cabellos grises. Sólo tengo cuarenta años y Joe es uno entre un millón. Hubiera hecho cualquier cosa por él, lo que fuera. Era como un niño pequeño, tan simpático y tan crédulo. Era mío, señor, y yo cuidaba de él, lo protegía. Y esto... esto... -tragó saliva para contener su emoción. Incluso en aquellos momentos era una mujer fuerte. Se irguió mirando a don Henry con una extraña determinación-. Estoy dispuesta a acompañarlo, señor. No pensé que nadie lo descubriera. No sé cómo lo ha sabido usted, no lo sé, se lo aseguro.

Don Henry negó con la cabeza.

-No fui yo quien lo averiguó -dijo pensando en el pedazo de papel que seguía en su bolsillo con unas palabras escritas con letra muy clara y pasada de moda:

Señora Bartlett, en cuya casa se hospeda Joe Ellis en el número 2 de Mill Cottages.

Una vez más, la señorita Marple había acertado.



martes, 27 de marzo de 2018

EL MUCHACHO QUE ESCRIBÍA POESÍA (Yukio Mishima)


Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th. 18th: May, 1940".

Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. "La algarabía es por mis 15 años". Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con un veteado caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darles a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la "execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es... -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la poesía.
-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?
-Porque era un genio.
-Entonces...
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo. "Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa".
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía", pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.



lunes, 26 de marzo de 2018

ESQUINA PELIGROSA (Marco Denevi)


El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.

Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.

Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.

-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.

El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.

Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:

-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.

El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.


domingo, 25 de marzo de 2018

LA SANGRE (Jacques Sternberg)


¿Qué decir de Istrígala, con quien podía hacer todo lo que yo deseaba porque, desde hacía ya largo rato, ella había franqueado la invisible frontera entre las prohibiciones y lo imposible de todos los misterios?

¿Qué decir de cuanto hice para poner a prueba su poder, su terrible feminidad y su capacidad de resistencia?

Hice de ella una mujer de nieve, capaz de fundirse al sol, pero capaz también de ser más dura que una hoja de metal. La transformé en sílabas que mezclaba con ecuaciones de álgebra para verla recrearse, mitad flor, mitad insecto, en algún rincón del jardín. La puse como en conserva, en unas minas, por el placer de reencontrarla con una pala y un pico, entre brillantes cristalizaciones de piedras preciosas. La hice tan fluida como el agua, tan densa como el mercurio, tan transparente como el cristal, tan terrorífica como un espectro cubierto de hojas de afeitar y, no obstante, siempre sonriente, siempre ávida de entregarse como si nada pudiera sucederle en este mundo desprovisto de consecuencias fatales. Hice que llevara la moral al cuello, bien escotada y con los ojos ardientes; hice que se convirtiera en una enorme mano con la cual yo hacía el amor de todas las formas posibles. Le transfundí las mezclas químicas de las pasiones más contradictorias hasta ahogarla bajo un torrente de mil colores. La envié a la nada de su muerte para verla regresar diáfana, hierática, con un manojo de confusiones inmundas que me traía de regalo. Y al regreso la veía con su rostro siempre irónico y glacial, al cual ni el terror ni la pasión habían logrado dotar de alguna suerte de expresividad.

Hasta el día en que, por distracción, se cortó ligeramente un dedo rebanando el pan, sangró apenas y murió casi en el acto, completamente exangüe.



viernes, 23 de marzo de 2018

UNA PLAZA EN EL CIELO (Enrique Ánderson Imbert)


Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento. (No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin -¡qué felicidad!- ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.


jueves, 22 de marzo de 2018

EL PUTO PROFETA (Rafael Baldaya)


Tras cada error
y aún tumbado en el suelo

vendrá quien te sacuda
-lo sabía,
-algo así no podía acabar bien,
-mira que te advertí,
-ya te lo dije...

Y si no hay alguien para volcártelo,
arrojártelo,
echártelo encima...,

...si el profeta no aparece,
entonces

una parte de ti
te lo dirá.



miércoles, 21 de marzo de 2018

LA MUJER DE CAPODISTRIA (Lawrence Durrell)


Todos mis ancestros terminaron mal de la cabeza. También mi padre, que además fue un gran mujeriego. Ya viejo mandó a fabricar en caucho a la mujer perfecta, tamaño natural, que se podía llenar con agua caliente en las noches de invierno. La llamó Sabina, en honor a su madre.

Él era un apasionado de los trasatlánticos y por dos años vivió en uno, viajando ida y vuelta a Nueva York, con Sabina y su mayordomo Kelly. Todos los días fueron vistos entrar al comedor, con la elegante Sabina en el centro, como una hermosa borracha. La noche en que murió le dijo a Kelly: “Envía un telegrama a Demetrius y dile que Sabina murió en mis brazos y sin dolor”. Fueron enterrados juntos en las afueras de Nápoles.


martes, 20 de marzo de 2018

EPIDEMIA DE DULCINEAS EN EL TOBOSO (Marco Denevi)


El peligro está en que, más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso.

Llegará convertida en la fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse caballero andante. Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea. Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Les da por leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta sufren un soponcio. Andan todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar o a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras. No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio. Frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: "Disculpe, estoy comprometida con otro". Si sus padres les preguntan a qué se debe esa actitud, responden: "No pretenderán que me case con un cualquiera". Y añaden: "Felizmente no todos los hombres son iguales". Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando al extremo de leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.



lunes, 19 de marzo de 2018

DIÁLOGO SOBRE UN DIÁLOGO (Jorge Luis Borges)


A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.


domingo, 18 de marzo de 2018

LA LENGUA DE CERVANTES (Rogelio Ramos)


Se trataba de una pieza musculosa alojada entre los arcos dentarios propios de los vertebrados, alfombrada de papilas gustativas y propicia para la expresión verbal. En estos parajes habíamos dado en llamarla «lengua de Cervantes».
Luego, algunos colaboradores ingleses nos informaron de que un órgano de similares características se conocía en el Reino Unido como «lengua de Shakespeare».
Por eso es que ahora estamos tratando de comunicarnos con colegas italianos para que nos expliquen qué cosa es lo que ellos denominan «lengua del Dante».
Glosofaríngeos, deglutores académicos, perversos de toda laya, más algunos filólogos internacionales preocupados en el tema de las mucosas (que de todo hay en este mundo) trabajan denodadamente para demostrar que Cervantes, Shakespeare y Alighieri son sinónimos. ¡Qué quieren que les diga! No sé. No sé.


sábado, 17 de marzo de 2018

INSTRUCCIÓN 11 (Leila Guerriero)


Temprano, recién levantada, mírese en el espejo del baño y sepa que ya no es una mujer de cuarenta con una casa bonita, unos hijos, un marido, la profesión que le gusta. Piense: “Me estoy convirtiendo en mi madre”. Sienta las ondas expansivas de la insatisfacción, las esquirlas de la queja y la protesta, un alien que viene a buscarla desde otro tiempo con el peso lento del desánimo y la ansiedad. Vea, como si lo tuviera frente a usted, el puño cerrado de su madre dando toquecitos irritantes sobre el hule de la mesa después de reclamar —siempre después de reclamar— algo a su padre. Vea el gesto amargo y tísico de su boca, las comisuras frunciéndose con reprobación ante casi todo. Escuche, como si la tuviera frente a usted, las exclamaciones de resignación y los rezongos. Dígase que ahora esos rezongos son también los suyos. Siéntase colonizada por una vida ajena construida con ladrillos tumefactos, una vida que siempre despreció. Mírese las manos. Note que las venas están más visibles que antes, como le pasó a ella con el correr de los años. Piense: “Qué fue de mí”. Sienta que es un fruto en proceso de descomposición, que no queda de lo que usted era más que alguna pincelada escasa: un entusiasmo vago por ciertas cosas, muy desdibujado y cada tanto. Escuche que su marido, en el cuarto, despierta. Pregúntese qué ama él de usted, qué ve cuando la mira. Siéntase la pieza gastada en una maquinaria que todavía funciona. Sienta vergüenza por llevar, dentro de sí, todo lo que odia, un fantasma gris sin soplo de alegría. Piense en ese poema de Anne Carson: “Un barco frío / zarpa de algún lugar dentro de la esposa / y pone rumbo al horizonte plano y gris, / ni pájaro ni soplo a la vista”. Piense “no voy a suspirar”. Suspire, como lo hacía su madre. Lávese los dientes.

viernes, 16 de marzo de 2018

CADA CUAL CON SU QUIMERA (Charles Baudelaire)


Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.

Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.

Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; se prendía con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.

Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.

Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; se hubiera dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre.

Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.

Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; pero pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedé más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.


jueves, 15 de marzo de 2018

TÚ SÍ QUE VALES (Saiz de Marco)


Me dan envidia sus ocurrencias, su improvisación. Me gustaría no envidiarle pero ¿acaso la envidia es voluntaria?

Yo soy disciplinado y previsible. Me centro en escribir un guión, lo memorizo y no me salgo de él. Cada día lo ejecuto fielmente, sin deslices.

Pero él no. Él tiene genio, duende. Él es puro talento, pura inventiva. Y por eso no necesita guiones.

Hace tiempo oí una copla que decía:

La sal, la chispa y la gracia
ni se compran ni se heredan.
Se las da Dios a quien quiere
y a mí me dejó sin ellas.


Pues al que dijo esa copla le pasaba lo que a mí: que no tengo gracia.

A veces, en medio del espectáculo, le veo reírse en mi cara. Es justamente cuando se sale del guión, cuando cambia los diálogos y derrocha originalidad. Ahí, sobre la marcha, improvisa los mejores chistes: los más reídos, los más celebrados. Entonces me mira con ojos socarrones, con gesto que declara “Tú no eres capaz”.

Y al acabar cada función su desdén se agiganta. Ambos sabemos que es a él, y sólo a él, a quien aplaude el público. Como también sabemos que, si un día se bloqueara en medio del show, los silencios (o los abucheos) serían para mí.

Supongo que debería racionalizar mis emociones. A fin de cuentas no es lógico que un ventrílocuo sienta celos del muñeco que mueve, del títere de plástico al que presta su voz. Supongo que no es lógico pero ¿acaso la envida es lógica?, ¿acaso es voluntaria?



miércoles, 14 de marzo de 2018

LAS ESTATUAS (Enrique Ánderson Imbert)


En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.


martes, 13 de marzo de 2018

¿Eso queremos?


COLECCIONISTA (Emilia Pardo Bazán)


Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá…, ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga -a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días- la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca -cuyo nombre verdadero era Rosario- no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.

La Urraca, vestida con un mantón de indefinible tono térreo, tocaba la cabeza con un pañuelo negro verdoso, de algodón, salía diariamente, en lo más crudo del invierno y en lo más achicharrante del verano, a pedir y a merodear. Cuando los alcaldes hacían justicia de enero y apretaban en que los pordioseros fuesen recogidos, tía Rosario no extendía la mano; se limitaba a espigar, como siempre, las porquerías del arroyo. Pasada la racha, reincidía. «¡… Para esta abuelica de más de setenta años!… ¡La pobre abuelica, que está muy enferma, que tiene un mal que la mata!… ¡Un perrillo, señora marquesa!…»

La Urraca distribuía los títulos a su modo: las señoras gordas y cincuentonas, marquesas de fijo; las damas de pelo blanquísimo y avanzada edad, duquesas; las buenas mozas de treinta a cuarenta, condesas. Era cuanto sabía de heráldica.

Nadie había penetrado jamás en la vivienda de la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de las vecinas era aguda, rabiosa. ¿Qué encerraba aquel misterioso cuarto tercero interior de la calle de las Herrerías? Y casi -al tener un pretexto para descorrer el velo del misterio- se alegraron, sin decirlo, de lo que hubiese podido ocurrir.

Dos horas después la autoridad penetraba en el domicilio de Rosario. Desde la misma puerta, el hedor cadavérico atosigaba.

Lejos de encontrar, como pensaron, una especie de desván lleno de trastos en desorden, de inmundicias, hallaron tres habitaciones de pobre mobiliario, pero muy arregladas, barridas y sin señal de polvo. La vejezuela, en efecto, sacaba diariamente la basura a la calle envuelta en un periódico y oculta bajo el indefinible mantón color de tierra; y lejos de guardar, como la urraca, las cosas que absolutamente nada valían, las desechaba al día siguiente de recogerlas, previo el más minucioso trabajo de clasificación que se ha realizado nunca con despojos y residuos de la vida en una capital.

Centenares de cajitas de tabacos, de esas pulcras cajitas cuya madera seca y sedosa conserva el aroma de los habanos que han contenido, servían a la Urraca para almacenar y guardar, con primoroso orden, su botín. Se supo después lo que las cajas contenían: como que hubo que tasarlo e inventariarlo. Unas encerraban guantes, doblados, delicadamente; otras, pedazos de encaje; otras, alfileres de todos tamaños y formas, horquillas de todos los metales, peines, jabones, pañuelos, alguno de ellos blasonado y enriquecido con puntos de aguja y Venecia… Había flores artificiales, objetos de cotillón, desdorados y marchitos; portamonedas de plata, piel y cartón vil; devocionarios, libritos de memorias, peinas de estrás, agujas de sombreros, frascos de esencias y de medicinas. Había retratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, en una cajita especial, billetes de Banco, una bonita suma. Más extrañó el contenido que encerraba un cofre de hierro: amén de ¡un collar de perlas!, alhajillas de menos valor, piedras sueltas, un reloj muy malo, dos o tres sortijas…

Prolijo en verdad sería el recuento del contenido de las cajas: recuérdese todo lo que puede hallarse en la calle, todo lo que diariamente se pierde en una populosa ciudad. ¿Quién no ha tenido, al volver a casa después de un paseo o de una reunión, la sensación desagradable de que algo le falta? ¿Quién no ha echado de menos, al desnudarse, la joya, el manguito, la cadena de los lentes? Fácil es inferir lo que en treinta y cinco años de mendicidad y rapiña llegó a reunir la Urraca.

Y allí estaba la vieja sobre su cama mísera, con el rostro ya afilado: sin duda la muerte la había sorprendido en el primer sueño… La raída manta, rechazada en algún espasmo de la agonía, colgaba, caída hacia el lado izquierdo, descubriendo el cuerpo sarmentoso, los secos pies de esparto, las canillas como palos de escoba maltratados por el uso… Se diría que pies y piernas cansados y gastados de tanto pisar la calle, de tanto vagabundear acechando la presa, se habían rendido y pedían descanso. La camisa, remendada, cubría mal el resto de la anatomía pavorosa de la mendiga. Las greñas, lacias, se esparcían sobre la almohada, de percalina gris, sin funda de tela.

Ropas y mobiliario acusaban la miseria, la sórdida vida de una pordiosera reducida a lo estricto.

El vecindario quedó algo desilusionado: no había crimen; no había ni aun delito; ni asesinato, ni robo. La Naturaleza era la autora de aquella muerte oscura, solitaria, quizá sin sufrimiento, y que bien podía atribuirse a la falta de todo cuidado, al desabrigo bajo la intemperie matritense, a la vida antihigiénica de la mísera Urraca… Si la anciana hubiese echado mano de los recursos no escasos que poseía; si hubiese tenido buena alimentación, un mantón nuevo y lanoso, zapatos que no embarcasen la humedad, ropa interior de franela…, diez años más, tal vez, hubiese podido vivir. Pero -al menos, así me lo he explicado- entonces no hubiese gozado una felicidad que debió de compensarla todas las privaciones voluntariamente sufridas, el frío en el estómago y en los huesos, el puchero aguanoso, el calzado ensopado, que «se ríe»… ¡No hubiese experimentado esas fruiciones sabrosas que disfruta la vejez en compensación de tantas dichas como pierde! ¡No hubiese saboreado la gustosa locura del coleccionismo, el goce egoísta y callado de reunir lo que nadie ve y lo que de nada nos ha de servir!

Sí, esta era la clave; yo no podía dudarlo: la Urraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetos que nunca, dada su condición social, hubiese podido poseer; los objetos que a ningún fin podía aplicar; los objetos más heteróclitos, pero cuya busca, en la calle, constituía la ventura y la pasión de su ancianidad. Cazadora en la selva de la capital, de noche, a la luz de la pobre candileja, experimentaría emociones de intensidad violentísima al recontar y clasificar el botín. Allí estaban las riquezas que otros habían dejado de poseer y que ahora formaban el tesoro de la mendiga: allí estaban, deslumbradoras. ¿Desmembrarlas? ¡Nunca! Ni aun tocaría al billete de Banco hallado entre el cieno, a la puerta del Casino o en el umbral de la tienda… Si se deshiciese de sus hallazgos, ¿qué placer o qué comodidad podrían compensar el de guardarlos, de saber que los tenía allí, que aumentaban cada día, con la exploración ardiente en la manigua urbana? Cuanto más la aumentaba, crecía la avaricia de enriquecer la colección… Ni ante la muerte la hubiese descabalado…

Y eché la última ojeada al cadáver de la mujer que fue feliz a su manera, que gozó emociones de refinada y estética intensidad…