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sábado, 14 de abril de 2018

El mundo al revés

UGT y CC.OO., con el golpismo fragmentador y antiigualitario. Una vergüenza y una ignominia para los trabajadores. Qué irresponsables.

viernes, 13 de abril de 2018

LA LUNA EN ESTÍO (Andrés Ibáñez)


Ha llegado el estío. Los jóvenes se tienden a la sombra de los álamos y contemplan cómo las mujeres de la aldea descienden en hilera a través de las altas hierbas para lavar la ropa en las piedras blancas de la orilla del río. Una de ellas, acalorada, se suelta un poco las ropas y, entonces, en el afán de su tarea, uno de sus pequeños senos se hace visible. Y uno de los jóvenes, que está enamorado de ella en secreto, se siente poseído por la tristeza y piensa que acaba de contemplar, en mitad del día, la luna inalcanzable.


jueves, 12 de abril de 2018

El autodeterminador que se autodetermine buen autodeterminador será


VAMPIRO (Ambrose Bierce)


Vampiro, s: demonio que tiene la censurable costumbre de devorar a los muertos.

Su existencia ha sido disputada por polemistas más interesados en privar al mundo de creencias reconfortantes que de reemplazarlas por otras mejores.

En 1640 el padre Sechi vio un vampiro en un cementerio próximo a Florencia y lo espantó con el signo de la cruz. Lo describe dotado de muchas cabezas y de un número extraordinario de piernas, y no dice que lo vio en más de un lugar al mismo tiempo. El buen hombre venía de cenar y explica que, si no hubiera estado "pesado de comida", habría atrapado al demonio contra todo riesgo.

Atholston relata que unos robustos campesinos de Sudbury capturaron un vampiro en un cementerio y lo arrojaron en un bebedero de caballos. (Parece creer que un criminal tan distinguido debió ser echado a un tanque de agua de rosas.) El agua se convirtió instantáneamente en sangre y así continúa hasta el día de hoy, escribe Atholston. Más tarde el bebedero fue drenado por medio de una zanja.

A comienzos del siglo XIV un vampiro fue acorralado en la cripta de la catedral de Amiens y la población entera rodeó el lugar. Veinte hombres armados con un sacerdote a la cabeza, llevando un crucifijo, entraron y capturaron al vampiro que, pensando escapar mediante una estratagema, había asumido el aspecto de un conocido ciudadano, lo que no impidió que lo ahorcaran y descuartizaran en medio de abominables orgías populares.

El ciudadano cuya forma había asumido el vampiro quedó tan afectado por el siniestro episodio, que no volvió a aparecer en Amiens, y su destino sigue siendo un misterio.



miércoles, 11 de abril de 2018

EL GORDO Y EL FLACO (Anton Chejov)


En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado -su esposa-, y un colegial espigado que guiñaba un ojo -su hijo.

-¡Porfiri! -exclamó el gordo, al ver al flaco-. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

-¡Madre mía! -soltó el flaco, asombrado-. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

-¡Amigo mío! -comenzó a decir el flaco después de haberse besado-. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves... Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

-¡Estudiamos juntos en el gimnasio! -prosiguió el flaco-. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach... luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.

-Bueno, bueno. ¿Y qué tal vives, amigazo? -preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo-. Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho carrera?

-¡Soy funcionario, querido amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de San Estanislao. El sueldo es pequeño... pero ¡allá penas! Mi mujer da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera... ¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si alquien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo departamento... Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal? A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?

-No, querido, sube un poco más alto -contestó el gordo-. He llegado ya a consejero privado... Tanto dos estrellas.

Súbitamente el flaco se puso pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se empequeñeció... Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron, se le arrugaron... El largo mentón de la esposa se hizo aún más largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la guerrera...

-Yo, Excelencia... ¡Estoy muy contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y de pronto convertido en tan alto dignatario!¡Ji, ji!

-¡Basta, hombre! -repuso el gordo, arrugando la frente-. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y ceremonias?

-¡Por favor!... ¡Cómo quiere usted...! -replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa de conejo-. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo Nafanail... mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo...

El gordo quiso replicar, pero en el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse.

El flaco estrechó tres dedos, inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: "¡Ji, ji, ji!" La esposa se sonrió. Nafanail dio un taconazo y dejó caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.


martes, 10 de abril de 2018

SEÑALES (Sandra Sánchez)


A ellos no los separó la muerte, lo hicieron los tacones de los zapatos de la novia en plena ceremonia. Justo antes del sí quiero, y antes de las fotos y de que los invitados se comieran el trozo de tarta de los novios. No podía más. Los pinchazos le estaban clavando los pies al suelo. Sintió opresión, sintió que le faltaba el aire. Miró al Cristo crucificado que tenía justo en frente y vio los clavos en sus manos. Algo así debía estar a ella agujereándole los pies. Miró hacia abajo, y allí seguían, encajados en aquella rampa imposible. De repente, aquel desnivel se transformó en un precipicio y ella estaba, justo, al borde. Sintió el empujón del cura y se vio caer estampándose contra el suelo. En su imaginación salía corriendo de allí como alma que lleva el diablo, con las botas aquellas tan cómodas que se ponía muchas veces con vaqueros, subiéndose el vestido para no pisarlo. Se vio muy lejos de aquel sitio, de su novio, de los invitados y de aquella iglesia de barrio a la que iría a llevar a los niños al catecismo…
Descalzó un pie mientras el cura repetía la pregunta. Descalzó el otro. Y luego, contestó aliviada: “no, no quiero”.


lunes, 9 de abril de 2018

ASCENSIÓN (Benjamín González Alonso)



"Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios" (Lc. 24, 50-53).

"Y fue llevado al cielo"... Así pues, Jesús voló por los aires. Ascendió, se elevó autopropulsado. ¡Como Supermán (pero sin capa)! Primer registro histórico de vuelo humano sin motor.

(-Yo me voy a lo alto y aquí os quedáis vosotros.)

Pero no: el lector nota que algo desentona. Algo chirría en el conjunto. Hay, aquí, algo que desbarra. Algo que no cuadra, algo que no es como debería ser.


domingo, 8 de abril de 2018

COMETARIA (Emilia Pardo Bazán)


Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo…; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda…

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?

Mi fantasía se desataba. Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo -era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo… entre la infinita desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velázquez, las estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los montones de billetes y centenas de oro… que ya nada valían, porque nadie me los exigiría a cambio de cosa alguna.

A mi alrededor, la muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía… Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!

Y, al acercarse la noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía articular palabra… No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. Le eché los brazos al cuello y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas…

Y al estrecharla así, al comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva, no en el Paraíso, sino en páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal… Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el pícaro mundo.

sábado, 7 de abril de 2018

DE NOCHE (Franz Kafka)


¡Hundirse en la noche! Así como a veces se sumerge la cabeza en el pecho para reflexionar, sumergirse por completo en la noche. Alrededor duermen los hombres. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, es el de dormir en casas, en camas sólidas, bajo techo seguro, estirados o encogidos, sobre colchones, entre sábanas, bajo mantas; en realidad se han encontrado reunidos como antes una vez y como después en una comarca desierta: Un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, un pueblo bajo un cielo frío, sobre una tierra fría, arrojados al suelo allí donde antes se estuvo de pie, con la frente contra el brazo, y la cara contra el suelo, respirando pausadamente. Y tú velas, eres uno de los vigías, hallas al prójimo agitando el leño encendido que cogiste del montón de astillas, junto a ti. ¿Por qué velas? Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.


viernes, 6 de abril de 2018

UNA PLAYA (Íñigo Domínguez)


Una playa de un lugar indeterminado en el futuro.

El coronel George Taylor grita y solloza desesperado junto a una mujer ante los restos calcinados de la Estatua de la Libertad.

—George, tenemos que irnos, el sol a esta hora pega mucho y ni nos hemos puesto crema.

—¿¡Pero no comprendes, pedazo de desgraciada, que acabo de descubrir que mi planeta ha sido destruido por un apocalipsis nuclear, la raza humana casi ha sido exterminada y estoy rodeado de simios que hablan!?

—Tampoco hay que ponerse así, ni insultar, vamos digo yo [comienza a llorar].

—Perdona, mujer, es que saberlo así, de sopetón…

—¡Déjame en paz, no me toques!

—No te pongas así, no quería gritar… Es que es muy fuerte saber que…

—¡Que me dejes!

—Venga, no llores, ya se nos ocurrirá algo. ¿No tienes un poco de hambre? Total, el mundo también estaba lleno de gilipollas. Vámonos, que no soporto la playa.


jueves, 5 de abril de 2018

LA PATA DE MONO (W. W. Jacobs)


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento... -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.


miércoles, 4 de abril de 2018

EL PULPO QUE NO MURIÓ (Sakutaro Hagiwara)


Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y solo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir un hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra.
En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo.
Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y solo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido.
Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de una escasez e insatisfacción horrenda.


lunes, 2 de abril de 2018

Y QUÉ LES PARECE QUE HIZO (Enrique Jardiel Poncela)


(Fragmento de "Eloísa está debajo de un almendro")

SEÑORA: Es lo que yo digo; que hay gente muy mala por el mundo...
AMIGO: Muy mala, señora Gregoria.
SEÑORA: Y que a perro flaco, to son pulgas.
AMIGO: También.
MARIDO: Pero, al fin y al cabo, no hay mal que cien años dure, ¿no cree usté?
AMIGO: Eso desde luego. Como que después de un día viene el otro, y Dios aprieta pero no ahoga.
MARIDO: ¡Ahí le duele! Claro que agua pasá no mueve molino, pero yo me asocié con el Melecio por aquello de que más ven cuatro ojos que dos, y porque lo que uno no piensa al otro se le ocurre. Pero de casta le viene al galgo el ser rabilargo, el padre de Melecio siempre ha sido de los de quítate tú para ponerme yo, y de tal palo tal astilla, y genio y figura hasta la sepultura. Total: que el tal Melecio empezó a asomar la oreja y yo a darme cuenta, porque por el humo se sabe dónde está el fuego.
AMIGO: Que lo que ca uno vale a la cara le sale.
SEÑORA: Y que antes se pilla a un embustero que a un cojo.
MARIDO: Eso es. Y como no hay que olvidar que de fuera vendrá quien de casa te echará, yo me dije digo: "Hasta aquí hemos llegao; se acabó lo que se daba; tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe; ca uno en su casa y Dios en la de tos; y a mal tiempo buena cara, y pa luego es tarde, que reirá mejor el que ría el último".
SEÑORA: Y los malos ratos pasarlos pronto.
MARIDO: ¡Cabal! Conque le abordé al Melecio, porque los hombres hablando se entienden, y le dije: "Las cosas claras y el chocolate espeso; esto pasa de castaño oscuro, así que cruz y raya, y tú por un lao y yo por otro; ahí te quedas, mundo amargo, y si te he visto no me acuerdo". ¿Y qué les parece que hizo él?
AMIGO: ¿El qué?
MARIDO: Pues contestarme con un refrán.
AMIGO: ¿Que le contestó a usté con un refrán?
MARIDO: (Indignado) ¡Con un refrán!
SEÑORA: (Más indignada aún) ¡Con un refrán, señor Eloy!
AMIGO: ¡Ay que tío más cínico!
MARIDO: ¿Será sinvergüenza?
AMIGO: Hombre, ese tío es un canalla capaz de to.



domingo, 1 de abril de 2018

MEMORIAS DE UN PERRO AMARILLO (O' Henry)


Supongo que ninguno se rasgará las vestiduras por leer un relato en boca de un perro. El señor Kipling ha demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista se da el lujo de no publicar una buena historia de animales, a excepción de las publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan a esperar en mi cuento ninguna pretensión literaria, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un apartamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes prodigios.

Nací cachorro, y amarillo; con fecha, localidad, pedigrí y peso desconocidos. Mi primer recuerdo es que una vieja me tenía dentro de una cesta en la esquina de Broadway y 23, tratando de venderme a una señora gorda. La vieja Mamá Hubbard se dedicaba a hacerme publicidad sin límites, anunciándome como un genuino fox-terrier de Stoke Poges, de origen pomeranio-hambletonio, chino, hindú y rojo irlandés. La mujer gorda empezó a rebuscar un billete de cinco dólares hasta que logró cazarlo, y se dio por vencida. Desde aquel momento me convertí en una mascota, en el caprichito de mamá.

Dígame, querido lector, ¿le ha levantado alguna vez una mujer de noventa kilos, echándole el aliento con aroma de Camembert y Peau d’Espagne, restregándole la nariz por todo el cuerpo, al tiempo que repetía sin cesar con un tono de voz a lo Emma Eames:

—¿Quién es la cosita más chiquitita y más preciosa de su mamita?

De ser un cachorro amarillo con pedigrí pasé a ser un una especie de cruce de gato de Angora con una caja de limones. Pero mi ama nunca se bajó de su discurso. Tenía la certeza de que los dos cachorros que Noé recogió en su Arca no eran sino una rama de mis antepasados. Dos policías tuvieron que impedirle la entrada en el Madison Square Garden, donde pretendía presentarme al premio de sabuesos siberianos.

Les hablaré ahora de aquel apartamento.

La casa era del tipo más común en Nueva York, con mármol de la isla de Paros en el suelo del portal y terrazo a partir del primer piso. Había que subir, bueno, más bien trepar tres tramos de escaleras hasta nuestro hogar. Mi ama lo alquiló sin amueblar, y lo decoró con los elementos habituales: tresillo tapizado estilo 1902, un cromo al óleo que representaba a una geishas en un salón de té de Harlem, plantas artificiales y un marido.

¡Por Sirio!, qué pena me daba aquel pobre bípedo. Era un hombre pequeño, con pelo y patillas color de arena, muy semejantes a las mías. Secaba los platos y escuchaba a mi ama contarle lo baratas y andrajosas que eran las ropas tendidas por la vecina del segundo, la del abrigo de ardilla. Y todas las noches, mientras ella preparaba la cena, lo obligaba a sacarme de paseo atado al extremo de una correa.

Si los hombres supieran cómo las mujeres pasan el tiempo cuando están solas no se casarían jamás.

Laura Lean Jibbey, un poco de crema de almendras sobre los músculos del cuello, cascar cacahuetes, los platos sin fregar, media hora de cháchara con el hombre del hielo, lectura de un montón de cartas viejas, un par de tapas de escabeche y dos botellas de extracto de malta, una hora entera mirando furtivamente al piso del otro lado del patio por un agujero de la ventana, en fin. Veinte minutos antes de que él llegue del trabajo se apresuran a arreglar la casa, cambian de cara para no dejar translucir su holgazanería, y sacan gran cantidad de labores de costura para hacer un paripé de diez minutos.

Llevaba yo una vida perra en aquel piso. La mayor parte del día me la pasaba tumbado en mi rincón, viendo cómo aquella mujer mataba el tiempo. A veces me dormía y tenía sueños imposibles en los que perseguía a gatos por los sótanos, tal y como se supone que debe hacer un perro. Entonces ella se cernía sobre mí y me lanzaba una de aquellas sartas de cursilerías de caniche y me besaba en el hocico, pero ¿qué podía hacer yo?.

Empecé a sentir compasión por Maridito, ¡se lo juro! Nos parecíamos tanto que la gente lo advertía en nuestros paseos, y así andábamos desconcertados por las calles. Una tarde en que íbamos paseando, como digo, y yo trataba
de parecer un San Bernardo con premio, y el buen viejo pretendía simular que no había asesinado al primer organillero al que se le ocurriera tocar la marcha nupcial de Mendelssohn, miré hacia mi amo y le dije a mi manera:

—¿Por qué te amargas la vida, tú, soldado británico con galones? A ti jamás te besa. No tienes que sentarte en su regazo y escuchar una charla que lograría que un libreto de comedia musical pareciese las máximas de Epicteto. Tendrías que estar agradecido por no ser un perro. Ánimo, Benedick, y sacúdete de encima las melancolías.

El desdichado cónyuge me miró con una mirada de inteligencia casi canina.

—¡Ay, perrito! —dijo—. Buen perro. Casi parece como si fueras capaz de hablar. ¿Qué te pasa, hay gatos?

Pero, naturalmente, no podía entenderme. A los humanos les ha sido negado el lenguaje animal. El único lugar común de entendimiento entre los perros y el hombre está en la ficción.

En el piso frente al nuestro vivía una señora con un terrier negro y canela. Su marido lo sacaba todas las tardes, pero siempre volvía a casa silbando y de buen humor. Un día nos rozamos los hocicos, el terrier y yo, en el descanso de la escalera, y le pedí una explicación.

—Escucha —le dije—, sabes muy bien que no es propio de la naturaleza de un hombre el hacer de niñera de un perro en público. No he visto jamás a ninguno de los que llevan a un perro con una correa que no diese la impresión de querer pegar a cualquier hombre que le mirara. Pero tu jefe vuelve todos los días a casa de un humor excelente. ¿Cómo lo consigue? No vayas a decirme que le gusta.

—¿Que qué hace? —dijo él—. Pues, usa el Propio Remedio de la Naturaleza. Al principio volvía a casa como quien acaba de perder al póquer. Cuando hemos estado ya en ocho bares, le da lo mismo si la cosa que tiene al final de la correa es un perro o un bagre. He perdido dos pulgadas de rabo en mis intentos por esquivar esas dichosas puertas giratorias.

La pista que me dio aquel terrier —satisfactoria imitación de vodevil— me hizo reflexionar.

Una tarde, alrededor de las seis, mi ama le ordenó que se pusiera en acción y realizase el acto de oxigenar a Bello. He tratado de mantenerlo oculto hasta ahora, pero así es como me llamaba. Al terrier le llamaban Dulzor. Bien visto, creo ser mejor que él cazando conejos. Aun así, opino que Bello es una especie de lata nominal colgada del rabo de la dignidad de uno.

En un lugar tranquilo de una calle tiré de la correa de mi guardián frente a una atractiva y refinada cantina. Me lancé como una flecha furiosa hacia las puertas, gimiendo como un perro que pretende comunicar el mensaje de que la pequeña Alice acaba de hundirse en el lodo mientras está recogiendo lilas en el arroyo.

—Caray, ¿qué ven mis ojos? —dijo el viejo con un remedo de sonrisa—; que Dios me prive de la vista si perro hijo de limonada no me está pidiendo que me tome una copa. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que no ahorro suela de zapato apoyándola en la barra de un bar?

Comprendí que ya estaba en mis manos. Pidió whisky, sentado ante una mesa. Durante una hora estuvieron llegando los Campbell. Yo me senté a su lado llamando al camarero con golpecitos de la cola, y consumiendo comida gratis en nada comparable a la que mamá traía al apartamento en su carrito casero después de comprarla en una tienda ocho minutos antes de que llegase papá.

Cuando se habían agotado todos los productos escoceses, excepto el pan de centeno, el viejo me desató de la pata de la mesa y me sacó jugueteando a la calle como un pescador sacaría a un salmón. Al llegar allí me quitó el collar y lo tiró al suelo.

-Pobre perrito —dijo—; mi buen perro amarillo. Ella no volverá a besarte nunca más. Es una condenada vergüenza. Mi buen perrito, aléjate, déjate atropellar por un tranvía y sé feliz.

Me negué a marcharme. Salté y retocé alrededor de sus piernas, tan feliz como una pulga en una alfombra.

—Óyeme bien, cerebro de mosquito —empecé—-, ¿es que no te das cuenta de que no quiero abandonarte? ¿No te das cuenta de que los dos somos cachorros perdidos en el bosque? ¿Por qué no cortar con eso para siempre y ser compañeros hasta la muerte?

—Perrito —repuso al fin—, no vivimos más que una docena de vidas en esta tierra, y muy pocos de nosotros llegamos a vivir más de trescientos años. Si vuelvo a ver ese apartamento en mi vida es que soy un fracasado, y si lo vuelves a ver tú es que eres un lameculos, y no bromeo. Apuesto sesenta contra uno a que este caballo gana por la longitud de un perro tejonero.

No había correa ya, pero fui trotando junto a mi amo hacia el transbordador de la calle Veintitrés. Y los gatos que se cruzaron en nuestro camino tuvieron sobradas razones para dar gracias por haber sido dotados de uñas prensiles.

Al llegar a la orilla de Jersey, mi amo le dijo a un forastero que estaba allí, de pie, comiendo un bollo recién hecho:

—Yo y mi perrito nos dirigimos a las Montañas Rocosas.

Pero cuando más dichoso me sentí fue cuando mi viejo me tiró de las dos orejas hasta que aullé, y dijo:

—Óyeme bien, cabeza de mono, cola de rata, hijo azufrado de un felpudo, ¿sabes cómo te voy a llamar?

Me acordé de Bello y gemí lastimeramente.

—Te voy a llamar Pedrito —dijo mi amo, y si yo hubiera tenido cinco colas no habría tenido suficientes para agitarlas.